El poliziottesco fue la interpretación italiana, violenta, visceral y muy sórdida del film noir de los años 30, 40 y 50, un formato cinematográfico que tuvo su mayor auge entre finales de la década del 60 y gran parte de los 70, período que a su vez se corresponde con la fase inicial de los llamados “Años de Plomo” que durarían hasta la década del 80, una crisis nacional muy profunda y un enfrentamiento cruzado entre el gobierno italiano, las fuerzas de represión estatales, los tribunales, las organizaciones terroristas de extrema izquierda como las Brigadas Rojas, la Primera Línea y el Grupo 22 de Octubre, otras de extrema derecha en línea con Orden Nuevo y Vanguardia Nacional y hasta sectores de la Cosa Nostra y la Camorra, cómplices de alguno de los beligerantes. En un clima de terrorismo político, huelgas, vehemencia entrecruzada, manifestaciones, temblores institucionales, muchas bombas, una fuerte militarización del Estado, ejecuciones, robos bancarios, pérdida de derechos civiles, secuestros, corrupción pública, gran recesión económica y sobre todo una militancia social en la que se unificaba el accionar de estudiantes, obreros y dirigentes de izquierda, el poliziottesco en general dejó como trasfondo a la ferocidad comunal y se concentró en lo que ocurría a nivel de las organizaciones criminales porque aquellos 70 funcionaron como una etapa de transición entre la Primera Guerra de la Mafia de mediados de los 60 y la Segunda Guerra de la Mafia, esta última unas purgas internas y conflictos de poder que también involucraron una contienda contra el Estado y abarcaron desde los 70 hasta comienzos de los años 90. El género en esencia fue una combinación de noir clásico, exploitation a toda pompa, caper movie, el cinismo del cine negro francés de entonces, el interés que despertó El Padrino (The Godfather, 1972), de Francis Ford Coppola, sobre el funcionamiento de la mafia, las películas de vigilantes metropolitanos como El Vengador Anónimo (Death Wish, 1974) y semejantes, el auge en paralelo de su género hermano pero más volcado al suspenso y a las truculencias del horror, el giallo, y finalmente aquella andanada de películas norteamericanas de fines de los 60 y la década del 70 que instauraron al realismo sucio como un signo de tiempos muy agitados, hablamos de Bullitt (1968), de Peter Yates, Harry, el Sucio (Dirty Harry, 1971), de Don Siegel, Contacto en Francia (The French Connection, 1971), de William Friedkin, La Fuga (The Getaway, 1972), de Sam Peckinpah, y Serpico (1973), de Sidney Lumet, entre otras epopeyas suburbanas de acción que entroncaban al nihilismo del hippismo derrotado con la previa a la Crisis del Petróleo.
De los directores que se dedicaron en algún punto al poliziottesco, la mayoría profesionales que se tomaron al formato narrativo como una comarca estilística más entre muchas otras en las que trabajar como por ejemplo Carlo Lizzani, Sergio Martino, Umberto Lenzi, Enzo G. Castellari, Sergio Sollima, Lucio Fulci, Damiano Damiani, Vittorio Salerno, Ruggero Deodato, Giuliano Montaldo, Luciano Ercoli, Massimo Dallamano, Sergio Grieco, Mario Bava, Francesco Rosi y Elio Petri, sobresale el inefable Fernando Di Leo tanto porque fue realmente todo un especialista en el género como debido a que rodó varias de sus cumbres innegables, en especial aquellos tres opus englobados en la denominada Trilogía Milieu, Milán Calibre 9 (Milano Calibro 9, 1972), La Mafia Ordena (La Mala Ordina, 1972) y El Jefe (Il Boss, 1973), amén de otros exponentes menos exitosos a nivel cualitativo, como El Policía Está Podrido (Il Poliziotto è Marcio, 1974), La Ciudad Conmocionada (La Città Sconvolta: Caccia Spietata ai Rapitori, 1975), Los Amigos de Nick Hezard (Gli Amici di Nick Hezard, 1976), Los Amos de la Ciudad (I Padroni della Città, 1976) y Diamantes Manchados de Sangre (Diamanti Sporchi di Sangue, 1977), y de coqueteos con la comarca del crimen aunque encarados desde el drama de misterio, Los Chicos de la Masacre (I Ragazzi del Massacro, 1969), el giallo, La Bestia Mata a Sangre Fría (La Bestia Uccide a Sangue Freddo, 1971), el erotismo, La Seducción (La Seduzione, 1973), la comedia, Armas Cargadas (Colpo in Canna, 1975), y hasta el thriller de invasión de hogar, Vacaciones para una Masacre (Vacanze per un Massacro, 1980). Milán Calibre 9 es su obra maestra ya que aquí consigue una amalgama inigualable entre los motivos del film noir más hardcore, otra de sus historias simples aunque muy poderosas, un desempeño estupendo en materia de la fotografía de su colaborador habitual Franco Villa, una excelente banda sonora compuesta por Luis Enríquez Bacalov e interpretada por Osanna, genios del rock progresivo italiano, un gran trabajo de edición de Amedeo Giomini y un elenco extraordinario que incluye a un montón de luminarias del cine internacional de la época que calzan de manera perfecta en el guión del señor a partir de tres relatos de uno de sus escritores favoritos y más adaptados, Giorgio Scerbanenco, incluidos en la antología homónima de 1969, La Estación Central Mata Inmediatamente (Stazione Centrale Ammazzare Subito), Prohibido Ser Feliz (Vietato Essere Felici) y La Venganza es el Mejor Perdón (La Vendetta è il Miglior Perdono), inspiración lejana de la trama ya que en gran medida ésta responde a una creación original.
La faena empieza con una secuencia pirotécnica típica de Di Leo, a quien no le temblaba el pulso a la hora de desparramar deliciosa violencia exploitation a diestra y siniestra, ahora con motivo de un paquete que pasa de mano en mano en la bella Milán, que pertenece a las operaciones de lavado de dinero de un mafioso muy poderoso, El Americano (Lionel Stander), y que eventualmente desaparece y es sustituido por otro con recortes de papel en blanco en lugar de los 300 mil dólares que debería contener, por ello el principal esbirro de El Americano, Rocco Musco (Mario Adorf), da rienda suelta a un huracán de palizas, torturas y asesinatos entre los distintos eslabones de la cadena callejera de transporte que incluye reventar a golpes a un tipo que estaba leyendo, moler a cachetazos a una puta de mierda y golpearle la cabeza contra una cómoda, cortarle la cara con una navaja a un hombre que se estaba afeitando en una barbería y atar con sogas a los tres en una cueva inhóspita, llenarlos de dinamita y hacerlos explotar por los aires. La historia principal arranca con la salida de prisión, luego de cumplir tres años de una sentencia de cuatro por un robo, de Ugo Piazza (Gastone Moschin), ex secuaz del ciego y otrora poderoso Don Vincenzo (Ivo Garrani) y amigo de un sicario fiel del anterior, Chino (Philippe Leroy). Como el asalto de turno ocurrió momentos después de la desaparición de los dólares, El Americano cree que Ugo se los llevó porque además formaba parte de la cadena de manos, así manda a Rocco y dos cómplices, Nicola (Giuseppe Castellano) y Pasquale (Mario Novelli), para que lo atosiguen ya que de hecho todos a su alrededor en serio consideran que él tiene los billetitos perdidos, desde su compadre Chino y su novia desnudista Nelly Borden (Barbara Bouchet) hasta Rocco y ese comisario sin nombre que lo arrestó en el pasado (Frank Wolff), un loquito represor de derecha que debe enfrentarse a su flamante colega de izquierda, el subcomisario Mercuri (Luigi Pistilli). Presionado para convertirse en informante policial y obligado a volver a trabajar para El Americano, quien lo quiere bien cerca suyo para poder vigilarlo a la espera de un momento de descuido aunque de sopetón cae en la paranoia al extremo de hacer explotar con bombas a posibles mulas traicioneras, Piazza mantiene un perfil bajo pero es arrastrado hacia una nueva tormenta cuando alguien mata a un secuaz del montón y roba un maletín con 30 millones de liras adentro y el capo culpabiliza al sospechoso de siempre, Ugo, y sus dos únicos contactos desde que salió de la cárcel más allá de Nelly, Don Vincenzo y Chino, el primero muriendo en una balacera nocturna y el segundo logrando escapar con ansias de vengar a su padrino. Cuando llega el instante de la reglamentaria paliza contra el protagonista para que diga dónde están las liras, Piazza logra desviar la atención de El Americano enfatizando que deberían ser objeto de suspicacia Rocco, Pasquale y Franceschino (Giorgio Trestini) porque ellos asimismo sabían de la entrega del dinero en el bowling. Mientras que el comisario y sus segundones están más perdidos que nunca en lo que atañe a la investigación en curso alrededor de tantos cadáveres y el personaje de Wolff se saca de encima a Mercuri forzando su traslado al sur del país, todo entra en un aparente impasse y Musco se consagra a esperar a Chino en la humilde vivienda que compartía con Vincenzo para atraparlo e interrogarlo, sin embargo el sicario se prepara para la revancha y penetra a escondidas en la mansión campestre de El Americano, asesinándolo sin más y dando inicio a un tiroteo en el que se carga a muchos esbirros del capo y en el que se suma Ugo de su lado, reventando a balazos a todos. Antes de fallecer frente a Piazza, Chino comprende que fue un peón en el juego del ex presidiario porque lo manipuló para que mate a El Americano así él se ahorraba semejante Espada de Damocles. El protagonista abandona Milán con su automóvil y efectivamente recoge los 300 mil dólares escondidos en una edificación derruida, pero es apresado en un peaje por la policía debido a la masacre en la morada del capo. En la comisaría se topa con un Rocco que rápidamente deduce que lo que lleva Ugo en un bolso es el efectivo robado y así le ordena a una colección de tetas que oficiaban de furcias en la sede de la balacera que no señalen a Piazza como uno de los presentes en el lugar, logrando que lo liberen bajo la esperanza de que ambos puedan asociarse a futuro a raíz de la inteligencia demostrada para construir un engaño de esta tesitura. Ugo desea marcharse a Beirut con Borden pero la mujer a su vez lo traiciona y hace que su amante y secuaz, un camarero del club nocturno donde baila en paños menores, Luca (Salvatore Arico), el ladrón de las 30 millones de liras, le dispare al ex presidiario por la espalda, con Rocco arribando en el departamento de la fémina momentos después, la sede de la perfidia, y cargándose a un Luca que lamenta la muerte de Nelly de un puñetazo en la frente, cortesía de Piazza. Musco, furioso por la falta de respeto hacia una figura que comenzó a apreciar como ninguna, entre gritos le revienta la cabeza al camarero contra la esquina puntiaguda de otra cómoda y a posteriori es arrestado por unos uniformados que caen de repente en el lugar. La epopeya que nos ocupa permitió el lucimiento de intérpretes casi siempre ninguneados o no valorados en su justa medida como Adorf, Pistilli, Leroy, Stander, Bouchet, un Novelli con una horrible cicatriz en su rostro y el prontamente malogrado Frank Wolff, mítico actor californiano que se suicidaría tiempo después de finalizado el rodaje y antes del estreno en sí de la propuesta.
En Milán Calibre 9 Di Leo logra conjugar con mano maestra la sensación de desconfianza, neurosis y atropellos superpuestos que reinaba en una época que ya había dejado atrás aquel Milagro Económico Italiano de la posguerra, recuperación acelerada de la nación producto del desvío de recursos del campo a las metrópolis y la modernización en infraestructura y comunicaciones, y definitivamente entraba en ese ciclo insoportable de crisis financieras del nuevo capitalismo posmoderno que reemplaza al trabajo como fuente de riquezas con la especulación, las corruptelas estructurales, los oligopolios multinacionales, la ponderación del aparato represivo antipopular y el repliegue y desmantelamiento total del Estado de Bienestar, garante de antaño de una protección social que muchas veces era claustrofóbica aunque también mitigaba los efectos más nocivos de la explotación y estaba orientada a posponer la llegada de unas pobreza y miseria que vienen inundando todo el globo desde que en los 70 se impuso de a poco esa mentalidad de “cada uno por su cuenta” que se extiende hasta nuestros días. El laberinto de intereses cruzados que propone la película, como decíamos antes un ejemplo del pragmatismo sin ética dominante en el espectro cultural en pos de obtener ventajas cíclicas sobre un otro juzgado como competencia o un obstáculo transitorio para la concreción de determinada meta, corre en paralelo con dos hechos/ estado de cosas que se enfatizan mediante los diálogos, a saber: en una célebre conversación en un parque público entre Don Vincenzo, Chino, el único que no abandonó al veterano en su vejez, y Ugo el primero aclara la perspectiva del director y guionista en materia del andamiaje y el ideario del crimen organizado del período, nos referimos a una rauda fragmentación en bandas autónomas y desalmadas que sustituyeron a los sindicatos delictivos de otros tiempos en donde primaba la solidaridad y la cohesión férrea comunal incluso entre ladrones, proxenetas, narcotraficantes y dueños de garitos ilegales, a lo que se suma la batalla campal entre el comisario y el subcomisario, trabajada a lo largo de todo el desarrollo retórico, en lo que respecta a cómo encarar los conflictos sociales de aquellos años y específicamente quiénes serían los responsables de la creciente ola criminal que atravesaba Italia y buena parte del globo por entonces, con el jerarca máximo, como buen fascista del quid institucional, culpabilizando a las masas populares subversivas, léase los estudiantes, el lumpenproletariado politizado y los migrantes campesinos pauperizados del sur que llenaban las ciudades bajo el sueño del progreso y el trabajo, y con el personaje de Pistilli señalando a la lacra parasitaria empresarial y a todas las elites privadas/ públicas de la pirámide plutocrática social, ejemplos son los banqueros e industriales que nadan en millones, fugan las ganancias hacia el exterior y les importa un comino los salarios de miseria y la falta de viviendas dignas, incluso complementando el asunto con un Chino que en una escena le dice a Piazza que la inmunidad de El Americano se explica porque trabaja con comisarios, financistas y jueces que lo protegen entre algodones. Esta noción de fondo del opus de centrarse en la cara visible del imperio delictivo, el capo en la piel de Stander, aunque sin olvidar que es la punta de un iceberg bien pútrido que se esconde por debajo de las aguas de la apariencia de legalidad, por cierto de todas formas un sistema construido según las necesidades de represión de los ricos para con los hambrientos y con la policía como brazo armado por antonomasia destinado al hostigamiento y persecución sobre los ladrones de gallinas, constituye una de las características fundamentales del poliziottesco, más allá de otros rasgos de la esplendorosa Clase B italiana en general de los 60 y 70 como los primeros planos de rostros, los zooms histéricos, la efusividad verbal de los personajes, las pinceladas de violencia apabullante, la carne femenina más putona, las figuras de autoridad desdeñables, el humor negro más o menos solapado, la marginalidad ampulosa, los instantes de suspenso, los montajes paralelos, la decrepitud moral, muchos antihéroes fascinantes, alguna que otra resolución imprevista a situaciones clásicas del género, las embestidas temerarias que rozan el suicidio, los planos contrapicados, la multiplicidad de trampas y artimañas, la reconstitución identitaria de los personajes, la denuncia de los prejuicios contra los habitantes del Mezzogiorno, la mezquindad insistente citadina, los finales imprevistos o súbitos y una subdivisión interna que supo abarcar el drama humano, las carnicerías, las intrigas del poder y hasta las frustraciones del amor, el desquite y la esperable contraofensiva. Moschin, conocido sobre todo por sus roles en El Conformista (Il Conformista, 1970), de Bernardo Bertolucci, El Padrino: Parte II (The Godfather: Part II, 1974), de Coppola, y Amigos Míos (Amici Miei, 1975), de Mario Monicelli, construye un Ugo Piazza legendario cual témpano de hielo en verdad inconmovible y capaz de mentirle a todos, en cierta medida similar a aquellos adalides del spaghetti western de la primera etapa como guionista de la carrera de Di Leo, quien trabajó para gente como Fulci, Sergio Leone, Duccio Tessari, Giorgio Stegani, Domenico Paolella y Sergio Corbucci. Obra maestra del formato y pivote muy influyente a futuro en el cine independiente de los 80, 90 y el nuevo milenio, Milán Calibre 9 es una joya del pesimismo socarrón que sin negar el fatalismo de fondo tampoco pierde su sentido del humor, cuyo símbolo más evidente son esas “pésimas perspectivas” que Ugo augura para sí mismo ante un interrogatorio inicial del comisario…
Milán Calibre 9 (Milano Calibro 9, Italia, 1972)
Dirección y Guión: Fernando Di Leo. Elenco: Gastone Moschin, Mario Adorf, Barbara Bouchet, Frank Wolff, Luigi Pistilli, Ivo Garrani, Philippe Leroy, Lionel Stander, Mario Novelli, Giuseppe Castellano. Producción: Armando Novelli. Duración: 101 minutos.