A Vida Invisível (2019, de Karim Aïnouz, Competencia Internacional)
El rojo y el verde desde el principio, como mantra visual, como empapelado de un relato con un laburo tan agudo en la composición de los planos como en la narrativa; una composición a veces obvia y muchas otras sutil (un arito, una prenda). Un guión laburado, con una puesta en escena igual de meticulosa. Hay demasiada tela para cortar y parece inabarcable para un solo visionado. Lo de Aïnouz es un melodrama que propone un acercamiento a la vida (a las decisiones) tan verdadero que asusta pero utilizando las armas del artificio, del peso de las formas como generadoras de sentido. Formas que brotan por un lado del verde de la vegetación de un Río de Janeiro de los años 50 y, por otro, del rojo de la sangre burbujeante de dos hermanas que salen a ponerle el pecho a una vida regida por el último tradicionalismo. Guida (Julia Stockler) es la que no especula, la que se fuga con un marinero griego y vuelve para ser madre soltera; Eurídice (Carol Duarte) es la miedosa y sensible que se casa con un tipo que no ama, la que sigue el mandato familiar y social en detrimento de su virtud (tocar el piano). A partir de las hermanas que también pueden ser rojo y verde (por momentos Guida es el rojo de la pasión y Eurídice, hasta que explota, el verde del moho), se articula su historia de amor y desencuentro. Historia que es simplemente una guía en medio del todo de la vida (y del cine). En una puesta ambiciosa y, como buen melodrama, explotada en emociones, con hombres que recuerdan al protagonista de Él (1953) de Buñuel o a cualquier marido controlador y mala onda de los que cada vez, creemos, hay menos, Aïnouz arma y desarma las tradiciones del patriarcado sin textos remarcados. El discurso forma parte de las decisiones estético-narrativas y nunca se percibe la voz del director por sobre las formas, algo difícil sobre todo cuando el tópico está tan al frente de la coyuntura.
Il Traditore (2019, de Marco Bellocchio, Autores)
Bellocchio vuelve a hacer un perfil polémico y, como en Vincere (2009), otra vez de un tema para el que parece estar legitimado por nacionalidad y conocimiento; en este caso no es el fascismo ni el comunismo sino la Cosa Nostra (de mafia habla la gilada, le dirá Tomasso Buscetta -bajo la piel y la voz de Pierfranceso Favino- al juez Giovanni Falcone). La última de Bellocchio es un perfil histórico y una película de mafia y traiciones (como bien informa el título) que podría jugar en la liga de las dos mejores ítaloamericanas, The Godfather (1972) o Goodfellas (1990) -con esta última comparte también ser una película sobre una rata (un buche)-, pero también es una película de juicios. Y ese juicio es nada más y nada menos que el más grande de la historia de la Cosa Nostra, por el que fueron condenados más de 300 tipos y que salpicó a la política italiana (entre ellos a Giulio Andreotti, otro que tuvo su perfil pero a través del ojo y la técnica de Paolo Sorrentino). Il Traditore no es una película de ascenso y caída, pero sí comparte con otras de mafia su articulación clásica y el punto de vista del mafioso; acá, por suerte, los jueces sólo están en los tribunales. El relato comienza con una fiesta de un arreglo de supuesta paz entre familias; con Busceta preocupado por la adicción de uno de sus hijos y rodeado de su gente de confianza. Corte, elipsis y quilombo. La paz se rompe y Bellocchio muestra tiros para todos y todas, y a Buscetta sufriendo en su exilio de Río de Janeiro (“tendría que haber obligado a mis hijos a irse conmigo”, dirá en un momento). No hay momentos en Il Traditore que no merezcan atención y es imposible abarcarla en una reseñita, pero hay una situación que puede servir para ilustrar la sensibilidad de Bellochio o para encerrar una de sus ideas detrás de la película; ese momento se da en una charla que comparten Buscetta -ya de vuelta en Italia y acusando a todos- y el juez Falcone; Busceta le dice que en la Cosa Nostra hay valores, tradiciones que se respetan, y el juez Falcone se enoja y le pide que no lo chamuye, que no lo trate como a un boludo, que la mafia es una mierda; esa situación encierra el respeto y el cariño que se gana Falcone por parte de Buscetta, al mismo tiempo que demuestra que la película más cara de Bellochio puede encerrar grandes ideas narrativas con pequeños gestos, pequeños diálogos, con la escena más barata de la película.
Motherless Brooklyn (2019, de Edward Norton, Autores)
Norton se aleja de la comedia con la que debutó como director hace casi 20 años pero no se aleja del género; esta vez le dedica más de dos horas al film noir, por momentos casi de manera caricaturesca pero siempre anclado en el clasicismo. Norton, que también actúa, saliendo de las sombras o esperando con sobretodo y sombrero son apenas gestos amables con el género y el espectador, tal como los diálogos explicativos. Pero no hay subestimación sino vocación popular. Y en esa búsqueda amable hay también lugar para algunos planos preciosistas, ideas visuales que nunca quedan aisladas de los textos porque Norton las ubica como soporte de la trama. Lionel (Norton) es el huérfano de Brooklyn del título, un detective con Síndrome de Tourette que fue un protegido de Frank Minna (Bruce Willis), un investigador privado que se mete con el poder político y con el real (que muchas veces se dan la mano); con la mafia que opera infectando al Estado con nociones liberales y empresas privadas que, en este caso, tratan de quedarse con las propiedades de los barrios bajos de la Nueva York de los años 50. Que el personaje de Minna se meta con el poder no obedece a cuestiones morales sino materiales (el capitalista respeta -y se parece o también lo es- más a un ladrón que a un comunista, porque comparten los mismos valores, las mismas ideas sobre la propiedad privada, dijo alguien por ahí), por el contrario, Lionel lo hace por venganza pero también por una cuestión ideológica. Norton plantea una separación algo didáctica pero no por eso imbécil entre idealistas y capitalistas salvajes, con su personaje como representante de cierta ética progresista y con Moses Randolph (Alec Baldwin) como la representación del liberalismo económico amoral (un Bolsonaro, un Trump o un Macri). Nutriéndose de algunas ideas del Chinatown (1974) de Polanski y del primer John Huston, el noir de Norton descomprime la solemnidad con el Tourette de su personaje; los tics y los gritos de Lionel sirven como comic relief a lo largo de toda la película, un gesto más de amabilidad con el espectador, algo que para algunos será virtud y para otros vicio.
El Cuidado de los Otros (2019, de Mariano González, Competencia Internacional)
Mariano González hace de los primeros planos, de esos bien cerrados en la cara de Luisa (Sofía Gala), y de los planos medios y enteros de sus movimientos, el eje de su película. La cámara se mueve con ella y por ella. Y Gala se la banca, de nuevo, como en Alanis (2017). Acá cuidando a un nene que no es el suyo pero que de todos modos ante el primer conflicto queda partida como por un rayo, porque la sangre nunca importa. Ese conflicto marca a Luisa y a la película toda, que en su primera media hora podría ser un drama familiar denso escandinavo a la Thomas Vinterberg, pero que opta, para bien o mal, por un poco de luminosidad. Luisa es niñera, y un accidente que involucra a su pareja Miguel (el propio González) deja al chico al que cuida internado; a partir de ese hecho y en clave naturalista pero con un montaje que no cede mucho tiempo para la contemplación, la película asfixia y suma capas de sentido al mismo tiempo que propone más preguntas que certezas. González presenta una película política pero libre, o al menos liberada tanto de los vicios de la qualité nacional como del modernismo por presupuesto bajo, el miserabilismo, o el corset del género. Se apoya, sobre todo, en un buen guión bien interpretado, no sólo por las actuaciones clave (incluso de los secundarios) sino por la tensión que logran transmitir tanto los planos cerrados como los buenos movimientos de cámara, en definitiva, la puesta en escena: trama, técnica y sentido.
Black Magic for White Boys (2017, de Onur Tukel, Competencia Internacional)
“No quiero tener hijos, me aterra, tengo 48 años y soy un boludo, ¿para qué traer gente como yo al mundo? Creo que al revés de lo que se piensa, no tener hijos es un acto de solidaridad.” Con esa sinceridad, el director Onur Tukel habla de la paternidad y de la vida. Y esas ideas son las que mueven su última comedia: Black Magic for White Boys. Que en el medio de la película haya una mención a Michael Richards, el eterno Cosmo Kramer de Seinfeld, no es casualidad, como tampoco es casualidad que el amigo de Oscar (interpretado por el propo Tukel) sea parecido a Larry David. Porque la película además de tener puntos en común con Seinfeld (Nueva York, los adultos que no pretenden cumplir con los mandatos sociales, la miserabilidad incluso con los seres queridos, el humor ácido), podría ser un capítulo extendido de una sitcom. Hay ciertas formas, sobre todo cierta iluminación, que parecieran conectar más con la TV que con el cine, además de deberse a temas presupuestarios de una película independiente. El relato se estructura a partir de una salida de Oscar y su amigo en cita doble. Las parejas van a ver un show de magia del off neoyorquino y así aparece en escena la troupe cuasi circense integrada por un mago francés con un librito secreto y poderoso, su esposa, un enano, el gerente y dos asistentes, la vieja y la recién llegada. Además de todo el rollo de tener o no tener hijos y de la magia negra, en la trama hay palos para el capitalismo salvaje (a través de una historia de inquilinos negros y pobres que podría ser el lado B de la de Motherless Brooklyn) y un lugar especial para la preponderancia de las drogas (sobre todo de las pastas) en la sociedad actual. Tratando de dar vuelta los lugares comunes, Tukel hace una comedia a toda velocidad pero sin que se le escape ninguno de esos temas que suelen ser polémicos tanto para los reaccionarios como para los progresistas más cuadrados.