21° BAFICI

Parte 2

Por Emiliano Fernández

Thriller: A Cruel Picture (Thriller: En Grym Film, 1973), de Bo Arne Vibenius:

FOCO CHRISTINA LINDBERG

¿Por qué un director sueco pasa de filmar una película familiar/ infantil como Hur Marie träffade Fredrik (1969) y de trabajar de asistente de Ingmar Bergman en Persona (1966) y La Hora del Lobo (Vargtimmen, 1968) a crear una de las obras más radicales del cine exploitation? La respuesta es muy simple: debido a que el opus anterior fue un fracaso y el señor en cuestión, Bo Arne Vibenius, no estaba muy bien de la cabeza que digamos. En pos de redondear “el film más comercial jamás hecho”, el susodicho craneó una interpretación extrema de los films de “violación y venganza” que pulularon a lo largo de la década del 70 en sintonía con Straw Dogs (1971), The Last House on the Left (1972), Deliverance (1972), Lipstick (1976) e I Spit on Your Grave (1978); en esta oportunidad centrándose en la historia de una chica, Madeleine (la hermosa Christina Lindberg), que es violada por un pederasta cuando niña y que de adolescente es secuestrada por el psicópata Tony (Heinz Hopf), quien la convierte en adicta a la heroína y en prostituta esclavizada, transformándose además él mismo en su proxeneta. El asunto empeora aún más cuando el hombre le hace firmar una serie de cartas destinadas a sus padres (Per-Axel Arosenius y Gunnel Wadner), cortando de manera bien agresiva el vínculo para que no la busquen, y la movida pronto deriva en el suicidio de ambos progenitores, unos campesinos que viven de la venta de leche fresca. A la mujer, una muda después del trauma por el asalto sexual en su infancia, eventualmente se le permite salir del hogar/ prisión de Tony los días lunes y así se consagra a clases de manejo, artes marciales y tiro con vistas a vengarse no sólo del caficcio sino de todos los clientes habituales de la alta burguesía que abusaron sistemáticamente de ella, cosificándola, violándola y golpeándola sin cesar. El punto de ebullición para que comience la carnicería es la desaparición/ asesinato de Sally (Solveig Andersson), otra esclava de una habitación lindante a la de Madeleine, desencadenando que la protagonista improvise una escopeta recortada y se cargue a sus verdugos, a los sicarios que el pusilánime Tony manda tras de ella y hasta a un par de policías ocasionales. Los elementos que distinguen a este trabajo de Vibenius de tantas epopeyas de revancha similares son el sustrato hiper realista y morboso del martirio que atraviesa la muchacha (reproducido en todas partes del globo mediante la trata de blancas y una rama concreta de la industria de la prostitución orientada al consumo por parte de magnates, el jet set local y oligarcas varios), una escena en la que Tony -como castigo contra ella por haberle rasguñado el rostro a un cliente- le destroza un globo ocular con un escalpelo (se sabe que se utilizó subrepticiamente un cadáver femenino real para el rodaje, el de una pobre joven que se suicidó) y finalmente una serie de inserts pornográficos que retratan de manera bien literal el padecimiento de la mujer, obligada a acostarse por dinero con cualquier burgués que así lo solicitase (aprovechando en esencia la legalización de la pornografía en los países nórdicos de fines de los 60, para estas tomas detalle de los genitales se recurrió a una pareja de dobles que solían presentarse montando shows eróticos, una jugada que por cierto -de manera adicional- tampoco deja inmunes a las propias mujeres porque entre la clientela encontramos a una lesbiana execrable que es la que más disfruta brutalizando a Madeleine). Como muchos films semejantes del campo del exploitation no del todo profesionalizado, la experiencia por momentos se hace algo tediosa porque el ritmo narrativo resulta en general demasiado sereno, a lo que se suma el fetiche del realizador para con una cámara lenta muy ridícula en los enfrentamientos que más que enfatizar la ferocidad poética de fondo -el que debe haber sido el objetivo de máxima, de seguro- lo que en verdad hace es alargar innecesariamente el de por sí dilatado metraje. Más allá de este detalle, Thriller: A Cruel Picture (Thriller: En Grym Film, 1973) incluye un muy buen desempeño en conjunto del director de fotografía Andreas Bellis, en lo que atañe a diversas tomas -como aquella de las luces azules del techo del patrullero o los planos subjetivos desde el punto de vista de Madeleine- bastante originales para la época, y del compositor de la música Ralph Lundsten y los encargados de sonido Dennis Hennicks y Bengt Kåring, los cuales nos regalan una combinación fascinante de minimalismo ambient, ruidos hipnóticos, protoelectrónica y certeros arrebatos de rabia que aparecen de improviso. Otro ingrediente que se agradece -y que casi nunca falta en todo buen exponente clase B- es el instante descabellado que no obedece a lógica narrativa alguna, hoy una andanada de autos destruidos con los que la protagonista se topa en su huida -durante el tramo final- en un coche policial por carreteras inhóspitas de Suecia. La película, en suma, es un claro ejemplo de una obra internamente despareja aunque con una potencia discursiva y una originalidad de base envidiables, dos facetas que están encauzadas a señalar esa querida premisa/ verdad que caracteriza a casi todo el cine exploitation de los 60, 70 y hasta a veces los 80: el mundo de los humanos es horrendo y demencial, y muy bien le haría al planeta si desapareciésemos por fin junto con todo nuestro sadomasoquismo y nuestro quid ególatra.

 

Her Smell (2018), de Alex Ross Perry:

TRAYECTORIAS

Alex Ross Perry es una típica figura de estos tiempos que corren, en los que la medianía es la regla y los artistas realmente valiosos hay que contarlos con los dedos de una mano: el director y guionista norteamericano es deudor de distintas corrientes del cine independiente de su país -todas muy interesantes y aguerridas de por sí- simbolizadas especialmente en las carreras de realizadores de la talla de John Cassavetes, Robert Altman, Woody Allen, Peter Bogdanovich, Wes Anderson y Todd Solondz, entre otros; el problema principal del señor es que no ha llegado nunca a la altura cualitativa de ninguno de ellos -ni siquiera de sus versiones menos logradas- a lo largo de lo que ha sido su trayectoria hasta hoy. Dicho de otro modo, ni Listen Up Philip (2014) ni Queen of Earth (2015) ni Golden Exits (2017), las tres películas con las que se hizo conocido en el circuito internacional de festivales, consiguieron pasar de lo correcto y su nueva propuesta, Her Smell (2018), continúa por esa misma senda de frustración galopante porque uno como espectador puede identificar el talento del cineasta y deducir con facilidad que el convite en cuestión podría haber sido mucho mejor porque todos los ingredientes están desplegados sobre la mesa sin embargo el que falla es el cocinero, sobre todo por falta de rigor y una tendencia a ese tipo determinado de caos que no genera dividendos creativos ya que difumina la tensión acumulada por la presencia de baches esporádicos que empantanan el desarrollo general. De todas formas, la obra que nos ocupa, protagonizada por la actriz fetiche de Perry, esa genial Elisabeth Moss que viene del éxito global de The Handmaid’s Tale, vuelve a ser un opus digno que intenta recuperar el espíritu indie de décadas pasadas mediante un mega retrato de 134 minutos de Becky Something (Moss), una guitarrista y cantante que se nos presenta como punk/ grunge aunque cuya producción musical tiene más que ver con el gothic rock sensible de The Cure y Siouxsie and the Banshees, en términos prácticos la líder del power trío Something She y catalizadora de una infinidad de discusiones con productores, managers, colegas músicos, fans, gurúes y -por supuesto- su marido Danny (Dan Stevens). En el que sin duda podemos definir como su trabajo más ambicioso, el realizador vuelve a recurrir a una fotografía de textura arenosa, primeros planos constantes, interpretaciones naturalistas mundanas, mucha cámara en mano y apuntes varios de ambient minimalista/ tétrico desde la banda sonora, todo al servicio del derrotero autodestructivo de la mujer durante un breve período de popularidad en pleno auge de aquel bello rock alternativo de los 90: Perry echa mano de grabaciones en VHS de la alegría de las integrantes de Something She y su círculo íntimo ante el éxito inicial a modo de “separadores” entre los capítulos y como contrapunto permanente en relación a esa espiral semi suicida posterior que todos conocemos, vinculada al dinero, los egos inflados, la paranoia, las drogas, la histeria, los arrebatos agresivos, el declive corporal/ mental, la envidia, las amistades deshechas, la hoy irresponsabilidad maternal, la ciclotimia, la autoflagelación, los delirios místicos, el colapso y un “tocar fondo” inevitable empardado a la vergüenza pública, el ridículo y decenas de problemas jurídicos de toda índole por no cumplir contratos que derivan en la pérdida del control sobre su propia producción artística cortesía de una industria cultural que jamás cuida a sus “peones” y sólo se dedica a explotarlos al máximo al igual que cualquier otra rama del capitalismo caníbal. Her Smell nos pasea de manera muy errática por los momentos previos a los shows, los mismos recitales, las sesiones de grabación en estudio, la etapa post desintoxicación y el reglamentario show de regreso, ya con una Becky veterana que quiere recuperar a la hija que tuvo con Danny y su misma credibilidad como artista, planteo que por cierto por un lado funciona como un muestrario del atolladero estándar en el que suelen caer los adalides del pop y el rock y por otro lado toma la forma de una gran excusa para que Moss entregue otra de sus actuaciones viscerales/ bestiales que de por sí justifican el visionado de la película en su conjunto. Aquí más que nunca Perry abandona la estructura férrea de drama psicológico familiar de antaño y se sumerge en el costado más imprevisible de su cine, uno que estaba apenas insinuado en sus opus anteriores y que en esta oportunidad explota en múltiples direcciones con resultados diversos aunque mayormente positivos, nuevamente apostando a la refocalización dramática cada vez que parece asomarse la sombra del estancamiento narrativo durante el metraje. En el fondo el film no va mucho más lejos de propuestas semejantes recientes -aunque no mejores- como Vox Lux (2018) y Teen Spirit (2018), también centradas en este tópico hiper trabajado del reviente rockero algo añejo en tiempos de banalidad omnipresente mediática y en redes sociales que tiende a sobrepasar cualquier barrabasada de los artistas del pasado, a lo que se agrega la todavía necesaria denuncia -un componente que sí se agradece- en torno a esa máquina poliforme de picar carne llamada “compañías discográficas” y parásitos asociados, los principales responsables de la condición lastimosa habitual de los músicos y de luego hacer leña del árbol caído cuando todo está perdido o el susodicho está al borde de la muerte. Un elenco plagado de estrellas de ayer y hoy (a Moss y Stevens se suman Eric Stoltz, Virginia Madsen, Amber Heard, Cara Delevingne, Agyness Deyn, etc.), como suele ocurrir con las pocas películas de autor que aún se filman, constituye otro factor atractivo a tener en cuenta en una obra demasiado dispersa e indulgente aunque con una potencia retórica innegable.

 

Viva Matanzas (2019), de Dick Verdult:

VANGUARDIA Y GÉNERO

Si bien Dick Verdult cuenta con una extensa trayectoria en el arte multidisciplinario de influjo dadaísta y bien socarrón, un devenir de vanguardia que incluye a la pintura, el dibujo, la escultura, la literatura, el cine, las intervenciones fotográficas y las instalaciones posmodernas rupturistas para con el gen figurativo tradicional, a decir verdad el holandés se hizo conocido en el ámbito cosmopolita -y específicamente más allá de Europa- gracias a una carrera musical que comenzó con el ya mítico álbum No Nos Dejamos Afeitar (2002), en simultáneo el nacimiento formal de su seudónimo “Dick, el Demasiado” y el gran catalizador de una corriente muy importante del under del nuevo milenio sintetizada en la combinación de la electrónica, la música tropical y una hilarante acidez iconoclasta digna de Frank Zappa, Hunter S. Thompson o los Monty Python; suerte de baluarte experimental desquiciado al que denominó “cumbias lunáticas” y que supo trabajar en una interesante andanada de discos que continúan hasta nuestros días, logrando en términos prácticos superar a faenas heterodoxas previas de su autoría como el Instituto de Lunatismo Abordable y el Centro Periférico Internacional, tal los nombres elegidos para una serie de actividades multimediáticas que craneó en décadas previas. Como siempre en el caso de Verdult, un artista que abraza con entusiasmo el multiculturalismo y el caos simbólico de la globalización ya que supo vivir en Guatemala, Argentina, Francia y África -entre otras naciones/ regiones- en distintos momentos de su vida, hoy su vuelta al séptimo arte es tan demencial y fascinante como su música y tan ajetreada y difícil de definir como su génesis en general como individuo, regalándonos en Viva Matanzas (2019) una experiencia de lo más inusual en la que los límites de la ficción y el documental estallan por los aires con vistas a retratar la Batalla de la Bahía de Matanzas, un acontecimiento rarísimo en la interminable catarata de masacres perpetradas por los seres humanos a lo largo de su linaje, en esencia debido a que en dicha conflagración de junio de 1628 -enmarcada en la Guerra de los Ochenta Años, en la que los Países Bajos lucharon y finalmente obtuvieron su independencia de España- no se registraron muertes porque el Almirante Juan de Benavides Bazán, máxima autoridad de la Flota de Indias, abandonó una friolera de dieciséis barcos en dirección a España cargados con oro, plata y otras mercancías -como índigo y cochinilla- ante la amenaza de una contienda contra las fuerzas del Almirante neerlandés Piet Hein, en lo que devino en una humillación monumental para la corona española (hablamos del mayor botín capturado a la Flota de Indias en toda su historia) y en un renovado impulso a las ansias independentistas de los holandeses (la victoria de los corsarios en la Bahía de Matanzas, en la costa norte de aquella Cuba reducida a colonia española, asimismo puso en ojos de los caribeños los muchos puntos débiles de la Flota de Indias y envileció la hegemonía explotadora europea). En esta ocasión Verdult recurre a un prólogo y un epílogo con figuras femeninas allegadas a los dos Almirantes protagonistas, muchos instantes de poesía freak, bastante ironía, dibujos minimalistas, algo de paisajismo bucólico, segmentos musicales varios y en especial a una coreografía ritualizada/ chiflada/ carnavalesca para recrear los pormenores del “no enfrentamiento” en cuestión, todo con la excusa de un supuesto pueblito rural de la península ibérica de hoy en día, en Aragón, que todos los años conmemora la insólita derrota naval del otrora imperio mediante una festividad sustentada en la presencia de un narrador y procesiones enmascaradas danzantes de diversa naturaleza. Con un maravilloso soundtrack de Dick, el Demasiado condimentando el fluir lisérgico, el Verdult cineasta no oculta para nada sus verdaderas intenciones detrás de la jugada de celebrar/ rescatar del olvido a la Batalla de la Bahía de Matanzas: en primera instancia está ese pacifismo que queda en primer plano cuando sopesamos el quid de este pequeño episodio bélico paradójicamente sin bajas ni demasiada violencia involucrada más allá de unos cañonazos al agua de los neerlandeses de advertencia, y en segundo lugar viene el sustrato libertador del asunto ya que la contracara de la debacle española es el inmediato fortalecimiento -como dijimos anteriormente- tanto del fulgor independentista/ autónomo de las colonias americanas como de su homólogo de los mismos Países Bajos, por entonces bajo el yugo de Felipe IV. Lejos de cualquier determinación chauvinista, Hein en Viva Matanzas se transforma en un verdadero héroe no sólo por los logros económicos de su campaña sino también porque desvirtuó la típica dialéctica cruenta poniendo una cara hasta humanitaria frente a la pusilanimidad estándar de Benavides Bazán, con el holandés optando por no tomar prisioneros ante la rápida rendición española -con el Almirante fugado- y dejándole a la tripulación suministros suficientes para llegar a La Habana. De hecho, el realizador y guionista aprovecha con inteligencia el detalle patético de que ningún habitante del pueblito de turno desea personificar en la performance a Benavides Bazán, por lo que deben “importar” desde comarcas lindantes a un pobre actor al que tampoco le resulta simpático ponerse en la piel de un señor que en 1629 fue arrestado y años después ejecutado cuando su hermana, nada menos que la concubina de Felipe IV, falleció. La película es una aberración casi tan bella y necesaria como los mismos acontecimientos que examina desde la inefable parafernalia psicovisual de Verdult y su amor por el collage surrealista de barricada, una idiosincrasia finamente estrafalaria y mordaz que convierte a la esplendorosa anomalía en la regla a seguir y a la verdad en una farsa en donde los hilos maquiavélicos del poder imperial por fin dejan paso a una autodeterminación libertaria no manchada de sangre ni presa de formulaciones banales derechosas que pretenden justificar la espiral de violencia. Momentos ridículos como la triste sumisión del actor que interpretará al Almirante decapitado ante un colega matón, el cual pretende componer sí o sí a Hein, o la receta del cerdo embriagado con ginebra, intento de amalgama de las culturas española y neerlandesa, señalan la insensatez ególatra humana en un periplo que no deja pasar la oportunidad de incluir el legendario comienzo de Mecha Flan, eso de que “para bailar la bomba se necesita dinamita”, y que finaliza con una sentencia lírica muy certera y sutil, “maravilla la batalla, maravilla el militar/ que libera continentes y lo hace sin matar”.