El cine ha trabajado en muchas ocasiones el motivo retórico del “pueblo chico, infierno grande” ya sea en términos de retrato intrínseco de la comarca de turno o comparándola por lo bajo o por lo alto con el cinismo, la putrefacción moral y la violencia a toda pompa de su pariente inflado cargado de soberbia y delirio, las grandes ciudades de la modernidad. A nivel general en la pantalla grande se tiende a remarcar cinco características principales que pueden aparecer de manera superpuesta, aislada o complementaria, a saber: en primera instancia tenemos el entramado de prejuicios del lugar, léase un conservadurismo que todo lo abarca y establece categorías positivas y negativas desde el vamos que ayudan a limitar los movimientos desde un conductivismo maquillado, en segundo lugar viene la infaltable envidia en relación al vecino más próximo o alguno un poco más lejano, en esencia unos celos hipócritas empardados a las posesiones, el estatus social y/ o las parejas sexuales de cada uno, luego está la dependencia para con el caudillo o caudillos locales, casi siempre figuras despóticas que pueden gozar de autonomía o depender a su vez de alguna autoridad externa de tipo económica símil aggiornamiento de los señores feudales, en cuarta instancia encontramos al cotilleo como mecanismo de amedrentamiento o censura, todo un clásico a la hora de sembrar el germen de la sospecha sin ensuciarse las manos de modo directo, y finalmente llega la homologación entre la persona y su función dentro de la comunidad, por un lado, o entre el individuo y su estrato dentro de la pirámide de explotación capitalista, por el otro lado, en esencia una alienación que desdibuja la identidad propiamente dicha del sujeto de turno y la vincula indefectiblemente a su rol como burgués, obrero, estudiante, campesino o ama de casa, algo que tiene que ver con la división del trabajo o anulación de la humanidad diversa en función de la asignación de unos roles estancos que en la mente de hombres y mujeres terminan acaparándolo casi todo porque la jerarquía excede al sujeto.
Uno de los films que llevan todos estos rasgos hasta el extremo es La Vaca (Gaav, 1969), la segunda película del director y guionista persa Dariush Mehrjui a posteriori de la mediocre Diamante 33 (Almaas 33, 1967), homenaje/ parodia/ exploitation de la franquicia alrededor de 007 o James Bond, y para muchos la propuesta inaugural de aquel Nuevo Cine Iraní que salió a luchar desde el marco arty contra el esquema mainstream vernáculo, éste -como en todas partes del planeta a mediados del Siglo XX- vinculado al melodrama, las comedias y las odiseas familiares, bélicas o de aventuras. Junto con Gheisar (1969), el recordado film noir de venganza de Masoud Kimiai, y Tranquilidad en Presencia de Otros (Aramesh dar Hozur Deegaran, 1972), retrato de la migración desde el campo hacia las metrópolis de Nasser Taghvai, La Vaca es un trabajo representativo de la primera fase del Nuevo Cine Iraní correspondiente a la denuncia de la pobreza, brutalidad, supersticiones y fariseísmo del país durante el gobierno monárquico prooccidental del Sha Mohammad Reza Pahleví, quien se consolidó en el poder mediante la Operación Ajax de 1953, un Golpe de Estado orquestado por Estados Unidos y el Reino Unido para frenar la rauda nacionalización de los recursos petrolíferos encarada por el Primer Ministro Mohammad Mosaddeq, por ello la dictadura del sha gobernó a la nación con mano de hierro -ayudada por la SAVAK, la feroz policía secreta de Pahleví- hasta el derrocamiento del tirano vía la Revolución Iraní de 1979, génesis de una república teocrática y antioccidental al mando del Ayatolá Ruhollah Jomeini que en esencia reemplazó aquel código de censura del sha por otro prácticamente opuesto, donde el puritanismo represor del Islam tomó la posta de la paradigmática cruzada de las administraciones de las sociedades modernas, por supuesto igual de represora, en pos de esconder el subdesarrollo, la miseria y las muchas desigualdades del sistema económico en cuestión, en el Tercer Mundo orientado a las materias primas y el cruel extraccionismo.
Basado en el libro Los Dolientes de Bayal (Azadaran-e Bayal, 1964), de Gholam-Hossein Saedi, el guión fue escrito por el realizador y el propio novelista, este último por cierto el mismo que inspiró la citada Tranquilidad en Presencia de Otros y la maravillosa El Ciclo (Dayereh Mina, 1977), el otro clásico de Mehrjui del período prerevolucionario que se topó con los embates censuradores del sha por osar retratar la angustia y el hambre del pueblo combinando las herramientas formales del neorrealismo italiano, un semi documentalismo mediante, y de la colección de “nuevas olas” de la época, nos referimos a algunos floreos sutiles como la cámara lenta, la imagen congelada y los fundidos a blanco. Masht Hassan (el estupendo Ezzatolah Entezami, futuro actor fetiche del director) vive en un pueblito bucólico de Irán y a pesar de estar casado con una mujer que no le dio vástagos (Mahin Shahabi), su verdadero amor es su vaca preñada, animal al que adora y cuida de manera meticulosa porque lo sitúa en una posición de preeminencia en la comunidad por ser el único vecino con semejante criatura, capaz de dar un tesoro líquido en medio del desierto, la leche. No sólo la lleva a pastar en el páramo sino que también la baña e incluso duerme con ella en el establo, temeroso de que una pandilla de una aldea cercana, los Bolouris, pueda robársela como aparentemente robaron unas ovejas en la comarca, no obstante esta preocupación no impide que la esposa encuentre al animal muerto, con sangre en la boca, durante una jornada en la que su marido estaba ausente por trabajo. El “sabio” del pueblo, Eslam (Ali Nasirian), y el jefazo, Kadkhoda (Jafar Vali), deciden ocultarle lo sucedido a Hassan diciéndole que la vaca simplemente se escapó cuando en realidad la enterraron en un pozo, sin embargo la estrategia discursiva no sale del todo bien porque la depresión igual se asoma por el horizonte y para colmo viene acompañada por la locura, ahora con Masht adoptando de a poco el lugar de la vaca, mudándose al establo y comiendo forraje.
Más allá de la tragedia de fondo en materia de la alienación de Hassan, la rusticidad del pueblo y lo mucho que sus habitantes se abrazan a sus míseras posesiones, lo que incentiva un canibalismo tácito a través de la paranoia en relación a los Bolouris, la película tiene mucho de comedia negra porque la esposa de Masht parece estéril (las mujeres no tienen importancia alguna en los países musulmanes, por ello la vaca es mucho más valiosa ya que promete cría y riqueza), nunca se aclara del todo la causa de la muerte del animal/ principal bien del menesteroso (en este sentido se ensayan sucesivas explicaciones sin que ninguna resulte concluyente, desde un “mal de ojo” y la mordedura de una serpiente, pasando por el accionar envidioso de la tribu vecina, hasta llegar a una posible enfermedad o tal vez un capricho de Alá), la farsa popular deriva en debacle (las buenas intenciones de Eslam están en primer plano pero la identificación del protagonista con el cuadrúpedo es tan grande que se ve impulsado a reemplazarlo en la praxis material) y el relato está lleno de personajes estrafalarios que hacen al ABC del formato narrativo del “pueblo chico, infierno grande” (además de los mencionados y de las dos subtramas que se centran en un muchacho que se quiere casar con una linda ninfa y otro que se la pasa robando gallinas para compensar las ovejas que se supone se llevaron los Bolouris, quienes en pantalla sólo manifiestan interés por la vaca en sí, tenemos a dos personajes secundarios/ complementarios muy graciosos, el tonto masoquista del pueblo en la piel de Ezzatollah Ramazanifar, en esencia un retrasado mental, y el abusón reglamentario de la región que compone Firouz Behjat Mohammadi, un sádico que de vez en cuando dispara alguna reflexión sensata desde un cinismo citadino). Si bien algunas escenas se hacen muy largas e incluyen tomas fuera de foco y el desarrollo en general es muy simple en su claustrofobia rural, la música de Hormouz Farhat resulta muy interesante al igual que la premisa de base, la fotografía/ estética visceral y el desempeño del elenco en su conjunto, amén de la clara intención de Mehrjui de construir una parábola sobre las mentiras piadosas sociales y un duelo obsesivo que muta en una denuncia acerca de la crueldad humana hacia los animales, amén del absurdo de una cultura que no permite comer a la res a pesar de la hambruna. Luego de La Vaca y El Ciclo el realizador padecería aquel bache cinematográfico iraní de los 80, uno enmarcado en la propaganda y la nulidad artística casi absoluta debido a la Guerra entre Irán e Irak (1980-1988), y recién renacería con el boom internacional de los años 90 a caballo del minimalismo de Abbas Kiarostami, Mohsen Makhmalbaf y Majid Majidi, efectivamente entregándonos obras atendibles como Hamoun (1990), Leila (1997) y El Árbol de Pera (Derakhte Golabi, 1998) y opus apenas correctos en sintonía con Los Invitados de Mamá (Mehman-e Maman, 2004) y Santouri (2007), no obstante estas críticas más o menos solapadas al oscurantismo revolucionario no se comparan con La Vaca, exploración cuasi onírica de los pormenores del estatus social…
La Vaca (Gaav, Irán, 1969)
Dirección: Dariush Mehrjui. Guión: Dariush Mehrjui y Gholam-Hossein Saedi. Elenco: Ezzatolah Entezami, Ali Nasirian, Jafar Vali, Ezzatollah Ramazanifar, Firouz Behjat Mohammadi, Mahin Shahabi, Esmat Safavi, Khosrow Shojazadeh, Jamshid Mashayekhi, Parviz Fanizadeh. Producción: Dariush Mehrjui. Duración: 105 minutos.