El Castillo de la Pureza

Peor que las ratas

Por Emiliano Fernández

El Castillo de la Pureza (1973) fue la quinta película del realizador y guionista mexicano Arturo Ripstein luego de su recordada ópera prima, Tiempo de Morir (1966), aquel western meditabundo y cuasi experimental escrito por nada menos que Gabriel García Márquez y Carlos Fuentes, dos titanes de las letras latinoamericanas, Juego Peligroso (1967), mixtura bastante olvidable de film noir y comedia que fue registrada en Río de Janeiro y codirigida por Luis Alcoriza a partir de otro guión de García Márquez en lo que atañe al segmento específico de Ripstein, Los Recuerdos del Porvenir (1969), epopeya histórica fallida con Pedro Armendáriz Jr. y el italiano Renato Salvatori sobre la Guerra Cristera en México (1926-1929), y La Hora de los Niños (1969), película hoy desaparecida protagonizada por el editor Carlos Savage como un payaso que cuida a un nene mientras los padres están ausentes. La claustrofobia a cielo abierto de Tiempo de Morir, una sobre todo emocional por resentimientos y ansias de venganza arrastrados a lo largo del tiempo que derivaban en un doloroso proceso de martirización, en El Castillo de la Pureza se vuelve bien literal porque ahora la trama transcurre en gran medida en una única casa antigua de la Ciudad de México donde vive en confinamiento absoluto una familia a instancias del dictador hogareño en cuestión, un patriarca que impone una moral puritana e inflexible aunque no explícitamente religiosa en el sentido tradicional sino más bien iluminista fanática y cuasi nihilista, en esencia un suceso real que salió a la luz en 1959 luego de 18 años de encierro: Rafael Pérez Hernández, un ingeniero químico que se dedicaba a vender raticidas en distintas tiendas de la época, tuvo a su parentela secuestrada en un inmueble de la Avenida de los Insurgentes Norte durante casi dos décadas bajo la excusa de protegerlos de los peligros del mundo exterior y sus múltiples “perversiones”, un clan que incluía a su esposa Sonia María Rosa Noé y sus seis vástagos con nombres más que descriptivos para con su sustrato intelectual pomposo, hablamos de Indómita de 17 años, Libre de 15, Soberano de 14, Triunfador de 12, Bienvivir de 10 y Evolución y Pensamiento Liberal, unos gemelos con apenas un mes de vida en 1959, cuando se descubre este rapto semi consentido por una visita policial azarosa en relación a los permisos para la fabricación del raticida artesanal.

 

Si bien el hecho policial ya había inspirado otras dos obras de arte, la novela La Carcajada del Gato (1964), de Luis Spota, y la puesta teatral Los Motivos del Lobo (1970), de Sergio Magaña, el caso para 1973 había adquirido nueva relevancia porque fue en ese año que Pérez Hernández se suicidó luego de 14 inviernos preso en el Palacio de Lecumberri, una enorme penitenciaria hasta 1976, y por ello Ripstein encaró una adaptación cinematográfica del episodio policial bizarro de base en vez de servirse de las otras dos lecturas, todo junto al coguionista José Emilio Pacheco y la productora Angélica Ortiz después de un fuerte desacuerdo con la que desde el vamos tuvo la idea de la traslación al cine, la célebre actriz Dolores del Río, quien no quería que el personaje del padre tiránico fuese interpretado por Fernando Rey, la primera opción de casting, sino por Ignacio López Tarso, algo que fue rechazado de lleno por Arturo ya que pretendía una cara más amable que contraste con la frialdad lunática del personaje, rebautizado en pantalla como Gabriel Lima, el cual sería eventualmente interpretado por el legendario Claudio Brook a posteriori de la expulsión de Del Río del proyecto, quien a su vez estaba destinada a componer a la esposa sufriente, esa Sonia ahora metamorfoseada en Beatriz (Rita Macedo). Gabriel, de hecho, mantiene a su mujer y sus -en esta oportunidad- tres hijos, la pequeña Voluntad (Gladys Bermejo) y los adolescentes Utopía (Diana Bracho) y Porvenir (Arturo Beristáin), encerrados en un caserón del centro de la Ciudad de México con los vástagos llevándose la peor parte, a quienes hace fabricar el raticida de turno y obliga a ejercitarse como en el ejército, jamás comer carne y repetir frases fetichizadas de Johann Wolfgang von Goethe, Albert Ellis y G.K. Chesterton, llegando a golpearlos cuando se equivocan o se muestran irrespetuosos y a encerrarlos en una mazmorra improvisada en una especie de sótano muy lúgubre. Entre golpizas a Beatriz, cartas delirantes a funcionarios públicos y la hipocresía de comer carne y frecuentar prostitutas cuando sale del hogar para vender el veneno, Lima entra de a poco en una crisis psicótica porque escasean los pedidos del raticida, opacado por productos industriales, y porque descubre que Utopía y Porvenir suelen masturbarse recíprocamente en un automóvil abandonado, todo debido al silencio del patriarca en materia del coito.

 

A diferencia de otras alegorías futuras en torno a clanes recluidos, esclavizados o sometidos a una rigidez doctrinaria siempre autodestructiva, un rubro que abarca La Costa Mosquito (The Mosquito Coast, 1986), el opus del gran Peter Weir, Underground (1995), de Emir Kusturica, Canino (Kynodontas, 2009), de Yorgos Lanthimos, Ocultos (Hidden, 2015), de los hermanos Matt y Ross Duffer, y Capitán Fantástico (Captain Fantastic, 2016), de Matt Ross, El Castillo de la Pureza es mucho más mundana en su enfoque humanista tétrico, le escapa a la posible faceta antropológica del relato, asimismo esquiva la perspectiva mística/ cristiana estándar e incluso deja espacio para un desarrollo de personajes que incorpora en serio a toda la parentela sin centrarse únicamente en el padre como figura omnipresente que condena al estrato de caricaturas a todos a su alrededor, panorama que además pone en primer plano la influencia decisiva de Luis Buñuel, genio reverenciado por Ripstein, en lo que respecta a la dictadura de entrecasa de Él (1953), el fariseísmo burgués y las fantasías homicidas de Ensayo de un Crimen- La Vida Criminal de Archibaldo de la Cruz (1955) y Diario de una Camarera (Le Journal d’une Femme de Chambre, 1964), la claustrofobia cargada de tensiones de La Joven (The Young One, 1960) y El Ángel Exterminador (1962) y aquella compleja interrelación entre deseo, fundamentalismo e ironías existenciales de Viridiana (1961), Belle de Jour (1967) y Tristana (1970), amén de la clara referencia a los sacrificios bienintencionados de Nazarín (1959) y al anacoreta farsesco de la estupenda Simón del Desierto (1965). La búsqueda de la pureza del título, una representada sobre todo en la más jovencita de la familia, Voluntad, es inútil y extremadamente ridícula porque el supuesto guardián de la incorruptibilidad ritualizada es el más corrupto y enajenado por mucho de todos los habitantes del hogar, ese Gabriel que como el grueso de la humanidad dice/ predica una cosa y hace/ materializa otra muy distinta, esquema que no sólo queda de manifiesto mediante la ingesta de carne y el hecho de acostarse con meretrices u ofrecer pagar por sexo a alguna que otra muchacha menor de edad (María Rojo), pensemos para el caso en su autodenominado rol de campeón de la erudición elitista cuando al mismo tiempo ni siquiera se molesta en alfabetizar a sus hijos, tarea subrepticia llevada a cabo por Beatriz.

 

La película, parte del ciclo de oro inicial junto a El Santo Oficio (1974), La Viuda Negra (1977), El Lugar sin Límites (1978), Cadena Perpetua (1979) y La Tía Alejandra (1980), es representativa hasta la médula del ideario de Ripstein y en este sentido vale señalar que fue realizada entre dos documentales vinculados al marco conceptual y pragmático del asunto, El Náufrago de la Calle Providencia (1971), mediometraje codirigido por Rafael Castanedo acerca de Buñuel, y Lecumberri, el Palacio Negro (1977), un largo sobre esa prisión pesadillesca en la que falleció Pérez Hernández/ Lima, cárcel que durante el rodaje estaba en proceso de ser reconvertida en el Archivo General de la Nación. El guión del director y Pacheco utiliza tres latiguillos para retratar el carácter ultra ominoso del retiro hogareño, la lluvia que nunca cesa, los gritos repentinos del patriarca y esos gestos vanos de rebeldía o desesperación por parte de los mocosos, como por ejemplo revolear cosillas por el aire, mostrarse desinteresados en sus sermones, devolverle algún golpe o escribir una nota cual pedido de ayuda al exterior que termina en nada, pisoteada bajo la indiferencia metropolitana que todos conocemos de sobra. Macedo y Brook, ambos veteranos del cine de Buñuel y el segundo luego reincidiendo con Ripstein en ocasión de El Santo Oficio y la fallida Foxtrot (1976), una anomalía total filmada en inglés y estelarizada además por Peter O’Toole, Charlotte Rampling y Max von Sydow, están perfectos en lo suyo al igual que los intérpretes que componen a los atribulados purretes, Beristáin, Bracho y Bermejo, por ello mismo la propuesta coquetea con tanta eficacia con el horror, aprovecha el patetismo de la ciclotimia de Gabriel y efectivamente puede sustentar su ambición al traer al tapete tópicos pesados como el punitivismo, la soledad, el aislamiento, la impotencia, la desolación, el masoquismo, la abulia, la represión, la convivencia, el sexo, la locura, el apocalipsis, la culpa, el orgullo, la endogamia, la autocondescendencia, el amor, la explotación, las tristes quimeras, la vigilancia, el ascetismo, la debilidad, el fatalismo y el frenesí más altisonante y cruel. Enfatizando que la humanidad es mucho más nociva que las ratas, el film compara el absolutismo de burbuja familiar con su homólogo comunitario, ese que impone sus lógicas también afirmando que vienen rubricadas por el saber, el progreso y hasta la civilización…

 

El Castillo de la Pureza (México, 1973)

Dirección: Arturo Ripstein. Guión: Arturo Ripstein y José Emilio Pacheco. Elenco: Claudio Brook, Rita Macedo, Arturo Beristáin, Diana Bracho, Gladys Bermejo, David Silva, María Rojo, Mario Castillón Bracho, Roberto Jiménez, Emma Roldán. Producción: Angélica Ortiz. Duración: 108 minutos.

Puntaje: 10