The Devils

¡Qué divina benevolencia!

Por Emiliano Fernández

Incluso en una carrera repleta de logros artísticos de la más variada índole como la del tremendo Ken Russell, The Devils (1971) se destaca por ser tanto una de sus obras maestras fundamentales como una de las mejores películas de la historia del séptimo arte a secas. El secreto detrás del film es relativamente sencillo porque está condensado por un lado en un sustrato conceptual de denuncia con una fuerza impresionante, sin duda el más focalizado y coherente de toda la trayectoria del director, y por el otro lado en esa típica imaginería anarquista, desaforada, psicoerótica y surrealista del británico, ahora puesta al servicio del objetivo retórico de fondo, léase el retratar una injusticia/ farsa monumental acaecida en la Francia del Siglo XVII. Dicho de otro modo, en esta oportunidad Russell encauza su energía creativa -motivada por un inconformismo y una valentía enormes, en constante ebullición- hacia la adaptación de Los Demonios de Loudun (The Devils of Loudun, 1952), la extraordinaria novela/ ensayo de Aldous Huxley, y The Devils (1961), asimismo una excelente obra de teatro de John Whiting basada en el trabajo historiográfico de Huxley.

 

La propuesta no esconde en ningún momento su pretensión satírica pero al mismo tiempo nunca sucumbe en un cien por ciento a ella porque prefiere jugar con la línea divisoria entre la sinceridad naturalista del protagonista y lo estrafalario del martirio al que fue sometido por los monstruos oportunistas en el poder. La trama se centra en uno de los episodios más vergonzosos de la Edad Moderna, el de las “Posesiones de Loudun” de 1634 y el falaz proceso que se siguió contra el sospechoso/ víctima de turno, el Padre Urbain Grandier, el sacerdote a cargo de la metrópoli francesa donde sucedieron los hechos. Todo comenzó con la obsesión sexual de Jeanne des Anges, la Madre Superiora de las monjas ursulinas de Loudun, con Grandier, un conocido mujeriego al que le importaba un comino el celibato de la Iglesia Católica. Cuando la mujer le pide a su amor platónico que se convierta en el nuevo confesor del convento de las monjas y éste se niega dejándole el camino abierto al Padre Mignon, un rival histórico de Grandier, de inmediato la Madre Superiora comienza a manifestar síntomas de una aguda posesión diabólica supuestamente cortesía de Grandier.

 

De a poco la histeria en cuestión se expande hacia las otras monjas y es utilizada por el Cardenal Richelieu para sacarse de encima al clérigo, ya que el hombre era un ferviente defensor de mantener la autonomía de Loudun -simbolizada en las murallas circundantes de la ciudad, que protegían a los habitantes de la rapiña de los vecinos- en épocas en las que el execrable Cardenal controlaba al Rey Luis XIII y pretendía centralizar el poder de toda Francia con vistas a que la Iglesia y el Estado monárquico sean uno solo. Así las cosas, la colección de enemigos que fue cosechando Grandier (no nos olvidemos de que dejó embarazada a la hija de una autoridad local y el detalle de haber hablado en público contra Richelieu) eventualmente terminó explotando cuando todos ellos se unieron para manipular la represión sexual de las religiosas en pos de acusarlo de “brujería” en medio de un circo jurídico/ político/ místico encabezado por el Barón Jean de Laubardemont, el testaferro de Richelieu en la región, y el Padre Barré, el inquisidor que llevó a cabo la mayoría de los bizarros exorcismos sobre las monjas, todo a su vez con la anuencia del patético Mignon.

 

Como muy pocas veces a lo largo de la historia del cine, Russell logra que la sensación de horror surja no de clichés y artilugios genéricos intercambiables sino de los mismos acontecimientos narrados, ahora empardados a una cruzada ridícula y mentirosa contra un inocente que para colmo se acentúa a través del tratamiento extasiado, demencial y en ocasiones hasta anacrónico que el realizador emplea en la película. La efervescencia del guión del propio Russell, constantemente mezclando la dialéctica de las pasiones con el maquiavelismo, dispara dardos hacia la autocracia de las dinastías reales y eclesiásticas, los burócratas serviles al despojo, el oscurantismo de una “medicina” inhumana, la hipocresía detrás de la separación de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial del Estado (la parodia sutil a las democracias actuales dice presente), el prevaricato de todos los días en materia gubernamental/ legal, la pantomima de un federalismo que nunca es tal, el conservadurismo censor de una dirigencia decadente y finalmente la complicidad y falta de raciocinio de la chusma acrítica y boba que constituye en buena parte aquello que denominamos “pueblo”.

 

Las tres armas retóricas principales del director son un diseño de producción sublime (los colores furiosos del vestuario y los sets, sumados a la estética general de un absurdo proto nunsploitation, extreman el discurso de izquierda y ponen en primer plano la catarata de ideas de vanguardia de Russell), la exquisita riqueza de la edición y puesta en escena del relato (cada toma y movimiento de cámara están al servicio de la construcción de imágenes celestiales que paradójicamente giran alrededor de la fantochada y el delirio moral más exuberante) y el desempeño del elenco en su conjunto (por supuesto que sobresale aquella magia de los geniales Oliver Reed y Vanessa Redgrave en la piel de Grandier y Jeanne, no obstante también resulta prodigioso lo hecho por Michael Gothard como Barré, Dudley Sutton en el rol de Laubardemont y Murray Melvin interpretando a Mignon). The Devils apuntala un Grandier progresista/ pícaro/ multifacético que busca superar el tufo represivo/ despótico/ payasesco del Estado francés, y asimismo desarma la frialdad de un gobierno que -como sus homólogos contemporáneos- adultera y fabrica información continuamente.

 

Aquí tenemos una pluralidad de escenas memorables como la inicial con un andrógino Luis XIII, la de la peste con el farmacéutico y el médico, la del confesionario en su totalidad, las correspondientes a las fantasías eróticas de Jeanne con Grandier, la del intento de derribo de las fortificaciones de Loudun, la del primer exorcismo del Padre Barré con el enema de agua bendita, la célebre secuencia de la llegada del Duque de Condé, la orgía posterior y el asalto sexual contra el crucifijo por parte de las monjas histéricas, la escena del tribunal inquisitorio y finalmente la que cierra el convite, con la tortura en pos de una confesión y las llamas/ explosiones generalizadas. Russell da vida a una fábula demoledora, tan salvaje y apegada a este mundo como onírica y atrapante, en la que un sector acaudalado de la población -los burgueses católicos- se la pasan refregándole su poder a los humildes -los esclavos protestantes- con la clara intención de exterminarlos; una cosmovisión basada en la acumulación de ventajas, la impunidad sistemática, la exclusión social, el canibalismo y una autoindulgencia por demás hilarante que aquí toma la forma de una purga política clásica que se sirve de cualquier excusa a mano para desechar a la oposición. Con ecos de Orson Welles, Luis Buñuel, Federico Fellini y Stanley Kubrick, el realizador británico creó un pantallazo gloriosamente grotesco sobre las inmundicias de la derecha, el vulgo que la apaña en el poder y los funcionarios e intelectuales mamarrachescos que actúan como esbirros obedientes y voraces, siempre detrás de una porción de esa “divina benevolencia” que enmarca a los psicópatas del Estado que construyen ficciones para autolegitimarse…

 

The Devils (Reino Unido, 1971)

Dirección y Guión: Ken Russell. Elenco: Oliver Reed, Vanessa Redgrave, Dudley Sutton, Michael Gothard, Murray Melvin, Max Adrian, Gemma Jones, Georgina Hale, Christopher Logue, Graham Armitage. Producción: Ken Russell y Robert H. Solo. Duración: 117 minutos.

Puntaje: 10