20° BAFICI

Parte 6

Por Emiliano Fernández, Ernesto Gerez y Martín Chiavarino

Song of the Sea (2014, de Tomm Moore, Baficito), por Emiliano Fernández

 

Combinando la poesía sutil de Hayao Miyazaki, una buena tanda del minimalismo de la animación experimental de las décadas del 70 y 80, mucho de la dulzura de Pixar y algo de los rasgos caricaturescos del Sylvain Chomet de las maravillosas Las Trillizas de Belleville (Les Triplettes de Belleville, 2003) y El Ilusionista (L’Illusionniste, 2010), el irlandés Tomm Moore consigue en Song of the Sea (2014) una pequeña gema que sabe aprovechar su principal inspiración, el mito folklórico de las selkies, unas criaturas que toman forma humana en tierra y que se convierten en focas bajo el agua. La historia gira alrededor de Conor (Brendan Gleeson), un hombre encargado de un faro costero que ve cómo su esposa selkie Bronach (Lisa Hannigan) debe regresar al mar, dejándolo por su cuenta con su hijo Ben (David Rawle) y su hija recién nacida Saoirse (Lucy O’Connell). Los años pasan y los chicos crecen, con la niña sintiendo también el impulso irrefrenable de vivir en las profundidades envuelta en una piel blanca símil abrigo que su padre guarda bajo llave en un cofre, lo que motiva a Conor a aceptar el ofrecimiento de su madre (Fionnula Flanagan), la abuela de los jóvenes, de llevárselos con ella a la gran ciudad. Sin embargo Ben y Saoirse no se quedan de brazos cruzados y deciden escapar hacia el faro en un periplo un tanto accidentado que los encauzará a descubrir el pasado familiar y a presenciar la hermosa eclosión de un mundo de seres mágicos que dependen del resurgimiento del poder de las selkies para subsistir. La película funciona como una oda a la imaginación vinculada al cuidado y el respeto de la naturaleza (el ecosistema sólo es amenazado por el egoísmo del hombre, quien le priva de su “savia vital” a puro individualismo autovictimizante), a la incorporación del arte en la vida cotidiana (los personajes se comunican en gran medida mediante el canto y en función de un caracol metamorfoseado en instrumento musical) y finalmente a la aceptación de lo inevitable de la separación y/ o la muerte (ambos conceptos están hermanados porque implican la necesidad de comprender que hablamos del ciclo de la vida y que el ser humano no puede -ni debe- controlarlo todo porque tiende a trastocar el eje de la transformación escalonada según sus caprichos más impetuosos). Moore aquí no sólo supera considerablemente lo que ya había logrado en la genial El Secreto de los Kells (The Secret of Kells, 2009), sino que además consigue una de las obras más emotivas y honestas del cine reciente en general, apuntando tanto al público infantil vía una fábula de respeto y autonomía como a los adultos a través de las referencias hacia la paternidad responsable, el influjo de la memoria, la riqueza del entorno ambiental y el imperativo de no dejarse consumir por el dolor debido a que ello implica la extinción paulatina de la vida propia y la de aquellos que nos acompañan en este viaje, sea familia, amigos o allegados.

 

Dry Martina (2018, de Che Sandoval, Competencia Oficial Internacional), por Ernesto Gerez

 

Martina se secó; en algún momento cuenta que se le pudrió la relación que tuvo con un flaco que amaba mucho y a raíz de ello se le secó la concha para siempre. De ahí el título, que además es un juego de palabras con el famoso cocktail y con lo que significa la palabra seco en el slang chileno. Los planos cerrados de Che Sandoval se centran en Martina (Antonella Costa) con obsesión. La película está apoyada en su actuación y ella lo sabe y se pone, muchas veces, la película al hombro. No es que el guion no tenga vida propia ni ninguna de esas gansadas; y muchas veces dijimos que los actores son muñequitos reemplazables, engranajes de un todo que los sobrepasa. Pero fieles a nuestras contradicciones, también sabemos que muchas veces los actores son casi todo. Es el caso de Dry Martina (2018) y no por impericia de Sandoval sino porque él mismo lo busca desde sus planos, desde su apuesta por adoptar la intensa mirada de Martina que lo absorbe todo.

Sandoval se traviste, se calza los tacos para alejarse de sus criaturas masculinas (y, según los cancerberos de la moral social, machistas) para crear a la mujer monstruo-antiheroína de la seca Martina, una cantante que se caga en su representante y un poco en su carrera, y decide perseguir un amor chileno que conoce de casualidad y que le devuelve la humedad. Con elementos de Screwball comedy y a la vez de comedia negra, y moviéndose entre la seriedad y la ridiculez, la buena onda de las feel-good movies y la angustia de un drama sexual y un drama de identidad, Sandoval parece cómodo y seguro con su nuevo punto de vista femenino (que seguramente también tenga elementos machistas, pero a quién le importa). De todos modos, y más allá del buen resultado, a partir del título y de la propuesta podríamos esperar que la humedad de Martina llegue con más fluidos en pantalla. Porque aunque hay bastante sexo, todo es más de pico que fáctico y todo siempre está bastante sequito. Sandoval, más allá de sus chascarrillos de niño-hombre, pretende hacer un trabajo prolijo desde lo que narra, desde los diálogos y desde los aspectos formales, y la prolijidad es seca como concha decepcionada.

 

Violence Voyager (2018, de Ujicha, Competencia Oficial Internacional), por Martín Chiavarino

 

El parque de la montaña

Grotesca y mórbida, Violence Voyager (2018) es una extraña e insólita película animada de Sop Motion que utiliza también algunas escenas con cartón para construir una obra tan revulsiva y perversa como imaginativa y prodigiosa, abundante en detalles y simbología, sobre unos niños acosados por la familia de un científico trastornado en un parque de diversiones con temática de ciencia ficción en Japón.

 

La trama de este delirante opus sigue a dos niños, uno de origen norteamericano, Bobby y su amigo japonés, Akkun, quienes deciden, al término del año escolar, ir a visitar a otro amigo que vive en un pueblo del otro lado de las montañas. Desoyendo las advertencias de un peculiar anciano que vive en las montañas con un mono de mascota y ayudante, los niños y el gato de Bobby cruzan las boscosas montañas y encuentran un parque de diversiones que resulta ser una base de operaciones de un científico que secuestra niños con fines científicos. Allí se encuentran con otros niños y descubren los enigmas de un parque realmente macabro donde se realizan experimentos y mutaciones con niños de los pueblos aledaños.

 

El realizador Ujicha nos ofrece un film animado desquiciado en el que un niño se convierte en amigo de un mono y un murciélago, es perseguido por un pequeño monstruo maligno con cabeza de robot y debe luchar por rescatar a la novia de un amigo en un parque donde el heroísmo es sinónimo de muerte y sacrificio. Violence Voyager derrocha fluidos y tripas en una caricatura donde los seres humanos se convierten en monstruos y los niños en héroes, dejando entrever que lo fantástico también tiene un lado esperpéntico que aquí explota para proponer una historia que apela a los excesos de la ciencia para llegar a extremos inusitados de locura.