“¿Cómo es posible que antes hablase yo tanto contra la pobre joven que tenía la desgracia de cometer esa falta? ¿Por qué cuando se trataba de la debilidad de los demás me mostraba siempre tan implacable? Nunca eran bastante negros los colores con que me los representaba, y me persignaba haciendo una cruz lo más largo posible y, sin embargo, soy ahora el mismo pecado, ¡Dios mío! ¡Cómo resistirle cuando era tan bueno y tan amable!”
Así habla Gretchen, la joven seducida por Fausto, cuando alguien le cuenta que otra muchacha del pueblo, aún soltera, está embarazada. El episodio es un anuncio del destino de la propia Gretchen: ya abandonada por Fausto, da a luz a un niño y, en un estado total de desesperación, lo mata apenas nacido. Esto le vale el cadalso.
Al crear al personaje -inexistente en las versiones anteriores de la leyenda fáustica-, Goethe se inspiró en dos casos reales de su época: los de Susanna Margaretha Brandt y María Flint, ambas alemanas. La primera trabajaba como empleada doméstica en un hostal. Allí tuvo una relación con un huésped, un comerciante holandés que la embarazó y luego partió a Rusia. Susanna ocultó su embarazo y parió en soledad. No resulta del todo claro hasta qué punto fue responsable de la muerte de su hijo (podría haber fallecido de causas naturales); lo cierto es que el niño murió inmediatamente después del nacimiento, ella lo enterró, la descubrieron, la condenaron y la decapitaron. María Flint era costurera. Quedó embarazada del hijo de su patrón, por lo que fue despedida. Entonces volvió a casa de sus padres, que murieron poco después. Cuando su hijo nació, lo ahogó y lo enterró; pero fue descubierta y condenada a muerte. Su antiguo amante, el padre del niño, la ayudó a escapar. Sin embargo, meses después la joven se presentó en la prisión, dijo que no podía encontrar descanso y que quería morir. Semanas más tarde fue decapitada.
En el Siglo XVIII, el infanticidio se había transformado en una cuestión de Estado para el Sacro Imperio Romano Germánico. Tanto era así que en 1781 se llevó a cabo un concurso de ensayos sobre el siguiente tema: ¿cuáles son los mejores y más eficaces medios para erradicar el infanticidio sin promover la prostitución? El interés en la temática radicaba en la frecuencia con que los infanticidios ocurrían, la preocupación estatal por controlar el comportamiento reproductivo de la población y estimular el crecimiento demográfico y los cuestionamientos del Iluminismo a la forma en que hasta ese momento se había castigado a las infanticidas. Según la ley de la época, vigente desde 1532, les correspondía la muerte por ahogamiento. Sin embargo, en la práctica, solía optarse por la decapitación. Otras leyes también procuraban ejercer un control sobre los nacimientos: era obligatorio informar a las autoridades sobre los embarazos y los partos; quien los ocultaba (ya fuera la mujer embarazada o cualquier persona enterada de la situación) cometía un delito.
Acaso más por pragmatismo que por humanidad, la pena capital a las infanticidas empezó a ser objetada. Se dudaba de su poder disuasivo y se le reprochaba la eliminación de un miembro “útil” para la sociedad, capaz de tener más hijos y contribuir al crecimiento de la población. Este es el contexto en el que en abril de 1783, en el ducado de Sajonia-Weimar-Eisenach, tuvo lugar el caso de Johanna Catharina Hönn. Sus circunstancias fueron similares a las de Susanna y María: se trataba de una joven de 24 años, soltera, empleada doméstica en un molino; quedó embarazada (no se sabe nada del progenitor), ocultó su estado, parió en soledad, apuñaló al niño y lo ocultó en su colchón de paja. Fue descubierta y condenada.
Empero, este caso tuvo una particularidad. El duque Carlos Augusto, influenciado por las ideas de la época, propuso conmutar la pena de muerte por otro castigo. Dejó la decisión a cargo de tres consejeros, entre los que se encontraba el autor del Fausto. Un consejero votó a favor del perdón; el otro, en contra. A Goethe le tocó desempatar. Y su voto fue en contra. Johanna Catharina Hönn fue decapitada el 28 de noviembre de 1783. Su cuerpo fue entregado al Departamento de Anatomía de la Facultad de Medicina de la Universidad de Jena. El jefe del Departamento se quejó de que la muchacha hubiera sido muy bien alimentada en prisión, lo que hacía su cuerpo menos útil para las demostraciones didácticas.
En un episodio vivido por Susanna, una de las inspiradoras de Gretchen, puede verse un símbolo de la actitud de Goethe y de la élite de su época. Cierta vez, la muchacha se descompuso por el embarazo; su patrona, ignorante de las causas del malestar, le hizo un té, pero también le advirtió que si continuaba así la despediría. Acaso en esa mujer, con su caridad de pacotilla y sus ínfulas patronales, se cifre la doble moral de un autor más sensible cuando escribía que cuando sentenciaba y de una sociedad que se entregó a devaneos y escrituras de ensayos sobre el infanticidio, pero mantuvo la pena capital a quien lo cometiera hasta bien avanzado el Siglo XIX.
Ahora bien, ¿hay aquí un contraste entre el artista y su obra? ¿La construcción literaria de Gretchen está necesariamente reñida con la ejecución de Johanna? Me explico: por mucha ternura que haya en la representación del personaje, Gretchen muere ejecutada. Queda redimida por una voz celestial que, al final de la primera parte del Fausto, dictamina: “Está salvada”. Ese deus ex machina resulta un recurso con que resolver un atolladero literario e ideológico entre, por un lado, la construcción de un personaje adorable, con razones atendibles para actuar como actúa, víctima de un orden de cosas que la empuja a la locura y a decisiones extremas, y, por otro, la adhesión a ese orden de cosas y el temor a que cambie. Preservar el statu quo en el plano humano a través del cumplimiento de la sentencia pero salvar al personaje en un plano divino constituye una resolución conservadora en lo ideológico y forzada en lo literario.
Marshall Berman dice que la historia de Gretchen es la tragedia de quien se ve coaccionado y castigado por leyes en cuya legitimidad cree (la muchacha nunca deja de ser una cristiana convencida de que ha pecado). En cierta forma, este juicio podría hacerse extensivo al creador del personaje, entre cuyas frases más recordadas se encuentra: “Prefiero cometer una injusticia antes que soportar el desorden” (frase dicha, curiosamente, en el marco de otro debate por la suerte de un condenado, al cual el poeta alemán le salvó el pellejo). Acaso la tragedia -ética, política, literaria- de Goethe haya sido tener sensibilidad e inteligencia para advertir la podredumbre del estado de cosas que lo rodeaba -y del que era un partícipe privilegiado- y, a la vez, un apego tal a ese orden que cualquier cambio sustancial le resultara inconcebible o pesadillesco.