Robar a Rodin (2017, de Cristóbal Valenzuela, Competencia Oficial Latinoamericana), por Emiliano Fernández
Pocos documentales cuentan con la inteligencia, el desenfado y el sentido de la oportunidad de Robar a Rodin (2017), una pequeña maravilla de Cristóbal Valenzuela que analiza el robo en 2005 del Museo de Bellas Artes de Santiago de Chile de una escultura de Auguste Rodin, el Torso de Adèle, por parte de Luis Emilio Onfray Fabres, un estudiante universitario de arte de apenas 20 años en aquel entonces. Aprovechando que había asistido a la inauguración de una muestra en el museo, el joven se metió en la exhibición del legendario artista francés -cortesía nada menos que del Museo Rodin- y decidió llevarse en su mochila la escultura, la cual estaba completamente desprotegida (en una sala abierta, a oscuras, con cámaras que no eran infrarrojas y sin ninguna alarma de por medio). Luego de conservar la obra por unas horas, Onfray Fabres la terminó devolviendo a las autoridades y diciendo que todo formó parte de una suerte de “intervención artística” de su parte orientada a poner en evidencia la falta de seguridad por un lado y el inefable vacío que deja la ausencia por el otro. El opus de Valenzuela coquetea en todo momento con el cinismo ilustrado, la comedia costumbrista, el absurdo de la situación y las reflexiones en torno a la idiosincrasia chilena y -por extensión- latinoamericana, un entramado cuya mediocridad y soberbia saltan a la vista de manera permanente: siempre preocupados por lo que pensarán desde el Primer Mundo, todos los involucrados pretenden entender la precariedad intelectual y las motivaciones del ladrón pero terminan embrollándose -al igual que él mismo- en el sinsentido de una sociedad marginal en la que el consumo popular del arte es muy limitado porque las necesidades urgentes pasan por problemas más mundanos y debido a que la “alta cultura” se mueve en círculos hiper reducidos que sólo se amplían cuando ocurre una movida involuntaria de marketing como la presente, un episodio que por supuesto luego derivó en un récord de visitantes para la exhibición de Rodin en el Bellas Artes. Este documental expositivo además examina con astucia la oposición entre el arte clásico y el -a veces muy ridículo- arte moderno, la estupidez de los representantes estatales encargados de velar por la pieza, los “vuelos” filosóficos primermundistas en torno a la cultura, el morbo de los medios de comunicación y el público en general con el Torso de Adèle (una obra a la que jamás le hubiesen prestado atención si no fuera por el hurto), la sumisión vacua ante lo que se nos presenta como “arte consagrado” según los criterios de la metrópoli, las similitudes con la mítica apropiación de La Gioconda de Leonardo da Vinci del Museo del Louvre en 1911 y finalmente la vida misma de Onfray Fabres, un pobre diablo con aspiraciones mucho más grandes que sus capacidades (padre abandónico, instalaciones berretas, chamuyos jurídicos y sentencia de un año de trabajo en la biblioteca de una prisión chilena). Así las cosas, Robar a Rodin ofrece un pantallazo completo y bien delirante de los recovecos de las falencias de la identidad cultural latinoamericana, un enclave que quiere copiar modelos foráneos -europeos, sobre todo- sin siquiera conocer las características de la propia tierra, sus habitantes y mucho menos sus necesidades expresivas, las cuales por cierto parecen estar más condicionadas por los mass media y los prejuicios que orientadas a la apertura mental, la experimentación o a aceptar lo diferente.
La Desaparición (Pororoca, 2017, de Constantin Popescu, Trayectorias), por Martín Chiavarino
Una angustia insoportable
El cuarto largometraje del realizador rumano Constantin Popescu, tras su paso por la televisión, es un film desgarrador sobre la desaparición de una niña en un parque y la angustia de su familia ante el paso de los días sin ninguna pista ni noticia. La Desaparición (Pororoca, 2017) analiza la lenta desintegración de una familia perfecta y feliz a partir de la desaparición de la hija de un matrimonio con dos niños pequeños. Mientras que la madre, Cristina (Iulia Lumânare) pasa de la tristeza a la ira canalizada hacia su esposo por haber perdido a María, el padre, Tudor (Bogdan Dumitrache), se sumerge en la culpa y comienza a investigar por su cuenta ante la falta de respuestas por parte de la policía.
Con extraordinarias actuaciones de todo el elenco La Desaparición deconstruye los gestos de los personajes y examina sus emociones para indagar en el proceso de desgaste de las inhibiciones racionales ante un acontecimiento traumático, en este caso, la pérdida sin rastros de un hijo delante de uno de los padres. Popescu utiliza invasivos primeros planos para adentrarse en la psiquis de los personajes y así advertir la evolución de sus reacciones ante la angustia, que cada vez se hace más grande e intolerable.
El film denuncia también la incapacidad policial para encontrar pistas, la completa falta de tacto y de sensibilidad para tratar con los devastados padres e incluso con el hermanito de la niña perdida y la insuficiencia de contención por parte del Estado ante una situación de gran dolor, pesar y principalmente, impotencia. Justamente esa impotencia lleva a Tudor a adentrarse en su dolor para imbuirse de él y tomar valor para finalmente perder los estribos. Como su nombre original lo indica, pororoca (una palabra portuguesa que indica un fenómeno que se produce en la cuenca del Amazonas de fuertes mareas contracorriente acompañadas de grandes olas), el protagonista, Tudor, va encontrándose sin darse cuenta arrastrado por una corriente que lo lleva a acusar y acosar a un hombre que asiduamente va al parque solo, para finalmente confrontarlo. Popescu maneja las emociones lánguidamente, generando gran tensión, para conducir a sus personajes a través de las corrientes que los halan hasta un estallido previsible para todos menos para ellos mismos.
La Desaparición es así un film con dos claros puntos de quiebre que marcan la acción y definen la suerte de los protagonistas. Con un gran trabajo sobre las emociones, la obra del director y guionista rumano lleva al espectador hacia un lugar sombrío y desesperante que lo deja sin armas ante la dura realidad, poniendo el dedo en la llaga de una de las cuestiones más sensibles de nuestra paranoica sociedad híper desamparada, devolviéndole al espectador una imagen de sí mismo y de su propia congoja.
Isla de Perros (Isle of Dogs, 2018, de Wes Anderson, Función de Clausura), por Emiliano Fernández
Querido amigo cuadrúpedo
Las expectativas acumuladas frente al nuevo proyecto de Wes Anderson eran cuantiosas desde el vamos debido a que su opus previo, El Gran Hotel Budapest (The Grand Budapest Hotel, 2014), fue una obra maestra extraordinaria que incluso superó a las mejores creaciones del realizador de lustros anteriores, léase Tres son Multitud (Rushmore, 1998), Los Excéntricos Tenenbaums (The Royal Tenenbaums, 2001), El Fantástico Sr. Zorro (Fantastic Mr. Fox, 2009) y Un Reino bajo la Luna (Moonrise Kingdom, 2012). El trabajo que da por terminada la espera de los fans, Isla de Perros (Isle of Dogs, 2018), no llega al nivel de calidad de El Gran Hotel Budapest pero tampoco podemos decir que defrauda ya que hablamos de una película encantadora e inteligente que combina el extrañamiento narrativo de siempre del director con otra fábula acerca de la defensa de los marginados sociales, la importancia de los seres queridos y la necesidad de luchar contra las injusticias.
En esta oportunidad el norteamericano retoma el maravilloso stop motion de El Fantástico Sr. Zorro para contarnos el hostigamiento que padecen los perros en el futuro en la ciudad de Megasaki, en Japón, donde el alcalde Kobayashi (Kunichi Nomura) decreta que todos los canes deben ser exiliados en la llamada “Isla de la Basura” bajo la excusa de que los cuadrúpedos se multiplican a una tasa más que alarmante y están casi todos abichados con una gripe muy peligrosa. La trama sigue el derrotero de Atari (Koyu Rankin), nada menos que el sobrino huérfano de 12 años de Kobayashi, en pos de hallar y rescatar a su mascota guardaespaldas Spots, quien junto con los demás perros de Megasaki fue trasladado sin piedad en una jaula y depositado entre montañas de residuos humanos. Ayudado por una jauría de cuatro canes domesticados y uno callejero con quien termina entablando un tierno vínculo, Chief (Bryan Cranston), el muchacho emprende la odisea de encontrar a su amigo.
Sin dudas este es el film más ambicioso a nivel temático de Anderson porque la impronta bien agitada del curioso devenir habilita diversas lecturas que variarán -y mucho- según los intereses de cada espectador: tomando el trasfondo de Los Perros de la Plaga (The Plague Dogs, 1982), aquel clásico de izquierda de Martin Rosen anti maltrato animal, y algo de las alegorías alrededor del nazismo de Maus, la genial novela gráfica de Art Spiegelman sobre un Holocausto representado vía una colección de especies animales, hoy el cineasta vuelca gran parte de lo anterior hacia el absurdo aunque manteniendo la seriedad en varios pasajes de la historia, los cuales por cierto pueden ser interpretados como una denuncia de la crueldad y los abusos de los seres humanos contra la naturaleza y/ o como un análisis sutil de esas “limpiezas” étnicas/ raciales/ religiosas/ culturales encaradas por determinados sectores en el poder contra colectivos sociales vistos como chivos expiatorios convenientes.
Ahora bien, considerando la permanente aclaración a lo largo del metraje en torno a que Kobayashi fue elegido por las mayorías, también puede trazarse un paralelo entre el villano y Donald Trump, otro payaso fascistoide convalidado por el voto popular, circunstancia que nos deja al amparo de opositores individuales como Atari o de pequeñas organizaciones como la aquí encabezada por la estudiante de intercambio Tracy (Greta Gerwig), quien se planta junto a unos jóvenes japoneses contra la escalada persecutoria de Kobayashi y su “solución final” de gasear a todos los canes de la Isla de la Basura. Un elemento muy grato del convite pasa por el hecho de que los humanos hablan japonés y los perros un perfecto inglés, una jugada que no tiene nada de imperialismo cultural y que funciona como una simple oposición retórica desde el respeto que subraya que todos los seres vivos se pueden entender si quieren, más allá de los modismos y mecanismos de comunicación de cada uno.
El elenco vuelve a estar plagado de muchos colaboradores habituales del realizador (Bill Murray, Edward Norton, Jeff Goldblum, Frances McDormand, Harvey Keitel, F. Murray Abraham, Tilda Swinton, Anjelica Huston, etc.) y la obra nos regala una nueva y hermosa tanda de tomas simétricas con los colores pasteles y el “diálogo” entre sujetos y fondos como ingredientes distintivos (además del stop motion tenemos segmentos animados tradicionales para las situaciones más difíciles de lograr con los muñecos, utilizando a la televisión como soporte). Anderson pierde en ocasiones la brújula narrativa y descuida un poco personajes secundarios que daban para más, sin embargo Isla de Perros es una joyita freak dentro del almidonado contexto cinematográfico contemporáneo, recordándonos que la experimentación formal y temática debería ser el horizonte del arte y que nunca debemos acostumbrarnos al delirio homicida de los engendros estatales y sus arrebatos mesiánicos…