21° BAFICI

Parte 11

Por Ernesto Gerez

Die Hard (1988), de John McTiernan:

RESCATES

Así como La Diligencia (Stagecoach, 1939) marcó el pulso de la explosión del western de los años 40 y Un Tiro en la Noche (The Man Who Shot Liberty Valance, 1962) anunció el final de los años dorados del género, Duro de Matar (Die Hard, 1988) se pensó, se filmó y se erigió como una de las grandes representantes de su legado; de hecho, no sólo se nombra a John Wayne (aunque nuestro héroe elige a Roy Rogers como su favorito) sino que, cuenta la leyenda, en alguno de los tratamientos del guión, el protagonista se llamaba John Ford. McClane (Bruce Willis), como Wayne (que también supo ser un McLain en la anticomunista Big Jim McLain de 1952), es el macho valiente que la tiene clara y va al frente contra todos; la fantasía masculina del que vio muchas películas, tal como le dice el villano Hans (Alan Rickman) en una de las oportunidades en las que hablan por radio: “¿sos otro huérfano de una cultura en decadencia que se cree Wayne, Rambo, Marshal Dillon?”. En su travesía de macho bravío, McClane viaja a California y vive los cambios de un mundo en el que ya no está a gusto. Los cambios de era están representados con elementos sutiles de la trama; por ejemplo el triunfo de su ex esposa en el mundo laboral o él haciendo una crítica a la tecnología en el mismo momento en el que se entera de que su ex ya no usa su apellido. Esas dos situaciones se dan en la torre Nakatomi, espacio mítico hecho de la arena del viejo desierto pero reconvertida en material de construcción donde tronarán los tiros y las bombas y el macho desorientado del mundo nuevo restablecerá el orden.

 

Duro de Matar está plagada de representaciones hechas a través de sus personajes: si McClane representa al viejo macho y su ex Holly a la nueva mujer empoderada, Harry, un compañero de trabajo de ella, es el representante de la codicia en decadencia y el fin de los años 80, quien se nos presenta, como debe ser, dándose un buen saque de merca. A su vez Hans es un villano que es también el fin de las ideologías: no es un terrorista que se va a inmolar por sus creencias religiosas ni un comunista que lo hará por sus ideales, es un alemán a punto de derribar el muro al que sólo le importa la guita y que va de caño al edificio Nakatomi a zarparle los bonos a los japoneses que festejan Navidad. En Die Hard hay palos para todos; también para los medios y su falta de escrúpulos para obtener una primicia (el periodismo recibe literalmente su roscazo de la mano de Holly), y -sobre todo- para la cana. Porque aunque el final tenga su justificación reaccionaria del gatillo fácil, los policías, a excepción de Al, el amigo de afuera del edificio de McClane, son todos estúpidos. Die Hard es un gran western vertical tan complejo y profundo como conservador, hecho con la magia de la simpleza del buen cine popular.

 

Répertoire des Villes Disparues (2019), de Denis Côté:

TRAYECTORIAS

El festivalero Côté arma un relato que se nutre del género pero sin perder sus mañas antinarrativas (recordemos Bestiaire, del 2012) ni sus berretines de cineasta experimental. En un pueblito canadiense cercano a Quebec un joven muere en un accidente de auto. Côté no ofrece la información como en un relato clásico, y por eso la pregunta de por qué se produjo el choque nunca será contestada y no sabremos si fue un suicidio o una falla mecánica. El pueblo en cuestión, Irénée les Neiges, de poco más de 200 habitantes, es pura nieve y Côté lo muestra con ese estilo contemplativo que sabe manejar. Y decíamos que se alimenta del género porque lleva la idea de pueblo fantasma al plano literal. La muerte de Simon además de shockear al pueblo es la catalizadora de los elementos fantásticos del relato. Répertoire des Villes Disparues (2019) podría ser una extraña película de fantasmas o incluso de zombies que, como su director, no atacan a los que los rodean sino que adoptan un comportamiento contemplativo.

 

Côté utiliza al horror desde el inicio; al cuerpo de Simon lo descubren unos chicos que andan toda la película con unas máscaras tan geniales como horribles y que dialogan con el cine de terror igual que sus fantasmas. Los chicos no van al colegio, vagabundean; Côté no muestra la vida cotidiana esperable de sus personajes porque el pueblo que los contiene parece en pausa. Irénée les Neiges es presentado como un universo paralelo, autónomo. De hecho, la alcaldesa lo dice explícitamente cuando uno de los pocos pobladores le comenta que se quiere quedar con una casa vacía: “sabés que acá hacemos las cosas a nuestra manera”, le dice ella, siempre con un escabio en la mano. Los planos de Côté tiemblan un poco, como si la cámara en mano quisiera transmitir todavía más el frío que ya vemos en la pantalla; no hay trípode, no hay rigor mortis; la calaca no mira desde afuera sino desde adentro, mientras el pueblo deberá aprender a convivir con ella.

 

Juansebastián (2019), de Diego Levy:

NOCHES ESPECIALES

El documental sobre Juanse está hecho desde el cariño; el director Diego Levy lo despomeliza, muestra un Juanse tranquilo, un León algo cansado. Tampoco -por suerte- asoma ninguna burla ni explícita ni desde los planos sobre todo su nuevo rollo con la fe cristiana. Y, al mismo tiempo, el documental es también un gran homenaje a su madre, un personaje que por momentos es incluso más simpático que el propio cantante. Y decimos que está encarado desde el cariño porque es una biografía autorizada; no se menciona la denuncia de Jujuy por la cual se lo imputó por abuso ni las declaraciones que hizo en ese momento sobre las jujeñas (“una parrilla es más alta”). “Es un fascista”, dice la madre mientras discuten sobre Jesús como figura política; Juanse, claro, dirá que no hay que mezclar la política con la religión.

 

La película arranca con un recital en vivo de la época dorada de los Ratones Paranoicos donde vemos a un joven Juanse haciendo mosh arriba de cientos de rolingas que ya no deben tener flequillo hace rato. El resto del documental, en cambio, es un registro del presente, de sus presentaciones en iglesias, de su viaje para conocer al Papa Francisco, de sus relaciones familiares y de su vida como músico veterano. El Juanse neófito demuestra una fe sincera; esa reconversión madura recuerda a la energía espiritual de los convictos, algo también común en los adictos o simplemente en los que necesitan una mano para seguir en este mundo de dolor sin colgarse. Su hijo, que como muchos lo ve más como un Johnny Rotten vernáculo que como un Salieri de Jagger, lo simplifica con una breve sentencia: “si a él le sirve, listo” o algo así. Sin demasiado archivo y con Juanse en medias sentado en un sillón, Levy arma desde la simpleza un documental con corazón de oro; un homenaje a Juanse que al mismo tiempo nos deja espiar un poquito de aquella escena del viejo rock nacional, un territorio ya mítico donde las verdades no importan más que sus personajes.