El Imperio de los Sentidos (Ai no Korîda)

Provocación del placer

Por Emiliano Fernández

A diferencia del mercado cultural occidental y su obsesión con definir, departamentalizar y categorizarlo todo, los orientales no tienen tanto miedo a mezclar ingredientes de géneros, estilos, idiosincrasias y patrones de representación diferentes ya que el público asiático -en especial el japonés- puede ser muy cerrado en cuestiones relativas al honor y el orgullo consuetudinario pero justo en este apartado, la dimensión formal de las obras de arte, no tiene tantos prejuicios en materia de una posible amalgama deliciosamente heterogénea. Los nipones han convertido en bandera este estado de cosas y basta con detenerse en una película como El Imperio de los Sentidos (Ai no Korîda, 1976), escrita y dirigida por el gran Nagisa Ôshima, quizás el film más revolucionario en materia sexual de la historia del séptimo arte por el enfoque ultra disruptivo propuesto: pensada para la distribución masiva con una factura impecable mainstream, la propuesta combina el acervo arty tradicional de las décadas del 60 y 70 con el lenguaje pornográfico de la cópula explícita pero no en términos occidentales de “una escena aquí para el shock, otra secuencia de sexo allá para el espanto de los puritanos”, sino abrazando continuamente a la lascivia en tanto principal vínculo entre los amantes protagonistas y generando permanentes diálogos entre ellos que muchas veces toman la forma de soliloquios tácitos cruzados que ponen de manifiesto -para los espectadores- su estado mental, sus anhelos y sus utopías eróticas; lo que por cierto trae a colación el hecho de que estamos hablando de una epopeya romántica previa al ascenso de la dictadura estética videoclipera/ publicitaria de los 80, esa que domina hasta nuestros días y que enmarca todo en un cuidado fetichista bastante vacuo de la imagen al punto de colocarla muy por encima de los intercambios verbales y la dimensión conceptual en general, precisamente por ello la película que nos ocupa desconoce esos menesteres, trabaja a la par la faceta visual y la ideológica del devenir amatorio y ofrece al sexo como un fluir retórico de incesante intercambio de fluidos, palabras y deseos en busca de la quimera de eliminar los celos posesivos y alcanzar un gran orgasmo equiparado a la pulsión de muerte.

 

Ôshima fue uno de los miembros más célebres de la extraordinaria Nueva Ola Japonesa, movimiento que incluyó además a otros realizadores como Masaki Kobayashi, Hiroshi Teshigahara, Kaneto Shindô, Yasuzô Masumura y Shôhei Imamura y que se centró en ofrecer una visión crítica de la cultura y el ideario nipón desde un marco existencialista que se oponía al humanismo sutilmente optimista de las generaciones anteriores, en esencia simbolizado en el cine de Akira Kurosawa y Yasujirô Ozu, los “padres” frente a los cuales había que rebelarse. Denunciando el nacionalismo, la xenofobia, la segmentación social, las inequidades, la mojigatería, la hipocresía sexual y la obsesión con el bushidô o código ético que supuestamente enarbolaba a la lealtad y el honor para después entregarse en la vida prosaica al fariseísmo de toda índole, la generación de los 60 desarmó todas las relaciones de poder de su tiempo -muchas de las cuales continúan casi intactas hasta el día de hoy- y le pegó duro al Japón de mediados del Siglo XX que todavía tenía el orgullo malherido luego de la cruenta derrota en la Segunda Guerra Mundial, la ocupación norteamericana y el ascenso compensatorio de las mujeres dentro del trajín nacional, grupo que vio incrementar su poder cortesía de la debacle de los ideales bélicos y actitudinales inflados de los hombres que pelearon en el conflicto bélico bajo el estandarte imperial. Ôshima, por su parte, mostró gran interés por el erotismo del poder y la dependencia emocional, por los estudiantes del período y por los retratos tragicómicos de marginados, basta con recordar Historias Crueles de Juventud (Seishun Zankoku Monogatari, 1960), El Entierro del Sol (Taiyô no Hakaba, 1960), Noche y Niebla en Japón (Nihon no Yoru to Kiri, 1960), La Captura (Shiiku, 1961), Placeres de la Carne (Etsuraku, 1965), Violencia a Pleno Sol (Hakuchû no Tôrima, 1966), Canta una Canción de Sexo (Nihon Shunka-kô, 1967), Verano Japonés: Doble Suicidio (Muri Shinjû: Nihon no Natsu, 1967), La Muerte en la Horca (Kôshikei, 1968), Tres Borrachos Resucitados (Kaette Kita Yopparai, 1968), El Muchacho (Shônen, 1969), Murió Después de la Guerra (Tôkyô Sensô Sengo Hiwa, 1970) y La Ceremonia (Gishiki, 1971).

 

La película se basa en un famoso episodio de asesinato por asfixia erótica y castración post mortem -pene y testículos- ocurrido en Tokio el 18 de mayo de 1936, suceso protagonizado por Sada Abe, una ex geisha y ex prostituta que trabajaba como aprendiz/ ayudante en el Restaurant Yoshidaya, propiedad de un tal Kichizô Ishida que más que manejar el lugar se dedicaba a disfrutar de todas sus subalternas, dejándole la administración a su esposa y terminando con sus genitales en el kimono de su empleada y posterior amante. Ôshima se sirve del coito explícito no sólo porque ese es el lenguaje que “hablan” Abe (Eiko Matsuda) e Ishida (Tatsuya Fuji) y que los lleva a la pasión mutua sin frenos sino también porque no hay historia estándar para contar, por lo menos entendida en términos cinematográficos tradicionales, eso de contentar al vulgo con una semblanza símil espectáculo sobre lo que sea; siempre a sabiendas de que no existe mejor estrategia para provocar a los fascistas, los impotentes, los melindrosos, los beatos y los diletantes patéticos de la corrección política que mostrar a dos personas dándose placer recíproco y esquivando los lugares comunes del asunto -la romantización idiotizante, las sonseras rosas, la hegemonía burda de un miembro de la pareja sobre el otro, la repetición de rituales de cama quemados, etc.- vía la clásica morbosidad sexual nipona y la decisión de abrazar esa “parte maldita” del ser humano a la que hacían referencia Georges Bataille y el Marqués de Sade en sus textos, la anárquica que impone la libertad del sujeto negando las reglas sociales y la caprichosa autoridad mediante la violación gradual de todo y todos. Así las cosas, el realizador juega con escenas que incluyen lesbianismo, penetración vaginal, un poco de gerontefilia, promiscuidad, manoseo, exhibicionismo, felaciones, eyaculación, orgías, voyerismo, consoladores, masturbación, cunnilingus, sexo anal, alguna que otra bella violación, sadomasoquismo, comida pasada previamente por los genitales, maratones de orgasmos, la idea de orinar dentro de la vagina, un huevo duro insertado en la anatomía femenina, el detalle de comer vellos púbicos, eso de apretarle el pene a un niño hasta hacerlo llorar y finalmente aquellas asfixia y castración.

 

Más allá de la movida de reemplazar al restaurant del incidente verídico por un hotel en la ficción, transformando a Sada de camarera a parte de la servidumbre del establecimiento, y de mínimas vueltas narrativas como por ejemplo la casa que el muy pudiente Ishida le paga a Abe para tener un nidito de amor propio, por fuera de la residencia matrimonial “oficial” a la que ni se molesta en regresar durante semanas, y la relación prostibularia que tiene ella con un anciano maestro de escuela, Ômiya (Kyôji Kokonoe), la cual además sirve para ridiculizar el fetiche hipócrita comunal con una “virtuosidad” que por ejemplo condena la prostitución y el acto de ponderar al sexo abiertamente o en público pero celebra las mil injusticias cotidianas de la estructuración social plutocrática, el opus de Ôshima se centra en una espiral libidinosa/ impúdica/ lujuriosa que deja de lado los recursos del melodrama de triángulo romántico y ningunea a las faenas de condena social ante una situación de lascivia o concupiscencia, justo como la que retrataría el siguiente convite del director, El Imperio de la Pasión (Ai no Bôrei, 1978), especie de secuela conceptual aunque al mismo tiempo bastante diferente con respecto a El Imperio de los Sentidos porque mientras que ésta explora los ribetes macabros del aislamiento amoroso llevado al extremo de la autodestrucción por éxtasis utópico solipsista, el film de 1978 -en cambio- toma la forma de un retrato tradicional en torno a la culpa por adulterio y homicidio del cornudo, Gisaburo (Takahiro Tamura), amén de una agraciada complementación retórica de la mano de los latiguillos de los relatos de fantasmas y la eventual condena jurídica sobre la pareja asesina, Toyoji (reincide Fuji) y Seki (Kazuko Yoshiyuki), terrorífica tortura policial mediante para que confiesen el haberse cargado al estorbo del cariño clandestino. Esta decisión formal e ideológica de obviar los clichés del séptimo arte “modelo frenesí” y centrarse casi siempre en el lecho compartido y en la imaginación de Abe e Ishida para seguir reinventándose en términos del ardor es realmente única dentro de la carrera de un Ôshima que supo coquetear con el carácter revulsivo de la sensualidad pero nunca con este nivel de virulencia y osadía.

 

Como decíamos con anterioridad, a contrapelo de la táctica barata occidental de mechar episodios sexuales como inserts en narraciones conservadoras y escenas silentes tendientes a la estetización de la carne que transpira o más bien parece inmaculada, como suele ser el caso en tiempos higiénicos y publicitarios bobos como los del nuevo milenio, la epopeya que nos ocupa opta por amplificar la intimidad de los protagonistas al punto de colocar en un lejano segundo plano al resto de una sociedad mayormente representada en los sirvientes de Kichizô, un surtido de personajes y actitudes implícitas que van desde el mirar con curiosidad las cópulas en secuencia y condenarlas bajo cargos de obscenidad hasta sumarse con evidente entusiasmo al inefable “mete y saca” o pretender mantenerse a distancia para a posteriori verse arrastrado a la acción por esto o aquello (el rol de las geishas -y de algún que otro equivalente masculino en pantalla- también es importante dentro del armado general porque las susodichas asimismo son testigos del desenfreno de la libido y en gran parte lo condimentan a través de sus canciones, bailes y estrambótica presencia en tanto “terceros” en la habitación que agregan carga erótica al planteo y la procacidad de base). Así como en El Imperio de la Pasión el catalizador de la debacle, de la decisión de matar a Gisaburo, era la idea de Toyoji de afeitar la zona genital de Seki, “signo” corporal que habla de una huella de infidelidad y de un nuevo amor no rubricado por las mayorías, aquí el disparador de la tragedia -una que no lo es tanto desde el punto de vista de los amantes, más bien todo lo contrario- es el comienzo de esos juegos de asfixia que llevan a que Sada después tome posesión del falo y testículos de su amado no por despecho sino por amor lunático, por ello la primera se muestra más recatada a nivel sexual que El Imperio de los Sentidos ya que allí el peso de la sociedad castradora es mucho mayor y la dimensión carnal del cariño está caracterizada por la distancia impuesta por el vulgo y las instituciones. La dialéctica de los cuerpos desnudos, los penes, las vaginas y los ritos reinventados dominan una película en la que la desinhibición y las fantasías marcan el ritmo del afecto insolente.

 

Amparándose en la genial música de Minoru Miki y el excelente desempeño de Tatsuya Fuji y Eiko Matsuda, abandonando todos aquellos devaneos experimentales a lo Nouvelle Vague de su producción de los 60 y aprovechando con todo la libertad que habilitaba la Edad de Oro del Porno o “Porno Chic”, un período de la industria cultural que abarcó entre 1969 y 1984 determinado por el buen nivel cualitativo y el éxito en salas mainstream de diversas aventuras desvergonzadas en sintonía con Garganta Profunda (Deep Throat, 1972), Detrás de la Puerta Verde (Behind the Green Door, 1972), El Diablo en la Señorita Jones (Devil in Miss Jones, 1973) y La Iniciación de Misty Beethoven (The Opening of Misty Beethoven, 1976), amén de sentirse envalentonado a partir de la formalmente similar Último Tango en París (Ultimo Tango a Parigi, 1972), el clásico erótico y existencial de Bernardo Bertolucci con Marlon Brando y Maria Schneider, Ôshima logra la proeza de equilibrar minimalismo, sinceridad, morbo, humanidad paradójica y afán lúdico en un film de una puesta en escena despojada y cargada de un dinamismo visual/ anímico/ verbal que no engaña al espectador en ningún momento ni ofrece sermones aburridos sobre las luchas de poder entre los sexos porque en esta ocasión dicha temática pronto se diluye -una vez pasada la relación inicial de empleada y patrón- debido a que durante gran parte del metraje la democratización prevalece y los propios Kichizô y Sada abandonan las categorías de hombre y mujer para unificarse en una sola entidad corporal en busca de esa provocación social definitiva detrás del hecho de alcanzar el máximo placer en los márgenes de la vida, los correspondientes a un óbito que desde su fatalidad se burla del humanismo de los sectores progresistas más cándidos, puritanos, optimistas y/ o mamarrachescos. La escalada de censura, prohibiciones, delirios y acoso que padecería Ôshima con motivo de la histeria santurrona que generaría su film en todo el globo definitivamente no le dejarían muchas ganas de volver a rodar, algo que queda en evidencia por las pocas películas que concluyó a posteriori, hablamos de las muy interesantes -además de la citada El Imperio de la PasiónFuryo (Merry Christmas, Mr. Lawrence, 1983), Max, mi Amor (Max, mon Amour, 1986), escrita ésta en colaboración con Jean-Claude Carrière, colaborador habitual de Luis Buñuel, y Tabú (Gohatto, 1999), última odisea de una trayectoria fascinante enmarcada en su preocupación por las herramientas culturales de las que disponen los inadaptados para salir a pelearle los símbolos e insignias de poder a los sectores sociales dominantes, quienes controlan la constricción y el modelado sistemático del sentido común, las costumbres y las prácticas diarias dentro de un espectro que va desde lo público rimbombante hasta la esfera privada, con la dimensión erótica funcionando como terreno de lucha de una exuberancia liberadora de inclinaciones ácratas y temerarias que se opone a los sermoneadores de la religión, los atavismos comunitarios y la necia corrección política de ayer, hoy y siempre…

 

El Imperio de los Sentidos (Ai no Korîda, Japón/ Francia, 1976)

Dirección y Guión: Nagisa Ôshima. Elenco: Tatsuya Fuji, Eiko Matsuda, Kyôji Kokonoe, Aoi Nakajima, Yasuko Matsui, Meika Seri, Kanae Kobayashi, Taiji Tonoyama, Naomi Shiraishi, Komikichi Hori. Producción: Anatole Dauman. Duración: 102 minutos.

Puntaje: 10