Es muy probable que ya nadie lo recuerde pero lo cierto es que el trip hop saltó de aquellos soundsystems de fines de la década del 80, una mezcla de Madchester con una especie de reggae psicodélico y apaciguado, al rhythm and blues rapeado y lentificado que todos conocemos desde comienzos de los años 90, casi como asumiendo que el dance tradicional no era lo que le interesaba a los músicos de Bristol, en el Reino Unido, porque la introspección del folk y el blues reclamaban enaltecer el bajo y esas bases electrónicas apocalípticas, ampulosas y fascinantes que jamás toman prisioneros entre los oyentes de corazones sensibles o débiles. Banda fundamental de la corriente por antonomasia que hermanó al soul, el funk, el hip hop, el góspel y la electrónica, Portishead estuvo y está formada por Beth Gibbons (letras y voces), Geoff Barrow (programación, teclados y producción) y Adrian Utley (guitarra, bajo y producción), un trío que en sus inicios tuvo una cuarta pata no oficial, el ingeniero y coproductor Dave McDonald, y junto con los otros dos artífices ineludibles del formato, Massive Attack (Robert “3D” Del Naja + Andrew “Mushroom” Vowles + Grant “Daddy G” Marshall) y Adrian Nicholas Matthews Thaws alias Tricky, asimismo colaborador frecuente de los anteriores, generaría una revolución que en el corto plazo abarcaría a Morcheeba, Lamb, DJ Shadow, Goldfrapp y algunas cosillas de Beck, entre otros, y en el mediano y largo plazo llegaría hasta la orilla mucho más heterogénea de gente como Nine Inch Nails, PJ Harvey, Gorillaz, Madonna, Radiohead, Lana Del Rey y The xx, por nombrar sólo a un puñado de artistas que se subieron al tren de la novedad y nunca se bajaron del todo.
Dummy (1994), el debut, es un mega clásico del primer trip hop junto con Blue Lines (1991) y Protection (1994), ambos de Massive Attack, Debut (1993) y Post (1995), de Björk, y los monumentales Maxinquaye (1995) y Nearly God (1996), los dos de Tricky, que combina de manera suprema y paradójicamente minimalista el blues, el funk, el dub, el rock gótico, la balada, el soul, el pop barroco, el jazz, el post punk, la producción artística lo-fi, los soundtrack del cine de terror y por supuesto ese hip hop noventoso que ya empezaba a sonar retro 80s por el generoso volumen de samples, scratchs, loops y beats hipnóticos, terreno del cual los británicos se alejan de todos modos porque poco y nada queda del gangsta rap bombástico que predominaba en el mainstream de la época. Por su parte Portishead (1997), trabajo tan desparejo e intrincado como apabullante, representó un verdadero vuelco hacia el collage sonoro disonante y algo grotesco, definitivamente nada radio friendly y mucho más apuntalado en instrumentos tradicionales que el disco previo, y hacia un gótico de clara intención tenebrosa con ecos de las bandas sonoras del film noir, el suspenso, la ciencia ficción Clase B y ese horror expresionista de comienzos del Siglo XX, una aventura que no se priva de coquetear con los girl groups de los años 50 y 60, desparramar algunos floreos de rock progresivo setentoso, abusar un poco de las intros de un dramatismo ambient cuasi operístico y sobre todo eliminar los toques de dulzura, alegría o quizás esperanza del trip hop inaugural, reacción nihilista frente al éxito inesperado de Dummy que tiene mucho de mecanismo de defensa del indie ante la invasión del público descerebrado de la cultura masiva. Roseland NYC Live (1998), registrado de hecho en el Roseland Ballroom de Nueva York con un ensamble de cuerdas, fue un álbum en vivo correcto aunque no particularmente memorable porque en general sigue demasiado al dedillo los arreglos de estudio, enfatizando así el trasfondo esencialmente electrónico de la música y ese fantasma de “reproducción robótica” que siempre sobrevuela a las bandas de trip hop que pretenden invocar algo de la anarquía, vertiginosidad, inconformismo y/ o autenticidad del rock en vivo, planteo que desde ya no desmerece el excelente aporte vocal de Gibbons y su comodidad y talento en el escenario en cada una de las canciones. Encarado después de un largo bloqueo creativo que se corta con la producción de Barrow y Utley para The Invisible Invasion (2005), cuarta placa del colectivo de neopsicodelia The Coral, el hiper lánguido y adictivo Third (2008) exacerba los toques de rock progresivo y de soundtracks de ciencia ficción del álbum de 1997 y todo ese pop barroco y post punk del debut, en simultáneo ampliando la paleta estilística al abrazar chispazos de krautrock, noise, art pop, surf music, folk, delirios lisérgicos, rock alternativo, synth-pop y una especie de glam avant-garde, indie y muy oscuro que acepta al techno deforme como parte de su idiosincrasia, una a su vez deudora de Public Image Ltd., Nick Drake, Joy Division, Ennio Morricone, Tom Waits, Siouxsie and the Banshees, Scott Walker y Evangelos Odysseas Papathanassiou alias Vangelis, el famoso compositor griego.
Luego de un par de titubeos que no llegaron a ser del todo un debut solista propiamente dicho, hablamos de Out of Season (2002), trabajo intoxicante de folk, baladas jazzeras y pop barroco y orquestal de tono lacrimógeno -o más bien lúgubre- a dúo entre Gibbons, aquí por momentos imitando con dedicación a Nina Simone y Billie Holiday, y Paul Webb alias Rustin Man, el bajista de Talk Talk, aquellos profetas del post rock -junto con Slint y su Spiderland (1991)- que empezaron en las comarcas hermanadas del synth-pop y la new wave antes de renegar de la aceptación popular y lanzarse hacia la experimentación un tanto soporífera, y Henryk Górecki: Symphony No. 3 (Symphony of Sorrowful Songs) (2019), precisamente una reinterpretación de la sinfonía más recordada/ festejada de 1977 del compositor polaco junto a la Orquesta Sinfónica de la Radio Nacional de Polonia, en esta ocasión conducida por el director Krzysztof Penderecki, en sí parte de una larga tradición de rescates culturales sobre esta misma pieza que incluye al cine de la mano de directores como aquel Maurice Pialat de Police (1985), el Peter Weir de Fearless (1993), el Julian Schnabel de Basquiat (1996) y ese Terrence Malick de la más cercana A Hidden Life (2019), por fin llega el turno de una Beth en solitario a toda pompa gracias a Lives Outgrown (2024), álbum producido por Lee Harris, el baterista de Talk Talk y colaborador suyo en Out of Season que hoy se encarga con ella de la música de algunos temas, y por el muy cotizado James Ford, otrora asesor crucial de Arctic Monkeys, Blur, Klaxons, Depeche Mode, Florence and the Machine, Peaches, Gorillaz, Haim, Pet Shop Boys y The Last Shadow Puppets. El flamante disco se asemeja a lo que sería una mixtura entre la sutileza minimalista de la placa con Webb/ Rustin Man y el sustrato ominoso y siempre inquieto -a veces hasta propio del terrorismo artístico iconoclasta- de Third, sin embargo vale aclarar que la accesibilidad ahora le gana la pulseada a las excentricidades de antaño de Utley y Barrow ya que el pop barroco domina casi por completo el horizonte, amén de pinceladas de art rock, folk, lounge/ downtempo, dream pop, lo-fi, post punk, soft rock e indie orquestal que beben en especial del costado más amargo de Brian Wilson, Donovan, The Beatles, Serge Gainsbourg, Phil Spector y el ya citado Walker, a finales de los 60 todo un experto en el rubro art pop.
Tell Me Who You Are Today, la estupenda apertura, combina una base freak de percusión a lo Waits con mantras orquestales y vocales que se superponen con aires de dream pop analógico/ sin teclados y por supuesto bien deprimente, sobre todo cortesía de una de esas típicas letras de Gibbons en las que un corazón adolorido y confundido -un tanto esquizofrénico, a decir verdad- se automartiriza tratando de saber quién es en realidad, múltiples identidades y fantasmas del pasado de por medio. Con un dejo lejano de Nick Cave and the Bad Seeds, la maravillosa Floating on a Moment continúa en el terreno del pop barroco más sombrío y meditabundo para reflexionar acerca de la muerte de los seres queridos, la fugacidad de la vida, la falta de control que tenemos sobre ella, el conservadurismo necio de buena parte de los mortales -o ausencia de curiosidad/ rebeldía- y especialmente la inutilidad de pensar que habrá algo más allá del óbito, quizás un paraíso o un infierno para el alma, compensación simbólica fruto de las religiones que Beth definitivamente considera una idiotez y lo repite de manera tácita una y otra vez a lo largo de los versos, en esta oportunidad muy cercanos a una celebración por lo bajo del “aquí y ahora” del hedonismo, el único bálsamo verdadero contra la presencia acechante de la parca. Desde una base que recupera algo de los beats hiphoperos de Dummy y unas cuantas pinceladas de soundtrack orquestal de una película de terror que no existe símil su sucesor de 1997, Burden of Life funciona como una bella elegía a la niñez desaparecida, sinónimo de una candidez que todavía no conoce la amargura real, y en simultáneo como una apología de la costumbre de refugiarse en uno mismo para tratar de sobrellevar las diversas derrotas, tragedias y sinsabores de la existencia, en esta ocasión un sustrato que no habilita respuestas claras y pasa a estar homologado a la familia destruida, las muertes en el círculo afectivo cercano y esas separaciones amorosas que nos obligan a recomenzar el ciclo de buscar pareja para evitar por un rato la soledad intrínseca de los sujetos.
Lost Changes opta por la curiosa decisión de citar musicalmente y en la letra al Pink Floyd más sincronizado con Roger Waters, aquel del legendario álbum doble The Wall (1979), mediante el inicio de Hey You, en esencia una llamada a la acción que implica rescatarse a uno mismo como efectivamente lo entiende la cantante inglesa, aquí instando a aceptar el envejecimiento y la mutabilidad de la vida para rechazar las obsesiones monotemáticas, abrazar la ternura y las caricias cotidianas y dejar de lado todo cinismo, suerte de manía de la posmodernidad que busca/ inventa la ironía y la hipocresía en todos los intercambios sociales, banalizándolos desde la comodidad del nihilismo negativo o destructor que no propone nada en el lugar de aquello destruido vía el discurso hueco o facilista. Rewind continúa en el terreno de las relecturas nada sutiles de material ajeno y ahora le toca a la psicodelia modelo Revolver (1966), de The Beatles, con acento en Tomorrow Never Knows, inmortal tema de John Lennon que pasa a ser revisitado por Beth y sus productores desde las perspectivas combinadas de Third y Out of Season, por cierto dando por resultado una composición bienintencionada pero despareja -como la anterior- que versa sobre el cataclismo ambiental planetario del que somos testigos y causas fundamentales en el Siglo XXI, además de enfatizar el hecho de que el daño provocado resulta irreversible porque nuestro egoísmo extraccionista e irresponsable no conoce límites en cuanto a su voracidad y tendencia a cosificar la vida, para colmo luego sintiéndose tan vacío como antes. Cruza ciclotímica entre lo pomposo de Walker y Siouxsie and the Banshees con lo más sereno de Waits y Nick Drake, Reaching Out recupera el muy buen nivel de los comienzos del disco desde un pop cuasi espectral que indaga, precisamente, en los cambios de humor/ temperamento/ idiosincrasia de una persona que puede ser la misma vocalista o tal vez un tercero cual amante o amigo, en suma alguien que opta por aislarse en silencio absoluto en lugar de buscar ayuda, refugiarse en el amor o tratar de alcanzar algún equilibrio identitario que le impida seguir dando vueltas en círculos, claramente perdido y avergonzado de sí mismo por razones desconocidas.
Oceans es quizás lo más cercano dentro de Lives Outgrown a la interpretación purificada/ esencialista de parte de la cantante y compositora del dream pop de Cocteau Twins y Galaxie 500, hoy desde ya de dejo orquestal inflado aunque igual de onírico y hermoso, armazón musical al servicio de un tema acerca de la menopausia, el miedo a morir y la sensación de sentirse cansado o desgastado por haber alcanzado una edad madura y seguir sin respuestas en torno a muchos interrogantes que se van acumulando durante el transcurso de la vida, frente a lo cual se proponen las alternativas complementarias del olvido, una percepción más aguda/ entrenada y eso de “dejarse llevar” por la corriente de los acontecimientos diarios para no incurrir en el fetiche de pretender intelectualizarlo todo, sin duda uno de los grandes males de nuestro tiempo ya que se suele confundir la sensatez con el ensimismamiento del círculo vicioso. Enmarcada en unas cuerdas omnipresentes que nos reenvían a algunos pasajes de Paris 1919 (1973), de John Cale, y Skylarking (1986), de XTC, dos obras maestras del pop barroco, la excelente For Sale rankea en punta como uno de los temas más fatalistas de la colección que nos ocupa ya que considera a los sueños o anhelos íntimos de cada persona como mercancía que se venderá en algún momento de nuestro paso por este mundo, productos susceptibles de ser intercambiados en pos de confort, privilegio o mero alimento para la subsistencia mediante una transacción que a la larga nos deja desiertos, adoloridos, furiosos o más bien decepcionados con nosotros mismos, de hecho el leitmotiv de buena parte de la carrera de Gibbons, del álbum y de una canción que sutilmente también pondera al amor por sobre la competencia social caníbal del capitalismo y la costumbre asociada de imponerse metas económicas que anulan todas las otras dimensiones vitales, un autoengaño siempre bobo y contraproducente.
Beyond the Sun se ubica justo en una comarca hipotética intermedia entre el post punk y la música árabe para subrayar mucho más los gloriosos instantes instrumentales que los escasos versos que nos regala Beth, los cuales de todas formas consiguen imponerse gracias a sus reflexiones infaltables en torno al masoquismo, las dudas, la memoria, la pérdida de la fe, el desasosiego y la eventualidad de imaginar de manera retrospectiva escenarios históricos alternativos, por ejemplo en caso de haber sabido desde el principio qué causaría tal bola de nieve a futuro o en caso de haber conocido antes a esa pareja que nos saca tantas veces de la oscuridad o introspección patológica con su sola presencia, otro de los motivos más recurrentes de la poesía visceral de la vocalista. Especie de coda folk pastoril que se niega a cerrar la placa con un tono tan apesadumbrado como el del resto del repertorio, Whispering Love retoma a Walker y Waits para construir una oda a la luminosidad efímera y lúdica de la vida, al amor y la música que sanan y al apoyo del ser querido más próximo, ese capaz de ofrecer unas protección y sabiduría que se parecen mucho a la paz de un jardín ensoñado y susurrante que neutraliza todos los peligros inherentes a la naturaleza y sabe aprovechar cada uno de los detalles de tamaña ilusión.
Si bien francamente no abre territorios musicales nuevos para Gibbons, más bien todo lo contrario porque oficia de regreso a las fuentes más analógicas y menos electrónicas/ digitales de su producción artística, Lives Outgrown logra destacarse por derecho propio ya que sintetiza de manera brillante dos de sus preocupaciones de larga data a escala conceptual, primero la angustia, todo un latiguillo de Portishead desde el inicio, y segundo la posibilidad de sobrellevar o superar la desazón mediante el amor, dentro del universo de la fauna de Bristol más una contingencia bienvenida que algo que se busca de manera consciente o porfiada, sin embargo salta al primer plano un cambio muy importante con respecto al pasado porque aquel misterio y aquel influjo sexy de los tres discos de estudio con Barrow y Utley en esta oportunidad se metamorfosean en un constante cuestionamiento alrededor de la propia mortalidad y la de nuestros familiares, amigos, parejas, colegas y vecinos más o menos lejanos, un fetiche que no debe ser confundido con el pesimismo marca registrada de Beth o con una simple fascinación con las truculencias o lo macabro ya que tiene mucho de cavilación acerca del paso del tiempo y la toma de conciencia de que la acumulación de debacles de la vida adulta ya no habilita placebos, estereotipos new age o remedios sociales baratos del montón. Dicho de otro modo, mientras que la amargura inaugural de Portishead estaba vinculada a una ansiedad enraizada en los “lugares comunes” de la primera adultez, en sintonía con los amores inaugurales, el divorcio de los padres, cierto solipsismo esencial del individuo, el derrotismo que se desprende de él, etcétera, esta nueva acepción del marco doloroso de siempre se debate, en cambio, entre las típicas preguntas de la maternidad/ paternidad, acerca del mundo que le dejaremos a nuestros hijos o las generaciones siguientes, y precisamente esa sensación de vulnerabilidad corporal y psicológica que va creciendo a medida que avanzan los años y la parca comienza a asomarse por la ventana para reclamar la vuelta a una oscuridad de la que salimos en primera instancia, al nacer. Lives Outgrown, en este sentido, de manera permanente pone el dedo en la llaga de no saber qué nos espera ni tampoco poder hacer demasiado para evitarlo a excepción de tratar de vivir lo mejor posible y sin egoísmos que les cuelguen nuestras condenas a otros, planteo que para Beth equivale a dejar de destruir la naturaleza y a refugiarnos en la faceta más humanista y sensible de nosotros mismos si eso es lo que necesitamos, caso contrario conviene pedir socorro por fuera del cascarón o coraza que arrastramos a cuestas.
Lives Outgrown, de Beth Gibbons (2024)
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