Laberinto:
BAFICITO
Al momento de sopesar las dos obras maestras fundamentales de la carrera del extraordinario Jim Henson, sin duda los que estamos acostumbrados a enarbolar nuestro corazoncito dark solemos elegir a El Cristal Encantado (The Dark Crystal, 1982) por sobre Laberinto (Labyrinth, 1986) en un eventual podio de ganadores de la cinefilia freak de la década del 80. Aun así, resulta innegable que la segunda es una anomalía absoluta que obedece a los mismos criterios de la primera, en especial si recordamos la vacuidad y mojigatería de los parámetros clásicos de lo que los norteamericanos suelen entender bajo el mote de “cine infantil” (con el emporio de Walt Disney a la cabeza). Este legendario opus de Henson, a partir de un guión demencial de Terry Jones, uno de los queridos Monty Python, gira en torno a la historia de Sarah (Jennifer Connelly), una quinceañera que debe rescatar a su hermano bebé Toby de las garras de Jareth (David Bowie), el Rey de los Goblins, quien le asigna trece horas como tiempo máximo para atravesar distintas trampas en un reino de ensueño -hegemonizado por el laberinto del título- a riesgo de perder a Toby para siempre, el cual será transformado en un duende al finalizar el plazo. Es posible enumerar una infinidad de características que hacen a Laberinto la joya del cine fantástico que ha sido, es y será: la exuberancia gótica del film en su conjunto, la candidez de Connelly, el aura andrógina y zigzagueante de Bowie, aquellas cinco canciones que grabó para el film (Underground, Magic Dance, Chilly Down, As the World Falls Down y Within You), el tono narrativo alucinado, la presencia de la hechicería como una puerta abierta al caos, los prodigiosos títeres de la Jim Henson’s Creature Shop, el diseño sorprendentemente macabro de cada uno de ellos, el humor bizarro que enmarca al relato, las metáforas de fondo sobre la madurez sexual, etc. El paso de los años no ha hecho más que magnificar la imaginación de una película en verdad exquisita, cuya belleza es imposible de duplicar…
La Historia sin Fin:
BAFICITO
Para los que atravesamos nuestra infancia durante la década del 80, esa misma que a través de los consumos culturales del período nos terminó formando en tanto cinéfilos, La Historia sin Fin (The NeverEnding Story, 1984) fue uno de los mojones ineludibles que marcó a fuego a toda una generación de pequeños que se identificaron con la opulencia, el sustrato tétrico y aquella celebración de la imaginación irrestricta propias de una película que conjugó y analizó de manera brillante el sentimiento de exclusión de los niños ante el mundo de los adultos, un esquema que en la obra fue metamorfoseado mediante la separación entre la realidad del protagonista y la ficción que lee escondido en el ático de su colegio. Bastian (Barret Oliver), un jovencito tímido de 10 años amante de la literatura, un día roba por curiosidad un ejemplar antiquísimo de una librería -ese que le da el título al film- y allí descubre la historia de Atreyu (Noah Hathaway), una suerte de álter ego aventurero que vive en un mundo llamado Fantasía y al cual se le encomienda hallar la cura para La Nada, una fuerza malévola responsable de la enfermedad que aqueja a la Emperatriz (Tami Stronach) y de la destrucción progresiva de Fantasía en su conjunto. Entre el bullying que padece Bastian en la vida real por parte de sus compañeros de clase y una inmersión cada vez más avasallante hacia el reino de la creatividad y las utopías, la trama además viabilizaba una serie de efectos especiales extraordinarios que se idearon y ejecutaron mucho antes de la supremacía contemporánea de los CGI, circunstancia que los dotó de una corporalidad que literalmente generaba horror cuando se buscaba generar horror y ternura cuando se iba detrás de la ternura. Personajes como el Comerocas, Morla, la tortuga gigante, Gmork, el sicario canino de La Nada, y el inefable Falkor, aquel dragón de la suerte, funcionan como pequeñas obras maestras de por sí, tanto en el campo del diseño como en lo que respecta a la “personalidad” de cada uno y su función dentro de un relato de una enorme riqueza conceptual, capaz de tratar a los niños con el respeto y la inteligencia que se merecen, una estrategia orientada a su vez hacia la disposición de afrontar los dilemas reales sin perder nunca el inconformismo y el ímpetu de la infancia…