20° BAFICI

Parte 2

Por Emiliano Fernández, Martín Chiavarino y Ernesto Gerez

The Breadwinner (2017, de Nora Twomey, Baficito), por Emiliano Fernández

 

Sin llegar a ser una maravilla absoluta ni pretender abarcar distintas etapas de la historia de Afganistán como por ejemplo Persépolis (2007) hizo con el devenir de Irán, The Breadwinner (2017) es una propuesta más que digna de animación alternativa -con respecto a los estándares pueriles habituales del mainstream- que también se focaliza en una joven que ve cómo un gobierno de influjo tiránico de fundamentalistas islámicos socavan todo atisbo de independencia y/ o autonomía de las mujeres en relación a los hombres, quienes son directamente propietarios de las féminas a su cargo y cuentan con la libertad de mancillarlas a gusto. El opus de Nora Twomey, una coproducción entre Irlanda, Canadá y Luxemburgo, gira en torno a la familia de Parvana (Saara Chaudry), una niña que vive en la Kabul gobernada por los talibanes de la segunda mitad de la década del 90, un emirato que caería con la invasión del 2001 por parte de Estados Unidos y sus aliados luego de los ataques a las Torres Gemelas. La nena vive junto a su padre, al cual le falta una pierna, una hermana mayor, un hermano semi bebé y su madre, pero cuando su progenitor osa plantarse ante los malos tratos de los talibanes para con las mujeres, el asunto deriva en su arresto y envío a una prisión destinada a disidentes. Decidida a mantener a sus seres queridos cueste lo que cueste, Parvana se corta el pelo y se calza ropas masculinas para poder salir a la calle y así ganarse el sustento haciendo changas al paso, vendiendo posesiones de la familia en el mercado y ofreciendo servicios de lectura y escritura para los sectores analfabetos de una ciudad capital siempre bajo la sombra apremiante de la guerra y las privaciones de toda clase. El film recurre al mismo tiempo a la animación tradicional y a los CGI, ambos de tonos opacos para representar como es debido al desierto, con el objetivo de construir un relato sencillo pero poderoso que narra las vicisitudes de la joven travestida tratando de sobrevivir en las calles de Kabul sin ser descubierta y atesorando sueños de un futuro mejor que toman la forma de una trama paralela alrededor de un cuento que ella y su familia le van narrando al nene más chiquito del clan para sustraerlo de las calamidades cotidianas y evitar que se angustie por toda la situación de desamparo en general: mientras que por un lado tenemos la amistad de Parvana con Shauzia (Soma Chhaya), otra nena que se viste como chico para trabajar, por otro lado está la crónica que la protagonista va improvisando en torno al viaje de un muchacho en pos de recuperar las semillas de su pueblo, robadas por un malvado “rey elefante”. The Breadwinner nos ofrece una experiencia sincera acerca de las penurias que atraviesa la población afgana desde hace décadas y décadas, pasando de un régimen horrendo a otro sin que haya verdaderos cambios en lo que atañe al yugo bélico, la miseria extendida y las múltiples injusticias que padecen todos aquellos que se transforman caprichosamente en el “chivo expiatorio” social de los déspotas de turno, los cuales viven ejerciendo su poder amparados por el dinero y las armas de las potencias internacionales del momento (tanto a la URSS como a Estados Unidos la tortilla se les dio vuelta varias veces porque los otrora socios se convirtieron en enemigos sin que ellos mismos -en su eterna y boba arrogancia- lleguen a terminar de comprender lo sucedido bajo sus narices).

 

A Tiger in Winter (2017, de Lee Kwang-kuk, Competencia Oficial Internacional), por Martín Chiavarino

 

Plagios y abandonos

El tercer largometraje del realizador coreano Lee Kwang-kuk es un film melancólico y afligido sobre el reencuentro de una pareja de escritores separada hace varios años y reunida por la casualidad en circunstancias poco propicias para el amor o incluso la amistad.

 

La novia de Gyeong-yu, un joven escritor que ha abandonado la literatura y se dedica a buscar trabajos no calificados y a llevar borrachos a sus hogares por medio de una aplicación para teléfonos celulares, desaparece sin dejar rastros, mudándose, dejando el trabajo y cambiando el número de teléfono el mismo día que un tigre se escapa del zoológico en una metáfora sobre el miedo a la libertad y las ataduras sociales. Cuando Gyeong-yu acude a la llamada de una mujer ebria que no puede manejar su auto se encuentra con Yoo-jung, una ex novia también escritora, reconocida ganadora de un importante premio literario por su primera y única novela. Ante un bloqueo mental que le impide escribir la mujer se sumerge en el alcohol en un intento por recuperar la inspiración o al menos olvidar sus problemas. El reencuentro con su ex pareja le devolverá ciertas esperanzas, reavivará ciertas asperezas con el hombre devenido nómade vagabundo mientras la fecha de entrega de la novela se acerca cada vez más y las páginas siguen en blanco. En este sentido Ll actuación de Hyun-Jung Go, la protagonista femenina, es extraordinaria, expresando la ansiedad y el desasosiego ante la situación que vive.

 

El director y guionista crea aquí una historia apesadumbrada sobre personajes incapaces de comunicarse pero necesitados de entendimiento, que expresan su angustia y desconsuelo explotando hacía adentro en un proceso de autodestrucción lento y desolador. Sutilmente el drama va cobrando complejidad, trabajando con metáforas sobre la intimidad, el amor, el sexo, las cicatrices de las rupturas y la amenaza de la libertad que genera un miedo incapaz de afrontar. A Tiger in Winter (2017) es así un film que busca en las profundidades de los sentimientos y en los gestos delicados, casi imperceptibles, las huellas de los restos de las emociones desaparecidas para encontrar en su lugar algo de consuelo en las coincidencias inesperadas.

 

El Camino de los Sueños (Mulholland Drive, 2001, de David Lynch, Rescates), por Ernesto Gerez

 

Lynch es un greaser de alma; su jopo no es casualidad como no era casualidad el look de James Marshall en Twin Peaks (1990), con su cuero negro y su motocicleta de rufián. Claro que Lynch no es un pendejo rockabilly y working class de las décadas de los 40 y 50, pero esa estética le encanta como le encanta el Hollywood de la época de oro y sus estrellas. Por eso Mulholland Drive (2001) es una bardeada a Hollywood pero también una carta de amor y un poco de chorreo de hermosa grasa. Y por eso la película comienza con esa escena de baile que se quema con fantasmas. Lynch es un nostálgico y homenajea acá a una de sus películas favoritas: la inoxidable Sunset Boulevard (1950) de Billy Wilder, otra historia sobre los sueños hechos pedazos que pavimentan las aceras hollywoodenses. La reformula con su estilo caleidoscópico tan artificial y bufonesco como sórdido y erótico. La belleza de la ingenua Betty y la reventada Diane (Naomi Watts) sólo queda eclipsada con la belleza abrumadora del minón infernal que es Rita/ Camilla (Laura Harring). El viaje Betty-Rita que finaliza cuando se abre la caja de Pandora y la ¿realidad? destruye al sueño, está estructurado con más recursos clásicos de lo que recordaba. Sólo un amante y un conocedor del clasicismo puede destruirlo bien, porque un amante también es un hater. Doppelgängers, paradojas temporales y espaciales, surrealismo pop y terror arty, son algunos de los marcos difusos que se superponen en una película en la que Lynch pareciera llegar a cierto clímax de su propia idea cinematográfica. Esa potencia de su propio show llevado a su abismo se ve también en el aspecto musical, no sólo por la música de Badalamenti (que además hace un gran papel de mafioso) sino por la potencia del club nocturno Silencio, donde el espectáculo mágico de la película/ artificio, se retuerce de vida y de muerte. Lynch también genera espacio para la autoparodia a través del lugar que le otorga a los directores; ni Adam (Justin theroux) ni el director Bob Brooker (Wayne Grace) son más que meras figuras diluidas en una realidad que los sobrepasa. Por el contrario, los actores y la actuación, son la fuerza vital del relato; farsa deconstruida en aquella escena de casting en la que la inocencia de Betty se va por el cagadero ante la lasciva manito del finado Chad Everett, y los inocentes, atrapados en la cajita, pasamos a ser nosotros.