El régimen zarista desaparece en Rusia de la mano de la Revolución de Febrero de 1917, insurrección que se da en el contexto de las derrotas del ejército nacional en la Primera Guerra Mundial (1914-1918) y que deriva en la creación del Gobierno Provisional Ruso, controlado en gran medida por los mencheviques o el bando moderado/ burgués del Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia, una organización política marxista de la que también nacen en 1903 los bolcheviques o la facción más de izquierda liderada por Vladímir Ilich Uliánov alias Lenin, precisamente uno de los jerarcas fundamentales de la Revolución de Octubre de 1917, esa que surgió ante el capricho de los mencheviques de mantener al país en el conflicto bélico interimperialista y que llevó al poder al Sovnarkom o Consejo de Comisarios del Pueblo de la República Socialista Federativa Soviética de Rusia, ya con el Gobierno Provisional en ruinas cual fase previa a la creación definitiva en 1922 de la URSS o Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Todo este proceso de cambios radicales en una región inmensa del planeta y fundamentalmente campestre y hasta ese entonces semi feudalista, englobado en general bajo el concepto paraguas de Revolución Rusa, abarca también la Guerra Civil (1917-1923) que se dio en primera instancia entre el Ejército Rojo de los bolcheviques y el heterogéneo Ejército Blanco de los contrarrevolucionarios, un movimiento extremadamente efervescente en el que no sólo estaban los mencheviques y los conservadores monárquicos partidarios de la restauración del zarismo sino también los liberales burgueses, los socialistas democráticos, la Iglesia Ortodoxa Rusa, los separatistas de determinados puntos geográficos y las monarquías europeas más los Estados Unidos, quienes veían con espanto la formación de sóviets obreros y comunistas, un panorama que a su vez se corta con la derrota final de los blancos en 1920 y la inmediata eclosión de numerosas revueltas campesinas que se manifestaron contrarias al llamado “comunismo de guerra” de Lenin y sobre todo la Prodrazviorstka o política de confiscación de granos y de otros productos agrícolas de los campesinos, así de a poco se decreta la vuelta a la represión zarista -rebautizada Terror Rojo- como forma de unificar a las milicias bolcheviques y de combatir a bandos adicionales siempre inestables como el Ejército Negro de los anarquistas de Ucrania, el Ejército Verde de los nacionalistas y el Ejército Azul de aquellos socialistas.
A pesar de que el resentimiento hacia los bolcheviques era muy fuerte en muchas regiones de Rusia por las requisas masivas de granos, las levas forzosas y una ideología comunista considerada foránea/ metropolitana por los campesinos analfabetos, más odiado sin duda era el Ejército Blanco porque era juzgado con razón como un claro sinónimo de un regreso automático a las múltiples injusticas y brutalidades del zarismo, además la victoria de los rojos fue progresiva tanto por la disciplina y las estrategias militares de Lev Davídovich Bronstein alias León Trotski como por el relativo éxito del comunismo de guerra en eso de mantener a los soldados bolcheviques en los distintos frentes de combate con un flujo constante de alimentos, armas y suministros varios, a lo que se suman la Hambruna Rusa de 1921-1922, una catástrofe de la época producto de una sequía muy extendida y el mismo conflicto bélico doméstico, el Tratado de Brest-Litovsk de 1918, un acuerdo de paz con el Imperio Alemán y sus acólitos que significó la salida de la Rusia Soviética de la Primera Guerra Mundial, y el control del Ejército Rojo de los centros urbanos industrializados y de las redes ferroviarias, zonas y recursos fundamentales a la hora de golpear a los blancos y finalmente ganar las batallas contra ellos y contra las rebeliones en zonas bucólicas de distinto signo político, así con el tiempo el comunismo de guerra fue reemplazado por la Nueva Política Económica de Lenin, un “socialismo de mercado” que encaminó al país hacia la mecanización del campo, la industrialización extendida y la urbanización de las aldeas, todo llevado al extremo durante la dictadura posterior del nefasto Iósif Stalin. Fue a mediados de los 60 cuando las autoridades de la URSS y Hungría, esta última dentro del marco de influencia del Bloque del Este de la Guerra Fría luego de la ocupación por parte de las tropas soviéticas al final de la Segunda Guerra Mundial y como medida represiva ante aquella Revolución Húngara de 1956 que pedía la democratización y la salida de la nación del Pacto de Varsovia, le encargaron al cineasta húngaro Miklós Jancsó una película para conmemorar los 50 años de la Revolución de Octubre de 1917, no obstante el director y guionista tenía planes muy diferentes y sorprendió a todos apareciéndose con Los Rojos y los Blancos (Csillagosok, Katonák, 1967), una epopeya que de heroica o propagandística clásica no tenía nada y que para colmo movía la acción a 1919, en plena Guerra Civil Rusa.
Jancsó, un director muy preocupado por la historia de la tierra, su folklore paradigmático, la vasta estepa húngara y los abusos del poder concentrado y obsesionado con un formalismo elegante que arrastraba el detallismo preciosista de las coreografías teatrales o el ballet, por entonces era conocido en su país por Cantata (Oldás és Kötés, 1963) y Mi Camino a Casa (Így Jöttem, 1965) y a escala internacional por aquella recordada y bastante similar Los Desesperados (Szegénylegények, 1966), parábola sobre el violento embate ruso en ocasión de la Revolución de 1956 utilizando de pretexto a la Revolución de 1848 de Lajos Kossuth contra la intervención austríaca en Hungría vía la Monarquía de los Habsburgo, en esencia una fase profesional que eventualmente derivaría en la profundización del barroquismo expresivo solipsista en Los Rojos y los Blancos y en especial Salmo Rojo (Még kér a nép, 1972), ésta un ejercicio formalista repleto de tomas secuencias -y sin relato o personajes tradicionales- sobre rebeliones campesinas a fines del Siglo XIX. La película que nos ocupa se ubica literalmente entre la sutil moderación de Los Desesperados y la abstracción en ocasiones algo lunática de Salmo Rojo, en función de ello las tomas secuencias no son tan largas, los diálogos resultan escasos, los travellings a plena luz del día lo cubren casi todo, la sequedad actoral siempre dice presente, los planos amplios opresivos tampoco se quedan atrás y las situaciones circulares irónicas y la ausencia de música enfatizan cierto sustrato tragicómico de los acontecimientos en pantalla, ahora girando en torno a una pluralidad de criaturas que simbolizan el caos de la Guerra Civil e incluyen a militares rojos -la mayoría de ellos voluntarios húngaros, otros soldados rusos de levas- como András (Tibor Molnár), Csingiz (Bolot Beyshenaliev), Lászlo (András Kozák), István (Jácint Juhász), un jerarca magiar (József Madaras) y el Comandante Néstor (Mikhail Kozakov), además de un oficial cosaco salvajón sin nombre conocido (Sergey Nikonenko) y un par de enfermeras que atienden a ambos bandos, la matrona Elizaveta (Tatyana Konyukhova) y la subordinada Olga (Krystyna Mikolajewska). La “no trama” retrata las prácticas crueles y/ o psicopáticas como parte crucial de la conflagración, siempre dentro de un esquema cuasi burocrático de la muerte, para señalar a las guerras como farsas, basadas en antojos maquiavélicos huecos, y como absurdos, construidas alrededor del delirio intercambiable, egoísta y más cruento.
Los Rojos y los Blancos analiza con paciencia -y a lo largo de unos poco épicos 91 minutos de metraje- la catarata de fusilamientos de reos, puntos muertos de las batallas, desacuerdos entre partidarios, cambios cíclicos de bando, rendiciones hiper abúlicas, suicidios al paso, rituales castrenses ridículos del montón, órdenes desobedecidas, liberaciones caprichosas y “juegos” con la vida y la muerte de todos los prisioneros, un popurrí que abarca también la prostitución forzada de las hembras, el aburrimiento de los machos, la presencia de falsos muertos y falsos heridos y un persistente fetichismo para con el uniforme o ropa robada al enemigo -sobre todo las preciadas camisas- en la etapa previa a unas masacres que tienen mucho de limpieza étnica/ social/ política/ ideológica. Jancsó, que escribió el guión junto a Gyula Hernádi, Luca Karall, Valeri Karen y Giorgi Mdivani, desmitologiza desde el nihilismo cualquier costado “glorioso” del conflicto mediante la jugada de centrarse en los estatutos compartidos de la guerra, donde ambas facciones son cómplices de la dinámica macabra hipnótica, y en la pusilanimidad de las avanzadas contra hombres desarmados, mujeres consideradas bellas y la población civil en general, algo que en la propuesta queda homologado al accionar del Ejército Blanco -por supuesto, para contentar a los financistas de los gobiernos comunistas de la URSS y Hungría- aunque con el realizador señalando la pasividad y el derrotismo de las huestes rojas y pintando al Comandante Néstor como un líder contradictorio que por un lado revigoriza la moral de la tropa e impide el fusilamiento de desertores y cobardes que perdieron sus fusiles durante las batallas mientras que por el otro lado se abalanza impetuoso contra una de las enfermeras y de hecho manda a ejecutar a Olga bajo el cargo de traición, fémina obligada por los blancos a separar a los pacientes de un hospital de campaña para fusilar a los rojos. El cineasta, quien más adelante entregaría otras obras atractivas aunque redundantes tanto en Hungría, léase Silencio y Llanto (Csend és Kiáltás, 1968), La Confrontación (Fényes Szelek, 1969) y Querida Electra (Szerelmem Elektra, 1974), como en Italia, las bizarras La Pacifista (1970) y Vicios Privados, Públicas Virtudes (Vizi Privati, Pubbliche Virtù, 1976), aquí se consagra a desarticular la heroicidad, el militarismo, la institucionalidad despótica y todo ese cine bélico chauvinista y su pompa fastuosa que nada tiene que ver con el minimalismo y las planicies del absurdo de Miklós…
Los Rojos y los Blancos (Csillagosok, Katonák, República Popular de Hungría/ Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, 1967)
Dirección: Miklós Jancsó. Guión: Miklós Jancsó, Gyula Hernádi, Luca Karall, Valeri Karen y Giorgi Mdivani. Elenco: András Kozák, József Madaras, Tibor Molnár, Jácint Juhász, Sergey Nikonenko, Mikhail Kozakov, Bolot Beyshenaliev, Tatyana Konyukhova, Krystyna Mikolajewska, Anatoli Yabbarov. Producción: Kirill Sirjajev, András Németh y Jenõ Götz. Duración: 91 minutos.