19° BAFICI

Parte 5

Por Emiliano Fernández

The Void: Los Otros Dioses

NOCTURNA

 

En una época dominada por blockbusters mainstream monotemáticos e hiperpulidos que no dejan nada a la imaginación y pretenden cerrar absolutamente todas las subtramas -si es que acaso existen- vía esa insoportable tendencia a sobreexplicar las motivaciones de los personajes y los giros de la historia en cuestión, el terror desde hace un par de añitos largos viene imponiéndose como una alternativa cada día más diversa e interesante, una jugada que se apoya en una nueva generación de realizadores con convicciones revigorizadas, conocimiento de los resortes del género y cierta impronta retro que nos reenvía a períodos mucho menos homogéneos que el presente. La excelente The Void (2016) es otro eslabón más dentro de esta gran racha del horror, un trabajo en el que se funden la efervescencia de la clase B ochentosa, la angustia propia de los relatos de encierro, el acecho imparable de las películas de monstruos y aquellos espantos inmemoriales/ cósmicos de H. P. Lovecraft.

 

De hecho, si hay un eje fundamental en este segundo opus en conjunto de Jeremy Gillespie y Steven Kostanski, quienes habían colaborado anteriormente en la hilarante Father’s Day (2011), un film colectivo producido por Troma, es sin duda el caos, una suerte de gloriosa confusión que va atrapando al espectador a medida que el derrotero se va complejizando al sumar capas de misterio y ansiedad a una propuesta de por sí impredecible. Hoy el prólogo nos sitúa en una casa campestre, sede de una masacre, en la que un padre (Daniel Fathers) y su hijo (Mik Byskov) le disparan a una mujer por la espalda y la prenden fuego mientras ven cómo se escapa corriendo un joven drogadicto llamado James (Evan Stern). El oficial de policía Daniel Carter (Aaron Poole) encuentra al susodicho y lo lleva al hospital local, en lo que será el comienzo de una pesadilla que involucra homicidios, automutilaciones, criaturas con tentáculos, un culto de fanáticos, alucinaciones y ceremonias muy enrojecidas.

 

La lectura que los directores hacen del género es francamente fascinante: hablamos de un pastiche autoconsciente, serio y amorosamente ensamblado que funciona desde su propia lógica sin necesidad de homenajes explícitos ni esa colección de citas bobaliconas del indie noventoso. La obra puede ser descripta como una conjunción de lo más abstracta entre el John Carpenter de La Cosa (The Thing, 1982) y En la Boca del Miedo (In the Mouth of Madness, 1994), el gore lovecraftiano de Clive Barker, Stuart Gordon y Dan O’Bannon, la tradición de la ciencia ficción orientada a personajes engañados/ seducidos símil Galaxy of Terror (1981) y Event Horizon (1997), y finalmente el Lucio Fulci de The Beyond (E tu Vivrai nel Terrore! L’Aldilà, 1981), quizás la referencia conceptual más importante. Un mérito crucial de The Void pasa por el hecho de que ataca desde distintos frentes y no se limita a una sola línea de acción, sintetizando una amalgama de recursos cinematográficos.

 

Si consideramos la experiencia de Gillespie como asistente del departamento artístico y la de Kostanski en maquillaje, uno comprende el cariño que ambos le pregonan a los practical effects (léase títeres, animatronics, prótesis, etc.), no obstante nadie esperaba semejante talento en el diseño y la envergadura narrativa que se les concede en la película, en especial teniendo en cuenta que vivimos en una etapa hegemonizada por los CGI industriales más aburridos e impersonales, siempre cercanos estéticamente al polietileno. Aquí las criaturas que acechan a los humanos tienen una fisicidad extraordinaria que va de la mano de la dimensión material del bello surtido de flagelaciones, metamorfosis y muertes varias, logrando que el dolor y el derramamiento de sangre se sientan en el cuerpo gracias a una identificación -para nada inofensiva, al contrario de la enarbolada por los tristes artilugios digitales- entre los que ven la carnicería en las butacas y los que la padecen en la pantalla.

 

Hasta cierto punto podemos afirmar que el convite se ubica en un estrato similar al de la reciente La Morgue (The Autopsy of Jane Doe, 2016) de André Øvredal, otra epopeya de horror que también hacía de los arcanos del tiempo y el gore sin caretaje ATP sus pivotes, aunque por supuesto en esta ocasión el devenir se muestra mucho más deudor de El Caso de Charles Dexter Ward (The Case of Charles Dexter Ward, 1941) y En las Montañas de la Locura (At the Mountains of Madness, 1936), las dos novelas centrales de Lovecraft, y el ciclo de cuentos de los Mitos de Cthulhu en general. El guión de los realizadores juega eficazmente con la sombra gigantesca e inabarcable que ofrece el conocimiento, la alienación y las tragedias que nos preceden como sociedad, representadas en esas deidades que superan a nuestras estampitas de cotillón y prometen un plano de existencia mucho más supremo que el presente, a costo de abandonar la certeza y entregarse al saber primordial…

 

The Girl with All the Gifts: El canibalismo es el futuro

NOCTURNA

 

Los amantes del terror últimamente venimos disfrutando de un conjunto de propuestas muy interesantes que cortaron la racha de los lugares comunes del género en cada una de sus respectivas ramas, con ejemplos -que recorren un espectro de lo más amplio- como The Autopsy of Jane Doe (2016), Pet (2016), The Monster (2016) y SiREN (2016). Ahora bien, sin duda la obra maestra del lote es The Girl with All the Gifts (2016), una sorpresa que se ubica en la misma categoría de la extraordinaria Invasión Zombie (Busanhaeng, 2016), el genial film surcoreano que pateó el tablero en cuanto a la vehemencia y profundidad del catálogo de los opus sobre “muertos vivientes” y semejantes. Con esta joya británica ocurre exactamente lo mismo aunque vale aclarar que todo el asunto está más volcado hacia la gloriosa desolación naturalista de Exterminio (28 Days Later, 2002) y su secuela del 2007.

 

Ya desde su apertura la película apabulla con un retrato explosivo de la dialéctica militar: con un trip hop disonante e in crescendo de fondo, Melanie (Sennia Nanua), una nena encerrada en una celda, se viste con su uniforme de color naranja y se ata a una silla de ruedas apenas se encienden las luces. Luego dos soldados entran al cuarto con fusiles, ella los saluda amablemente y ambos sujetan las correas de cabeza, manos y pies. Junto a otros chicos, es llevada a un emplazamiento símil aula -con los espacios de las sillas asignados en el piso cual pupitres- y finalmente llega la docente, la Dra. Selkirk (Anamaria Marinca), una mujer que les hace repasar la tabla periódica de los elementos hasta que es reemplazada por la Srta. Helen Justineau (Gemma Arterton), una profesora más inclinada a relatarles a los niños episodios de la mitología griega como el centrado en la célebre Caja de Pandora.

 

Rápidamente descubrimos el contexto en el que se desenvuelve el guión de Mike Carey, a partir de su propia novela: en un futuro no muy lejano una infección micótica cerebral ha convertido a gran parte de la humanidad en zombies, hoy denominados “hambrientos”, y los nenes y nenas encarcelados son híbridos de “segunda generación”, nacidos de madres infectadas durante el embarazo. La Dra. Caroline Caldwell (Glenn Close), la jefa de la base, realiza experimentos médicos para crear una vacuna y así un día llega el turno de Melanie, quien es salvada por Justineau de ser diseccionada pero un ataque de los hambrientos deriva en la muerte de Selkirk y de casi todo el personal del lugar. La chica, Caldwell, Justineau y dos militares, el Sargento Eddie Parks (Paddy Considine) y el soldado Gallagher (Fisayo Akinade), parten hacia Londres para poder comunicarse con Beacon, una base más grande.

 

El realizador Colm McCarthy, de vasta experiencia televisiva, mantiene la tensión en todo momento y jamás descuida el desarrollo dramático de la historia y sus interrogantes -a diferencia de la mayoría de sus colegas contemporáneos- porque pone sus fichas en la dirección de actores; consiguiendo de este modo trabajos exquisitos de Arterton (la brújula ética del relato), Close (aquí de regreso a los roles tenebrosos aunque con corazón), el siempre eficaz Considine (figura infaltable del cine inglés) y hasta de la revelación Nanua (hoy debutando en el terreno de los largometrajes y dotando de una sensibilidad fascinante a Melanie). Los ambientes urbanos desérticos, los diálogos sinceros entre los personajes e innovaciones como el “gel bloqueador” para no ser detectados y la presencia de zombies apagados/ vegetando son algunos de los muchos detalles admirables que nos regala el film.

 

Por supuesto que en The Girl with All the Gifts asimismo entra en juego esa habilidad de los británicos para introducir chispazos de humor negro no tanto en el fluir de la trama sino en su sustrato general y en el desenlace propiamente dicho, en consonancia con la riqueza de los cuentos morales y su denuncia de la hipocresía y los peligros que suelen anidar en coyunturas brutales. El opus de McCarthy es un prodigio de intensidad y talento que reivindica la capacidad de adaptación de los niños y señala su cosificación en manos del Estado, las barrabasadas que se hacen en nombre de la ciencia y la aceptación facilista de la crueldad por parte de los humanos cuando suena cualquier alarma que modifique su estilo de vida. Una vez más caer en el canibalismo explícito termina siendo mejor que seguir en su vertiente implícita, esa que practicamos todos los días en nuestra sociedad demacrada…