El Desprecio (Le Mépris, 1963, de Jean-Luc Godard, Rescates), por Emiliano Fernández
En su momento El Desprecio (Le Mépris, 1963) marcó el fin de la primera etapa de la carrera de Jean-Luc Godard, en la que todavía detentaba algún tipo de interés en el cine narrativo tradicional acorde con la promesa inicial -y mentirosa- de la Nouvelle Vague de homenajear a los grandes autores del cine clásico hollywoodense, algo que quedó en la nada cuando la mayoría de los cofrades del movimiento se volcaron a una producción cada vez más disruptiva y árida que nada tenía que ver con aquella semitransparencia discursiva de sus supuestos ídolos de antaño (Claude Chabrol fue la gran excepción porque sí realizó un sinfín de homenajes directos que se movían en un terreno hitchcockiano a la francesa, su horizonte profesional particular). Definitivamente la película es la mejor del período inmediatamente posterior, un privilegio que en cierta medida comparte con la otra joya de la segunda mitad de la década del 60, la genial Week End (1967): mediante una impronta experimental que juega con la música incidental, el montaje, los movimientos de cámara, el voice-over y la fotografía en general, el realizador en esencia nos presenta un retrato amargo y desnudo de su ruptura progresiva con su esposa del momento, la mítica Anna Karina, una relación que se hizo añicos por el egoísmo ausente/ misógino de él y la levedad aburrida/ anodina de ella… en este punto Godard no se anda precisamente con sutilezas o eufemismos, aquí llama a las cosas por su nombre dentro de una perspectiva ideológica que pone a la honestidad beligerante por encima de las fantochadas artísticas en pos de agradar al espectador conservador y/ o adepto a la corrección política. La excusa de turno fue reinterpretar la novela homónima de 1954 de Alberto Moravia y todo el asunto le permitió al francés jugar de manera magistral a dos puntas: por un lado está el mega proyecto de un productor norteamericano un tanto demente (el gran Jack Palance) de adaptar La Odisea de Homero bajo la dirección de Fritz Lang, y por el otro lado nos tenemos que fumar a un dramaturgo intelectualoide (Michel Piccoli hace de Godard, ni más ni menos) que de mala gana acepta reescribir el guión para de paso ganarse el favor del productor “entregándole” a su esposa (Brigitte Bardot), una bella mecanógrafa que termina yéndose -también de mala gana- con el personaje de Palance a raíz de la apatía, la violencia y la generosa estupidez del dramaturgo. Godard se burla lindo del atolladero cultural que pueden llegar a ser los sets de filmación vía la presencia de una pobre traductora (Giorgia Moll), la secretaria del productor, que está gran parte del metraje mediando en todas las benditas -y furiosas- conversaciones entre hombres y mujeres que hablan distintos idiomas (la acción transcurre en Italia, por lo que en total tenemos cuatro lenguas: francés, inglés, alemán e italiano). El opus está lleno de momentos memorables en los que el mejor Godard hace gala de su pedantería insoportable, su preciosismo visual llevado al extremo, su cinismo para con la industria del séptimo arte y su machismo todo terreno que derivaba en insultos y “golpes correctivos” en cualquier instante, redondeando un puñado de escenas que rankean entre las más inconformistas y desconcertantes de la historia del cine (la apertura, la secuencia en la sala de proyección, la discusión en el departamento y el desenlace propiamente dicho son las más interesantes por lejos). La sobreactuación de Palance es tan gloriosa como siempre, Lang se revela como un actor muy talentoso, Piccoli le copia todos los tics al señor detrás de cámaras y Bardot se transforma en uno de los más hermosos “maniquíes con vida” jamás utilizados en una película… justo como deseaba el amigo Jean-Luc, quien incluyó su legendario desnudo sólo ante la insistencia de los productores estadounidenses, los cuales consideraban que sí o sí lo necesitaban para vender una obra que odiaban a más no poder.
Erase and Forget (2017, de Andrea Luka Zimmerman, Presencias y Personajes), por Martín Chiavarino
El hombre de acero
El documental de Andrea Luka Zimmerman, responsable del film Estate, a Reverie (2015), sigue las historias de James Gordon Gritz apodado “Bo”, un militar boina verde de las fuerzas especiales norteamericanas condecorado en múltiples oportunidades, que de alguna manera o de otra se ha visto involucrado en cuanto conflicto armado haya encarado Estados Unidos desde la década del sesenta. El protagonista, Bo Gritz narra aquí su vida, que coincide con las operaciones especiales antes y durante la Guerra de Vietnam, las injerencias norteamericanas en Panamá en la misma fecha que Omar Torrijos fue asesinado, el entrenamiento de los soldados en Afganistán que más tarde se convertirían en la fuerza Talibán y algunas escaramuzas entre supremacistas blancos y las fuerzas de seguridad en Estados Unidos.
Aunque caótico el documental relata la comparación que los medios han hecho de Gritz y Rambo, los cambios radicales de imagen en el personaje de Rambo entre el primer y el segundo film producto del cambio político y las decisiones propagandísticas del gobierno, los aportes de Clint Eastwood y William Shatner a la búsqueda de Gritz de soldados norteamericanos recluidos en Vietnam, entre algunas de las innumerables anécdotas de un hombre que hasta llegó a convertirse en candidato a presidente por el Partido Populista (Populist Party) en 1992, un partido político de extrema derecha, bajo el slogan, “Dios, Armas y Gritz” (“God, Guns and Gritz”).
Erase and Forget (2017) no solo analiza la construcción de Gritz como el perfecto soldado norteamericano, un supuesto defensor de la libertad y un liberador de los oprimidos, como él mismo se denomina, sino que desanda sus lazos con los grupos de extrema derecha estadounidense y la connivencia entre las estructuras políticas y gubernamentales con la cultura de derecha que dominó toda la década del ochenta en Estados Unidos. Paradójicamente, Gritz se convierte en un férreo detractor del gobierno de Reagan al descubrir en Birmania (hoy Myanmar) una confabulación entre políticos de su país y del país asiático para traficar heroína a Estados Unidos, lo que lo lleva a plantear una serie de teorías conspirativas, a fundar una extraña comunidad en Idaho y finalmente a presentarse como candidato a presidente tras convertirse en un detractor de la Guerra del Golfo.
La historia de Gritz es absolutamente fascinante, narrada con mucho carisma y vehemencia por un personaje controvertido, contradictorio, en algunos momentos, incluso afable y en algunas escenas y relatos hasta atemorizante. Zimmerman traza así una historia de la derecha de su país centrada en un gran protagonista del entramado militar de un Estado que cree llevar la libertad pero que tan solo lleva corporaciones de rapiña y muerte donde quiera que sus soldados aterrizan.
O Clube dos Canibais (2018, de Guto Parente, Nocturna), por Ernesto Gerez
Hace poco hablaba con un amigo sobre la falta y la ¿necesidad? de más películas con hombres lobo y más películas con caníbales. Y tal vez no falten; capaz estén ahí, acá nomás, esperando que las veamos. Una de ellas es esta sátira sobre el círculo rojo brasileño del interesante realizador Guto Parente. Cuentan los morbosos conocedores de lo macabro que el famoso asesino serial americano John Wayne Gacy ya había abusado de varios muchachitos cuando, en una lucha contra una víctima que se resistió, apuñaló a uno de ellos y tuvo, según sus propias palabras, el mejor orgasmo de su vida. Prácticamente con una reversión de aquella historia comienza O Clube dos Canibais (2018): el dueño de casa largando leche después de clavarle un hacha en la cabeza a un empleado suyo que se estaba cogiendo a su mujer. Después del cuckold habrá fueguito, asado, y se hará honor al título. El dueño de casa es Otavio (Tavinho Teixeira), también dueño de una compañía de seguridad y parte de un club de poderosos, comandado por un político llamado Borges, que se dedica a organizar banquetes caníbales. La rutina deforme de Otavio se verá amenazada cuando Gilda, su guapa mujer (Ana Luiza Rios), descubre un secreto del poderoso Borges. Con ecos del espíritu y los rituales de Eyes Wide Shut (1999), pero con las imperfecciones del gore y el humor de las comedy horror, Parente construye una sátira con alma punk cargada de metáforas nada crípticas sobre el modo de vivir y pensar de las elites político-burguesas de Brasil. Cualquier parecido con el modo en que operan las nuestras, no es mera coincidencia.