La calle Pepirí, antigua y diurna, baja irregular y soleada en dirección al sur. Es corta, de apenas seis cuadras y en la noche solo caminan por sus veredas, las enfermeras madrugadoras y los obreros que parten a las fábricas, en la otra orilla del río. En las primeras horas del sol de Pompeya, se despiertan algunas salas, algunas puertas, los umbrales; y parecen desperezarse las ventanas. Llegando el mediodía no hay rincón que quede sin luz o en silencio. En una de sus veredas hay dos hombres durmiendo, sentados: uno apoyado en el hombro del otro, como bandoneones vencidos, bandoneones exhaustos del barrio arrabalero. Sus espaldas están contra la única pared amarilla del mercado que refleja la luz y contrastan en ella sus dos figuras oscuras. Tirada y vacía, reposa también una botella, que se ha escurrido (como si ella misma fuera una bebida) de la mano sucia del que parece ser el más joven del dúo. Los dos tienen su cabeza abrigada por un gorro negro de lana, tienen los labios entreabiertos y en los dos, el labio inferior es más grueso que el superior. Sus rostros son bien cercanos, parecen formar parte de uno solo, la línea uniforme de sus cejas tupidas sigue el horizonte de la calle y parece, también, dirigirse al sur. Más cerca de sus cuerpos, puede percibirse el calor que fue atrapando su ropa luego de pasar largas horas bajo el sol de marzo, también puede sentirse el olor a caramelo y a hierbas de la bebida derrochada, que se calienta en la vereda y en la mano del muchacho. Están muy abrigados, casi demasiado, para los primeros fríos de marzo. La expresión de sus rostros dormidos, como sonriendo, insinúa un mundo onírico confortable y cálido, que los acuna y aísla de los que ya despertaron. No hay bullicio escolar que mueva a estos durmientes de su sueño, ni los peregrinos orantes que van hasta la Iglesia del Rosario, cruzando el puente Alsina, en procesión y con alto parlantes. No hay. Las mejillas están rosadas y brillantes, las camperas cerradas, los pantalones flojos, pero bien puestos. Tienen las piernas extendidas, los vecinos los cruzan como a un charco, dando saltitos. No roncan, permanecen inmóviles y en silencio, como duermen los bebés en su cuna, como duermen las mujeres cuando están satisfechas. Duermen, como lo hacen las veredas cuando se apagan las vidrieras, cuando cierra el mercado y se van los autos. Duermen, como Malena, después de cantar ese tango. Duermen, como duerme la calle cuando al fin llega al sur y le toca los dedos al río.