21° BAFICI

Parte 5

Por Emiliano Fernández

The Big Lebowski (1998), de Joel y Ethan Coen:

RESCATES

Los pocos espectadores que vimos The Big Lebowski (1998) en el momento de su estreno y la disfrutamos a carcajadas no nos resultó muy difícil identificar a los advenedizos que con el tiempo se sumaron al cariño colectivo hacia el film a medida que legiones de cinéfilos de todo el mundo descubrían el talento de los directores y guionistas detrás de la faena, algo que a esa altura del partido ya estaba más que confirmado gracias a las seis creaciones previas de los hermanos Joel y Ethan Coen, Blood Simple (1984), Raising Arizona (1987), Miller’s Crossing (1990), Barton Fink (1991), The Hudsucker Proxy (1994) y la decisiva Fargo (1996), su consagración en el ámbito mainstream. Aquí vale aclarar que muchos de los que hoy celebran de manera trasnochada a la película y se llenan la boca con términos como “obra de culto” son esos mismos que no la apoyaron cuando había que hacerlo, en el estreno, para que los cineastas pudieran seguir filmando bajo sus propios términos, lo que por cierto desembocó en el período posterior de trabajos por encargo por parte de la dupla de Minnesota. Ahora bien, precisamente Fargo y Raising Arizona constituyen los puntos de referencia más o menos cercanos, aunque la estructura en general obedece a los dos ejes fundamentales de la carrera de los Coen, léase el mundo de los humanos como farsa tragicómica sin sentido definitivo final y el cine como un juego sádico en el que el respeto y la destrucción de las reglas tácitas de los géneros van de la mano, circunstancia que por supuesto trae a colación el entramado de hilarantes anacronismos que nos presenta el opus empezando por un protagonista hippón de vieja cepa viviendo a comienzos de la década del 90 y en el contexto de la Primera Guerra del Golfo, todo un fanático de un bowling que tuvo su edad de oro como deporte en Estados Unidos en los 40 y 50 y a su vez enredado en una telaraña narrativa criminal digna de las novelas negras más agrias de los 30 y 40 de la Gran Depresión. Como casi siempre ocurre en las comedias sardónicas de los realizadores, la trama nos regala una serie de muñecas rusas que en el fondo no resultan tan importantes porque son el humor negro, la violencia, la incomunicación entrecruzada, la mundanidad autoparódica de los personajes y su carácter entre delirante y entrañable los motores que verdaderamente mueven los hilos retóricos de turno. La historia comienza con uno de los catalizadores más graciosos del séptimo arte de las últimas décadas, justo cuando un par de matones (Mark Pellegrino y Philip Moon) entran al departamento de Jeffrey “The Dude” Lebowski (Jeff Bridges hace magia con su interpretación) y orinan en su alfombra para luego darse cuenta de que se equivocaron de sujeto porque el Lebowski que ellos buscan es un millonario y el que tienen delante vive humildemente en un complejo de departamentos. The Dude, cuya traducción más precisa sería un despersonalizado “El Tipo”, es un slacker de Los Ángeles que arrastra desde la contracultura de los 60 su apego por fumar marihuana, escuchar rock clásico y evitar amoldarse al trabajo mediocre tradicional capitalista, a lo que se suma su predilección por un trago/ cóctel en especial, el ruso blanco, y por jugar al bowling en un torneo local con sus dos amigos, el paparulo Theodore Donald “Donny” Kerabatsos (Steve Buscemi) y el chiflado de extrema derecha Walter Sobchak (sin duda el mejor trabajo de John Goodman en toda su carrera), un veterano de la Guerra de Vietnam que suele andar armado, que se la pasa callando a Donny y que cada vez que desea arreglar algo, lo termina estropeando aún más. Pretendiendo ser compensado por la alfombra “inutilizada”, el protagonista visita al otro Lebowski (David Huddleston), el magnate, quien lo termina echando de su mansión a pesar de que todo el asunto se debe a una deuda que la “esposa trofeo” del susodicho, la ninfómana descerebrada Bunny (Tara Reid), mantiene con el pornógrafo Jackie Treehorn (Ben Gazzara). The Dude engaña al asistente lamebotas del millonario, Brandt (Philip Seymour Hoffman), y se lleva de prepo una alfombra del lugar no obstante pronto vuelve a saber del hombre cuando imprevistamente recibe el encargo de entregar el dinero del rescate -un millón de dólares- por una Bunny que parece haber sido secuestrada por un trío de alemanes “nihilistas” y ex músicos de la vanguardia krautrock (Peter Stormare, Torsten Voges y Michael Peter Balzary alias Flea de los Red Hot Chili Peppers). Por supuesto que todo sale mal porque Walter quiere ayudar a su amigo y tiene la ocurrencia de quedarse con el dinero ya que ambos piensan que la chica se autosecuestró para sacarle unos billetitos al marido, lo que deriva en que entreguen una maleta de “carnada” con los calzoncillos sucios de Walter y terminen chocando el auto destartalado de The Dude cuando se dispara por accidente una ametralladora/ subfusil Uzi que llevaba Sobchak con la descabellada idea de secuestrar y torturar a uno de los captores hasta que diga dónde está la fémina (en el improbable caso de que efectivamente la tengan retenida). Cuando los muchachos pierdan además el maletín con el dinero del rescate, el cual es robado junto al coche estacionado en un espacio para discapacitados afuera de la pista de bowling que suelen frecuentar, el embrollo comenzará a desplegarse hacia diversas direcciones e incluirá a la hija del otro Lebowski, Maude (Julianne Moore), una artista conceptual posmoderna -en sintonía con lo que sería una Yoko Ono glacial caucásica- que pretende que The Dude recupere el dinero que su padre sustrajo de una fundación benéfica familiar para pagar por la ninfómana, esos nihilistas que se vuelven más agresivos amenazando a Jeffrey con un hurón, prometiendo que le cercenarán el pene y cortándole de hecho un dedo de un pie a la supuesta víctima, un mocoso de 15 años llamado Larry Sellers (Jesse Flanagan), quien efectivamente robó el automóvil, el propio Treehorn, interesado en recuperar lo que Bunny le debe en materia de películas pornográficas filmadas bajo el amparo de su productora, y hasta un tal Da Fino (Jon Polito), detective contratado por la parentela de la joven para recuperarla ya que escapó de su hogar bucólico un año atrás y su nombre real es Fawn Knutsen. La película en su conjunto va mucho más allá de la simple arquitectura hollywoodense del perdedor que se transforma en un campeón en lo suyo ya que The Dude funciona como un bufón al que todos menosprecian y aún así necesitan -para sorpresa de él mismo, a decir verdad- dentro de la estratagema de cada parte involucrada, enfatizando el carácter ridículo, torpe y maquiavélico de gran parte de los componentes individuales de siempre de la sociedad norteamericana: en este sentido, y a pesar de su soberana estupidez, The Dude es el único personaje realmente sincero y desinteresado/ no explotador o ventajista de por sí de todo el film porque el resto se mueve en un rango de hipocresía que va desde lo bizarro (pensemos en ese Walter que se muestra decidido y violento en público pero sigue siendo un sometido total ante su ex esposa Cynthia, a quien le cuida un Terrier que él piensa que es un Pomerania, un payaso fascista que para colmo continúa practicando el judaísmo, religión a la que se convirtió al momento de casarse bajo mandato de su mujer) a lo fraudulento presumido burgués (no pasa mucho tiempo hasta que descubrimos que el Lebowski millonario, un parapléjico arrogante, no tiene un centavo propio y la rica de verdad es Maude debido a que heredó la fortuna de su madre, por ello mismo el mitómano pergeñó una estafa -aprovechando el secuestro- orientada a sustraer dinero de la fundación, quedárselo él y darle a The Dude un maletín cargado de guías telefónicas, amén de hacerse pasar a ojos de todos como un magnate esclavista/ hambreador más del montón). El detalle final de que Bunny jamás fue raptada porque simplemente desapareció para visitar a unos amigos de Palm Springs refuerza esta espiral de canibalismo explícito entre todos los secundarios; con los Coen asimismo condimentando el desarrollo a través de diálogos excelentes de autismo/ incomunicación mutua, situaciones semi surrealistas de traiciones y atropellos superpuestos, una gloriosa y heterogénea banda sonora (nos encontramos con canciones compuestas y/ o interpretadas por Bob Dylan, Captain Beefheart, The Gipsy Kings, Elvis Costello, Creedence Clearwater Revival, Nina Simone, Henry Mancini, The Eagles, Dean Martin, Santana y The Rolling Stones, entre otros), secuencias oníricas/ fantasías por parte de un Dude cuyas únicas aspiraciones en el mundo se reducen a jugar a los bolos y encamarse con Maude (ella incluso se despacha con la pretensión de que él la embarace, a sabiendas de que no pertenecen al mismo círculo social y que el hombre no tiene ningún interés en criar al niño), un jocoso narrador símil cowboy -otro anacronismo más- que responde al nombre de El Extraño (Sam Elliott), y personajes enigmáticos como el casero del protagonista, ese Marty (Jack Kehler) amante de la danza un tanto freak, o el gran rival de los señores en el bowling, el tremendo Jesús Quintana (John Turturro), quien se viste de violeta, usa una redecilla para el pelo y según Walter es un pederasta consumado. La ironía marca registrada de los Coen se da cita también en el título, aquí no trazando la clásica relación mainstream de complementariedad entre los tocayos opuestos -esa que a primera vista parece indicar la referencia a la proporción- sino más bien señalando que la identidad engañosa y las confusiones más burdas son las que dominan en la trama, en el cine indie iconoclasta y en la cotidianeidad agridulce del bípedo promedio. Las maquinaciones laberínticas que no conducen a ninguna resolución rimbombante, siguiendo los leitmotivs del policial negro para a posteriori burlarse de ellos, y la dialéctica del antihéroe de lo más dudoso/ absurdo, a la par un refrito de los ideales contraculturales de los 60 y del pesimismo todo terreno de los 70, se unifican en una pequeña gran obra maestra que por un lado denuncia la típica voracidad híbrida de la vida metropolitana y por otro lado examina los anhelos y vericuetos patéticos del mismo ser humano, todas dimensiones que confluyen en ese nuevo modelo de sociedad neoliberal e hiper conservadora que aparece con el reaganismo/ thatcherismo de la década del 80 y que en buena medida continúa vigente hasta nuestro presente de la mano de una apatía, una insensibilidad y un aislamiento apenas disimulados por esas frases hechas inofensivas que tantos necios de hoy en día repiten como los adalides caricaturescos de The Big Lebowski.

 

Keith Richards: The Origin of the Species (2016), de Julien Temple:

FOCO BRITANNIA LADO B- JULIEN TEMPLE

Construir un retrato de la propia infancia y adolescencia nunca es tarea fácil ya que uno suele inclinarse -en cierta medida- a tratar de dejar de lado un período de la vida en el que no se tenía control sobre el propio destino porque ello le correspondía por regla social tácita a esa colección de bípedos un tanto ridículos y aburridos que denominamos “adultos”, amén del mismo mecanismo fisiológico/ psicológico del cuerpo humano orientado al olvido conveniente de fragmentos enormes de la existencia y la recuperación oportunista de determinados episodios con el objetivo más o menos manifiesto de intentar crear una suerte de “narración” coherente en la que cada capítulo del proceso de crecimiento derive en otro apartado que asimismo haga avanzar el supuesto relato hacia la fase siguiente. Ya desde su mismo título, Keith Richards: The Origin of the Species (2016) da a entender que el mítico guitarrista de The Rolling Stones es hoy un veterano prodigioso de su profesión y que en esencia forma parte de una especie de músicos en peligro de extinción darwinista porque se corresponde a un modelo de educación artística -como él mismo dice a lo largo del film- basado en el conocimiento y el entusiasmo, dos ítems fundamentales de la formación cultural que hoy por hoy parecen desaparecidos tanto a nivel de los creadores como de los consumidores en sí: este documental de Julien Temple para la BBC es un excelente repaso por los primeros 18 años de la vida de Richards, una etapa clave en la existencia de toda persona, y por su perspectiva ideológica y opiniones acerca de diversos tópicos que van surgiendo con el correr de los minutos, la mayoría de ellos inéditos en boca de una figura que casi siempre -a diferencia del vocalista de los Stones, Mick Jagger, por ejemplo- ha optado por no emitir juicio de valor sobre muchos tópicos candentes para concentrarse en la música de su banda clásica y de sus socios en plan solista, The X-Pensive Winos. Si bien por supuesto este carácter revelador de la idiosincrasia y vida de un creador históricamente escurridizo emparenta a la película en su conjunto con Ray Davies: Imaginary Man (2010), sobre la figura del también legendario compositor y guitarrista de The Kinks, otro proyecto dirigido por Temple acerca de otro músico amigo de la sutil evasión para proteger su intimidad y alejarse de los ataques paranoicos/ sensacionalistas de los mass media, a decir verdad el enfoque formal es diferente porque mientras que en esta última el realizador acompañaba a Ray por los distintos puntos de Londres que resultaron cruciales en materia de la escritura de las obras maestras de la primera etapa de los Kinks, dejando que las anécdotas familiares/ barriales/ profesionales vayan surgiendo de manera colateral porque el eje eran las canciones semi autobiográficas del señor, aquí en cambio la dimensión musical del amigo Keith pasa a segundo plano ya que el núcleo del convite es de hecho una fase en la que el rock fue apareciendo muy de a poco con el transcurso del tiempo porque la música constituyó una más de tantas facetas del devenir de este insólito Richards versión purrete. El trayecto retórico, sostenido por una larga entrevista al protagonista excluyente en un plano corto y por un estupendo y vertiginoso trabajo de edición de Jonny Halifax sobre mucho material de archivo para sazonar todo el asunto a escala visual, incluye su nacimiento un 18 de diciembre de 1943 en Dartford en plena Segunda Guerra Mundial, los bombardeos sobre el Reino Unido de entonces, la condición de su adusto padre de veterano de guerra, la alegría sardónica de su madre y cómo cantaba en la casa familiar, la importancia del Partido Laborista en la rama paterna del clan, la pobreza y criminalidad de Dartford, el hecho de haber sido hijo único y la ausencia de hermanos con quien jugar, el trabajo del padre en la General Electric y su impronta obrera, la enorme importancia de la radio como primer acercamiento a la música en su infancia, la costumbre de los niños de jugar en los cráteres de las bombas y ahorrar dinero para comprar golosinas, las medidas gubernamentales de racionamiento de aquellos años durante la reconstrucción postbélica, la mudanza de la parentela a una casa comunal del ayuntamiento, el descubrimiento de niño de un vagabundo muerto a orillas del Río Támesis, las películas del sábado a la mañana en el Dartford Gaumont, sus siete tías maternas y la influencia de su abuelo Augustus Theodore “Gus” Dupree -un saxofonista y violinista- en la eclosión de su interés por la guitarra, el amor de sus padres por la bicicleta en tándem durante las vacaciones anuales en la playa, su hilarante miedo a los dentistas, un episodio en el que él y unos amigos lanzaron tomates podridos por todos lados y después recibieron una fuerte reprimenda, el problema escolar que siempre tuvo -por haber nacido en diciembre- en función de ser el más chico de la clase y con compañeros un año mayores, el hecho de haber sido víctima de bullying durante buena parte de su infancia, su desprecio al rígido y desapasionado sistema educativo británico y sus profesores conservadores, su ideario rebelde producto de una curiosidad que iba más allá de la pobreza curricular estándar, sus visitas a la biblioteca con bellas ansias de erudición, su primer show como espectador en una boda, sus recorridos/ paseos por el Londres rústico de la época y las tiendas de música junto a Gus, su primera guitarra -precisamente- de mano de su abuelo y cómo le enseñó a tocar Malagueña (1933) de Ernesto Lecuona, la aparición de la televisión a mediados de la década del 50 y su inmediata homologación a una “caja boba” productora de comerciales y un consumismo capitalista hueco infinito, la perspectiva pesadillesca de tener que cumplir el servicio militar a los 18 años hasta que finalmente es abolida la conscripción en el Reino Unido en 1960, su graciosa decisión de unirse a los Boy Scouts y cultivar una posición de liderazgo en la organización, cómo comenzó a practicar cada vez más con la guitarra, su participación en el coro del colegio cantando himnos sacros e incluso delante de la reina, su descubrimiento de los castigos institucionales autoritarios/ caprichosos cuando lo hacen repetir un año y su desprecio subsiguiente por el establishment, el nacimiento de su necesidad de no seguir más las reglas de la sociedad -como buen esclavo promedio- y liberarse cuanto antes de sus ataduras, las dos opciones que se le abrían -criminalidad o carrera musical- en el horizonte, la apertura liberadora y bien colorida que ofrecía el rock de Little Richard y Elvis Presley en contraposición a la vida en blanco y negro del trabajo y la escuela, el surgimiento de la juventud como segmento del mercado a explotar por el capitalismo, su determinación de ser expulsado del colegio tradicional y la posibilidad de pasarse a una institución educativa orientada a las artes, su primer show de rock propiamente dicho entre el público de Joe Brown and the Bruvvers, la creatividad que encontró en la escuela de artes y cómo entre los colegas estudiantes había muchos burgueses patéticos farsantes que veían a la formación como una pata más del típico marketing empresarial lavacerebros, las amistades que cosechó de adolescente allí, la diferencia entre buenos músicos y buenos artistas (afirma que de esos lugares surgen “muchos buenos músicos pero pocos buenos artistas”, dando a entender que la complejidad cultural necesaria para el arte valioso sobrepasa la técnica), la importancia del blues y la música negra en general en su vida (como decíamos antes, Richards manifiesta que sin el conocimiento y el entusiasmo del blues de Muddy Waters, Robert Johnson o Blind Lemon Jefferson terminás convirtiéndote en un ídolo pop o alguna basura anodina semejante), el presagio de que se avecinaban vientos de cambio en los 60, su único intento -genialmente autosaboteado- de conseguir un triste puesto laboral en ilustración/ publicidad en una compañía, y finalmente el surgimiento de The Rolling Stones cuando se topa en 1961 en un tren de Dartford con un Jagger -a quien conocía de muchos años atrás- que acarreaba discos de Chuck Berry y Muddy Waters, sellando para siempre el interés mutuo. Temple mantiene el glorioso look de siempre de Keith en materia de la entrevista (pelo revuelto, vincha, arito, saco negro, a veces cigarrillo y anteojos oscuros, etc.) y emplea los clásicos de los Stones pero sólo en términos instrumentales para dejar de lado a Mick ya que aquí el centro de atención es el querido guitarrista y nadie desea nuevos problemas de ego entre los muchachos, no obstante el cineasta recurre en el desenlace a la extraordinaria Stray Cat Blues para ilustrar la génesis de la banda que cambiaría la historia del rock and roll. Keith Richards: The Origin of the Species es un documento sorpresivo y fascinante sobre una etapa poco explorada y la ideología rupturista y de izquierda de una de las leyendas más fulgurantes que nos ha dado la música popular de los Siglos XX y XXI.

 

Summer (Leto, 2018), de Kirill Serebrennikov:

TRAYECTORIAS

Un tópico que decididamente no ha sido trabajado por el cine -por lo menos por el cine que llega a esta parte del globo- es la escena rockera rusa a principios de la década del 80, justo en el período previo a la Perestroika y la Glásnost de Mijaíl Gorbachov, un conjunto de medidas económicas, sociales y políticas que a pesar de intentar reestructurar en distintos órdenes la vida del mega país con el objetivo manifiesto de salvar a la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, en términos prácticos constituyeron su certificado de defunción ya que no resolvieron ninguno de los problemas que venía arrastrando el comunismo y en muchos aspectos profundizaron dichos inconvenientes, hermanados al estancamiento. Summer (Leto, 2018), escrita y dirigida por Kirill Serebrennikov, es una película ambiciosa porque apuesta a servirse de los engranajes prototípicos de la primera Nouvelle Vague (una fotografía lúdica en blanco y negro, protagonistas jóvenes en plena construcción de su ideario y expectativas, una fuerte presencia de los desajustes generacionales para con sus mayores y la sociedad en general, una banda sonora poderosa que marca el compás de los acontecimientos, etc.) para retratar en simultáneo las postrimerías del comunismo tardío, la génesis del insólito rock ruso en Leningrado/ San Petersburgo y el devenir de dos de las figuras fundamentales de la corriente, léase Viktor Tsoi, el vocalista, compositor y guitarrista de Kino, y Mike Naumenko, el cantante y principal compositor de Zoopark. En cierto sentido se puede decir que el opus de Serebrennikov es toda una anomalía en el campo de las biopics tradicionales contemporáneas porque evita construir en sí a un villano histórico -o algo parecido- concentrándose en cambio en una primera mitad de descripción macro de la comunidad de artistas del momento, en esencia una serie de muchachos que solían frecuentar y tocar en el Club de Rock de Leningrado, un ámbito institucionalizado dentro del esquema de poder de Leonid Brézhnev y monitoreado por la KGB y el Partido Comunista con vistas a abrir un poco el sustrato cultural autóctono a Occidente sin caer en radicalismos, y una segunda parte vinculada a un triángulo amoroso entre Tsoi (Teo Yoo), Naumenko (Roman Bilyk) y la esposa de este último Natasha (Irina Starshenbaum), planteo que curiosamente no cae para nada en el melodrama estándar del corazón debido a que los acercamientos entre la mujer -madre de un bebé- y Tsoi -de ascendencia asiática- no pasan de los besos producto de una atracción recíproca culposa que esquiva la tragedia romántica propiamente dicha y garantiza siempre la convivencia en paz de los involucrados. De hecho, una de las peculiaridades de la realización es que funciona más como un homenaje cariñoso a la valentía y la creatividad del colectivo de músicos, amigos y fanáticos que como una simple descripción de las penurias o impedimentos que atravesaron para hacerse oír, ya que la coyuntura estatal burocrática de aquellos años no era tan agresiva y permitía la expresión de voces alternativas acalladas hasta hace poco tiempo o inexistentes hasta el panorama de “relajación” de los férreos controles gubernamentales y de las agencias de inteligencia en particular. Así es cómo el director echa mano de chispazos varios de color, intervenciones animadas muy placenteras y una excelente banda sonora que incluye no sólo referencias y canciones concretas de los dos protagonistas, ambos en sintonía con el folk sesentoso y el post punk/ new wave/ rock gótico de fines de los 70 e inicios de los 80, sino también de artistas anglosajones muy populares como T. Rex, Talking Heads, David Bowie, Blondie, The Sex Pistols, Lou Reed, Iggy Pop y The Velvet Underground, entre otros, consiguiendo unificar la cadencia comunal de quiebre para con el conservadurismo vetusto del enclave soviético, por un lado, con el trasfondo individual de estos jóvenes con frustraciones y sueños como cualquier otra persona, por el otro. Todo este planteo estético y conceptual asimismo se amalgama con la permanente utilización de unos segmentos musicales cargados de ingenio y una bella vivacidad que vienen a representar las ansias de libertad creativa -y de llevarse puestos a los autómatas que dirigían/ supervisaban el Club de Rock de Leningrado- por parte de los adalides de un cambio cultural que se avecinaba en el horizonte, casi un par de décadas después de revoluciones musicales homólogas de otras partes del mundo (sin ir más lejos, en Argentina el “movimiento de rebote” del rock británico y norteamericano se dio en los mismos agitados 60 y principios de los 70, lo que subraya el carácter vanguardista a nivel global de los sudamericanos en comparación a otras naciones). Serebrennikov sabe de sobra que el tema de las luchas juveniles contra la mediocridad y violencia de la fauna reaccionaria filofascista no ha perdido vigencia, sin embargo opta por privilegiar el carácter mundano y naturalista de la escena rockera rusa para resaltar su encanto singular en tanto válvula liberadora que saca provecho del poco aire fresco que el Estado de entonces estaba dispuesto a tolerar; una jugada que arroja resultados positivos gracias al muy buen desarrollo de personajes, el cuidado de los detalles en el fluir narrativo, la creación de una atmósfera cotidiana compartida, el maravilloso desempeño del elenco, las interesantes composiciones de las bandas vernáculas primigenias y sobre todo el retrato de la autocensura social, los desacuerdos, la ausencia de recursos y la soledad e inexperiencia que debieron sobrellevar los artistas sin un marco cultural más vasto más allá del under de Leningrado, algo que hoy queda reflejado en la grabación del debut discográfico de Kino, 45 (1982). Summer enfatiza aquello de que la peculiaridad del tópico de base tranquilamente puede trasladarse a cualquier congregación contracultural en búsqueda de una identidad propia por fuera de la execrable lobotomización de las mayorías.