El cine francés post globalización, ese de las décadas del 80 y 90 en adelante y sobre todo el correspondiente al Siglo XXI, genera una buena dosis de vergüenza ajena porque sigue embanderado en las mismas estrategias de proteccionismo chauvinista de épocas pasadas y mejores aunque sin películas buenas o por lo menos potables que justifiquen la de por sí loable movida, algo que tiene que ver tanto con la uniformización cultural empobrecedora a escala planetaria a raíz del colapso de la Guerra Fría, ahora con Hollywood eliminando la competencia de las cinematografías nacionales y pasando a imponer sus aburridos criterios de producción y géneros favoritos en todos los rincones de la esfera terrestre sin importar el sustrato folklórico de antaño, como con el olvido de los galos de aquella andanada de traumas que motivaron el glorioso cine francés de mediados de la centuria pasada, tanto el de género como el severo/ arty, nos referimos por supuesto a la Gran Depresión luego del Crac del 29, la ocupación y división del país a instancias de las tropas nazis con motivo de la Segunda Guerra Mundial y finalmente aquella Guerra de Independencia de Argelia que derivaría en la emancipación en 1962 del enclave africano con respecto a toda esta lacra colonizadora. Convertida desde la década del 80 en otra de esas naciones intercambiables del Primer Mundo que se la pasa prestándole dinero a los países pobres, mandando tropas y/ o mucho armamento a cualquier aventura imperialista de Occidente y quejándose por los aluviones de inmigrantes que reciben por parte de las antiguas colonias, por cierto entidades territoriales saqueadas a más no poder y con límites caprichosos que jamás pasaron de lo artificial nacional, Francia año a año incluye un número muy inflado de películas locales en la competencia del Festival Internacional de Cannes, el más importante del mundo, y suele hacer lobby para que alguna reciba algún premio de los principales, apenas un ejemplo de diversas medidas -cuota de pantalla, apoyo endogámico al star system vernáculo, prensa lambiscona incluso extranjera, etc.- dirigidas a films tan mediocres u olvidables como el grueso de los bodrios hollywoodenses que atestan las pantallas desde finales del Siglo XX.
Un “caso testigo” revelador de las frustraciones en secuencia del ámbito cinematográfico francés posmoderno y su tendencia al autobombo sin demasiada justificación -o calidad y heterogeneidad estilística que lo solvente- es el devenir profesional de André Téchiné, típico cineasta sobrevalorado en su tierra natal y en algunas circunscripciones del Primer Mundo que entregó una retahíla de propuestas meditabundas o introspectivas de medio pelo y que desde la crítica de los 80 y 90 se quiso hacer pasar como miembro de una “segunda camada” de periodistas convertidos en cineastas de Cahiers du Cinéma, a posteriori de la archiconocida Nouvelle Vague, sólo porque trabajó como redactor en la revista un puñado de años en los 60 y colaboró en algún momento con Jean Eustache y Jacques Rivette. De las más de veinte realizaciones de Téchiné, señor que por cierto debutó sin pena ni gloria con Paulina se va (Paulina s’en va, 1969), su único período verdaderamente rescatable es aquel condensado en el primer lustro de la década del 90, cuando por fin redondea una tetralogía de opus interesantes que recuperan sus inquietudes de siempre y anticipan otras varias por venir, hablamos de Inmoralmente Joven (J’embrasse pas, 1991), aquella fábula amarga y fascinante sobre la reconversión de un muchacho del interior galo en taxi boy en la París impiadosa y refulgente de entonces, Mi Estación Preferida (Ma Saison Préférée, 1993), correcto retrato de la enemistad y memorias compartidas de dos hermanos veteranos en proceso de acercamiento, Los Juncos Salvajes (Les Roseaux Sauvages, 1994), sin duda la mejor de las muchas alegorías autobiográficas homosexuales del director y guionista y la que mejor explora su adolescencia con el trasfondo histórico del conflicto en Argelia, y Los Ladrones (Les Voleurs, 1996), una cruza de drama vincular y policial negro prodigioso de perspectivas complementarias, en suma cuatro películas que sin aportar nada remotamente novedoso consiguieron una muy buena distribución/ llegada popular y le ganaron a Téchiné un respeto que le había resultado esquivo durante las décadas previas y que eventualmente perdería gracias a la lamentable colección de trabajos tibios o anodinos de los años futuros.
Los Ladrones en especial constituye una rareza en la voluminosa carrera del cineasta, como decíamos más arriba todo un “número fijo” en la grilla del cada vez más devaluado Festival de Cannes, porque es lo más parecido que haya entregado a un convite de género puro y duro, en esta ocasión precisamente ese polar o film noir francés que nace con el realismo poético de los años 30 y 40 de Julien Duvivier, Marcel Carné y Jean Renoir para después mutar en la decadencia moral de los 50, en línea con Henri-Georges Clouzot, Louis Malle, Jules Dassin y Jacques Becker, y la elegancia gélida de los 60, aquí en función de René Clément, Jacques Deray, Claude Chabrol, Robert Hossein, Claude Sautet y Jean-Pierre Melville. Desde ya que la relectura de Téchiné del policial se acerca al nihilismo de los 70 de Henri Verneuil, Alain Corneau, José Giovanni y Pierre Granier-Deferre o la intimidad claustrofóbica de los 80 y 90 de Patrice Leconte y Bertrand Tavernier, dos vertientes que amalgamaron lo local y lo foráneo, de allí que vampirice un recurso de moda del acervo hollywoodense del momento, el llamado “Efecto Rashomon” por la obra maestra de 1950 de Akira Kurosawa con Toshiro Mifune, y lo mezcle con la desintegración familiar de otro ejemplo de relato con puntos de vistas contrapuestos/ sucesivos, El Ruido y la Furia (The Sound and the Fury, 1929), famosa novela de su escritor favorito, William Faulkner. Alex (Daniel Auteuil) es un policía de Lyon que viene de una familia de ladrones de autos de lujo comandada por su progenitor, Víctor (Ivan Desny), y su hermano mayor, Iván (Didier Bezace), este último casado con Mireille (Fabienne Babe) y padre de un nene chiquito con aires de adulto, Justin (Julien Rivière), el cual a su vez una noche descubre que Iván recibió un balazo en su ojo izquierdo por un robo que salió mal. En realidad el núcleo de la historia es simple y se limita a un triángulo amoroso entre Alex, efectivamente un oficial cínico y algo mucho insoportable, y dos mujeres, una profesora de filosofía, Marie Leblanc (la gran Catherine Deneuve), y una muchacha de ribetes masoquistas y suicidas, Juliette (Laurence Côte), linda hermana de un asociado criminal de Iván, Jimmy Fontana (Benoît Magimel).
Más allá de la seguidilla de puntos de vista cambiantes entre Justin, Alex, Marie y Juliette, como señalábamos con anterioridad en línea con el Efecto Rashomon y/ o las idas y vueltas anticronológicas de Los Sospechosos de Siempre (The Usual Suspects, 1995), de Bryan Singer, y el díptico de la época de Quentin Tarantino, Perros de la Calle (Reservoir Dogs, 1992) y Tiempos Violentos (Pulp Fiction, 1994), luego yendo a parar a Oriente de la mano de por ejemplo Héroe (Ying Xiong, 2002), de Zhang Yimou, y La Doncella (Ah-ga-ssi, 2016), de Park Chan-wook, Los Ladrones, cuyo título hace alusión a fetiches conceptuales de Téchiné de larga data como la interdependencia emocional cleptómana y la tendencia/ compulsión a reemplazar lo faltante porque nunca se renuncia verdaderamente a nada que se considere fundamental en términos psicológicos o afectivos, de hecho recopila casi todos los pivotes de su producción artística como la presencia de muchos personajes y subtramas conectadas entre sí, la obsesión con la ética, la soledad y el parasitismo anímico, algo de homosexualidad (aquí aparecen unos travestis en el club nocturno que abre Iván y además tenemos el vínculo lésbico entre Juliette y su docente, Marie), muy buenas actuaciones de todo el elenco, diálogos bastante secos y agresivos, un intimismo caótico entrecruzado más preocupado por el desarrollo de personajes que por el relato, alguna cita cinematográfica del montón (se ve un afiche al paso de The Blues Brothers de 1980, de John Landis, y unas drag queens imitan la legendaria secuencia de Money, Money de Cabaret, del querido Bob Fosse circa 1972), esos infaltables inmigrantes árabes, una duración total un tanto excesiva y aquel naturalismo existencialista bien crudo que convive con una colección de situaciones impostadas llegando el último acto, clásico momento de separación de los personajes en pos de una tranquilidad que definitivamente no consiguen estando juntos o lastimándose desde el cretinismo. El realizador y sus coguionistas, Gilles Taurand y Michel Alexandre, ponen el foco con astucia y paciencia en la “necesidad” de tantos mortales de recurrir a lo ajeno para sentirse vivos, ya sea un BMW o el cariño y la fuerza de voluntad del prójimo…
Los Ladrones (Les Voleurs, Francia, 1996)
Dirección: André Téchiné. Guión: André Téchiné, Gilles Taurand y Michel Alexandre. Elenco: Catherine Deneuve, Daniel Auteuil, Laurence Côte, Fabienne Babe, Benoît Magimel, Didier Bezace, Julien Rivière, Ivan Desny, Régis Betoule, Naguime Bendidi. Producción: Alain Sarde. Duración: 116 minutos.