Cuento

Resplandeciente Reina

Por Mariana Isabel Ludueña

T. programa el pequeño artefacto con el que prepara su ración diaria de comida y empieza a cantar, más bien a tararear. Voltea, dándole la espalda al aparato y abre una gaveta, toma una toalla húmeda con la que se limpia las manos y bebe agua, se seca los labios y antes de comer, dubitativo en los primeros versos, empieza a recitar un poema. Cuando termina, sentado en su único y estrecho asiento, se pone a llorar.

Come todo y levanta la mirada hacia un reloj que está encima de un dibujo infantil, estira el brazo y toma un aparatito blanco -del tamaño de un cronómetro- con una pantalla verde, lo conecta a la pulsera que lleva puesta y se hace una medición, permanece sentado en su pequeño asiento. “Guardar”, dice en voz alta, el aparato da dos bip cortos y se enciende su led verde. Se desconecta con cuidado y lo deja en su estuche, se refriega los ojos y mira hacia la ventanita, hacia la noche y las estrellas.  La observa cayendo en ensueño hasta que lo sorprende un estruendo metálico que viene desde las entrañas de su pequeño habitáculo. Sigue sentado y se agacha siguiendo un eco bajo su asiento.

– El sistema de aire -murmura-, otra vez esa porquería.

Resopla, se toma la cabeza con las dos manos, las baja acariciándose su barba incipiente y aleja la mirada de la ventana circular y su fulgor azul platinado. Bajo la mesa donde acaba de comer, hay un cajoncito, de allí toma una libreta, una lapicera y anota: allí estaba la noche, con su reina bella y resplandeciente. Se levanta, se estira y saca de una cartuchera, ajustada al asiento, tres herramientas.  De nuevo el fuerte estruendo, pero esta vez, seguido de otros retorcijones metálicos. En la base de una consola electrónica, junto a la ventanita por la que acaba de mirar, está el núcleo del sistema,  se pone los lentes, su rostro ya no tiene esa expresión nostálgica de apenas unos momentos atrás, ahora está concentrado y agudo, los ojos como una mira. Hace mucho frío y sus dedos entorpecen los intentos de atornillar bien una de las tapas flojas que genera el ruido cada vez que se reinicia el equipo.

Termina, con éxito, de ajustar el resistente tornillo y sonríe. Ahora, larga una risotada demoníaca que lo deja agitado, suelta el destornillador para apretarse -otra vez- la cabeza con sus manos y se frota  las palmas en la cavidad de sus ojos, mira por su ventana circular y solloza nuevamente.

Se activa una alarma en la pulsera. Está tiritando, mira como le tiemblan las manos, insulta, saca de uno de los bolsillos de su campera una cajita con la cruz roja impresa, toma una píldora y la coloca bajo su lengua. Junto a la consola hay dos monitores encendidos pero sin imágenes, solo su pantalla azul, los apaga. También están señaladas unas llaves que tienen un cartel encima de ellas: “LÍNEA Nro. 1”, “LÍNEA Nro. 2”, las pone en posición “OFF”. Le tiemblan más las manos, pero finalmente hace lo mismo con la tercera, la que tiene la etiqueta “SISTEMA DE AIRE”. Da dos pasos, mareado, hasta el cajón de donde toma la toalla y vomita en ella. Su cuerpo no ha tenido tiempo de absorber la droga que acaba de tomar, está sudando y el mal olor del encierro lo descompone todavía más, toma agua, hace ejercicios de respiración, pero su alarma no se detiene, agarra  una pinza de entre las herramientas y corta la pulsera, tiritando. Va y anota en su libreta: “Abr122053,  finalizo registro y control de signos vitales: arritmia, para variar. El sistema de aire sigue con fallas. Lo he desconectado, finalmente”. Y sonríe. Se envuelve en una especie de saco de dormir y se ajusta en él, observa la ventana, mira otra vez hacia afuera, mira las estrellas, no titilan. Para él nunca titilan las estrellas.

– Donde se besan la cordillera nevada con el sol. Donde la negra tierra ha parido tulipanes. Y las dunas forman eternas caderas de una mujer deshecha por el viento… – entona y solloza.

Sus ojos se ven rotos, tiene ojeras y está desorbitado. Acaba de desconectar el único sistema de aire de su lata espacial abarrotada de tubos, antenas, cables y relojes. Melancólico, entona su poema elegido para el día trescientos setenta y ocho en su nave a la deriva. Se acerca más a la ventanilla y mira la noche, mira su planeta, ve a su bella y resplandeciente reina. La ve lejana, azul y oceánica. Mira y voltea solo para ver, otra vez, el reloj que le indica que está a cien mil millas más lejos de su musa. Cien mil millas más lejos que cuando empezó a escribir los últimos versos con los que hoy la exalta.