Confesiones (Kokuhaku)

Pedagogía del castigo

Por Emiliano Fernández

A los japoneses les encanta el sadismo pomposo y en muchas ocasiones logran articularlo en el ámbito artístico de una manera muy natural que funciona a la perfección dentro de lo que suele ser su ecosistema moral, los códigos del honor y esas simpáticas compulsiones autodestructivas que pueden explotar en cualquier momento por una tendencia hacia la represión/ sumisión frente a terceros con los que para colmo no se suele compartir casi nada de nada (en esencia hablamos de un viejo detalle de las sociedades humanas en general y no sólo de los asiáticos en particular y su predilección por maximizar los sentimientos). Si nos centramos específicamente en el rubro de la venganza, sin duda Confesiones (Kokuhaku, 2010) es uno de los manjares más exquisitos, inteligentes y brutales de la cinematografía japonesa del nuevo milenio en esto de exacerbar el devenir psicológico y demandar una reparación por el daño de turno, aquí más que nunca vinculada a la misma profesión de la única familiar con vida de la víctima, nada menos que su madre: la mujer en cuestión, Yuko Moriguchi (Takako Matsu), una docente de primaria, identifica como responsables de la muerte de su pequeña hija, Manami (Mana Ashida), a dos de sus alumnos, Shuya Watanabe (Yukito Nishii) y Naoki Shimomura (Kaoru Fujiwara), a quienes pasa a comunicar -justo antes de renunciar el último día de clases previo a un receso vacacional- que la justicia fue servida mediante el contagio de ambos con VIH vía la introducción de sangre contaminada en unos diminutos envases de leche que ellos consumieron alegremente, sobre todo porque las leyes vigentes en Japón impedirían que sean juzgados de modo pleno por su crimen y así saldrían completamente impunes del derrotero judicial, o apenas con un patético regaño.

 

Luego de ese arrollador comienzo la película del realizador y guionista Tetsuya Nakashima, basada en la novela homónima del 2008 de Kanae Minato, adopta de inmediato un formato narrativo en mosaico muy similar a Rashômon (1950) de Akira Kurosawa, presentándonos los hechos previos al homicidio y los posteriores a través de una colección de confesiones en primera persona desde la perspectiva de los distintos personajes involucrados y su círculo de afinidades. En lo que atañe al “antes”, pronto descubrimos que Shimomura es un típico burgués tonto y mimado y que Watanabe es un supuesto estudiante modelo que fue maltratado por su madre (Ikuyo Kuroda) ya que la susodicha tuvo que abandonar su sueño de convertirse en investigadora electrotécnica para criarlo, lo que eventualmente repercutió en su alejamiento y el deseo del muchacho de llamar su atención, primero mediante la creación de un monedero antirrobos que genera una descarga eléctrica al abrirlo y luego a través del asesinato de turno, despachándose a Manami en plan de revancha caprichosa adolescente contra una maestra más preocupada por su hija que por sus alumnos. Ambos niños interceptaron a la víctima, le dieron el monedero y pensaron que el desvanecimiento resultante por la electricidad era sinónimo de muerte, pero cuando Shimomura pretendía arrojar el cuerpo a una piscina escolar vio cómo la nena abría sus ojos, lo que por cierto no lo detuvo -con vistas a demostrarle a Watanabe que tenía el valor para matar- y así la tiró al agua de todos modos, condenándola a una muerte por ahogamiento. Moriguchi, que tuvo a la nena con un colega que murió tiempo atrás a causa de un VIH que contrajo trabajando como voluntario en el extranjero, ata cabos sueltos y deduce la identidad de los infanticidas.

 

Como Shimomura y Watanabe casi de inmediato confiesan el asesinato ante la madre de la occisa y el castigo de ambos es difundido a toda la clase por parte de la misma Moriguchi, a posteriori Naoki -por un lado- deja de concurrir al colegio y se encierra en su habitación sin bañarse durante meses ante el espanto de su progenitora Yuko (Yoshino Kimura), quien se desespera por los permanentes gritos de su hijo y su propensión a lavar todo lo que toca, y Shuya -por otro lado- continúa asistiendo a clases, se convierte en blanco de bullying a manos de sus compañeros e inicia una relación romántica con una tal Mizuki Kitahara (Ai Hashimoto), asimismo una chica que le termina contando que es la gran protagonista del llamado “Incidente Lunacy”, léase un célebre envenenamiento de un matrimonio por parte de su hija. Si bien Yuko pretende matar a Naoki al conocer su naturaleza homicida y lo que el joven cree que es su enfermedad, el SIDA, es la mujer la que muere gracias a un episodio psicótico de su hijo y una serie de cuchillazos de furia, lo que deriva en el encarcelamiento del purrete. Las cosas entre Watanabe y Kitahara de hecho tampoco llegan a buen puerto debido a que el muchacho decide cargársela cuando la chica lo acusa de ser un pollerudo que no superó el Complejo de Edipo y que todo lo que hace es para agradar a su madre, una mujer que edificó otra familia. Cuando Moriguchi descubre este Talón de Aquiles de Shuya de boca de su novia y se entera de los planes del púber de poner una bomba en un acto escolar y activarla con su celular, la profesora apuesta a la estocada final hacia un homicida que no muestra remordimiento alguno y que se burla de su dolor, trasladando el explosivo en secreto a la oficina de su madre en una universidad y dejando que él la mate sin saberlo.

 

Nakashima, un realizador conocido hasta este punto sólo por su condición de especialista en comedias y que luego retomaría algunos elementos y esquemas de Confesiones en las también interesantes aunque inferiores The World of Kanako (Kawaki, 2014) e It Comes (Kuru, 2018), en esta oportunidad redondea una obra maestra del terror melodramático y visceral que también funciona como una de las últimas obras valiosas de aquella corriente cinematográfica de las décadas del 80 y 90 influenciada por los lenguajes de la publicidad y los videoclips, en esencia porque el relato esquiva cualquier clasicismo formal y se sumerge de lleno en una profusión tan bella como tétrica de planos y recursos de diversa índole, a saber: una edición fracturada y coral aunque sin abusar de la velocidad retórica, música casi omnipresente, intertítulos esporádicos, recurrencia de la cámara lenta, fotografía entre cruda y preciosista, zooms muy poderosos, un gore que pasa a desplegarse en los instantes necesarios, voz en off para los monólogos de los personajes y hasta alguna que otra cita sólo para entendidos, como ese prodigioso desenlace con una explosión que avanza y retrocede en su potencialidad destructiva duplicando lo hecho por Nicolas Roeg en ocasión del final de la recordada Insignificancia (Insignificance, 1985). A contrapelo del grueso del cine de nuestros días y su favoritismo por el estilo por sobre cualquier tipo de sustancia o contenido provechoso, el film logra la proeza de que la dimensión visual se empalme con gracia y sutileza en el convulsionado sustrato conceptual, uno que -como decíamos con anterioridad- gusta de combinar la urgencia de la represalia de una Moriguchi que reclama e imparte justicia y su trabajo como “correctora” de las equivocaciones de sus estudiantes.

 

Precisamente, es esta especie de pedagogía del castigo que propone la trama el ingrediente más fascinante de la experiencia en su totalidad ya que el éxito de la “misión” de la maestra -hablamos tanto de la venganza en sí como de su desempeño educativo cotidiano- se mide de acuerdo a su capacidad de enseñarles la lección de turno a los adolescentes, para lo cual la transmisión lineal de conocimientos es sólo una base repetitiva estándar y lo que en verdad resulta determinante es la dialéctica del ensayo y el error y esta serie de adorables penas/ sanciones/ reprimendas que deben imponerse hasta que quede grabada en el intelecto de los púberes la disertación, en este caso de impronta moral/ ética. Nakashima desarrolla astutamente la banalidad de los pichones de adultos en general y sobre todo la egolatría tontuela de los representantes de las clases media y alta, esos mismos que copan la clase de Moriguchi y del paparulo que toma su lugar, Yoshiteru Terada alias Werther (Masaki Okada), clásico ejemplo del docente joven y optimista que todavía no fue fagocitado por los pequeños y su cinismo, ese que con el tiempo les destroza la paciencia, la imaginación, su curiosidad creativa y una vocación que pronto se reduce al nivel de sobrevivir al día a día con los nervios lo más intactos posible en pos de la paz del hogar. Esta oposición entre la veterana Moriguchi y el muy ingenuo Terada también se enmarca en la manipulación del segundo a manos de la primera debido a que el hombre es fanático de los diversos libros sobre enseñanza del finado marido de ella, Masayoshi Sakuranomiya (Makiya Yamaguchi), influencia que aprovecha para instarlo a presentarse en la atribulada casa de Naoki con el fin de acrecentar su depresión bajo la excusa de convencer al niño de que vuelva al colegio.

 

Durante las dos últimas décadas sinceramente no hubo películas que analizasen con este grado de detallismo y honestidad la idiotez antojadiza de la niñez y adolescencia en primer término, a la par de su fetiche con vincular a los discursos fatalistas con el pesar infligido a terceros sin razón, y las miserias del enclave docente en segunda instancia, especialmente haciendo hincapié en el fracaso de un sistema educativo que no sólo no puede identificar a los posibles focos de conductas crueles u homicidas (la misma Moriguchi se entera de la “máquina de ejecuciones” de Watanabe, en la que asesina a gatos y perros callejeros, pero no hace nada para detenerlo hasta que junto a Shimomura mata a su hija), sino que incluso falla en la construcción de un mínimo respeto por parte de los alumnos y/ o en empaparse de lo que está ocurriendo en el aula (la ignorancia de Terada en torno a la eterna ausencia de Naoki y el bullying a Shuya lo pone en un constante ridículo involuntario frente a los muchachos y muchachas de su clase, a lo que se suma la franca inexperiencia del hombre en el rubro y ese idealismo bobalicón del que gusta embanderarse, uno más volcado a imponer el manualcito del profesorado new age que a escuchar -o buscar las formas de escudriñar- a los estudiantes complejos reales, esos que no se pueden simplificar en una dimensión existencial o una receta escolar preconcebida). Como si lo anterior fuera poco, Confesiones juega también con los miedos y prejuicios de la sociedad alrededor de las enfermedades contagiosas y el mismo valor que se le adjudica a la vida a escalas individual y comunal, empezando por la triste trivialización durante la infancia y finiquitando con la angustia de la adultez cuando los años pasan y las dolencias y enfermedades se acumulan…

 

Confesiones (Kokuhaku, Japón, 2010)

Dirección y Guión: Tetsuya Nakashima. Elenco: Takako Matsu, Yukito Nishii, Kaoru Fujiwara, Mana Ashida, Ikuyo Kuroda, Yoshino Kimura, Ai Hashimoto, Masaki Okada, Soichiro Suzuki, Tsutomu Takahashi. Producción: Yutaka Suzuki, Yoshihiro Kubota, Yûji Ishida y Genki Kawamura. Duración: 106 minutos.

Puntaje: 10