20° BAFICI

Parte 7

Por Emiliano Fernández y Martín Chiavarino

Luz (2018, de Tilman Singer, Vanguardia y Género), por Emiliano Fernández

 

La fórmula que aplica Tilman Singer en su enigmática ópera prima Luz (2018) combina algo del terror apocalíptico minimalista de John Carpenter, una buena dosis de la arquitectura pop hiper retorcida de Nicolas Winding Refn, mucho del neo surrealismo de Peter Strickland y hasta la experimentación de aquel Jonathan Glazer de Under the Skin (2013), un cóctel que asimismo nos conduce a señores como Andrzej Zulawski y Jerzy Skolimowski y en general a la clase B de las décadas del 70 y 80. La protagonista es precisamente Luz (Luana Velis), una taxista chilena que trabaja en las calles germanas y termina siendo hipnotizada en una estación de policía por una presencia demoníaca que está obsesionada con ella a niveles insospechados, llevándola a revivir experiencias pasadas que se nos presentan como un rompecabezas de silencios, movimientos, frases recurrentes y una fascinación filtrada por múltiples traducciones en simultáneo del castellano al alemán y viceversa que agregan un plus bizarro al ya de por sí insólito encadenamiento de hechos. El director y guionista por momentos pierde un poco el rumbo entre tantas secuencias oníricas/ psicodélicas/ narcóticas y en otras ocasiones -en cambio- juega a la perfección con los recursos que constituyen la base misma de la propuesta, léase una muy buena actuación por parte del elenco, la excelente fotografía de Paul Faltz y una banda sonora bien retro que no se queda atrás a cargo de Simon Waskow. Más allá de cierta superficie brillante un tanto vacua, es más que meritorio el poder de la artillería visual y sensorial que dispara Singer desde una generosa convicción. Como si se tratase de una versión arty y festivalera de clásicos freaks de alto voltaje como El Hombre que Cayó a la Tierra (The Man Who Fell to Earth, 1976), Xtro (1982) o Liquid Sky (1982), la película se abre camino como una experiencia relativamente interesante para el espectador ávido de quebrar la previsibilidad de los géneros contemporáneos… por más que la obra en cuestión jamás llegue a la altura de los originales que intenta duplicar en función de un esmero y una paciencia inusuales en el cine de hoy en día, uno muy volcado a las referencias a un pasado mucho más aguerrido.

 

Gutland (2017, de Govinda Van Maele, Vanguardia y Género), por Martín Chiavarino

 

Un paisaje bucólico

El primer largometraje de ficción del realizador luxemburgués Govinda Van Maele es un gran thriller sobre un misterioso alemán que llega a una comunidad rural en Luxemburgo para escapar de algo o alguien que lo acosa pero descubrirá en la interacción con los habitantes del pueblo los secretos que guardan, en un tortuoso y doloroso proceso que también lo llevará a descubrirse a sí mismo.

 

Van Maele construye una obra con diálogos breves y concisos y escenas largas de gran tensión en las que el protagonista se siente doblemente asediado. Por un lado la amabilidad de la comunidad se convierte en acoso y disciplinamiento para transformarlo en uno más en la pequeña pero maciza unidad colectiva que lo atenazada por diversos frentes. Por otra parte, el hombre es realmente perseguido por la policía y por sus compañeros, que lo buscan por una estafa en Colonia para saldar cuentas por sus decisiones.

 

Ya sea en su relación con Lucy, interpretada maravillosamente por Vicky Krieps, en las propuestas laborales o en la aceptación de los miembros más longevos e influyentes del pueblo, Jens (Frederick Lau) siente como sutilmente una trampa lo envuelve. Con paisajes perturbadores y miradas amenazantes los personajes van marcando el terreno de una trama que se desenvuelve hacía la violencia bajo un ímpetu subyacente que deja su marca en la idiosincrasia campesina. Gutland (2017) es así un film claustrofóbico en el que los habitantes de un pueblo apacible no resultan ser tan sosegados ni el extranjero resulta ser un típico trabajador nómade europeo buscando una changa en el opulento país del viejo continente.

 

Toda esa Sangre en el Monte (2018, de Martín Céspedes, Derechos Humanos), por Martín Chiavarino

 

Justicia campesina

El segundo largo documental de Martín Céspedes es una extensión de su corto documental homónimo respecto de un caso de asesinato que envuelve a la comunidad campesina de la provincia argentina de Santiago del Estero. Al igual que en Ciudad del Boom, Ciudad del Bang! (2013), el realizador indaga en cuestiones centrales de las nuevas luchas sociales para centrarse aquí en el tema de la propiedad de la tierra que involucra al MOCASE (Movimiento Campesino de Santiago del Estero), una agrupación de productores fundada a principios de la década del noventa ante los desalojos por parte de terratenientes que habían adquirido sus títulos en circunstancias sospechosas durante la última dictadura militar y las fuerzas policiales que respondían al gobernador Carlos Arturo Juárez y su esposa Mercedes Aragonés, quienes gobernaron con mano de hierro la provincia interrumpidamente durante casi cincuenta años.

 

Toda esa Sangre en el Monte (2018) narra el juicio contra un capataz acusado de asesinar a un militante del MOCASE y al terrateniente imputado por la autoría intelectual del crimen. El documental recorre las discusiones al interior de la organización, la vida de los productores campesinos, su construcción de soberanía y la búsqueda de reconocimiento institucional por parte de los jueces durante el juicio mientras se detallan las causas del crimen y las consecuencias de los posibles fallos. Así el film sigue el juicio hasta su finalización poniendo énfasis en el análisis y las reacciones de la organización campesina ante el veredicto. El opus de Céspedes es así un excelente alegato sobre la condición de los campesinos en Santiago del Estero, la actualidad de sus luchas y su perseverancia y alineación como ejemplo para el resto de los campesinos en todo el país.