Si bien la cinefilia algo baladí sólo recuerda a Moustapha Akkad por su rol de productor histórico de la saga iniciada con Halloween (1978), dirigida por John Carpenter, en realidad el eje de la carrera del nacido en Alepo, Siria, estuvo vinculado con su obsesión de borrar las muchas fronteras culturales entre Occidente y Medio Oriente y de destruir los típicos estereotipos cruzados del caso basados en el latiguillo de demonizar al otro en función de un cúmulo de ignorancia, prejuicios, estupidez y franca manipulación social. El señor fue enviado por su padre, un despachante de aduana, a la Universidad de California, en Los Ángeles, para estudiar dirección y producción después de finalizar el colegio secundario, y con el transcurso de los años nada menos que Sam Peckinpah se convertiría en su mentor cuando lo contrató como asesor para una película que no llegó a filmarse acerca de la Guerra de Independencia de Argelia (1954-1962), lo que derivó en un trabajo inicial como productor en la cadena norteamericana de televisión CBS. Akkad fue el responsable máximo de apenas dos películas como realizador, las geniales El Mensaje (The Message, 1976) y El León del Desierto (Lion of the Desert, 1980), ambas financiadas en mayor o menor medida por el régimen libio del momento y plagadas de colaboradores compartidos como los actores Anthony Quinn e Irene Papas, el guionista H.A.L. Craig, el compositor Maurice Jarre y el director de fotografía Jack Hildyard, siendo estos dos últimos sus vínculos más explícitos con el cine aventurero y al mismo tiempo adusto de David Lean, quizás su principal fuente de inspiración a la hora de encarar relatos tan complejos como los presentes, el primero centrado en la vida de Mahoma y el segundo en las primeras etapas del proceso de descolonización de Libia vía el combate del héroe patrio Omar Al-Mukhtar contra el fascismo italiano en el poder. Hablamos sin duda de dos faenas con repercusiones de lo más vastas: El Mensaje, a pesar de su voluminoso presupuesto y el cuidado en materia de retratar la cruzada del Profeta del Islam, fue un fracaso de taquilla en Occidente a raíz de la clásica desconfianza hacia todo lo musulmán y en muchas partes del ecosistema árabe fue directamente prohibida, agregándose para colmo el hecho de haber desencadenado -totalmente sin querer- el asedio de 1977 contra la B’nai B’rith, la sede del gobierno municipal del Distrito de Columbia y el Centro Islámico de Washington D.C., un ataque inspirado en parte bajo la creencia errónea de que Quinn representaba el papel de Mahoma en la película (los terroristas, comandados por el líder del Movimiento Hanafi y ex miembro de la Nación del Islam, Hamaas Abdul Khaalis, pretendían sobre todo llamar la atención sobre una masacre de 1973 contra la familia de Khaalis, por cruentas rivalidades entre la comunidad musulmana de Estados Unidos, y en realidad no sabían que el Profeta jamás aparece en pantalla para evitar toda idolatría, por lo que su petición de prohibir el estreno del film no tenía ningún sustento), y El León del Desierto, por su parte, también derivó en un batacazo en lo referido a su recaudación en Occidente aunque funcionó bastante bien en Medio Oriente, sin embargo con el detalle adicional de ser prohibida en Italia por el retrato poco halagador de las tropas y el ímpetu imperialista de los europeos en ocasión de su ridícula campaña en Libia. Entre una eterna polémica atizada por los medios de comunicación norteamericanos aprovechando el dinerillo que puso Muamar el Gadafi en ambas propuestas, luego de que Akkad recorriese infructuosamente todo Hollywood buscando financiamiento para proyectos de raigambre personal y lejos de la basura cultural chauvinista de yanquilandia y/ o su animadversión hacia los árabes, sustrato que desde ya contribuyó al pobre desempeño en taquilla de los dos convites, el director y productor para la época de su muerte estaba encarando la realización de una tercera epopeya histórica con Sean Connery sobre Saladino (1137-1193), un famoso sultán que unificó Medio Oriente y derrotó a los cruzados cristianos, proyecto que lamentablemente quedó flotando en un limbo cuando Akkad, de 75 años, y su hija Rima Akkad Monla, de 34, fallecieron como consecuencia de una serie de atentados terroristas de Al Qaeda el 9 de noviembre de 2005 en Amán, Jordania, cuyos blancos fueron tres hoteles de la metrópoli. La diminuta pero muy valiosa producción artística del sirio nos permite repensar un cine que escapa de los clichés de ese arte occidental que pretende abarcar las problemáticas y la idiosincrasia de Medio Oriente, sus tribus y el Islam, tópicos analizados por Akkad en primera instancia desde lo piadoso y en segundo lugar desde lo político/ bélico, siempre trazándose como horizonte la misión de refundar en el imaginario de los espectadores las características de los pueblos del desierto desde la sabiduría de la praxis colectiva y el más profundo respeto.
El Mensaje (The Message, 1976):
El Mensaje (The Message, 1976) es una película profundamente extraña y fascinante, un trabajo encarado con aquel sentido de la épica religiosa de epopeyas hollywoodenses como Los Diez Mandamientos (The Ten Commandments, 1956), de Cecil B. DeMille, Barrabás (Barabbas, 1961), de Richard Fleischer, Rey de Reyes (King of Kings, 1961), de Nicholas Ray, La más Grande Historia Jamás Contada (The Greatest Story Ever Told, 1965), de George Stevens, y La Biblia: En el Principio (The Bible: In the Beginning, 1966), de John Huston, aunque desde la languidez amarga paradigmática del cine de la década del 70 y una autoimposición limitante a nivel formal que transforma a la faena en su conjunto en un combo casi experimental, nos referimos a la prohibición -vinculada con el antiguo precepto musulmán de evitar la idolatría, el gran fetiche de los católicos- en lo que atañe a mostrar en pantalla al protagonista excluyente del relato, Mahoma (570-632), o siquiera escuchar su voz o la de sus esposas, vástagos y yernos, porque la “estampita visual” siempre se termina comiendo a los conceptos, enseñanzas y prédicas que se mueven por detrás. Filmada en Libia y Marruecos y con un financiamiento aportado en su mayoría por el delirante dictador libio Muamar el Gadafi, quien gobernó su país con mano de hierro por la friolera de más de cuatro décadas hasta que fue depuesto y asesinado por las fuerzas rebeldes en la Guerra de Libia de 2011, la obra de Akkad que nos ocupa opta por retratar la génesis del Islam a través de personajes colaterales al Profeta como por ejemplo Hamza ibn Abdul-Muttalib (Anthony Quinn), uno de sus tíos y algo así como el principal general de su ejército, Zaid ibn Harithah (Damien Thomas), su hijo adoptivo, Ammar ibn Yasir (Garrick Hagon), un joven devoto cuyos padres fueron asesinados por sus creencias, y Bilal ibn Rabah (Johnny Sekka), un ex esclavo que también muta en apóstol (vale aclarar que el planteo retórico, de todas formas, asimismo incluye tomas subjetivas desde el punto de vista de Mahoma, aunque sin diálogos de por medio, y hasta algunos planos objetivos retratando la oscuridad de alguna cueva donde está el Profeta, ya sea recibiendo alguna revelación o escondiéndose de sus perseguidores, esquema que se refuerza además con un locutor en off de índole sacro/ narrativo). Al eliminar la posibilidad de incluir al personaje central desaparece una caracterización que podría apuntalar un típico drama individualista mainstream o volcarlo hacia un sustrato romántico, en especial considerando que el señor tuvo entre nueve y veinte esposas y que la principal siempre fue la primera, Jadiya, lo que nos deja en pantalla con su labor misionera indirecta, la encarada por sus apóstoles, y sobre todo con su enfrentamiento con el gremio de tribus y comerciantes de La Meca, una de las principales ciudades de la península arábiga durante el Siglo VII, donde se ubica la Kaaba, el reciento sagrado por antonomasia de todos los ídolos del politeísmo general de la época de Mahoma y fuente principal de riqueza de la región debido al detalle de que los 360 dioses de Arabia tenían cada uno su representación en la Kaaba y sus alrededores, generando constantes peregrinaciones y un enorme volumen de compras y ventas que se vendría abajo si los habitantes comenzaran a escuchar -como, de hecho, estaba ocurriendo- al Profeta y su idea de que existe un único Dios y todo lo demás son blasfemias de los ignorantes, las fuerzas de represión, las cúpulas comunales y los diletantes del mercado y la acumulación del dinero. Los villanos van cambiando a lo largo del metraje dentro de ese statu quo muy intolerante de La Meca que ve al flamante predicador como un obstáculo para que los negocios sigan floreciendo y por ello aplican una estrategia de acoso, represión, “torturas ejemplares” y exilio entre los simpatizantes del Islam, dentro de un espectro maquiavélico que va desde una pareja de aristócratas/ comerciantes vernáculos, compuesta por Abu Sufyan (Michael Ansara) y su esposa Hind bint Utbah (Irene Papas), hasta un jerarca militar que termina convirtiéndose a la nueva religión, Khalid ibn al-Walid (Michael Forest). Sirviéndose de dos mega capítulos muy marcados, el primero cubriendo los tiempos de paz y el segundo sus homólogos de guerra, la historia nos presenta muchos de los acontecimientos más relevantes de la vida adulta del Profeta: en una cueva de una montaña del desierto recibe la visita del Arcángel Gabriel, quien le informa que a partir de ese momento será el Mensajero de Dios y difusor de una doctrina que pregona la igualdad y la equidad entre todos los hombres y condena la codicia, la esclavitud y la idolatría masiva de su tiempo, luego él y sus seguidores se ven obligados a escapar de La Meca, por la presión y agresiones varias de los jeques de este proto capitalismo, y a marchar hacia Abisinia, gobernada por un monarca cristiano, Annajashi (Earl Cameron), al que convencen de dejarlos pasar en medio de una contienda dialéctica protagonizada por los emisarios de las facciones; pleitos enmarcados por el fallecimiento de otro de los tíos de Mahoma, el sabio Abu Tálib ibn Abd al-Muttálib (André Morell), y por La Hégira, léase aquella legendaria peregrinación sagrada a Medina, la construcción allí de la primera mezquita y el año primero del calendario islámico, lo que abona el terreno para los dos principales enfrentamientos de la Guerra Santa contra las huestes gerenciales de La Meca, la Batalla de Badr (624), en la que los combatientes de Mahoma y Hamza resultan victoriosos, y la Batalla de Uhud (625), donde se produce una suerte de empate y el general y tío del Profeta termina siendo asesinado a instancias de una Hind hiper vengativa que deseaba un raudo desquite por la muerte en Badr de su padre y su hermano; a posteriori de lo cual se firma un tratado que garantiza una tregua de diez años y peregrinajes pautados a la Kaaba aunque la tranquilidad dura apenas dos primaveras debido a un repentino ataque contra musulmanes por parte de ladrones politeístas, haciendo que Abu Sufyan primero haga lo que pueda por renegar de la arremetida, después se convierta al Islam y finalmente se quede encerrado en su morada junto a Hind resignándose ante lo inevitable, nada menos que la conquista pacífica de La Meca por parte de Mahoma y sus ahora miles de seguidores, los cuales destruyen los ídolos de cerámica del pasado y toman posesión de la Kaaba al punto de prohibir a los no musulmanes la peregrinación a La Meca y proferir la adhan -llamada a la oración, en boca de un Bilal transformado en el primer almuédano- desde los techos del pequeño recinto sagrado. La película, de claras intenciones propagandísticas/ evangelizadoras aunque sin descuidar para nada lo artístico, algo que puede verse en la ambiciosa movida de Akkad de rodarla en paralelo en dos versiones con elencos distintos, una en inglés para Occidente y otra en árabe para los mercados de Medio Oriente, es efectivamente una de las mejores y más complejas epopeyas religiosas de la historia del cine y sin duda la más interesante por lejos en lo que respecta a la descripción del universo musulmán, aquí enfatizando no sólo el enorme poder de convencimiento del Profeta, quien consigue que jeques como el todopoderoso Abu Sufyan o Barra (Michael Godfrey), el mandamás de Medina, se conviertan a la flamante fe, sino también esa especie de “paños fríos” que colocó sobre los que serían los futuros grandes enemigos del Islam, el judaísmo y el cristianismo, en tiempos de Mahoma dos sectas masivas que todavía tenían muy presentes la persecución que cada una había tenido que sobrellevar en el momento de su surgimiento y por ello mismo sus líderes no juzgaron a los musulmanes como una amenaza tan marcada, algo que queda representado en el film mediante el respeto que se ganan a ojos de un Annajashi que encuentra coincidencias con los dichos de Jesucristo, amén del detalle del guión de H.A.L. Craig -con Tewfik El-Hakim, A.B. Jawdat El-Sahhar, Mohammad Ali Maher y A.B. Rahman El-Sharkawi encargándose de la versión en árabe- de citar al Corán y sus referencias a Abraham, Moisés, Noé y el propio Jesús de Nazaret como portavoces previos de la verdad de Dios. Este sustrato original compartido entre el libro sacro del Islam y sus espejos del judaísmo y el cristianismo, el Tanaj y la Biblia, se ubica en el núcleo de las intenciones ideológicas de un Akkad deseoso de difundir en Occidente los mandatos de la principal religión del mundo árabe y ayudar a tirar abajo los prejuicios en torno al fundamentalismo con el que se lo suele vincular, misión en la que resulta exitoso porque logra aunar la fastuosidad de lo que podría interpretarse como el acervo hollywoodense -aunque en su modelo setentoso melancólico, como decíamos con anterioridad- y un devenir histórico muy poco conocido por fuera de las naciones desérticas en donde nació y tomó preeminencia a niveles insospechados, consiguiendo mutar -en consonancia con la estructura social tribal de toda la región, símil “ciudades Estado”- en miles de interpretaciones colectivas e individuales que carecen de lleno de la jerarquización institucional concentrada de los hebreos, los católicos y los protestantes, con quienes los diversos descendientes de Mahoma entablarían reyertas de nunca acabar que se extienden y profundizan hasta nuestros días. Todo el elenco está muy bien pero son los magnéticos Anthony Quinn e Irene Papas los que se comen la pantalla como representantes sutilmente contradictorios de ambas facciones, basta con pensar que el casi siempre tranquilo Hamza niega el cliché del musulmán colérico extasiado y la semi demencial Hind el estereotipo de la pagana apaciguada que se regodea en su veneración silente e imperturbable. La música de Maurice Jarre, utilizada en especial para las batallas y para el manto divino de la “no presencia” del Profeta, y la fotografía de Jack Hildyard e Ibrahim Salem, esa que exprime al máximo la belleza del norte de África, complementan una estructuración narrativa muy simple pero efectiva que pone el acento en lo didáctico abstracto/ tácito de índole histórica y doctrinaria, en la lucha defensiva del islamismo por ocupar un lugar dentro del bastión de las religiones tribales de Medio Oriente y finalmente en su rol de vanguardia en lo que atañe a destruir las castas primordiales de las comunidades de la península arábiga, basadas en la esclavitud, la bastardización de las mujeres y una más o menos férrea negación del judaísmo y el cristianismo de las naciones vecinas (más allá de la paradoja de los conflictos posteriores con las otras leyes sagradas, el realizador incluso va más allá de Medio Oriente y comienza el metraje con las misivas enviadas por Mahoma a las máximas autoridades del Imperio Bizantino, Alejandría y el Imperio Persa, indicando la deferencia hacia otras creencias y estilos/ modos de vida pero también la ambición del Profeta en materia de la propagación de la fe, empezando por su reconocimiento como tal en zonas distantes con respecto a Arabia). La cruzada del monoteísmo musulmán, extensión de las anteriores del judaísmo y el cristianismo, barrió con la riqueza y variedad animista de los Dioses de antaño y los suplantó -para bien y para mal, sobre todo para mal- con un único y eterno vigilante etéreo cuyos preceptos debían respetarse desde la cuna so pena de ser tachado de apóstata y ser sometido a castigos que fueron creciendo con los años y ya con el iluminado de turno muerto, lo que por cierto trae a colación cuánto se ha retrocedido desde entonces porque los ortodoxos de todas las vertientes y aproximaciones del credo monoteísta han traicionado la tolerancia, la comprensión y el respeto de los primeros profetas y volcado en gran parte a las respectivas religiones hacia un fundamentalismo en donde el otro/ extraño/ forastero es siempre el culpable de todos los males y sobre quien deben recaer las máximas penas posibles por herejía y demás. Optando por dejar de lado la otra estrategia predilecta del protagonista a la hora de unificar las tribus del desierto, el casamiento negociado con las hijas de los rivales, El Mensaje se consagra a un entramado guerrero que sin embargo jamás deja de lado la alternativa pacífica, la preferible siempre, aquella enarbolada por todos los fieles -iguales ante Alá- que se acercan para rezar, vestidos de blanco, año a año a La Meca.
El Mensaje (The Message, Libia/ Marruecos/ Kuwait/ Reino Unido/ Egipto/ Líbano/ Arabia Saudita, 1976)
Dirección: Moustapha Akkad. Guión: H.A.L. Craig. Elenco: Anthony Quinn, Irene Papas, Michael Ansara, Johnny Sekka, Michael Forest, Garrick Hagon, Damien Thomas, André Morell, Earl Cameron, Michael Godfrey. Producción: Moustapha Akkad. Duración: 177 minutos.
El León del Desierto (Lion of the Desert, 1980):
Formalmente semejante a La Batalla de Argelia (La Battaglia di Algeri, 1966), de Gillo Pontecorvo, otra epopeya de conflagración nacional por la independencia contra una fuerza invasora tendiente a maquiavélicas tácticas de contrainsurgencia que pretenden finiquitar una guerra de guerrillas muy empatada, El León del Desierto (Lion of the Desert, 1980) es tanto uno de los grandes clásicos del séptimo arte en lo que atañe a retratar la fastuosidad de la vida y los combates en el desierto, en la tradición de la también inmortal Lawrence de Arabia (Lawrence of Arabia, 1962), de David Lean, como una de las mejores descripciones de la historia del cine en materia de los procesos de descolonización paulatina y las reyertas a lo “David contra Goliat” en pos de una liberación que se sabe difícil a corto o mediano plazo -por la desigualdad en equipamiento y armas en general entre ambas facciones en lucha- aunque de todos modos ello no implica un renunciamiento a los principios básicos de la yihad, léase la obligación de los musulmanes de defenderse ante las agresiones del exterior y de pregonar una causa justa vinculada a la autonomía y florecimiento del Islam. En cierta medida aquí Akkad retoma la arquitectura narrativa de El Mensaje (The Message, 1976), en estrecha relación a una resistencia que se sabe pacífica de base a nivel ideológico pero que es llevada al devenir violento/ militar por las continuas arremetidas de una estructura institucional foránea que pretende imponer su hegemonía, control y/ o caprichos, sin embargo aquella prohibición de mostrar al gran protagonista del relato, Mahoma, aquí desaparece y por ello la película se acerca más a una odisea de emancipación patria clásica que a una crónica coral de corte histórico o religioso, planteo que va en consonancia con un fuerte entramado bélico que además convierte al film en uno de los más interesantes del rubro de las estrategias militares ya que buena parte de las casi tres horas de metraje están dedicadas a batallas, contraofensivas, emboscadas y mucha represión que tiene que ver con la payasesca idea del por entonces Reino de Italia (1861-1946) de anexarse colonias de manera compulsiva por haber sido dejado afuera del reparto del continente africano con motivo de la Conferencia de Berlín de 1884. Elegida en esencia porque la tienen justo enfrente, en la orilla africana del Mar Mediterráneo, para cuando Libia es invadida por los italianos en 1912 para arrebatársela al debilitado Imperio Otomano el territorio había pasado por manos fenicias, griegas, romanas y de los susodichos turcos, no obstante son los fascistas de Benito Mussolini -que llegan al poder en 1922- los que se proponen sí o sí recuperar la desvanecida gloria imperial de otros tiempos haciéndose del control absoluto de toda la región eliminando los focos de guerrillas populares que estaban al mando de Omar Al-Mukhtar (1858-1931), un maestro sanusí e imán ya veterano que con la avanzada de los invasores europeos se transformó en líder del movimiento anticolonialista libio gracias a su gran conocimiento de la geografía local y los secretos del desierto, al punto de lograr la expulsión de cinco gobernadores italianos del país a raíz de sus repetidos fracasos en materia de detener a los rebeldes. A fines de la década del 20 Mussolini le entrega la administración del territorio a Rodolfo Graziani (1882-1955), un general con fama de sanguinario que se propone destruir la resistencia de un Al-Mukhtar que llevaba casi 20 años amargándoles la vida a los europeos y con esta misión dictamina el arresto y éxodo masivo de las familias de beduinos sanusíes -unas cien mil mujeres, niños y ancianos- para que mueran en campos de concentración y de trabajos forzados donde primaban el hambre, las enfermedades y el hacinamiento, mientras expandía las huestes militares italianas en Libia con aviación, jeeps, tanques, cañones, explosivos y tropas que comenzaron a utilizar armas químicas como el gas mostaza y el fosgeno sobre los civiles, amén de ejecuciones sumarias contra prisioneros, un permanente asedio sobre las unidades guerrilleras de las montañas y hasta la construcción de una cerca de alambre de púas de 300 kilómetros en la frontera con Egipto para evitar el reabastecimiento de los sublevados independentistas en la nación vecina. Luego de un prólogo con imágenes de archivo, el maravilloso guión de H.A.L. Craig comienza con Mussolini (Rod Steiger) mandando a Graziani (Oliver Reed) a una Libia ya con muchos colonos agricultores asentados provenientes de Sicilia y el sur de Italia, a quienes se les daba tierras robadas a los beduinos para que plantasen lo que puedan en medio de un clima desértico. Las tropas del general, comandadas por el repugnante Mayor Tomelli (Gastone Moschin), de inmediato llevan adelante secuestros al azar entre la población de las aldeas sanusíes, queman sus alimentos, ejecutan a los enfermos, ametrallan a otros locales y se llevan alguna que otra mujer musulmana para prostitución forzada. Al-Mukhtar (Anthony Quinn) contraataca sorprendiendo a las huestes imperialistas mediante trincheras cavadas en el desierto inerte y destruyendo -apenas armados con fusiles precarios- un surtido de vehículos y camiones blindados de combate, dejando con vida a un oficial italiano por su corta edad, el Teniente Sandrini (Stefano Patrizi), y para que le transmita a Graziani que debe abandonar Libia, quien por cierto no escucha al muchacho y lo condecora de manera automática por haber traído la bandera militar de vuelta, la cual le dio el propio Omar como señal de respeto. El Coronel Sarsani (Adolfo Lastretti), otro carnicero del régimen colonial, entra en acción y comienza una serie de fusilamientos entre los beduinos que acompaña con quema de viviendas y plantaciones, destrucción de pozos de agua y arrestos masivos de aldeanos que a su vez son rescatados por los guerrilleros en ataques relámpago ayudados por los mismos prisioneros, que se vuelcan en contra de sus captores y escapan hacia el desierto. Con los campos de concentración ya montados y raptos adicionales en toda Libia, gran parte del apoyo popular autóctono se extingue porque casi todos los sanusíes terminan confinados en entornos en verdad pesadillescos, rodeados de alambres de púas, patrullas blindadas y enfermedades como el tifus y para colmo con muy poca comida, ahorcamientos aleatorios y violaciones y asesinatos de musulmanas para “diversión” de esos soldados italianos que supuestamente traían la simpática civilización occidental con ellos. Buscando conseguir tiempo para que lleguen aviones, tanques y más divisiones de infantería provenientes de Europa, Graziani inicia unas falsas negociaciones de paz encabezadas por el ingenuo y solidario Coronel Diodiece (Raf Vallone), lo que le permite una tregua tácita y el detalle de no seguir sumando desastres bélicos a la generosa lista de humillaciones al orgullo imperial. La farsa diplomática se viene abajo tanto por las pretensiones italianas de rendición total de los rebeldes como por la desalmada arremetida contra Kufra, el último oasis/ ciudad/ baluarte de los beduinos, un enclave mayormente civil que es bombardeado, ametrallado y destruido mediante tanques, cañones, morteros, aviones y tropas de a pie en medio de una defensa semi suicida de algunos guerrilleros de la zona que terminan acribillados y/ o pisados por las orugas de los vehículos blindados, como por ejemplo uno de los principales y más fieles lugartenientes de Al-Mukhtar, Bu-Matari (Takis Emmanuel), quien tenía familia en Kufra. Luego de intentos de negociar una rendición por parte de un viejo amigo de Omar y hoy cómplice de los europeos, Sharif El Gariani (John Gielgud), los sublevados ingresan en un fuerte/ depósito italiano, inician un incendio entre el combustible y los carros de asalto y se llevan ametralladoras, municiones y explosivos varios. Los invasores responden con gas mostaza sobre las montañas y luego de matar a los soldados responsables de una ametralladora, fallece bajo fuego enemigo Al Fadeel (Robert Brown), otro de los cofrades fundamentales del jerarca libio. Con motivo de una disputa en torno al gran puente hacia Wadi Al-Kouf, los militantes independentistas emboscan a los esbirros de Graziani primero lanzando explosivos desde lo alto de las formaciones rocosas y luego en un llano mediante dinamita enterrada y muchos guerrilleros a caballo, lo que genera más masacres con artillería entre los sanusíes aunque también muchos tanques inutilizados y el reconocimiento de parte del general de que el avejentado líder rebelde es muy bueno en combate. Allí es cuando los italianos erigen con más y más alambre de púas su nueva versión de la Muralla de Adriano para impedir la huida y la entrada de suministros vía Egipto, dejando a merced de nuevos ataques a los milicianos de Omar hasta el eventual arresto del líder rebelde en una zona circundante a las montañas, el cual es llevado a una entrevista con un Graziani que le ofrece perdonarle la vida a cambio de su colaboración para seguir “pacificando” el país, algo a lo que el hombre se niega y por ello es enjuiciado con rapidez, encontrado culpable de supuesta “traición” para con la metrópoli colonial y ejecutado en público por ahorcamiento ante los habitantes beduinos, convirtiéndose en un mártir de Libia, del futuro trajín descolonizador/ antiimperialista y en última instancia de los movimientos de autonomía nacional de toda África. Akkad sintetiza de manera magistral el ideario del Islam y del protagonista, realmente muy poco conocido en Occidente y compuesto por un Anthony Quinn hiper meticuloso e inteligente que está literalmente perfecto en su rol, a través de aquella escena en la que Al-Mukhtar deja ir con vida a un Sandrini al que sus colegas querían asesinar diciendo que los italianos matan a los prisioneros beduinos, frente a lo cual responde que los europeos no son sus maestros y no deberían imitar su sadismo; a lo que se suma primero la célebre frase “viviré más tiempo que mi verdugo” del Omar de carne y hueso, elogio a la memoria popular aguerrida aquí manifestado en el encuentro con el personaje del también supremo Oliver Reed, y segundo el alegato del abogado defensor del líder sanusí, el Capitán Lontano (Luciano Bartoli), quien asevera que como el señor jamás reconoció autoridad italiana alguna sobre Libia resulta de lo más absurdo que se lo juzgue como “traidor” ante un marco institucional que considera ilegítimo, salvaje y de carácter absolutista (los traidores siempre mueren, los prisioneros de guerra luego deben ser dejados en libertad). El realizador y su guionista de cabecera, el irlandés Craig, asimismo juegan con los engranajes del western crepuscular y hasta evitan generalizar en lo que atañe a las huestes fascistas incluyendo personajes como Diodiece, un simpatizante implícito de la causa de Al-Mukhtar y quien llora ante su muerte, y el Teniente Sandrini, un adolescente que se rehúsa a dar la orden de colgar a hombres y mujeres inocentes en un campo de concentración bajo la acusación al azar de ayudar a los rebeldes, amén de además ofrecer un retrato muy humano del pueblo beduino de la mano de dos féminas, Mabrouka (Irene Papas), que sobrevive pero ve morir a toda su parentela, y una bella muchacha sin nombre (Eleonora Stathopoulou) y madre de un nene pequeño llamado Ali (Ihab Werfali) que queda al cuidado de la anterior, en esencia una chica que pierde a su marido en las batallas y es ahorcada por los europeos en uno de sus campos del espanto y el sinsentido. Más allá de la colección de los altos mandos invasores, con personajes como el ruin Príncipe Amadeo (Sky du Mont), siempre complotando con el general, o ese citado Coronel Sarsani que termina fusilando por la espalda a Sandrini bajo el evidente mandato de un Graziani que no se tomó para nada bien la insubordinación de uno de sus héroes inventados, El León del Desierto nos ofrece un encadenamiento hoy ya legendario de secuencias bélicas en el que una guerrilla que lucha y lucha hasta las últimas consecuencias se enfrenta contra los delirios imperialistas de un país algo bastante pobre y retrasado como Italia que sabiéndose con muchos menos recursos y preparación que las potencias europeas decide obviar la realidad y lanzarse a una aventura colonialista ridícula que se caería de manera estrepitosa por la catarata de derrotas del fascismo en ocasión de la Segunda Guerra Mundial y del mentado Eje junto a Alemania y Japón, donde no sólo perdería Libia frente a los británicos -y sus posesiones/ conquistas territoriales en Somalia, Eritrea y Abisinia- sino que sería humillado en partes iguales por los aliados y los nazis, quienes se repartieron el país desde 1943 hasta el desenlace del conflicto internacional, ese que tuvo uno de sus “ensayos generales” en tanto guerra mecanizada a gran escala en la presente represión sobre la resistencia libia anticolonial (de hecho, la deshonra fue tan inmensa que en el norte de la península itálica se funda la República Social Italiana de Mussolini, un Estado títere de la Alemania del Tercer Reich que ocupaba la región, y en el sur el Reino de Italia queda en manos del Comité de Liberación Nacional de Ivanoe Bonomi, un ente que respondía a las necesidades de las fuerzas inglesas y norteamericanas asentadas en el derruido territorio). Nuevamente amparándose en un excelente trabajo de Maurice Jarre en materia de la música y de Jack Hildyard en lo que atañe a la fotografía, Akkad golpea durísimo al imperialismo militar, civil y económico en todas sus formas y encarnaciones construyendo una épica majestuosa, filmada en Libia e Italia y de nuevo con el financiamiento del desquiciado de Muamar el Gadafi, que por supuesto renueva la convicción de siempre de que el único remedio contra las barrabasadas y soberbia homicida del poder es la lucha lisa y llana desde todos los niveles de la vida prosaica, sin que importe nuestra posición social eventual ni la capacidad de fuego del enemigo ni mucho menos sus mentiras o engaños, ejes paradigmáticos de una estrategia imperialista que busca socavar la moral para generar esas apatía y pasividad que parecen estar por todos lados en nuestros días hasta que alguna chispa hace estallar el polvorín y las conciencias vuelven a despertar.
El León del Desierto (Lion of the Desert, Libia/ Estados Unidos, 1980)
Dirección: Moustapha Akkad. Guión: H.A.L. Craig. Elenco: Anthony Quinn, Oliver Reed, Irene Papas, Raf Vallone, Rod Steiger, John Gielgud, Gastone Moschin, Stefano Patrizi, Adolfo Lastretti, Robert Brown. Producción: Moustapha Akkad. Duración: 173 minutos.