El cine soviético a lo largo del tiempo sufrió los distintos vaivenes del mega país de turno, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (1922-1991), porque empezó dentro del terreno de la vanguardia y los ideales de cambio social, político, cultural y económico correspondientes a la Revolución de Octubre de 1917 al mando de los bolcheviques, así tenemos el Cine Ojo de influjo documentalista de Dziga Vértov y aquel archiconocido montajismo de Serguéi Eisenstein y Vsévolod Pudovkin, siempre orientado a exaltar la estructuración intelectual del relato y diversos latiguillos revolucionarios como la vida de obreros y campesinos y el devenir colectivo por sobre lo burgués individual y egoísta. A partir de la muerte de Vladímir Lenin en 1924, el progresivo ascenso al poder del déspota Iósif Stalin y la expulsión en 1929 de la principal competencia política del anterior, León Trotski, la industria cinematográfica soviética -por cierto, nacionalizada desde las primeras fases de la revolución- mutó en una máquina propagandística bajo los intereses de Stalin, léase un chauvinismo exacerbado u ortodoxo que por supuesto incluía la idealización del colega fallecido, Lenin, y la demonización de la figura de Trotski, planteo que en pantalla se tradujo en la puesta a punto del llamado “realismo socialista”, con una primera etapa de apologías proletarias y bucólicas y un segundo período de gestas patrióticas que pretendían inflar el orgullo conservador durante las tensiones y luego escalada bélica de la Segunda Guerra Mundial. Con el fallecimiento del dictador en 1953 comienza la desestalinización de Nikita Jrushchov y una apertura artística que se concentra en el revisionismo de los 60 del costado menos luminoso de la historia soviética, algo que corre en paralelo con el surgimiento de cineastas como Mijaíl Kalatózov, Grigori Chujrái, Serguéi Bondarchuk y Andréi Tarkovski, dejándonos finalmente con el regreso intermitente de la censura en aquellos años 70 y 80 dominados por los sucesivos gobiernos de Leonid Brézhnev, Yuri Andrópov, Konstantín Chernenko y Mijaíl Gorbachov, último mandamás del comunismo.
Ahora bien, un detalle crucial en el desarrollo del cine soviético fue el etnocentrismo ruso por la sencilla razón de que el núcleo del poder local era Moscú, capital de la gigantesca y todopoderosa República Socialista Federativa Soviética de Rusia, situación traumática que históricamente hizo que existan muy pocos films de las otras 14 repúblicas soviéticas al punto de que a Occidente no llegó a estrenarse casi nada a lo largo de todo el Siglo XX. Una gran excepción se condensa en la carrera del director Grigori Kromanov, un nativo de Tallin, la capital de la por entonces República Socialista Soviética de Estonia, que luego de dos realizaciones hoy semi desaparecidas, El Nuevo Viejo Pagano del Fondo del Infierno (Põrgupõhja uus Vanapagan, 1964) y ¿Qué Pasó con Andrés Lapeteo? (Mis Juhtus Andres Lapeteusega?, 1966), y un documental sobre el cantante estoniano Artur Rinne, Nuestro Artur (Meie Artur, 1969), dirige tres de las películas más conocidas de su país, hablamos de dos faenas de época, el melodrama medieval La Última Reliquia (Viimne Reliikvia, 1969) y el thriller ambientado en aquella Guerra Civil entre rojos y blancos Diamantes para la Dictadura del Proletariado (Brillianty dlya Diktatury Proletariata, 1975), y sin duda una de las grandes rarezas de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas en su conjunto, El Hotel del Alpinista Muerto (Hukkunud Alpinisti Hotell, 1979), joya insólita que mezcla el policial negro con la fantasía alienígena y constituye una de las mejores y más laberínticas adaptaciones a la gran pantalla de la querida obra literaria de los hermanos Arkadi y Borís Strugatski, los escritores soviéticos más famosos de ciencia ficción -muy en la tradición irónica del polaco Stanisław Lem- y de hecho fuentes de inspiración para una retahíla de films como Stalker (1979), del mencionado Tarkovski, Días de Eclipse (Dni Zatmeniya, 1988), de Aleksandr Sokúrov, El Poder de un Dios (Es ist Nicht Leicht, ein Gott zu Sein, 1989), de Peter Fleischmann, Los Cisnes Feos (Gadkie Lebedi, 2006), opus de Konstantin Lopushanskiy, y Qué Difícil es ser Dios (Trudno byt Bogom, 2013), de Aleksey German.
Basado en la novela homónima de 1970 de los hermanos, un típico producto cultural algo mucho esquizofrénico y tendiente a una confusión nacida bajo la censura moderada del régimen de Brézhnev y los delirios paranoicos de la Guerra Fría, el guión de los propios Strugatski comienza con el arribo por una llamada telefónica anónima del inspector de policía Peter Glebsky (un excelente Uldis Pucitis) al hotel del título, cuyo emplazamiento responde precisamente al lugar donde murió un montañista ignoto por una avalancha de la que sólo sobrevivió su enorme san bernardo, Lel. El dueño añoso del establecimiento, Alex Snewahr (Jüri Järvet), aloja al oficial estatal en la habitación número siete y de inmediato comienzan a acumularse sucesos extraños como por ejemplo la aparición de una nota en un bolsillo del saco de Glebsky señalando a otro de los huéspedes, Hinckus (Mikk Mikiver), como un terrorista que está planificando un asesinato, la rauda desaparición nocturna del susodicho, la llegada de un tal Luarvik (Sulev Luik) que parece ubicarse a mitad de camino entre lo moribundo y un trastorno mental, el descubrimiento del cuerpo sin vida de Olaf Andvarafors (Tiit Härm), huésped que estaba protagonizando un affaire con la linda Brun (Nijole Ozelyte), el repentino resurgimiento de un Hinckus que aparece amordazado en una cama sin decir quién fue el responsable, la histeria de un físico, Simon Simonet (Lembit Peterson), que afirma que vio el cadáver de la Señora Moses (Irena Kriauzaite), esposa en perfecto estado del supuesto “hombre de negocios” Señor Moses (Karlis Sebris), y aquella hipótesis de Snewahr de que él y Glebsky están ante un caso de zombies. Eventualmente el inspector, teniendo que trabajar en dolorosa soledad por una avalancha que incomunica por completo al hotel, descubre por boca del resto que la Señora Moses es un robot propiedad de su marido al igual que Olaf, quien parecía muerto porque necesita cargarse mediante una batería de una maleta que tomó Glebsky del cuarto del “no difunto”, todo parte del intento de unos aliens de marcharse de la Tierra desde una rampa de lanzamiento en las montañas.
A diferencia del tono solemne y la generosa duración de Stalker, la otra adaptación de los Strugatski del mismo año, El Hotel del Alpinista Muerto sí se mantiene fiel al relato de base y en apenas 80 minutos crea una exquisita sensación de claustrofobia con pivotes de peso como primero la fotografía símil esteticismo decadente de Jüri Sillart, trabajo meticuloso de constantes primeros planos y pocas tomas amplias, segundo la música de Sven Grünberg, fundamental a la hora de apuntalar el tono narrativo etéreo mediante sintetizadores y voces espectrales, y tercero el sustrato enmarañado de una trama que nos regala doppelgängers producto de la hipnosis extraterrestre y pondera a Moses como un emisario astral que vino a nuestro planeta en calidad de “observador” aunque su ingenuidad lo llevó a asociarse con una pandilla -intermitentemente señalada como gansteril y terrorista- de la que después se separó porque no quería que matasen a los rehenes de las “aventuras” en conjunto, como un robo bancario, por ello los mafiosos mandaron a Hinckus para encontrar a Moses, el cual a su vez convocó al oficial, le entregó la nota y envió a su esposa androide contra el esbirro criminal. Jugando con el film noir, el drama identitario, el suspenso de entorno cerrado y la ciencia ficción abstracta a lo El Mundo Conectado (Welt am Draht, 1973), la miniserie de Rainer Werner Fassbinder, la propuesta de Kromanov se sirve de la intriga intergaláctica para construir una alegoría política sobre el racionalismo o burocracia sin alma del enclave soviético de la época, desde ya representado en un inspector que no devuelve el maletín a Moses para que sus robots puedan pervivir, que se muestra insensible ante el sufrimiento de Luarvik, un piloto alienígena herido por la avalancha que estaba destinado a sacar de la Tierra a Moses y su singular comitiva, y que para colmo llama por una paloma mensajera a un helicóptero policial para que reviente a todo el grupete, una “otredad” antropológica que espanta al régimen ruso/ socialista y nos deja con ecos lejanos -hacia atrás y hacia adelante- del Eliseo Subiela de Hombre Mirando al Sudeste (1986), el Wojciech Has de El Sanatorio de la Clepsidra (Sanatorium pod Klepsydra, 1973), el John Carpenter de La Cosa (The Thing, 1982), el Don Siegel de La Invasión de los Usurpadores de Cuerpos (Invasion of the Body Snatchers, 1956), el Stanley Kubrick de El Resplandor (The Shining, 1980), el Jean-Luc Godard de aquella Alphaville: Una Extraña Aventura de Lemmy Caution (Alphaville: Une Étrange Aventure de Lemmy Caution, 1965) e incluso la Agatha Christie de Eran Diez Indiecitos (Ten Little Niggers, 1939) y el H.P. Lovecraft de En las Montañas de la Locura (At the Mountains of Madness, 1936), entre otras posibles referencias para comprender el alcance conceptual de una epopeya de cadencia hipnótica en la que los extranjeros exudan buenas intenciones malogradas e infantilismo y los habitantes autóctonos se dividen entre la solidaridad de Simonet y la xenofobia tácita y el fundamentalismo laboral de un Glebsky que en el epílogo nos interpela con una mirada a cámara de autocondescendencia culposa…
El Hotel del Alpinista Muerto (Hukkunud Alpinisti Hotell, Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, 1979)
Dirección: Grigori Kromanov. Guión: Arkadi Strugatski y Borís Strugatski. Elenco: Uldis Pucitis, Lembit Peterson, Jüri Järvet, Mikk Mikiver, Karlis Sebris, Irena Kriauzaite, Sulev Luik, Tiit Härm, Nijole Ozelyte, Kaarin Raid. Producción: Raimund Felt y Veronika Bobossova. Duración: 80 minutos.