Todo Sergio Leone

Poemas de la brutalidad

Por Emiliano Fernández y Martín Chiavarino

Introducción, por Emiliano Fernández:

 

Muy influenciado por la amoralidad, la violencia entrecruzada y aquella generosa ambición retórica del Robert Aldrich de Apache (1954), Vera Cruz (1954), ¡Ataque! (Attack!, 1956), El Último Atardecer (The Last Sunset, 1961) y Doce del Patíbulo (The Dirty Dozen, 1967) y por la efervescencia, las innovaciones formales y las aventuras arrolladoras del querido Akira Kurosawa de Rashômon (1950), Los Siete Samuráis (Shichinin no Samurai, 1954), La Fortaleza Oculta (Kakushi-toride no San-akunin, 1958), Yojimbo: El Guardaespaldas (Yôjinbô, 1961) y Sanjuro (Tsubaki Sanjûrô, 1962), Sergio Leone (1929-1989) construyó una carrera extraordinaria que aglutina apenas siete películas oficiales en más de cuatro décadas de actividad en el ecosistema del cine, hablamos de El Coloso de Rodas (Il Colosso di Rodi, 1961), Por un Puñado de Dólares (Per un Pugno di Dollari, 1964), Por unos Dólares más (Per qualche Dollaro in più, 1965), El Bueno, el Malo y el Feo (Il Buono, il Brutto, il Cattivo, 1966), Érase una vez en el Oeste (C’era una volta il West, 1968), Los Héroes de Mesa Verde (Giù la Testa, 1971) y Érase una vez en América (Once Upon a Time in America, 1984), derrotero que en esencia comienza en la comarca del péplum, salta al spaghetti western y finalmente se diversifica de manera algo caótica, sobre todo por el enorme éxito de Por un Puñado de Dólares, Por unos Dólares más y El Bueno, el Malo y el Feo, propuestas que popularizaron en todo el planeta el western europeo y obligaron al director a mantenerse en el formato porque literalmente las únicas ofertas de trabajo que le llegaban eran de ese estilo, por ello mismo surgió Érase una vez en el Oeste, financiada principalmente por la Paramount Pictures, y después Los Héroes de Mesa Verde, con un presupuesto aportado en gran medida por la United Artists en un período en el que Leone ya estaba obsesionado con materializar Érase una vez en América, así accedió a dirigirla únicamente cuando el realizador original, Peter Bogdanovich, y su posible reemplazo, nada menos que Sam Peckinpah, abandonaron sucesivamente el proyecto por falta de control creativo -la presencia tácita de Sergio era permanente, así como su idiosincrasia a escala narrativa- y excusas monetarias en lo que atañe al pago concreto por la labor, amén de un intento posterior de asignarle la película a Giancarlo Santi, asistente de dirección habitual de Leone, que fue vetado por la estrella de turno, Rod Steiger, y la United Artists. Es a posteriori de El Bueno, el Malo y el Feo y durante el extenso período de 13 años que separa a Los Héroes de Mesa Verde de Érase una vez en América que nuestro cineasta, siempre preocupado por el desarrollo de lo que sería su mega canto del cisne, abre su rango como profesional para primero encargarse de algunas secuencias específicas -de manera formal o por fuera de los créditos- de los westerns Cementerio sin Cruces (Une Corde un Colt, 1969), de Robert Hossein, Mi Nombre es Nadie (Il Mio Nome è Nessuno, 1973), de Tonino Valerii, y Un Genio, dos Compinches, un Pollo (Un Genio, due Compari, un Pollo, 1975), de Damiano Damiani, y luego comenzar a producir comedias varias en sintonía con El Gato (Il Gatto, 1977), opus de Luigi Comencini, y su trilogía de colaboraciones con Carlo Verdone, La Diversión es Hermosa (Un Sacco Bello, 1980), Blanco, Rojo y Verde (Bianco, Rosso e Verdone, 1981) y Muy Fuerte (Troppo Forte, 1986), más algún que otro drama criminal símil poliziottesco como El Juguete (Il Giocattolo, 1979), de Giuliano Montaldo. El sustrato identitario obsesivo de Leone, en especial esta fijación de años y años con llevar a la gran pantalla Érase una vez en América, y su manejo siempre excelso de registros y/ o recursos a veces contrastantes, como por ejemplo la épica, la comedia negra, el melodrama, las aventuras, la reflexión metadiscursiva, el cine de acción, el sarcasmo bastante cruel, las alegorías marxistas, el misterio, las faenas fastuosas o de época, el film noir, el suspenso y por supuesto los mentados westerns, históricamente le han ganado muchísimos admiradores que en la praxis cinéfila mutan en fieles/ devotos/ incondicionales que atesoran la riqueza de un corpus artístico laberíntico, como decíamos antes lleno de secretos y recovecos poco explorados, aunque con un “núcleo duro” inconmensurable que siempre estará condensado en sus últimas seis películas, desde Por un Puñado de Dólares hasta aquel desenlace en los años 80. Cualquier cosa que se pueda escribir acerca de Sergio jamás le hará justicia porque sus epopeyas son más grandes que la vida misma y perdurarán ad infinitum, no obstante para todo amante del cine resulta una obligación tratar de abarcar la producción creativa del romano y por ello en las siguientes líneas nos proponemos vislumbrar apenas una puerta de entrada a su filmografía oficial como realizador en plan de un sincero y humilde homenaje al maestro, por un lado una figura imitada de manera burda en innumerables ocasiones por otros colegas, los cuales sólo conseguían rodar películas de acción mientras que Leone nos regalaba lienzos existenciales majestuosos, y por el otro lado un esteta sublime y paradójico que unificaba el lirismo humanista con el costado más salvaje o anárquico de los hombres.

 

Índice:

 

 

El Coloso de Rodas (Il Colosso di Rodi, 1961), por Emiliano Fernández:

 

Para la época en la que Sergio Leone encara su ópera prima oficial como realizador, El Coloso de Rodas (Il Colosso di Rodi, 1961), gran clásico del péplum o cine de espada y sandalia, el romano ya acumulaba una enorme experiencia como asistente de dirección y encargado de segundas unidades de rodaje al extremo de que se paseó por géneros tan diversos como el musical, los melodramas, el romance, las faenas históricas varias, la fantasía, la comedia, el enclave testimonial, las aventuras, los films ómnibus e incluso el primer neorrealismo, un derrotero profesional que le permitió participar en la legendaria Ladrones de Bicicletas (Ladri di Biciclette, 1948), de Vittorio De Sica, en otros péplums como Fabiola (1949), de Alessandro Blasetti, Afrodita, Diosa del Amor (Afrodite, Dea dell’Amore, 1958), opus de Mario Bonnard, y En el Nombre de Roma (Nel Segno di Roma, 1959), de Guido Brignone, y sobre todo en superproducciones hollywoodenses filmadas en Italia -tanto del mismo rubro como de otros- en sintonía con Quo Vadis (1951), de Mervyn LeRoy, Helena de Troya (Helen of Troy, 1956), de Robert Wise, Historia de una Monja (The Nun’s Story, 1959), de Fred Zinnemann, y Ben-Hur (1959), faena archiconocida de William Wyler. Así como buena parte de su carrera posterior está vinculada al spaghetti western, el péplum domina sus comienzos en el séptimo arte y prueba de ello es el hecho de que su verdadera génesis en el oficio del realizador se da en otra propuesta de este estilo, Los Últimos Días de Pompeya (Gli Ultimi Giorni di Pompei, 1959), de su socio recurrente Bonnard, cineasta que cayó enfermo durante la filmación y obligó a Leone a completar el convite sin aparecer en los créditos como codirector, amén de una mínima intervención en Sodoma y Gomorra (Sodom and Gomorrah, 1962), de Robert Aldrich, y su rol adicional de guionista en Afrodita, Diosa del Amor, En el Nombre de Roma y la mismísima Los Últimos Días de Pompeya. Si bien El Coloso de Rodas es una buena realización para el promedio cualitativo algo escuálido y/ o pobretón del péplum de los 50 y 60, género que jamás se caracterizó por su riqueza conceptual aún en aquellas décadas de grandes dividendos en taquilla, si la consideramos desde la perspectiva del cine en general la propuesta es correcta y no mucho más por ciertos automatismos del formato en tanto envase comercial listo para el consumo del público menos exigente, pensemos en distintos rasgos como una duración un tanto inflada, unos cuantos personajes secundarios innecesarios, actuaciones demasiado acartonadas, instantes melodramáticos tontuelos y esa hilarante tendencia a contrastar las escenas dialogadas y por demás floridas con batallas o secuencias de acción a toda pompa y según los criterios semi ridículos de lo que Hollywood y sus industrias europeas asociadas entendían por la vestimenta, la arquitectura, el armamento y las costumbres y/ o la cultura durante el Imperio Romano o la Grecia Clásica. Ubicado precisamente entre ambas etapas históricas señaladas, léase el Período Helenístico de Grecia, entre el misterioso óbito de Alejandro Magno (323 a.C.) y la preeminencia de la Roma Antigua luego del doble suicidio de Cleopatra y Marco Antonio a posteriori de la derrota en la Batalla de Accio (31 a.C.), el film se mueve alrededor de las andanzas de un héroe griego en el año 280 a.C. que llega a la Isla de Rodas, Darios (Rory Calhoun), para visitar a su tío, Lissipu (George Rigaud), y asistir a la inauguración del Coloso del título, una escultura gigantesca en honor a Apolo que funciona como portal y mecanismo de defensa del puerto de la metrópoli, enormes vasijas con aceite en llamas y catapultas de plomo fundido de por medio. El protagonista pronto termina en el medio de dos complots, primero el de las facciones civiles rebeldes encabezadas por Peliocles (Georges Marchal) contra el tirano de turno que gobierna la isla, Serse (Roberto Camardiel), y segundo el de la mano derecha de este último, Thar (Conrado San Martín), con vistas a materializar un Golpe de Estado con ayuda de soldados de Fenicia que introdujo subrepticiamente como esclavos, todo ante los ojos ingenuos de un Serse que piensa que está concretando un pacto de piratería para que los fenicios descarguen en Rodas el botín de los eventuales buques griegos saqueados en alta mar. Bajo aquella doctrina del “enemigo en común”, Peliocles quiere pedirle ayuda a un Darios que a su vez sólo pretende abandonar la isla y en el trajín recibe acusaciones de posible espionaje, por ello es arrestado y rescatado por los rebeldes al punto de sumarse a su causa y pedirle auxilio a una señorita en la que está muy interesado, Diala (Lea Massari), hija del autor intelectual del Coloso y gran conocedor de sus secretos, Carete (Félix Fernández), sin embargo la susodicha revela ser una cómplice de Thar y traiciona al militar griego pasándole al conspirador el dato sobre la localización del campamento de los sublevados. Thar lleva adelante su arremetida y asesina a Serse mientras Darios ayuda a liberar a todos los rebeldes esclavizados en las profundidades del Coloso, quien termina destruido junto con toda la ciudad circundante en un furioso terremoto del que sólo salen vivos Lissipu, nuestro héroe y una bella mujer del bando amotinado, Mirte (Mabel Karr), precisamente la hermana del también sobreviviente y nuevo líder vernáculo, Peliocles. Muchas de las obsesiones e intereses por venir de Leone ya aparecen con fuerza en El Coloso de Rodas, pensemos que el protagonista absoluto, Calhoun, en su momento estaba ampliamente relacionado con el western por una multitud de trabajos cinematográficos y televisivos en el enclave en cuestión durante los 50 y 60, además la película fue rodada en una generosa variedad de locaciones españolas y a nivel retórico destila atributos paradigmáticos como cierta crueldad (la escena de la destrucción del barco con el aceite en llamas de la vasija, aquella otra de las torturas de Thar sobre los sediciosos capturados y la del desenlace de esa avanzada fallida contra el Coloso que es impedida gracias a las catapultas con plomo fundido), una ironía digna del humor negro o político (el intento de convencimiento/ secuestro sobre Darios con Lissipu tranquilo en la otra habitación y ese chiste repetido de Rodas como una “isla de la paz” atravesada por conflictos encarnizados de toda índole) y por supuesto un preciosismo de la rusticidad que explotaría años después cuando empiece el ciclo de spaghetti westerns (el recordado paneo por las momias de las catacumbas, cuando el griego en éxtasis persigue a Diala, y aquella toma equivalente en el Coliseo de Rodas, donde el personaje del muy carismático Calhoun se presenta para impedir la muerte de los rebeldes avisándole a Serse sobre las artimañas de Thar). Más allá de otros latiguillos que asimismo serían asiduos a futuro, como un remate siempre apoteósico y un triángulo amoroso que aquí abarca al soldado, Mirte y la criatura de la esplendorosa Massari, la película funciona en primera instancia como una prototípica epopeya monumental de aventuras de su época, lo que indica el nivel de confianza que se tenía Leone en su debut, y en segundo lugar como un péplum algo inusual porque a pesar de que la intriga palaciega siempre fue un condimento fundamental del formato narrativo, en El Coloso de Rodas el recurso de turno pasa al primer plano ya que muta en espionaje, confabulación y una especie de resistencia sutil bélica que llega tanto desde la derecha, la facción representada por el pérfido Thar, como desde la izquierda, ese bando de Peliocles que condena la esclavitud y los caprichos autoindulgentes como el mismo Coloso, el cual llevó una década de construcción y mucha sangre de reos locales e importados. La jugada de unificación de las clases sociales en pos de la derrota del déspota es clásica del péplum, recordemos que los sublevados pasan del intento solitario de asesinato contra Serse a una organización terrorista más heterodoxa que incluya al burgués de Darios, posible operador político ante Grecia para que garantice suministros y armas en la lucha interna, en Rodas, contra un régimen que pretende asociarse con Fenicia para vandalizar los barcos de Atenas. Sin ser una maravilla ni mucho menos, el film cumple con dignidad y paso firme en tanto primer peldaño de la trayectoria del inmenso Leone y odisea entretenida de un género hoy marginal que supo dominar aquel segmento mainstream del público de casi todo el planeta.

 

El Coloso de Rodas (Il Colosso di Rodi, Italia/ España/ Francia, 1961)

Dirección: Sergio Leone. Guión: Sergio Leone, Cesare Seccia, Luciano Martino, Ennio De Concini, Ageo Savioli, Luciano Chitarrini y Carlo Gualtieri. Elenco: Rory Calhoun, Lea Massari, Georges Marchal, Conrado San Martín, Mabel Karr, Roberto Camardiel, George Rigaud, Félix Fernández, Ángel Aranda, Alfio Caltabiano. Producción: Giuseppe Maggi y Mario Maggi. Duración: 129 minutos.

 

 

Por un Puñado de Dólares (Per un Pugno di Dollari, 1964), por Emiliano Fernández:

 

La llegada de Por un Puñado de Dólares (Per un Pugno di Dollari, 1964) fue equivalente al arribo de un pequeño huracán que sólo con los muchos años venideros dejaría ver su verdadera impronta mordaz, disruptiva e iconoclasta, algo así como un agente del caos que modificó para siempre el cine de acción en general y aquel western clásico fascistoide de energúmenos como John Ford, Howard Hawks y John Wayne en el que el chauvinismo, las redundancias, la impostación ridícula y las pavadas y automatismos hollywoodenses eran la única bandera. Si bien no fue el primerísimo spaghetti western, ese rótulo suele asignarse intermitentemente a las apenas anteriores Duelo en Texas (Duello nel Texas, 1963), faena de Ricardo Blasco, y El Sabor de la Venganza (1964), de Joaquín Luis Romero Marchent, ambas protagonizadas por un Richard Harrison que rechazó el rol protagónico y de hecho le sugirió a Sergio Leone que contratase a Clint Eastwood, por entonces conocido sobre todo por su participación en una serie televisiva ambientada en el Lejano Oeste, Cuero Crudo (Rawhide, 1959-1965), creada por Charles Marquis Warren, Por un Puñado de Dólares popularizó mundialmente el formato narrativo de turno, encarado desde una idiosincrasia italiana aunque con locaciones desérticas españolas, a lo largo de esos tres años desde el estreno en Italia, en aquel mismo 1964, hasta su homólogo norteamericano, en 1967, en este último caso debido al temor de los productores, Arrigo Colombo y Giorgio Papi, a ser demandados -cuando la película llegue al mercado más jugoso del globo- por Toho y el dúo de Akira Kurosawa y Ryûzô Kikushima, respectivamente la compañía productora y los guionistas de Yojimbo: El Guardaespaldas (Yôjinbô, 1961), del mismo Kurosawa, joya del chanbara o cine de samuráis que inspiró al opus de Leone así como a films futuros que van desde Django (1966), de Sergio Corbucci, hasta Entre Dos Fuegos (Last Man Standing, 1996), de Walter Hill, amén del hecho bastante irónico de que la realización japonesa tenía claras raíces occidentales ya que estaba basada en primer lugar en El Criado de Dos Amos (Il Servitore di Due Padroni, 1746), una puesta teatral cómica del italiano Carlo Goldoni, génesis de la premisa del relato en torno a una división maquiavélica incentivada desde una tercera parte que saca rédito, y en segunda instancia en un par de libros del estadounidense Dashiell Hammett, maestro de la novela negra más caótica y autor de Cosecha Roja (Red Harvest, 1929) y La Llave de Cristal (The Glass Key, 1942), las fuentes para la coyuntura envilecida de corrupción, hipocresía cíclica, traiciones, esas “relaciones carnales” entre los bandos enfrentados, matanzas, mucha crueldad, una clásica femme fatale y la pretensión de fondo de limpiar la ciudad de turno mediante estratagemas. Retomando también mucho de aquel protagonista misterioso de la invaluable El Desconocido (Shane, 1953), de George Stevens, ese del título original en inglés personificado por Alan Ladd, el guión de Leone, Jaime Comas Gil y Víctor Andrés Catena, con aportes no acreditados de Fernando Di Leo, Duccio Tessari y Tonino Valerii, nos presenta a otro cowboy, que puede llamarse -o no- Joe (Eastwood), por cierto muy similar al Ned Beaumont de La Llave de Cristal y el mítico Continental Op/ Agente de la Continental de Cosecha Roja y tantas obras más de Hammett, llegando al pueblito mexicano fronterizo de San Miguel en los tumultuosos años de fines del Siglo XIX que abarcan el fallecimiento de Benito Juárez en 1872 y el ascenso al poder del déspota Porfirio Díaz en 1876. El extraño se entera por boca de Silvanito (José Calvo), el posadero del lugar, que San Miguel está dominado por dos parentelas comandadas por tres personas cada una, primero los Rojo especializados en la venta de licor a bandidos y contrabandistas de yanquilandia y México, hablamos de los hermanos salvajones Don Miguel (Antonio Prieto), Esteban (Sieghardt Rupp) y Ramón (Gian Maria Volontè), este último un jefazo desalmado, y segundo los Baxter, comerciantes de armas encabezados por la matriarca Consuelo (Margarita Lozano), su esposo y sheriff John (Wolfgang Lukschy) y el hijo de ambos Antonio (Bruno Carotenuto), un esquema de rivalidad y desconfianza permanentes que le deja todo servido a Joe para matar a cuatro matones de los Baxter y vender sus servicios a los Rojo. Silvanito y el protagonista son testigos a la distancia de las matufias locales, especialmente el asesinato de soldados mexicanos con una ametralladora controlada por Ramón con vistas a llevarse un cargamento de oro que los militares habían traído para comprar armamento, brutal emboscada que los Rojo encaran disfrazados del ejército vecino y pretenden encubrir para que no quede a la vista su participación en la esperable investigación estatal/ policial en ambos lados de la frontera. Joe coloca a dos de los soldados muertos apoyados contra una lápida del cementerio de la zona para simular que siguen con vida y pasa a venderles la información por 500 dólares a los dos clanes, los Baxter con ganas de que testifiquen contra la competencia y los Rojo con la intención de rematarlos ya definitivamente. Durante la balacera en el campo santo Esteban captura a Antonio y Joe noquea sin proponérselo a la mujer de Ramón, Marisol (la bella Marianne Koch), cuando ingresa a la fortificación de los Rojo para robarles parte del oro. Luego de entregar la mujer a los Baxter por un dinerillo para que la intercambien por su vástago, Antonio, el forastero descubre que la susodicha, Marisol, es una especie de esclava sexual del personaje del genial Volontè, quien fraguó una trampa durante un juego de cartas por parte de su marido, Julio (Daniel Martín), a su vez padre del hijo pequeño de ambos Jesús (Nino del Arco), para quedarse con la hembra, por ello Joe libera a la fémina de su prisión matando a los carceleros y desatando la furia de un Ramón que piensa que el asunto fue obra de la competencia mafiosa hasta que se topa con la criatura de Eastwood regresando a la noche de la arremetida en cuestión. La paliza, tormentos y rotura de su mano izquierda no se hacen esperar aunque el pistolero no confiesa el destino de Marisol, a quien le dio algo de dinero e instó a que se marche del pueblo junto a su marido e hijo, eventualmente consiguiendo escapar gracias a un barril de licor y un incendio que pronto desencadenan la masacre terminal de los Baxter, principales sospechosos de albergar al fugitivo, con más llamas y muchos disparos. Joe en realidad sale de San Miguel con ayuda del avejentado sepulturero, Piripero (Joseph Egger), y se esconde en una mina pero cuando se entera que los Rojo están torturando a Silvanito para que lo delate, opta por regresar y así se enfrenta al rifle de Ramón primero con una placa de metal colgada del pecho, justo debajo de su legendario poncho, y después armado con su revólver calibre 45, desparramando cadáveres a diestra y siniestra y siendo salvado por el posadero, el cual revienta al pérfido de Esteban, para a posteriori marcharse antes de la llegada de los esbirros de los gobiernos mexicano y estadounidense. Por un Puñado de Dólares, cuya revolucionaria idiosincrasia en esencia es muy sencilla porque ensució la mitología cristalina y falaz de los héroes prefabricados del western clásico con las miserias morales del film noir, la autoconciencia de la comedia corrosiva y la algarabía del folletín de aventuras más anárquico, constituyó un enorme paso adelante en cuanto a la maduración del séptimo arte precisamente por esta anulación de las idioteces automitologizadoras del Hollywood más industrial, acrítico y derechoso y por la asunción a toda pompa de un dispositivo narrativo que sustituye a la aburrida prolijidad burguesa del preciosismo norteamericano por ese jolgorio de izquierda radical del polvo, la sangre, el sudor, las lágrimas, las putas, las carnicerías y las risas sardónicas por parte de antihéroes como nuestro protagonista, por un lado capaz de salvar a Marisol y de pagar por ello con un verdadero suplicio personal y por el otro lado artífice de las diferentes argucias que exacerban los intereses contrapuestos de las familias hegemónicas de San Miguel hasta la guerra total y el genocidio cruzado, pensemos en la escenificación en el cementerio con los dos soldados mexicanos sobrevivientes, la venta de la esclava sexual o la destrucción de su presidio mundano para echarle la culpa a los Baxter de la hipotética movida bélica, odio que derrapa en autoindulgencia y exterminio ciego de un prójimo juzgado diferente. El sadismo, asimismo patente en los tiroteos y fusilamientos a sangre fría, los golpes a Joe, la masacre del clan de Consuelo y el calvario del pobre Silvanito, se combina en pantalla con todo el querido arsenal de Leone -un señor que llegó a un acuerdo extrajudicial con Toho, Kurosawa y Kikushima y entregó el 15% de las ganancias y los derechos de distribución del convite que nos ocupa en Japón, Taiwán y Corea del Sur- a la hora de exprimir no sólo los momentos de tensión sino además las sublimes composiciones de su ex compañero de colegio primario Ennio Morricone, otro responsable fundamental del carácter apasionante y demoledor de la experiencia en su conjunto, recordemos en este sentido esos primerísimos primeros planos, los zooms furiosos, los juegos con el fondo de cada una de las tomas, los muchos personajes en cuadro, la tendencia a alargar el suspenso de manera magistral, los diálogos escasos y cortantes, la prepotencia hilarante que los caracteriza y sobre todo una puesta en escena operística que por supuesto explotaría con toda su fuerza en las películas siguientes del director. La destreza prácticamente sobrehumana del personaje de Eastwood, síntesis perfecta de carisma, destreza actoral y una presencia escénica majestuosa que lo convierten en el mejor y más grande actor de westerns de la historia, se unifica con el dejo de fábula sarcástica autorreferencial del film y con su incontestable nihilismo en materia de una sociedad en la que no hay blancos y negros a escala ética sino una voluminosa gama de grises que nos hacen cómplices en el atolladero plutocrático diario y víctimas/ victimarios circunstanciales en sus enfrentamientos más agitados, donde muchas veces la única defensa -o la única estrategia para sobrevivir, ya a secas- es redoblar la apuesta con respecto a las acciones de nuestros enemigos o simples “contrincantes” para no sólo ganar la partida sino también burlarse de los soberbios y sus lambiscones, utilizándolos para nuestro beneficio.

 

Por un Puñado de Dólares (Per un Pugno di Dollari, Italia/ España/ República Federal de Alemania, 1964)

Dirección: Sergio Leone. Guión: Sergio Leone, Jaime Comas Gil y Víctor Andrés Catena. Elenco: Clint Eastwood, Gian Maria Volontè, Marianne Koch, Wolfgang Lukschy, Sieghardt Rupp, Joseph Egger, Antonio Prieto, José Calvo, Margarita Lozano, Daniel Martín. Producción: Arrigo Colombo y Giorgio Papi. Duración: 101 minutos.

 

 

Por unos Dólares más (Per qualche Dollaro in più, 1965), por Martín Chiavarino:

 

Al igual que todas sus películas, Por unos Dólares más (Per qualche Dollaro in più, 1965), el segundo spaghetti western de Sergio Leone, tiene un comienzo magistral que combina sorpresa con estupor y comedia. Tras los títulos que acompañan la mixtura de música diegética y no diegética características de las composiciones de Ennio Morricone, el film presenta al primer personaje de un trío infame, un recio cazarrecompensas, el Coronel Douglas Mortimer, un militar retirado interpretado por Lee Van Cleef, actor de una mirada hipnótica y arrolladora, que oculta su rostro bajo la lectura de una Biblia para luego detener intempestivamente el tren en marcha tras la pista de un bandido presuntuoso oculto en Tucumcari, todo ante la mirada estupefacta de los pasajeros y empleados del ferrocarril que intentan explicarle en vano que esa formación no se detiene en dicha estación. Mientras el forajido trata de escapar a caballo de su perseguidor, el cazarrecompensas apunta su rifle y mata al animal para luego eliminar a su objetivo de un tiro en la cabeza. Después de cobrar su dinerillo, el coronel descubre que hay otro cazarrecompensas compitiendo con él por las jugosas primas, Manco (Clint Eastwood), el famoso “hombre sin nombre”, otro tenaz espécimen del Viejo Oeste introducido con todos los fenomenales clichés del género como la música de Morricone, el cigarrillo encendido en medio de la lluvia, el sombrero y el impecable poncho, la imagen por antonomasia del macho alfa desafiando a la naturaleza y entrando a un pueblo, en el que probablemente la ley sea letra muerta, para llegar a una taberna inmunda buscando su recompensa y terminando, por supuesto, a los tiros en una demostración de habilidad y puntería con las armas con vistas a deshonrar al cobarde y traicionero comisario y partir cabalgando a poniente. A la presentación de los antihéroes del Oeste le sigue la aparición del infaltable villano, El Indio (Gian Maria Volontè), un asesino despiadado bastante demente liberado por sus compañeros de fechorías de una prisión en una coreografía de tiros en la que abaten a todos los uniformados que custodian la resguardaba cárcel, lo que le vale una cuantiosa recompensa por su cabeza vivo o muerto, retribución que estimula a Manco y al coronel a seguir su rastro. Como todo villano, El Indio acomete contra el hombre que lo traicionó, matando a su familia para a continuación obligarlo a sumarse a un duelo a muerte lleno de suspenso con sonido de órgano tubular incluido. Tanto el coronel como el Manco intuyen que El Indio intentará atracar el banco fortaleza más custodiado de El Paso, por lo que ambos emprenden la búsqueda de la recompensa por la cabeza del malhechor. En la ciudad texana los cazarrecompensas tendrán una épica demostración de habilidad para ahuyentar al otro de su cometido, cuyas víctimas serán sus sombreros, pero finalmente acordarán unir fuerzas para derrotar a la banda de El Indio, que obtuvo una valiosa información sobre la seguridad del banco durante su estadía en la cárcel. Los cazarrecompensas idean un plan para infiltrarse en la organización del villano, liberando a uno de sus lugartenientes del presidio, y ponen manos a la obra para desbaratar los planes delictivos de su presa y entregarlo a los guardianes de la ley, pero cuando el proyecto de atrapar a El Indio fracase y el robo al banco de El Paso tenga lugar, el Manco volverá a infiltrarse en la banda del forajido para encontrar el mejor momento para emboscarlo. Ambos cazarrecompensas cooperarán en lo que parece más una competencia que una unión hasta que son descubiertos y severamente castigados para divertimento de El Indio, que los libera con el objetivo de traicionar a sus correligionarios, incentivándolos a matarse entre ellos para quedarse con todo el dinero del botín de la caja fuerte del banco. No faltará, desde ya, un duelo lleno de angustia entre El Indio y el coronel, quien tiene una vieja disputa con el fugitivo por un crimen cometido por éste muchos años atrás, ni una partida al atardecer, así como tampoco la música de violines, silbidos y guitarras evocativas del spaghetti. Al igual que gran parte de su filmografía posterior a Por un Puñado de Dólares (Per un Pugno di Dollari, 1964), Por unos Dólares más regresa a la brutalidad del Viejo Oeste de criminales, cazarrecompensas, bandidos, comisarios corruptos y violencia por doquier, en una introducción a la historia estadounidense que tendrá su pináculo en Érase una vez en el Oeste (C’era una volta il West, 1968) y Érase una vez en América (Once Upon a Time in America, 1984). El éxito de su primera incursión en el popular género, especialmente en Europa, fue el puntapié inicial para lo que iba a ser una secuela y se convirtió en una película con vuelo propio, más exitosa aún que su predecesora. Ambas por supuesto fueron duramente criticadas en su época y recorrieron un largo camino hasta convertirse en clásicos del cine. Probablemente la crítica de la época, aún imbuida por un cine clásico y una mirada conservadora, o por las esperanzas de un cambio radical, no podían o no querían ver la operación que Leone realizaba, así como los críticos pictóricos denunciaban a las vanguardias en pintura a principios del Siglo XX. En este sentido, Leone no sólo popularizó el spaghetti western y lo transformó en una tendencia mundial sino que fue el más incisivo en su crítica estética al western clásico, transformando los clichés del género -tramas de venganza, plétora de armas, una puntería infalible, la utilización de los flashbacks en la construcción narrativa y los impecables antihéroes- en una exacerbación que se convertiría en una marca de lo absurdo de la romantización forzada del Lejano Oeste, construcción ideológica e histórica de un pasado aciago de violencia desbocada devenido en épico. De esta manera Leone critica con dureza que se transforme el pasado nefasto y semi olvidado en la celebración de una tradición, como si toda la sangre derramada en la época de caos de la expansión urbana hacia el Oeste no hubiera servido para aprender nada. Por otra parte, Leone demuestra una agudeza para la creación de escenas metonímicas de gran impacto que se pueden encontrar en toda la película, desde la música alrededor de un reloj que el coronel y El Indio poseen hasta la risa del villano tras su liberación, esa que es inmortalizada en una foto que será utilizada para su pedido de captura, lo que constata una brillante utilización de las figuras retóricas aplicadas al cine. Leone presenta aquí a unos hombres que no creen en nada, capaces de traicionar a cualquiera y propensos a los más atroces actos, que tienen ojos para una única gran amante, el dinero, esos dólares atesorados en el banco. Escrita por uno de los grandes maestros del género, Luciano Vincenzoni, en su primera colaboración con Leone, Por unos Dólares más también confirma y consolida la construcción de la imagen de Clint Eastwood como la bestia sagrada del spaghetti western, un actor de enorme presencia escénica que contrasta con otro antihéroe, el personaje de Lee Van Cleef. En el film de Leone participa además un joven Klaus Kinski que personifica a uno de los forajidos de la banda de El Indio, el cual se enfrenta con Van Cleef en un duelo clásico de este tipo de films, con grandes pausas y miradas rígidas bajo la música de Morricone, composiciones que tienen un protagonismo inusitado que trastoca la percepción del espectador en cada secuencia. La escenificación de los sueños brutales de El Indio, que aquí funcionan como una presentación de la psicología de un delincuente feroz con una mente desquiciada, serán también utilizados posteriormente por Leone en todas sus películas como flashbacks que ofrecen una visión de un pasado al cual retornar o del cual escapar, en este caso un episodio nunca exorcizado sobre su agridulce y enfermiza experiencia amorosa con la hermana del coronel, que desemboca en el suicidio de la joven durante el acto sexual. Estas remembranzas también denotan la obsesión de Leone con la memoria y el pasado, que además tiene una correlación con la intención del realizador italiano de insertar crónicas sobre sus propias vivencias como consumidor cultural, representadas por los niños que observan los duelos y solicitan dinero por información a los cazarrecompensas en El Paso. Por unos Dólares más, también rodada en exteriores en los pueblos de la provincia andaluza de Almería como su predecesora y en los míticos estudios de Cinecittà en Roma para los interiores, mantiene el tono nihilista de Por un Puñado de Dólares, su escenificación teatral y prácticamente operística, sus diálogos hoscos y secos y unos furiosos e icónicos primeros planos, recursos que serán característicos de todo el cine de Leone, para crear otra fábula satírica, iconoclasta y virulenta sobre la historia norteamericana y los fantasmas que sobrevuelan su pasado, una mirada descarnada y brutal que destruirá completamente la visión épica del western clásico.

 

Por unos Dólares más (Per qualche Dollaro in più, Italia/ España/ República Federal de Alemania, 1965)

Dirección: Sergio Leone. Guión: Sergio Leone y Luciano Vincenzoni. Elenco: Clint Eastwood, Lee Van Cleef, Gian Maria Volontè, Mara Krupp, Luigi Pistilli, Klaus Kinski, Luis Rodríguez, Benito Stefanelli, Panos Papadopulos, Aldo Sambrell. Producción: Arturo González. Duración: 132 minutos.

 

 

El Bueno, el Malo y el Feo (Il Buono, il Brutto, il Cattivo, 1966), por Emiliano Fernández:

 

Cuando llega el momento de cerrar la Trilogía del Dólar o Trilogía del Hombre sin Nombre de la mano de la inmortal El Bueno, el Malo y el Feo (Il Buono, il Brutto, il Cattivo, 1966), Sergio Leone vuelve a unir fuerzas con Alberto Grimaldi, el productor de Por unos Dólares más (Per qualche Dollaro in più, 1965), y sigue la escalada sutil en cuanto al incremento del número de “protagonistas oficiales” de cada film para pasar del Clint Eastwood solitario de Por un Puñado de Dólares (Per un Pugno di Dollari, 1964), en el rol del misterioso Joe, y del susodicho y Lee Van Cleef en Por unos Dólares más, componiendo respectivamente al Manco y el Coronel Douglas Mortimer, a los tres antihéroes del título de este eslabón final de la querida trinidad de westerns europeos primigenios, nos referimos primero a los reaparecidos Eastwood como el Rubio y Van Cleef como Ojos de Ángel o Sentencia (según la acepción italiana), este último entrando en contacto con el realizador porque era muy fan de su mínima intervención en A la Hora Señalada (High Noon, 1952), aquella maravilla de Fred Zinnemann en la que el adusto Lee supo debutar como actor, y segundo al flamante en el campo del spaghetti western Eli Wallach, monstruo sagrado que en El Bueno, el Malo y el Feo compone al bandido mexicano Tuco Benedicto Pacífico Juan María Ramírez y que fue elegido por Leone en función de su participación en La Conquista del Oeste (How the West Was Won, 1962), antología a cargo de Henry Hathaway, John Ford, Richard Thorpe y George Marshall, específicamente en el segmento Los Forajidos (The Outlaws), dirigido por Hathaway. La propuesta que nos ocupa, sin dudas la más popular de la trilogía y de la carrera de Leone en general, retoma muchos elementos de Por un Puñado de Dólares y Por unos Dólares más, como ese frenesí visual característico, un ritmo siempre paciente, el paradigmático duelo final y el recurso del personaje payasesco que representa a los estratos populares y su picardía, hoy el querido Tuco y en la primera película el sepulturero Piripero y en la segunda el Viejo Profeta, ambos en la piel del intérprete austríaco Joseph Egger, no obstante El Bueno, el Malo y el Feo posee más puntos en común con Por unos Dólares más porque es en ésta donde pueden rastrearse ingredientes fundamentales posteriores como un relato coral de cadencia épica, el suspenso exacerbado de todas las balaceras, una estructura narrativa detallista, chistes recurrentes irónicos insertados, un surrealismo de la desolación con un dejo autoparódico, esa lucha entre colegas de índole plutocrática/ cleptocrática, las idas y vueltas de pistoleros anarquistas e imprevisibles, una amistad que se mezcla con la perfidia y con la sociedad laboral clásica y finalmente un pasado traumático -gran latiguillo temático del cineasta a futuro- que en la segunda entrega de nuestra trilogía humanizaba en paralelo al personaje de Van Cleef, señor consagrado a una cruzada de venganza contra El Indio (Gian Maria Volonté), y a este mismo bandolero a priori impiadoso, el cual mató al cuñado de Mortimer (Peter Lee Lawrence) e incluso provocó el suicidio de la hermana de la criatura de Lee (Rosemary Dexter), quien se pegó un tiro mientras la estaba violando para dejar así una mancha en la conciencia de El Indio que lo perseguía con insistencia y lo llevaba a fumar una droga adictiva para olvidar, esquema que en esta oportunidad muta en el pasado trágico de Ramírez y su complicado vínculo con su hermano sacerdote Pablo (Luigi Pistilli), jerarca de la Misión San Antonio y cura que le reprocha su vida criminal a pura hipocresía porque fue él quien abandonó a la familia para hacerse religioso al punto de eventualmente conducir a Tuco, con el objetivo de sobrevivir en medio de la miseria, a una existencia fuera de la ley que lo mantuvo nueve largos años alejado del clan, enterándose de golpe acerca del fallecimiento de sus padres. Luego de sopesar el devenir de la proto mafia y los arribistas en Por un Puñado de Dólares y la particular idiosincrasia de los asaltantes de bancos y los cazarrecompensas en Por unos Dólares más, Leone se mete con todo en el pancismo de los mercenarios, los fugitivos, la milicia y los socios intermitentes de cada uno en una crónica que tiene a la Guerra Civil Norteamericana o Guerra de Secesión (1861-1865) como telón de fondo, una suerte de relato de aventuras de impronta profundamente nihilista en la tradición de los recordados John Huston, Robert Aldrich y Sam Peckinpah: en primera instancia tenemos una historia fuera de campo que funciona como MacGuffin en términos generales, en este caso el robo de 200 mil dólares en oro pertenecientes a los Estados Confederados de América por parte de una pandilla de bandidos del sur que se hicieron pasar por soldados de la Unión y de la que sobreviven tres facinerosos, Stevens (Antonio Casas), Baker (Livio Lorenzon) y Jackson alias Bill Carson (Antonio Casale), siendo este último, un tuerto que lucha codo a codo con los confederados, quien controla el tesoro y por ello lo enterró en una tumba sin nombre al lado de la de un tal Arch Stanton del cementerio de Sad Hill, y en segundo lugar están las alianzas y traiciones que se dan entre Ojos de Ángel, sicario y torturador a sueldo contratado por Baker para conocer la nueva identidad de Jackson interrogando a Stevens, faena que lo pone al tanto del arcano, y el dúo siempre tambaleante del Rubio y Ramírez, el primero un experto en disparar a la distancia con un rifle sobre la soga alrededor del cuello del segundo para liberarlo de la sentencia de muerte de las autoridades, quienes ofrecen suculentas recompensas monetarias por la cabeza del personaje de Wallach, llegando a los miles de dólares, gracias al detalle de que es buscado por una multitud de delitos como por ejemplo homicidio, robo a mano armada de ciudadanos, bancos federales y oficinas de correos, secuestro, extorsión, hacerse pasar por un general azteca de la Unión, robo de objetos sagrados, incendio en una prisión estatal, perjurio, bigamia, abandono de esposa y vástagos, incitación a la prostitución, recibir y vender bienes sustraídos, pasar dinero falso, asalto a un juez de paz, violar a una virgen de raza blanca, abuso infantil contra una menor de raza negra y hasta descarrilar un tren para asaltar a los pasajeros. El Rubio eventualmente se cansa de las quejas sistemáticas del hilarante y muy mal hablado Tuco y lo abandona en el desierto, desencadenando sus ansias de revancha y un acecho que implica encontrarlo, capturarlo, conducirlo al páramo y casi matarlo por insolación y deshidratación extremas, sin embargo cuando por fin se proponía rematarlo, luego de una larga caminata por las dunas, se aparece de la nada un carruaje con soldados confederados masacrados, en el que un agonizante Carson antes de sucumbir logra revelarle a Ramírez el nombre del cementerio de turno y al Rubio la tumba que cuida los 200 mil dólares en oro. Tuco, muy a su pesar, salva la vida de su compañero llevándolo a la Misión San Antonio para que lo curen los sacerdotes y después ambos, en camino a Sad Hill, son hechos prisioneros de los unionistas y conducidos a un campo de concentración en el que Ojos de Ángel se ha infiltrado como sargento para robar las pertenencias de los reos, práctica que enfurece a su superior, el Capitán Harper (Antonio Molino Rojo), y para dar con el escurridizo Carson, quien por dichos de su amante, la furcia María (Rada Rassimov), está sirviendo en la Tercera Compañía de Caballería al mando del General Henry Hopkins Sibley. El villano de Van Cleef tortura a Ramírez para sacarle los detalles de su encuentro con el finado y el nombre del campo santo y decide abandonar el ejército y asociarse con el Rubio con la meta de que revele la tumba en el momento propicio, en el propio cementerio, no obstante el adalid del egoísmo de Eastwood vuelve a pasarse de bando cuando en un pueblo completamente devastado por la guerra se reúne con Tuco, fugado de la custodia de la cruel “mano derecha” de Ojos de Ángel, el Cabo Wallace (Mario Brega), y los dos de inmediato se cargan a los secuaces del mercenario aunque sin conseguir matarlo ya que huye. El último escollo del camino es una batalla encarnizada por el control de un puente juzgado estratégico por los popes nacionales aunque considerado bien inútil por el jerarca de la Unión en el asedio en cuestión, un capitán alcohólico (Aldo Giuffrè) que desea ver destruido el eje de la disputa para que las tropas de ambos bandos puedan desmovilizarse. Dicho y hecho, Ramírez y el Rubio vuelan el puente con dinamita en la tregua posterior a un ataque mutuo para sacar a los heridos y así los tres protagonistas se reencuentran en el mentado cementerio de Sad Hill, donde en un duelo a la mexicana el Rubio mata a Ojos de Ángel después de haber vaciado el revólver de Tuco la noche anterior, por lo que le coloca una nueva soga alrededor de su cuello y lo hace pararse arriba de una cruz de una tumba para segundos luego liberarlo a la distancia con su rifle, dejándole por cierto la mitad del botín en monedas de oro. El tono más relajado o jocoso de Por un Puñado de Dólares y Por unos Dólares más nunca desaparece del todo en El Bueno, el Malo y el Feo aunque en esta última ya se percibe una melancolía que tiene que ver con el carácter antibelicista y de realismo sucio visceral del cierre de la Trilogía del Dólar, pensemos en este sentido que toda la escena del puente está orientada a subrayar el absurdo del conflicto armado y el hecho de que las figuras de autoridad castrense -como Harper, agonizante por gangrena en una pierna, o el borrachín del final interpretado por Giuffrè, también cerca de morir por las heridas de los combates- son de lo más amargas y lastimosas y nada tienen que ver con el heroísmo de cartón pintado del western clásico, ese que solía imponer a los indígenas como contrincantes deshumanizados -racismo de por medio- y trataba de jamás cargar las tintas sobre los “trapitos sucios” de la Guerra Civil entre los caucásicos, a lo que por supuesto se suma el detalle de que al trío protagónico sólo le interesa el dinero enterrado y le importa un comino el conflicto bélico, tanto a los locales, léase el Rubio y Ojos de Ángel, como al extranjero, el mexicano exaltado Ramírez, por ello mismo a lo largo de la historia cambian de facciones en pugna como de calzoncillos y no tienen problema alguno de conciencia a la hora de traicionarse y de volver a asociarse cuando las circunstancias y/ o su capricho así lo disponen. El Bueno, el Malo y el Feo, precisamente, se concentra en toda esta perfidia cruzada, los desquites en secuencia, el motivo de los hombres descartables, la obsesión con la riqueza, el papel completamente superfluo y hasta degradante de por sí de las hembras, esas posiciones de poder que se invierten de modo cíclico, el sarcasmo y el humor negro como mecanismos de defensa, las matanzas gratuitas permanentes de fondo, el cinismo de impronta ultra ventajista, los callejones sin salida de los anhelos más íntimos y un sadismo que vuelve a estar en primer plano a través del suplicio en el desierto del Rubio a instancias de Tuco, por un lado, y de los padecimientos del azteca a manos de los otros dos señores, por el otro lado, recordemos para el caso la paliza en el campo de prisioneros o ese trato implícitamente vejatorio del carilindo sobre su socio en esto de cobrar las recompensas públicas por Ramírez, liberarlo a último momento en el patíbulo y a posteriori repartir los billetitos entre insultos furibundos del condenado a la pena capital. Apelando a citas y situaciones dignas de los Looney Tunes, como esos productos de la Corporación Acme en la tienda del almacenero asaltado por Tuco (Enzo Petito) y la escena de aquella bala de cañón que derriba el piso de un edificio e impide el asesinato de la criatura de Eastwood, y a más travellings, más moscas en rostros, más decadencia ética y mucha más codicia, todos ingredientes que también acusan recibo del gigantismo progresivo del acervo del italiano, Leone de todas maneras evita la demonización facilista típica del mainstream y opta por un retrato muy complejo de cada protagonista no tanto para entenderlos mediante latiguillos psicologistas baratos, esos basados en diálogos que aquí son escasos y están supeditados al poderío irrefrenable e hipnótico de las imágenes, sino para situarlos con mano maestra en el contexto retórico/ discursivo/ ideológico que propone el film, uno en el que el malvado puede compadecerse de los soldados mutilados por la guerra, el Rubio juega con asesinar con crueldad a su compinche pero nunca lo hace y Tuco demuestra haber tenido una familia de origen humilde que se desmembró y lo llevó a este individualismo siempre oportunista que comparte con sus colegas forajidos, sujetos más enigmáticos y por ello más gélidos que el bandido. Si la pensamos como la primera epopeya de denuncia antiinstitucional a toda pompa de Leone, enmascarada bajo el formato de una carrera en pos de un tesoro utópico y salvador al final del arcoíris, la película adquiere un dejo incluso más operístico que el de sus dos antecesoras debido primero a la contraposición maniática de primeros planos y tomas muy amplias de la belleza del páramo más agresivo o de las paradojas morbosas de la Guerra de Secesión, las cuales parecen burlarse de conceptos falaces como un honor y una valentía que quedan licuados entre tantos cuerpos sin vida, y segundo a la certeza tácita de que la conflagración y las luchas políticas en general resultan indistintas y nimias ante las urgencias más básicas del ciudadano común que tiene que arreglárselas para sobrevivir en el capitalismo de la incesante estratificación por clases según riqueza o pobreza, planteos angustiosos que a su vez explican la jugada sutil de “archivar” durante prácticamente todo el metraje el poncho característico del amigo Clint, hoy por hoy nuevamente perfecto en lo suyo al igual que los geniales Wallach y Van Cleef, una prenda quizás más ingenua que la gabardina dominante en pantalla -anticipando, por supuesto, uno de los rasgos estéticos por antonomasia de la futura Érase una vez en el Oeste (C’era una volta il West, 1968)- que sólo reaparece en el duelo en Sad Hill del desenlace. El Bueno, el Malo y el Feo, una de las joyas inconmensurables de la historia del cine, también está muy apuntalada en la banda sonora avant-garde de Ennio Morricone, una verdadera usina de tonadas, sonidos, efectos y ruidos bizarros y apasionantes, y en la exquisita fotografía de Tonino Delli Colli, quien anteriormente había trabajado con gente de la talla de Pier Paolo Pasolini, Valerio Zurlini, Luis García Berlanga, Mario Bava, Dino Risi, Roberto Rossellini y Mario Monicelli, aquí edificando junto a Leone uno de los estilos visuales más reconocibles e imitados aunque nunca igualados del accidentado derrotero del séptimo arte internacional en su conjunto.

 

El Bueno, el Malo y el Feo (Il Buono, il Brutto, il Cattivo, Italia/ España/ República Federal de Alemania, 1966)

Dirección: Sergio Leone. Guión: Sergio Leone, Luciano Vincenzoni, Furio Scarpelli y Agenore Incrocci. Elenco: Eli Wallach, Clint Eastwood, Lee Van Cleef, Aldo Giuffrè, Luigi Pistilli, Rada Rassimov, Enzo Petito, Livio Lorenzon, Antonio Casale, Mario Brega. Producción: Alberto Grimaldi. Duración: 179 minutos.

 

 

Érase una vez en el Oeste (C’era una volta il West, 1968), por Emiliano Fernández:

 

Sergio Leone, después del éxito internacional de El Bueno, el Malo y el Feo (Il Buono, il Brutto, il Cattivo, 1966), estaba decidido a abandonar definitivamente el spaghetti western y a comenzar a planificar su adaptación de Los Capotes (The Hoods, 1952), libro semi autobiográfico de Herschel Goldberg alias Harry Grey que años después se transformaría en Érase una vez en América (Once Upon a Time in America, 1984), no obstante pronto descubrió la obsesión monotemática de Hollywood con el éxito bajo un formato ya probado porque las únicas ofertas que recibía estaban vinculadas, precisamente, al spaghetti western. Fue la Paramount Pictures quien le ofreció un presupuesto voluminoso de cinco millones de dólares y la posibilidad de fichar a su ídolo Henry Fonda, lo que le permitió al realizador y guionista italiano trabajar también con el siempre escurridizo Charles Bronson, otro de sus actores admirados de siempre que había intentado contratar en cada uno de los eslabones de la Trilogía del Dólar y que se subió al proyecto con ironía reemplazando a Clint Eastwood, quien a su vez había sustituido a Bronson y en aquel momento no estaba disponible debido a que había trepado al estatus de mega estrella y atravesaba un año muy cargado de trabajo de la mano de La Marca de la Horca (Hang ‘Em High, 1968), opus de Ted Post, La Jungla Humana (Coogan’s Bluff, 1968), de su futuro mentor Don Siegel, y Donde las Águilas se Atreven (Where Eagles Dare, 1968), de Brian G. Hutton, amén del gustito personal de Sergio de poder rodar en el Valle de los Monumentos, depresión hiper árida en la frontera entre Utah y Arizona que sirvió de locación para muchísimos de los westerns clásicos que Leone homenajeaba y parodiaba con igual fervor, en esencia su primera vez rodando en yanquilandia ya que los trabajos previos en general utilizaron a Cinecittà, el gran estudio de Roma, para los interiores y al hermoso Desierto de Tabernas, en la provincia de Almería de Andalucía, para los exteriores, lo que por cierto desembocó con los años en la friolera de tres parques temáticos y estudios especializados en la temática del Lejano Oeste en la zona en cuestión, Oasys MiniHollywood, Western Leone y Fort Bravo/ Texas Hollywood. La idea original fue concebida a lo largo de 1967 por el cineasta junto a Bernardo Bertolucci y Dario Argento, un par de luminarias por entonces en meteórico ascenso, el primero después de realizar La Cosecha Estéril (La Commare Secca, 1962) y Antes de la Revolución (Prima della Rivoluzione, 1964) y en los instantes precedentes a El Doble (Partner, 1968), El Conformista (Il Conformista, 1970) y aquella típica antología contracultural de la época, Amor y Rabia (Amore e Rabbia, 1969), codirigida con Marco Bellocchio, Jean-Luc Godard, Carlo Lizzani, Pier Paolo Pasolini y Elda Tattoli, y el segundo todavía recorriendo el largo trecho que lo separaba de su recordado debut como director, El Pájaro de las Plumas de Cristal (L’Uccello dalle Piume di Cristallo, 1970), etapa histórica que abarca el segundo lustro de la década del 60 y múltiples colaboraciones en calidad de guionista para gente diversa como Alberto Sordi, Francesco Prosperi, Tonino Cervi, Armando Crispino, Robert Hossein, Maurizio Lucidi, Don Taylor, Umberto Lenzi y Massimo Franciosa. El guión definitivo, editado para reducir la duración del film, fue escrito por Leone, su colaborador habitual Sergio Donati, quien había participado sin acreditar en Por unos Dólares más (Per qualche Dollaro in più, 1965) y volvería a hacer lo propio en Los Héroes de Mesa Verde (Giù la Testa, 1971) pero figurando en los créditos oficiales, y Abraham Knox alias Mickey Knox, mítico actor norteamericano que vivía entre Roma y París debido al exilio impuesto en los nefastos años de la caza de brujas del macartismo, donde encontró un insólito nicho traduciendo guiones en italiano y francés al inglés y entrenando a actores no anglosajones para que puedan dar actuaciones convincentes en doblajes o interpretaciones con sonido directo, en 1968 el máximo responsable de la catarata de frases, latiguillos, aclaraciones y remates memorables de la odisea que nos ocupa. Parte de la Trilogía de la Construcción Norteamericana o Trilogía de Érase una vez, un trío de propuestas que giran en torno a los tres acontecimientos/ tribulaciones/ procesos históricos que Leone consideraba cruciales en la génesis de la versión moderna de Estados Unidos, Érase una vez en el Oeste (C’era una volta il West, 1968) analiza con una sinceridad bestial el tendido de vías ferroviarias a lo largo del país durante la segunda mitad del Siglo XIX y todas las prácticas mafiosas que se utilizaron para desplazar a colonos e indígenas así como Los Héroes de Mesa Verde supo meterse con los sangrientos entretelones de la Revolución Mexicana (1910-1920) y Érase una vez en América exploró la expansión y consolidación del crimen organizado durante el período de vigencia de la Ley Seca en Estados Unidos (1920-1933), comenzando de hecho con una de las escenas más famosas de la historia del cine, en la que tres sicarios, Snaky (Jack Elam), Stony (Woody Strode) y Knuckles (el malogrado Al Mulock, intérprete que se suicidaría durante el rodaje saltando desde lo alto de la habitación de su hotel en España y vistiendo su atuendo de cowboy, aparentemente debido a su drogadicción y a la escasa o nula disponibilidad de drogas en Andalucía), esperan en una inhóspita estación de tren a un pistolero sin nombre y apodado simplemente Armónica porque lleva el instrumento musical siempre consigo (Bronson), esquema que por un lado deriva en el raudo fallecimiento de estos hipotéticos verdugos, todo después de que Snaky jugase a atrapar una mosca, Stony acumulase algo de agua en su sombrero y Knuckles se sentase arriba de un bebedero para caballos, y por el otro lado representa un doble homenaje a El Desconocido (Shane, 1953), de George Stevens, vía ese personaje de Bronson que reemplaza a su equivalente asimismo enigmático de Alan Ladd del título original, y A la Hora Señalada (High Noon, 1952), de Fred Zinnemann, en esta oportunidad con los tres esbirros de Frank (Fonda) sustituyendo a aquellos otros tres maleantes, Ben Miller (Sheb Wooley), Jack Colby (el querido Lee Van Cleef) y Jim Pierce (Robert J. Wilke), que esperaban en otra estación ferroviaria la llegada del jefazo de turno, un temible Frank Miller (Ian MacDonald) que le complicaba las cosas al sheriff Will Kane (Gary Cooper). Como siempre en el caso de Leone, la historia en sí es muy sencilla y el “truco” del señor pasa por dosificar sutilmente la información para que el espectador vaya uniendo las pistas de un lienzo que abarca situaciones, palabras y múltiples interrelaciones entre las criaturas en pantalla: la balacera de la apertura responde a una cita que Armónica pautó con Frank mediante un secuaz patético del segundo, Wobbles (Marco Zuanelli), el dueño de una lavandería de un pueblito, Flagstone, que experimenta su cenit gracias a la llegada del ferrocarril, un medio de transporte cuya concesión en materia del tendido y la operación recae en la empresa del magnate Morton (Gabriele Ferzetti), cerdo capitalista que se desplaza con muletas porque una tuberculosis osteoarticular le destruyó buena parte de los huesos de la columna y la cadera y por ello tiene de mano derecha al mentado Frank, sádico líder de una pandilla de mercenarios que en los primeros minutos de metraje asesinan a Brett McBain (Frank Wolff) y sus tres hijos, Timmy (Enzo Santaniello), Maureen (Simonetta Santaniello) y Patrick (Stefano Imparato), haciéndose pasar por los compinches de un bandolero mexicano que adora las gabardinas y recientemente escapó de las garras de la ley, Manuel “Cheyenne” Gutiérrez (Jason Robards), el cual -como el propio Armónica- visita a la viuda de turno, Jill McBain (Claudia Cardinale), una ex prostituta de Nueva Orleans recién llegada a la región, para descubrir la razón por la que Frank masacró a los McBain inculpando a Cheyenne, motivación que resulta estar vinculada a la certeza del finado Brett en torno al trazado futuro del ferrocarril y la permanente necesidad de agua para los motores a vapor, en función de lo cual compró tierras en el páramo circundante a Flagstone con el único reservorio disponible de oro líquido con el objetivo de obligar a la compañía de Morton a llevar el tendido a una estación y una ciudad de su propiedad prontas a ser edificadas, condición sine qua non para que todo sea legal ya que deben estar en pie antes del arribo de las vías y los cientos de trabajadores semi esclavizados que las aseguran sobre el polvo del desierto. Mediante la sociedad tácita entre Jill, que pretende venganza por la masacre de su flamante familia, Cheyenne, al cual no le hace gracia las operaciones de “falsa bandera” para incriminarlo en chanchullos de los que ni conocimiento tenía, y Armónica, quien arrastra una cuenta pendiente con Frank porque éste ahorcó a su hermano mayor cuando el personaje de Bronson era apenas un purrete, contra el dúo de Morton, un millonario agonizante que es una sombra de lo que supo ser y anhela que su tren recorra de punta a punta la nación uniendo el Océano Atlántico con el Pacífico, y el tremendo Frank, el cual anda con ganas de independizarse porque sabe de la decadencia de su patrón y de las muchas barrabasadas que cometió para quitarle “obstáculos” del camino, delitos que puede refregarle en la cara cuando así lo desee, Leone no sólo continúa la inversión ideológica y temática del western clásico, una que ya había empezado en la Trilogía del Dólar, sino que la profundiza a niveles insospechados porque Érase una vez en el Oeste es lenta, elegíaca, marxista, desmitificadora, hiper mugrienta, de pocos diálogos, antichauvinista, socarrona, muy profana, ampulosa, hipnótica, cruel, desoladora, inteligente e incluso sexy cortesía de la extraordinaria Cardinale, el único personaje femenino fuerte o de importancia real en toda la filmografía del director, rasgos que en su mayoría no pueden trasladarse al grueso del western clásico y enmarcan el tono más decididamente sombrío y meditabundo del opus en comparación con las faenas más afables protagonizadas por Eastwood. En este sentido, el grotesco del pasado inmediato deja paso al realismo más seco, el revisionismo histórico de izquierda y una amargura existencial que homologa al dinero con las armas y subraya el hecho de que el primero reemplazará en lo inmediato a las segundas una vez que el símbolo del progreso de la falsa civilización y del eficientismo temporal/ espacial/ laboral, el tren, llegue al pueblo que supo idear el colono asesinado y que nunca vio como nosotros, los espectadores circunstanciales, tampoco vemos completado, Sweetwater, especie de espejo a futuro de Flagstone como lo son todas las utopías que nacen de buenas intenciones y mutan de a poco en la corrupción paradigmática de las metrópolis bulliciosas modernas. De todos modos, la realización retoma algunos motivos de los tres spaghetti westerns anteriores como por ejemplo el doloroso trauma de Armónica y su sed de venganza contra Frank, la estafa del susodicho en sociedad con Cheyenne para entregarlo a las autoridades, cobrar la recompensa de cinco mil dólares y pasarle el dinero a Jill con motivo del remate del terreno y las posesiones de Brett, el triple recurso de apelar al suspenso, la mordacidad hiriente y un enfoque formalista y muy lacónico aunque con un corazoncito ideológico de impronta humanista, y finalmente el apego de siempre de Sergio hacia criaturas arquetípicas como el antihéroe misterioso, ese en la piel de Bronson, un bufón asimismo imprevisible a escala ética, el maravilloso Robards, y el villano despiadado que no se detiene ante nada ni nadie hasta alcanzar su meta, el Frank del supremo Fonda que mata a niños pequeños, denigra a Wobbles, viola a Jill y le patea las muletas al maquiavélico Morton, por ello éste compra a sus acólitos con unos cuantos billetitos de cien dólares y trata rencorosamente de matarlo, intención frustrada gracias a la asistencia de Armónica, a su vez reservándoselo como la “frutilla del postre” para el duelo del desenlace. A caballo de una estructura ultra operística que se mueve por movimientos o capítulos e incluso le dedica un leitmotiv a cada uno de los cuatro personajes centrales, los tres varones y la mujer, a cargo de Ennio Morricone, composiciones que por cierto rankean en punta entre las mejores y más sentidas y bellas de todo el séptimo arte, amén del episodio de musique concrète en la estación inicial, Leone y su director de fotografía, Tonino Delli Colli, aquel de El Bueno, el Malo y el Feo y Érase una vez en América, combinan tomas amplias suntuosas símil paisajismo con varios zooms magistrales y una paciencia etérea que estira al máximo cada secuencia y desde ya todos los primeros planos habituales de rostro, en este sentido se destacan las tomas correspondientes al semblante del genial Bronson, cuya rusticidad adquiere el carácter de una escultura del Olimpo del cine, y aquel plano cenital de Cardinale a través de un velo y recostada en la cama que supo ser de su marido, momento que anticipa el final del canto del cisne de Leone vía la cara sonriente de Noodles (Robert De Niro) en el fumadero de opio de Érase una vez en América. Entre la especulación de la avaricia al desnudo puesta al servicio del Estado, su gran infraestructura y el tendal de cadáveres que deja a su paso, por un lado, y un glorioso empleo del fuera de campo para sucesos fundamentales que cualquier asalariado anodino de los grandes estudios de Hollywood hubiese exprimido de manera bien burda, en sintonía con el escape de Cheyenne y el cruento enfrentamiento entre la banda de este último y los lacayos de Morton, por el otro lado, Érase una vez en el Oeste contrapone todo el tiempo la raza de los capitalistas putrefactos, con el ridículo y pusilánime adalid de Ferzetti como máximo exponente, y la casta -a veces esclava del statu quo y a veces rebelde y de vocación anarquista- de los forajidos, un estrato marginal que abarca tanto a Armónica y Cheyenne, reemplazos del Rubio (Eastwood) y Tuco Ramírez (Eli Wallach) del film previo, como al mismísimo Frank, sustituto maximizado del Ojos de Ángel de Van Cleef y de los malvados de Por un Puñado de Dólares (Per un Pugno di Dollari, 1964) y Por unos Dólares más, Ramón Rojo y El Indio, ambos interpretados por Gian Maria Volonté. Si bien las alegorías iconoclastas y disruptivas dominan la propuesta, basta con pensar que el multimillonario de turno es un lisiado/ castrado muy lastimoso que vive en una burbuja de irrealidad, léase un vagón ferroviario con todos los lujos posibles, que aquellos ojos celestes del casi siempre buenazo de Fonda ahora son sinónimos no de un adalid de los débiles sino del cataclismo arrasador del poder ciego y sus soluciones “simples y rápidas”, y que los representantes de la cordura y la piedad no son precisamente caballeros blancos inmaculados sino un ladrón mexicano payasesco, el mestizo en la piel de Bronson y una fémina que no teme explotar su cuerpo cuando éste le garantiza sobrevivir un día más en la tierra, a contrapelo de la moral burguesa y las poses hipócritas occidentales en relación al sexo, en verdad es Armónica el que aglutina en mayor medida la ambigüedad marca registrada de Leone porque no tiene problema en torturar a Wobbles, rasgarle el vestido a la apetecible Jill o salvarle la vida a Frank con el único propósito de asesinarlo luego él solito, como decíamos con anterioridad. La película, en parte un poema perfeccionista sobre la codicia plutocrática y el nacimiento de la mecanización deshumanizadora que ya no aminorará su paso nunca más en los siglos posteriores, es sin duda el mejor western jamás filmado y una reflexión apasionante acerca de los rituales que preludian a la violencia y sobre el momento histórico en el que el aparato público represivo y el privado oligopólico toman la posta del control territorial americano de parte de los distintos caudillos de la fase colonial previa, ya en gran medida aniquilada la amenaza de los indígenas y del colectivismo social mediante las masacres de opositores políticos, la centralización administrativa progresiva, la cartelización apenas disimulada, las limpiezas étnicas y la génesis de una burguesía mafiosa al calor de las guerras civiles más o menos maquilladas en cada subregión de los Estados Unidos y en el resto del continente.

 

Érase una vez en el Oeste (C’era una volta il West, Italia/ Estados Unidos, 1968)

Dirección: Sergio Leone. Guión: Sergio Leone y Sergio Donati. Elenco: Charles Bronson, Henry Fonda, Claudia Cardinale, Jason Robards, Gabriele Ferzetti, Woody Strode, Jack Elam, Frank Wolff, Marco Zuanelli, Al Mulock. Producción: Fulvio Morsella. Duración: 166 minutos.

 

 

Los Héroes de Mesa Verde (Giù la Testa, 1971), por Martín Chiavarino:

 

En otro de los mejores comienzos de la historia del cine, Sergio Leone regala una imagen imborrable, un hombre descalzo meando sobre un árbol lleno de hormigas que escucha un trueno que resulta ser un carruaje tras una frase de Mao Tse-Tung sobre la brutalidad de las revueltas sociales y políticas, enunciado que “la revolución no es una cena social, un evento literario, un dibujo o un bordado, no se puede hacer con elegancia y cortesía, la revolución en un acto de violencia”, alegato que puede insuflar el pecho de los revolucionarios más acérrimos y encoger el de los progresistas y tibios. Así da inicio Los Héroes de Mesa Verde (Giù la Testa, 1971), el último spaghetti western de Leone, escrito nuevamente por Luciano Vincenzoni en base a una historia del propio Leone y Sergio Donati, coguionista a su vez de Érase una vez en el Oeste (C’era una volta il West, 1968). Toda la violencia que el film desatará alrededor de la brutal Revolución Mexicana se encuentra contenida en esa feroz apertura escrita al calor de las revueltas comunales, atentados terroristas y propagación de las guerrillas urbanas tras el fervor contracultural, las ideas marxistas y la propaganda alrededor de la Revolución Cultural China, la Revolución Cubana y las manifestaciones estudiantiles del Mayo Francés de 1968. Después de despojar a una diligencia de terratenientes mexicanos y estadounidenses, Juan Miranda (Rod Steiger), un vulgar bandido mexicano, se encuentra por casualidad con un exiliado irlandés experto en explosivos y perseguido por sus actividades terroristas en el Ejército Republicano Irlandés (Irish Republican Army o IRA), John H. Mallory (James Coburn), con el que une fuerzas para atracar el Banco Nacional de Mesa Verde. En un comienzo Mallory no tiene ninguna intención de unirse a facción alguna, y menos aún con Miranda, que se obsesiona con convencer al irlandés de acompañarlo en su sueño de atracar el Banco de Mesa Verde, pero las acciones de Miranda trastocan todos sus planes. El escurridizo Mallory, un dinamitero revolucionario que participó en las revueltas en Irlanda contra la ocupación inglesa, muy bien conectado con la oposición a la dictadura de Victoriano Huerta, convierte al bandido en un héroe de la revolución de la talla de Pancho Villa y Emiliano Zapata a través del robo del Banco de Mesa Verde durante un levantamiento organizado por los revolucionarios, otrora partidarios del asesinado presidente de México, Francisco I. Madero. Bajo la premisa de “donde hay confusión, hay oportunidad”, Mallory convence a Miranda de aprovechar la insurrección contra Huerta para robar el banco, sin embargo el lugar ya no guarda caudales porque se ha convertido desde hace un mes en una cárcel para prisioneros políticos opositores a la dictadura. Sin siquiera darse cuenta, Miranda cae en la trampa de Mallory para mutar en uno de los generales revolucionarios que tanto desprecia, un héroe de Mesa Verde, descubriendo así que los caminos del heroísmo son insondables. La sociedad entre Mallory y Miranda se convertirá en una discusión dialéctica sobre la revolución, la práctica contra la teoría, el romanticismo contra el pragmatismo, la visión de los letrados versus la de los iletrados, el idealismo de una transformación social ante la historia circular que siempre trae regímenes absolutistas y malos tragos para los humildes, mientras que los de arriba siempre caen bien parados y logran obtener mayores dividendos ante el estado de confusión general. En una de las maravillosas escenas de la película Miranda cuestiona el compromiso revolucionario del dinamitero desde el lugar de los pobres que siempre se convierten en carne de cañón, por lo que Mallory tira al fango un libro sobre el patriotismo del filósofo anarquista ruso Mijaíl Bakunin, toda una demostración de cómo la teoría se convierte en letra muerta ante el frenesí revolucionario aunque también una crítica al mismo patriotismo, atacando la exaltación nacionalista reaccionaria realizada por Bakunin incluso a través de las palabras de Miranda, quien sin haber leído libro alguno en toda su vida tiene bien en claro que su única patria es su familia. Cuando tras la victoria inicial el ejército mexicano inicie la contraofensiva la revolución se convertirá para Miranda en una venganza por el asesinato de toda su parentela. Como el bandido presagiaba, Mallory descubrirá que la historia siempre se repite, que bajo la tortura los revolucionarios más idealistas traicionan a sus camaradas y que la única ley en una revolución es la de cada cual para sí mismo. Ante la violencia desatada los fusilamientos de ciudadanos serán moneda corriente, pero Mallory conseguirá rescatar de su destino a Miranda, al que lo une la responsabilidad de haberlo introducido en el camino de la revolución. Ambos intentarán escapar en tren hacia Estados Unidos en la misma formación que el Gobernador Don Jaime (Franco Graziosi), temeroso por el avance de Pancho Villa hacia la Ciudad de México, no obstante la maquina será emboscada por los revolucionarios que quieren poner sus manos sobre el perverso mandatario de facto de Mesa Verde. El intento de huida de los dos amigos será su consagración cuando maten al gobernador y Miranda se transforme así en una leyenda, pero los revolucionarios aún tienen una última batalla que librar contra el Coronel Günther Reza (Antoine Saint-John), que incluirá choques de trenes, explosiones con mucha dinamita y una masacre sin igual. El gran actor italiano Romolo Valli también tiene un papel como un médico líder de la Revolución, el Doctor Villega, un idealista que traiciona a sus camaradas debido a la tortura para finalmente redimirse en la muerte. Las infaltables matanzas del spaghetti western tendrán aquí un contenido político y la fotografía del extraordinario Giuseppe Ruzzolini será absolutamente épica. Los estupendos diálogos sobre la revolución y la traición y todas las ideas del film sobre la lealtad, la patria y la valentía serán contrastadas con la cruda realidad, que transformará a algunos hombres en héroes y los redimirá a través del sacrificio, demostrando que al final de todo camino de violencia sólo se encuentra la muerte, épica o patética, heroica o terrible, aunque muerte al fin. Leone crea un retrato sobre la sociedad mexicana durante el caótico período de la Revolución, que se extendió desde fines de 1910 hasta fines de 1920, por ello a través del personaje de Juan Miranda, un bandido ebrio de poca monta con ambiciones de convertirse en millonario debido a la situación de anarquía imperante, secundado por su padre y sus seis hijos de diferentes madres, y de su compinche Mallory, un ex revolucionario irlandés que también abusa de la bebida para olvidar su pasado, el film construye una fábula sobre cómo un bandido sin interés alguno en la política se convierte en un general revolucionario venerado por su pueblo, una clara alegoría sobre la entronización de Emiliano Zapata como héroe de los sublevados. Leone pone en práctica una catarata de jugadas retóricas brillantes, como la escena de Miranda destruyendo un cartel del gobernador para situar sus ojos donde estaban los del susodicho, combinándolas con las histriónicas interpretaciones de Steiger y Coburn, profesionales que entregan actuaciones memorables, con gestos ampulosos que generan secuencias icónicas. Por supuesto no faltan flashbacks sobre la vida de Mallory en Irlanda, primeros y primerísimos planos que hacen hincapié en la fealdad del ser humano, en sus asquerosos hábitos de comer con la boca abierta, lavarse los dientes para escupir la pasta, mear en cualquier parte y cualquier otra inmundicia que en realidad es una mímesis de aquello que nos define, nuestras necesidades más básicas que buscamos ocultar del ojo público. Leone pone en primer plano la mirada de Miranda, porque el bandido devenido revolucionario no sólo es un protagonista de la historia sino un observador atento de todo lo que ocurre a su alrededor, un sobreviviente de la barbarie desatada por aquellos que ven en el pueblo a una turba a la que hay que disciplinar, reprimir o masacrar, pero la película también mira al mundo a través de los ojos de Mallory, un revolucionario descreído que observa a la perfidia de cerca y finalmente termina creyendo solamente en su nuevo amigo, Miranda, y en su preciada dinamita, que nunca lo traiciona. Los Héroes de Mesa Verde, en inglés estrenada como Duck, You Sucker, algo así como “Agáchate, Imbécil”, pero también conocida como A Fistful of Dynamite y Once Upon a Time… the Revolution, tiene una gran cantidad de escenas magistrales encadenadas, como la de Miranda cagado por un perico, recriminándole al ave que defeca sobre los pobres y le canta a los ricos en una ironía sobre su condición, un simbolismo de lo que siempre les espera a los humildes, la mierda, nunca los dulces encantos que la vida le reserva a los acomodados. Apenas un momento después, en el mismo lugar, Coburn intenta calmar a una gallina que no para de cacarear, rompiéndole el cuello cuando no puede calmarla, demostrando que el que tiene el poder siempre tiene poca paciencia y tolerancia con las rabietas del débil, en otra escena cargada de simbolismo sobre la vida y la muerte. La música de Morricone será aquí más lírica, con un leitmotiv de silbidos, coros y guitarras, y participará en la construcción de las complejas identidades de los protagonistas, lo que contrastará con la inusitada violencia de las imágenes, como si un paraíso negado regresara a la memoria una y otra vez para recordarle a los protagonistas que la vehemencia que se impone sobre ellos no es todo lo que la vida tiene para ofrecer. Los Héroes de Mesa Verde es una intervención del cine sobre las ideas revolucionarias que reinaban en el ambiente de la política y la calle en Italia y el mundo a fines de la década del sesenta y principios de la década del setenta, y es también una revisión sobre algunos de los monstruosos actos del fascismo en Italia, como los fusilamientos y el exterminio generalizado, especialmente la Masacre de las Fosas Ardeatinas de 1944, uno de los episodios más nefastos de la Segunda Guerra Mundial, ocurrido en el sur de Roma. En un principio Leone no tenía ninguna intención de dirigir el film, función que había sido delegada primero en Peter Bogdanovich y luego en Sam Peckinpah, así después de la renuncia del realizador norteamericano, que fue rechazado a su vez por la productora United Artists por razones financieras, Leone intentó que la tarea de la dirección recaiga en su colaborador más cercano, su asistente de dirección Giancarlo Santi, pero los berrinches de Rod Steiger para que Leone se haga cargo lo convencieron de tomar el timón una vez más, en lo que se convertiría en una relación caótica de amor y odio entre Steiger y Leone en algún punto similar a la del realizador alemán Werner Herzog y el actor Klaus Kinski. Los guionistas habían pensado el papel de Miranda como una extensión de aquel “feo” de El Bueno, el Malo y el Feo (Il Buono, il Brutto, il Cattivo, 1966), Tuco, por ello el personaje de Juan le fue ofrecido inicialmente a Eli Wallach, y el papel de Mallory había sido pensado para Jason Robards, que recientemente había trabajado con el director en Érase una vez en el Oeste, sin embargo finalmente Steiger y Coburn serían los protagonistas de una historia que tiene sus raíces en la intención de continuar con la premisa trabajada por Leone en su opus anterior y en la descarnada y rabiosa obra maestra de Peckinpah, La Pandilla Salvaje (The Wild Bunch, 1969), estrenada casi a la par del opus de Leone. El film fue por supuesto censurado en gran parte del mundo y fue estrenado en Estados Unidos muy recortado/ reeditado en un derrotero cargado de críticas varias y ataques de todas las latitudes. Filmada en Almería y en Irlanda, Los Héroes de Mesa Verde es una joya que utiliza a la Revolución Mexicana como un ejemplo simbólico de los estragos que la violencia acarrea en la sociedad, aunque es también una alegoría sobre la crueldad como característica primordial de la relación de las personas con el entorno y sus semejantes, una visión brutal sobre la naturaleza humana que se repite en cada una de las películas de Leone como un motivo recurrente para intentar despertarnos de la pesadilla de la agresión sin fin en la que vivimos.

 

Los Héroes de Mesa Verde (Giù la Testa, Italia/ Estados Unidos, 1971)

Dirección: Sergio Leone. Guión: Sergio Leone, Luciano Vincenzoni y Sergio Donati. Elenco: James Coburn, Rod Steiger, Romolo Valli, Maria Monti, Rik Battaglia, Franco Graziosi, Antoine Saint-John, Vivienne Chandler, David Warbeck, Giulio Battiferri. Producción: Fulvio Morsella. Duración: 157 minutos.

 

 

Érase una vez en América (Once Upon a Time in America, 1984), por Emiliano Fernández:

 

Fueron prácticamente dos décadas las que Sergio Leone dedicó a la proeza de materializar Érase una vez en América (Once Upon a Time in America, 1984), adaptación de un libro de memorias que el director italiano había leído a mediados de los años 60, Los Capotes (The Hoods, 1952), de Herschel Goldberg alias Harry Grey, un ucraniano que emigró a Estados Unidos cuando niño junto a su parentela, vivió un tiempo de un restaurant familiar y luego ingresó a la mafia judía de Nueva York durante la convulsionada aunque floreciente etapa de la Ley Seca en yanquilandia (1920-1933), cuando se expande de manera definitiva el crimen organizado y se solidifican sus vínculos con la política, las agrupaciones sindicales, el empresariado, las organizaciones sociales y los popes de la comunidad en cuestión, señor que tanto sabía del tema que fue entrevistado por Sergio en numerosas ocasiones a lo largo de las décadas del 60 y 70 porque construyó Los Capotes -aparentemente luego de un accidente y cuando estaba cumpliendo una sentencia en la prisión de Sing Sing- a partir de fantasías varias y recuerdos de primera mano de sus actividades durante los años 20 y 30, en sí no llegando siquiera a atestiguar el largo rodaje del film, entre junio de 1982 y abril del año siguiente, debido a que falleció en 1980 a los 78 años de edad. Leone, quien incluso rechazó la posibilidad de realizar El Padrino (The Godfather, 1972), la cual eventualmente caería en manos de Francis Ford Coppola, por considerarla cercana a la sensibilidad de su propia aventura gansteril, aquí crea una suerte de poema de la brutalidad como lenguaje en común, estilo de vida e idiosincrasia que por un lado cuenta con una estructura enrevesada y semi coral símil racconto exacerbado, como si se tratase de un cúmulo de mamushkas con muchos secretos narrativos -a la par reposados y frenéticos- en su interior, y por el otro lado resulta inolvidable por su complejidad y enorme ambición de fondo, en esencia indagando en temas como las frustraciones cotidianas, el paso del tiempo, el cruel egoísmo, la lujuria, las mentiras, el gueto, la vejez irremediable, la frialdad homicida, la avaricia, el delirio bien drogón, la ampulosidad del hedonismo, la prepotencia, el desenfreno juvenil, el amor, la hegemonía barrial, el autoengaño piadoso, lo indecible del alma y la mente, el ecosistema de los excluidos y esas fronteras de la moral y las relaciones de fidelidad que se establecen con los seres queridos y/ o colegas. Si bien se suele decir que el principal eje de Érase una vez en América es la amistad entre el gran álter ego de Goldberg/ Grey, David “Noodles” Aaronson (un etéreo Robert De Niro de adulto, el eficaz Scott Tiler de adolescente), y su mejor amigo Maximilian “Max” Bercovicz (James Woods y Rusty Jacobs), a decir verdad los núcleos cruciales del relato son la decadencia ética del capitalismo moderno, los anhelos de dinero y éxito económico de los inmigrantes, una criminalidad que en pantalla no es romantizada ni condonada -a diferencia del promedio irresponsable, nimio y bobalicón de Hollywood y de buena parte del cine de género del resto del planeta- y especialmente la búsqueda íntima de coherencia y/ o de algún “cierre” psicológico o filosófico a una vida llena de sinsabores y alegrías efímeras que parecen conspirar para arrebatarnos un posible significado o quizás una meta que otorgue paz al corazón, por ello mismo es tan importante en la trama el doble caso de delación y perfidia entre las partes involucradas en tanto cataclismo identitario, léase primero el soplo de Noodles a la policía sobre la compra de un cargamento de licor por parte de Max y los otros dos integrantes de la pandilla protagónica, Phillip “Cockeye” Stein (William Forsythe y Adrian Curran) y Patrick “Patsy” Goldberg (James Hayden y Brian Bloom), esquema que deriva en una trampa en la que mueren los tres facinerosos, y segundo la movida hiper traicionera de Bercovicz, para quedarse con el jugoso millón de dólares ahorrado por la banda y deshacerse de un Noodles que no quería profundizar la unión del grupo con las elites sindicales y políticas de Nueva York, de fingir su muerte en el episodio señalado al cargarse a sus amigos, plantar un cadáver cualquiera con el rostro desfigurado y convertirse con los muchos años en el Secretario de Comercio Christopher Bailey, un mandamás institucional que a finales de la década del 60 tiene los días contados porque está en medio de una investigación por parte de un comité del senado en torno a denuncias de sobornos, contratos ilegales, conexiones con la mafia y desfalco de fondos del sindicato de transporte, gremio controlado por el otrora socio y después enemigo temeroso a caer preso Jimmy O’Donnell (Treat Williams), sujeto símil Jimmy Hoffa que anda con muchas ganas de reventar a Bercovicz para que no pueda ni ose implicarlo en un testimonio público. Hay que tener presente, en consonancia con la propensión de Sergio hacia la reutilización de recursos del pasado, que este motivo de la traición fraternal viene del opus previo, Los Héroes de Mesa Verde (Giù la Testa, 1971), propuesta lejana en la que también encontrábamos una doble y alevosa deslealtad que estaba condensada en el pasado de la trama, en donde John H. Mallory (James Coburn), un dinamitero experto y proto militante del Ejército Republicano Irlandés (Irish Republican Army o IRA) que terminaba implicado en la Revolución Mexicana (1910-1920), era testigo de la delación de su mejor amigo, Nolan (David Warbeck), quien lo identificó ante fuerzas británicas en Irlanda, y en aquel presente del film de turno, dimensión en la que Mallory veía una conducta similar por parte del Doctor Villega (Romolo Valli), un médico y comandante revolucionario, luego de ser torturado hasta el extremo de denunciar a los rebeldes y provocar fusilamientos masivos en los que perece toda la familia del coprotagonista, Juan Miranda (Rod Steiger), bandido bucólico que junto a John se sumergía más y más en la causa revolucionaria a medida que presenciaba las masacres cometidas por las fuerzas leales al dictador Victoriano Huerta, con Mallory guardándose el secreto y manteniendo en todo momento la farsa del “Villega héroe” para no manchar los ideales de recambio social por manzanas podridas como el matasanos y otros intelectuales cobardes del montón. Dividida en tres líneas temporales que se van unificando de a poco mediante flashbacks y flashforwards, la historia comienza en el nudo, salta hacia el desenlace y luego desarrolla el inicio, dejándonos desde este punto con un orden mayormente cronológico e igualmente complicado: Noodles crece en la pobreza del gueto judío del Lower East Side de Manhattan de principios del Siglo XX y forma una pandilla con Cockeye, Patsy y un nene italiano llamado Dominic (Noah Moazezi), grupo que en un principio trabaja para el mafioso irlandés de escalafón medio/ bajo Bugsy (James Russo), sobre todo robando a borrachos y presionando a comerciantes para un servicio de “protección”, y luego pretende independizarse cuando los chicos conocen a Max, un ciruja que recorre las calles de Nueva York con su madre y un carro a caballo recolectando cosas de valor, lo que los lleva a chantajear al policía abusón y ultra corrupto del barrio, Whitey (Richard Foronjy), con una foto de él teniendo sexo con una furcia menor de edad, Peggy (Amy Ryder en la versión adulta, Julie Cohen como púber), y a ofrecer sus servicios a la rama italiana del crimen organizado neoyorquino, los hermanos Capuano (Clem Caserta, Frank Sisto y Jerry Strivelli), para quienes desarrollan con bolsones de sal un ingenioso sistema de recuperación de cajas de licor en el Río Hudson cuando los contrabandistas se ven obligados a arrojarlas de inmediato a las aguas por la ocasional presencia de la Guardia Costera, generando primero que los muchachos decidan guardar el 50 por ciento de sus ganancias globales en una valija, escondida en una casilla de una estación local de trenes, y después un intento de asesinato por parte de Bugsy hacia todo el grupo, así Noodles lo mata a cuchillazos y ataca también a un esbirro de la ley en un arremetida furiosa por la muerte del pequeño Dominic que lo confina a más de una década tras las rejas, saliendo en libertad a principios de los años 30 cuando Max administra un garito ilegal en la parte trasera de un restaurant propiedad de un allegado de confianza de la pandilla, el Gordo Moe (Larry Rapp y Mike Monetti), no obstante el paso por el presidio modificó el carácter de Aaronson y ya no es tan ambicioso ni sumiso para con el poder como Bercovicz, aceptando sumarse a un asalto a una joyería de Detroit que fue planeado por Joe (Burt Young) y financiado por Frankie Monaldi (Joe Pesci), capo criminal que les encarga llevar adelante el asuntillo y luego asesinar al autor intelectual y sus secuaces para quedarse con todo, el dinero y los diamantes, panorama que se va ampliando por los lazos de protección con O’Donnell, en un principio un delegado sindical socialista que no quiere saber nada con la mafia judía para a posteriori descubrir que ésta sirve -y mucho, muchísimo- en la batalla contra la patronal y el aparato represivo encabezado por el Jefe de Policía Aiello (Danny Aiello), y por la crisis escalonada de un Noodles que se hace adicto al opio y se ausenta de las actividades de la banda debido al rechazo de parte de un amor de su juventud, la actriz y bailarina Deborah (Elizabeth McGovern y una jovencísima y ya celestial Jennifer Connelly), situación que se intensifica con el fin de la prohibición alcohólica en 1933 y la idea descabellada de Max de robar el Banco de la Reserva Federal, una operación suicida que David pretende detener mediante el chivatazo mencionado, idea inducida por el propio Maximilian a su pareja, Carol (Tuesday Weld), una burguesa putona que ofició de “informante interno” en ocasión del atraco a la joyería, para que la mujer a su vez convenza a Noodles sobre la necesidad imperiosa de la táctica, preámbulo a la perfidia de Max, la culpabilización de Aaronson, el asesinato de su flamante novia, Eve (Darlanne Fluegel), y la fuga del ex convicto hacia Buffalo, donde pasa 35 años en la clandestinidad -bajo el seudónimo de Robert Williams- escapando de una posible represalia mafiosa por un soplo prefabricado por el maquiavélico Bercovicz, quien sabiéndose acorralado por la pesquisa del comité del senado rastrea y contacta a su compinche de antaño con el objetivo de pagarle para que lo ejecute, decisión que busca restablecer su dignidad y evitar un homicidio sumario cortesía de O’Donnell y los suyos, sin embargo el avejentado Noodles de 1968 no estalla en furia al conocer la confabulación para incriminarlo, a ojos del colectivo delictivo al que supo pertenecer, y al enterarse del hecho de que Max le robó a Deborah, su amante en la vejez y madre postiza del vástago que el Secretario de Comercio tuvo con otra fémina que falleció al dar a luz, David (Jacobs de nuevo), apenas limitándose a aclarar que su amigo falleció en aquella supuesta balacera con la policía de 1933 que también finiquitó la vida de Patsy y Cockeye, por ello mismo se marcha en paz y deja solo a un Max que desaparece en la noche, justo en la puerta de su mansión, detrás de un camión triturador de basura que puede ser sinónimo de un suicidio o del esperable asesinato para que no delate a ningún jerarca del statu quo político, económico oligárquico o sindical del transporte. Jugando con conceptos como la metamorfosis de una existencia gregaria inicial en la soledad absoluta de la tercera edad, extremos que se condicen con una mocedad anárquica y efervescente y con el desencanto depresivo de lo que pudo ser y jamás fue, y una etnicidad hebrea que en ocasiones resulta hipócrita y en otras oportunidades funciona como una génesis implícita de solidaridad y apoyo mutuo, rasgos aglutinantes en las comunidades marginales de las metrópolis en formación como nuestra Gran Manzana, el guión de Leone, Leonardo Benvenuti, Franco Ferrini, Piero De Bernardi, Enrico Medioli y Franco Arcalli analiza de manera brillante la oposición entre ética y plutocracia, binomio simbolizado en los dos antihéroes principales, los contradictorios Noodles y Max, el primero fiel a sus ideales callejeros de humildad e independencia pero asimismo capaz de violar sin más a Carol y Deborah en un arrebato impetuoso y el segundo transformándose en el líder carismático y efusivo de la pandilla durante la reclusión carcelaria del anterior aunque sin demasiados problemas a la hora de matar a sus cofrades, hacerlo pasar por un tiroteo con los uniformados amigos del cohecho y tomar posesión de lo que era el “destino de grandeza” de Aaronson, en consonancia con ello el triángulo amoroso con la ninfa de McGovern se complejiza vía la criatura de Weld, compartiendo Noodles y Deborah cierta pedantería que irrita al más pragmático Max del mismo modo que el cariño hacia este último unifica a David y Carol con vistas a salvar a Bercovicz de sí mismo en materia del hipotético robo al Banco de la Reserva Federal, en sí apenas una excusa para desencadenar la puñalada por la espalda que garantiza los 35 años de automortificación del personaje de De Niro, asceta que lleva silencioso su castigo en forma de exilio por haber conducido a sus compañeros a la tumba. En Érase una vez en América el andamiaje del poder criminal es masculino hasta la médula porque se determina por edad, personalidad dominante y sustrato psicopático del jefazo de turno, a raíz de ello en el negocio de las meretrices, el alcohol, las drogas, el sicariato, los asaltos y el chantaje resulta predominante una representación falocéntrica y realista sucia de la delincuencia, inmadurez petrificada de unos varones que se obsesionan con el erotismo pero no pueden lidiar con las mujeres de carne y hueso, así lo femenino en el film pronto adquiere un halo paradójico y se homologa a las quimeras sensuales, las tentaciones del placer, los objetos a desacralizar, las molestias quejosas descartables, los trofeos laborales y hasta la condena romántica como aquella que arrastra Noodles por la negativa de Deborah, la cual prefiere una carrera solitaria en el mundo del espectáculo que una vida en el hampa con su macho preferido del Lower East Side. De todos modos la propuesta sí explora, cual bildungsroman o ciclo de aprendizaje, el crecimiento y la rauda desilusión de los protagonistas a través del trayecto que va desde la ingenuidad primigenia, ésta representada en la costumbre de David de espiar a su amada mientras ensaya sus pasos de baile, en el accidentado debut sexual con Peggy -eyaculación precoz de Noodles y problemas para lograr una erección de Maximilian de por medio- y en aquella graciosa escena de Patsy llevándole un pastelito a la puta adolescente como pago y comiéndoselo en esa fatídica espera en la escalera a que termine de bañarse, hasta la muerte definitiva de la niñez con el trauma de Dominic falleciendo en los brazos de Aaronson y llevándolo a reventar con una navaja a su verdugo, Bugsy, quien se vio sustituido por un puñado de purretes en los servicios prestados a los hermanos Capuano. Nuevamente la fotografía de Tonino Delli Colli, hoy naturalista, elegíaca y de impronta ocre con base en Cinecittà y locaciones en Florida, Venecia, Montreal, París y Nueva York, y la música de Ennio Morricone, aún operística y hermosa pero también más hollywoodense orquestal clásica, además de reapropiaciones certeras como Yesterday (1965), de The Beatles, Amapola (1920), de José María Lacalle, y Night and Day (1932), de Cole Porter, constituyen otros puntos muy altos de una experiencia melancólica que en parte ya había sido anticipada por la entonación semi lúgubre de Érase una vez en el Oeste (C’era una volta il West, 1968) y esa segunda mitad apocalíptica de Los Héroes de Mesa Verde, amén del glorioso desempeño de Woods, quien para 1984 había trabajado con Elia Kazan, Sydney Pollack, Karel Reisz, Arthur Penn, Robert Aldrich, Harold Becker, Peter Yates, James B. Harris, Ted Kotcheff, David Cronenberg y Taylor Hackford, y un sublime De Niro, intérprete que estaba atravesando los mejores años de su carrera a posteriori de colaborar con luminarias como el citado Kazan, Marcel Carné, Brian De Palma, Roger Corman, Ivan Passer, John D. Hancock, Martin Scorsese, Francis Ford Coppola, Bernardo Bertolucci, Michael Cimino y Ulu Grosbard, entre otros. En gran medida el sentido del humor hiper grotesco de la Trilogía del Dólar y de los otros eslabones de la Trilogía de la Construcción Norteamericana o Trilogía de Érase una vez hoy muta en una triple parodia que es antiinstitucional, pensemos en esa irónica secuencia en la maternidad del hospital a lo homenaje a La Naranja Mecánica (A Clockwork Orange, 1971), de Stanley Kubrick, centrada en el intercambio de bebés para amargarle la vida al petulante y siempre seguro de sí mismo Aiello, en contra de las utopías ideológicas, basta con considerar las “relaciones carnales” entre el socialista convencido y dirigente obrero O’Donnell con la política y el hampa cual mecanismo para hacer frente al empresariado y la policía, e incluso de índole sexual, planteo que se ve en especial no en la algarabía furiosa y bohemia de la pandilla sino en el contraste entre las dos secuencias de violación a cargo de Noodles, ciclotimia retórica que va desde la avanzada jocosa sobre la ninfómana de Carol, durante el robo de los diamantes, hasta su equivalente vejatoria y revanchista contra Deborah, luego de decirle que estaba por marcharse a Hollywood, en el asiento trasero de un lujoso automóvil con un chófer (nada menos que Arnon Milchan, el productor del convite) que permanece mudo durante el abuso y momentos antes le había recriminado al mafioso la “mala fama” que le genera a una comunidad judía siempre blanco del antisemitismo y en pantalla deseosa de enriquecerse o prosperar como sea. Érase una vez en América no es sólo una épica genial del film noir como se suele afirmar en los círculos cinéfilos sino una de las grandes odiseas a secas del séptimo arte, una obra maestra monumental que merece ser apreciada mediante el Corte Extendido de 251 minutos o por lo menos el Corte Europeo de 229 minutos, en este sentido la desaparición en el mercado internacional del infame Corte Estadounidense de escasos 139 minutos de The Ladd Company, una de las empresas productoras y la encargada central de la distribución en el mercado yanqui, toma la forma de una reparación histórica algo mucho tardía pero justa y muy necesaria dada la magnitud del lienzo ideado por Leone y su bella coherencia, vigor, detallismo y exuberancia narrativa. El realizador y guionista italiano lamentablemente nunca más dirigiría otro convite porque el óbito lo encontraría en 1989 a la temprana edad de 60 años a través de un ataque cardíaco mientras se preparaba para comenzar en 1990 el rodaje de Leningrado, película basada en el Sitio de Leningrado (1941-1944), la estrategia genocida de la Alemania nazi durante la Segunda Guerra Mundial para destruir a la ciudad rusa en cuestión mediante el frío y el hambre, y en un libro de no ficción sobre el tópico del periodista norteamericano Harrison Salisbury, Los 900 Días: El Sitio de Leningrado (The 900 Days: The Siege of Leningrad, 1969), proyecto que se derrumbaría porque Sergio sólo había conseguido la mitad de los 100 millones de dólares del presupuesto estimado y con su desaparición se extinguió las chances de hallar el resto entre financistas de Europa y de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas a pesar de los esfuerzos de su posible reemplazo, el querido Alex Cox. El declive del idealismo y su contracara, la triste obligación de inventarse un plano paralelo o autocontenido de la conciencia que nos permita continuar viviendo en armonía más allá de la perfidia y nuestros múltiples errores o barrabasadas, pocas veces fueron tan bien trabajados como en esta joya del trayecto final de la carrera de Leone, una película fascinante que juega con el transcurrir del tiempo símil periplo previo a los estertores de la muerte, sus alucinaciones asociadas, el dolor negado y la misma edificación de la memoria terminal, arcano que se mueve entre los recuerdos, los deseos y una praxis agridulce que nos deja con esa misma sonrisa misteriosa del Noodles de De Niro de la mítica imagen congelada del remate en el fumadero de opio.

 

Érase una vez en América (Once Upon a Time in America, Italia/ Estados Unidos, 1984)

Dirección: Sergio Leone. Guión: Sergio Leone, Leonardo Benvenuti, Franco Ferrini, Piero De Bernardi, Enrico Medioli y Franco Arcalli. Elenco: Robert De Niro, James Woods, Elizabeth McGovern, Treat Williams, Tuesday Weld, Burt Young, Joe Pesci, Danny Aiello, William Forsythe, Jennifer Connelly. Producción: Arnon Milchan. Duración: 251 minutos.