El Hollywood del nuevo milenio, sustentando en el modelo de negocios de las franquicias, ha criado un tipo muy específico de espectador mainstream cuyas características principales pueden resumirse en apenas dos, primero su conservadurismo a toda prueba, en esencia sinónimo de una abulia monumental porque apostar por productos originales implica leer/ informarse/ convertirse en un autodidacta en tiempos donde la pasividad intelectual o la lobotomía implícita es “la” norma, y segundo su renuncia en lo que respecta a la búsqueda de verdadera calidad, de allí que los films intercambiables como productos en las góndolas de un supermercado -todos apiladitos y profundamente idénticos- sigan generando dinero por más que operen cierto cansancio en el consumidor y una pronunciada merma cualitativa en materia de cada ítem en sí, precisamente. Hasta la década del 80 teníamos una lógica decreciente en cuanto a las distintas partes de una saga, tanto en taquilla como en términos de calidad, no obstante en el Siglo XXI lo que domina es una meseta anodina eterna en la que los lobotomizados continúan comprando el mismo envase vacío símil la chatarra de nunca acabar de Rápidos & Furiosos (Fast & Furious) o colecciones parecidas de bodrios.
En los últimos años se acumularon dos datos curiosos en este panorama, así descubrimos una crisis parcial del formato de las franquicias porque los productos derivados -precuelas, spin-offs, remakes en live action, etc.- están arrastrando problemas comerciales serios que las viejas secuelas clásicas en general no poseen, noticia positiva que impide la saturación completa de décadas atrás -pensemos en la catarata de bostas de Marvel, Netflix y Disney- y que llevó a Hollywood a retomar sagas más antiguas o convertir productos concretos en franquicia, como ocurriese con las geniales Furiosa: De la Saga Mad Max (Furiosa: A Mad Max Saga, 2024), de George Miller, y Gladiador II (Gladiator II, 2024), de Ridley Scott, con suerte dispar en taquilla. Más allá del marasmo del público masivo y su vagancia o adoctrinamiento publicitario/ marketinero, de hecho siempre consumiendo lo mismo sin preocuparse por criterios estéticos o discursivos, lo cierto es que la antigua dinámica de los 70 y 80 de decrecimiento cualitativo sistemático sigue operando y Moana 2 (2024) es un buen ejemplo al respecto porque cae por debajo de Moana (2016), enorme éxito planetario que refritaba desde el empoderamiento rosa la fórmula de Disney del “camino del héroe”.
Así como esta primera secuela, a cargo del trío de David G. Derrick Jr., Jason Hand y Dana Ledoux Miller, banaliza o suprime el mínimo encanto y la mínima eficacia del producto anterior, cortesía de los veteranos Ron Clements y John Musker, dentro de poco tendremos una reglamentaria remake en live action que de hecho -como decíamos con anterioridad- comenzará a licuar el poderío comercial de la saga y generará el cansancio esperable en el público, Moana (2026), de Thomas Kail. Esta Moana 2 nos presenta a la protagonista más tapadita -ya no tiene el ombligo al aire, sutil signo del neopuritanismo del nuevo milenio- y continúa con la apropiación cultural por parte de la industria cinematográfica globalizada más boba de la idiosincrasia de los habitantes de la Polinesia: aquí el Dios de la Tormentas, Nalo, hundió una isla legendaria llamada Motufetu que conectaba a todas las comunidades de la zona y por ello las susodichas viven en tribus aisladas que desconocen la existencia del prójimo, así las cosas Moana (Auli’i Cravalho) se propone con un séquito de paisanos encontrar no sólo a Motufetu sino también al semidiós Maui (Dwayne Johnson alias The Rock), prisionero de la cuasi bruja Matangi (Awhimai Fraser), a su vez secuaz de Nalo.
Mientras que la primera realización era más o menos entretenida, una mixtura de musical y tribulaciones fantásticas en el océano con mucho de relato de aprendizaje o bildungsroman, este corolario no tiene desarrollo alguno de personajes y para colmo le lleva una larguísima media hora de cancioncitas mediocres y diálogos sobreexplicativos plantear esa premisa redundante e hiper automatizada. Hoy todos los estereotipos del cine de aventuras dicen presente, pensemos en el viaje a un lugar sagrado o semejante, una hechicera maldita, un antihéroe soberbio masculino, una profecía misteriosa del montón, una heroína idealista con mucho entusiasmo, diversos monstruos horripilantes, un sacrificio/ falso final trágico, una criatura cercana a Moby Dick o a aquella ballena de Jonás o Pinocho, los infaltables piratas o indígenas salvajes -aquí una insólita “gente coco” que oficia de Minions según Disney- y una retahíla de personajes cómicos de relleno, en esta ocasión los acompañantes de Moana, el cerdo Pua y el gallo Heihei más Loto (Rose Matafeo), una artesana polirubro, Moni (Hualalai Chung), un historiador, y Kele (David Fane), un granjero veterano de mal carácter. La animación exuda belleza y fastuosidad, algo esperable de un producto de 150 millones de dólares, y la noción de reconectar la sociedad polinesia recuperando el arte de navegar está bastante bien, especie de apuesta por la unidad en tiempos de individualismo acérrimo capitalista, sin embargo el guión de Miller y Jared Bush, este último el artífice excluyente de la historia del opus original de 2016, y las canciones de Abigail Barlow y Emily Bear resultan paupérrimas y se caracterizan por su poco vuelo narrativo/ ideológico/ retórico, además de saturar a la faena de sensiblería, tiempos muertos y una generosa tanda de maniqueísmo, chistecitos patéticos y esa superficialidad típicamente estadounidense…
Moana 2 (Estados Unidos/ Canadá, 2024)
Dirección: David G. Derrick Jr., Jason Hand y Dana Ledoux Miller. Guión: Jared Bush y Dana Ledoux Miller. Elenco: Auli’i Cravalho, Dwayne Johnson, Hualalai Chung, Rose Matafeo, David Fane, Awhimai Fraser, Khaleesi Lambert-Tsuda, Temuera Morrison, Nicole Scherzinger, Rachel House. Producción: Christina Chen y Yvett Merino. Duración: 100 minutos.