Doña Flor y sus Dos Maridos (Dona Flor e seus Dois Maridos)

Romería de mutilados

Por Emiliano Fernández

Como otras comedias eróticas que nacieron en las postrimerías del hippismo y la eclosión del nihilismo de los años 70 y toda su violencia entrecruzada, Doña Flor y sus Dos Maridos (Dona Flor e seus Dois Maridos, 1976), una de las películas más exitosas de la historia de Brasil tanto en casa como en el resto del globo, es un típico producto de su tiempo que responde por un lado al aprovechamiento cultural del auge internacional del “Porno Chic” o Edad de Oro del Porno de Estados Unidos, período que abarcó entre 1969 y 1984 y que se caracterizó por la primera llegada masiva por parte del género a las salas de cine habituales, grandes dividendos en taquilla, una legitimación cultural en lo que atañe al visto bueno del mainstream y un nivel bastante interesante a escala cualitativa de las películas en sí, sobre todo para alegar méritos artísticos y poder esquivar las redes de censura que imponía el mercado planetario de la distribución, y por el otro lado a los coqueteos del presidente brasileño en funciones al momento del estreno del trabajo de Bruno Barreto, el General Ernesto Geisel, en materia del comienzo de una lenta democratización en el contexto de la Dictadura Militar de Brasil (1964-1985), la cual estaba saliendo de la etapa más represiva contra los opositores políticos de izquierda y cualquier voz disidente, denominada los Años de Plomo (1968-1974), que prácticamente coincidió con una época de bonanza económica que suele ser bautizada el Milagro Económico Brasileño (1969-1973), producto de un programa de corte keynesiano estatista que se extingue con la Crisis del Petróleo, siendo Geisel quien eliminó en los hechos la censura sobre los medios de comunicación, la tortura a los presos políticos y parte de la legislación más feroz del régimen de extrema derecha. Dicho de otro modo, la película que nos ocupa se sirvió en simultáneo de la ampliación de libertades comerciales externas, a raíz de la distribución mundial de odiseas osadas, y sus homólogas civiles internas, a escala brasileña por el desgaste del proceso absolutista, para ofrecer una faena erótica o sutilmente picaresca que le debe tanto a una versión aggiornada del costumbrismo latinoamericano de mediados del Siglo XX como a ese realismo mágico por el que era muy conocido el autor del libro en el que está basado el film, Jorge Amado.

 

Otro ingrediente que juega fuerte en el campo de las condiciones de producción es el tono neorrealista rosa de la propuesta cual retro rasgo de estilo que combina drama, romance y comedia en dosis más o menos semejantes aunque con acentos claros hacia las sonrisas, un planteo que se vincula a esa denuncia de la pobreza y la marginación de la sociedad local a mitad de camino entre la decisión del propio Barreto, relacionada a no esquivar el bulto de siempre de la miseria extendida latinoamericana, y el mismo contexto de rodaje que impone la realidad y la época, por lo menos hasta que en la década del 80 regrese el Hollywood pomposo marca registrada y con él la hegemonía internacional de las producciones pulidas, resplandecientes y turísticas bajo el mote de la horrenda “globalización”, eufemismo por imperialismo cultural en tanto sincronía y uniformización de todas las cinematografías nacionales dentro del marco de referencias lavadas/ asépticas del mainstream yanqui adepto a evadir la realidad. Más allá de su condición de joven prodigio ya que en esencia realizó Doña Flor y sus Dos Maridos teniendo 21 años y hasta la había planificado cuando contaba con apenas 19, luego de dirigir las hoy olvidadas Tati (1973) y La Estrella se Levanta (A Estrela Sobe, 1974), Barreto honestamente nunca fue un gran director sino uno correcto y no mucho más que logró brillar con obras aisladas que se corresponden con sus diferentes períodos profesionales, así es cómo Doña Flor y sus Dos Maridos rankea en punta -en lo que respecta a la génesis brasileña del señor- junto a la estupenda El Beso en el Asfalto (O Beijo no Asfalto, 1981), fábula acerca de la triste destrucción de lo individual a manos de la comunidad circundante, y se podría decir que lo mismo ocurre en las dos fases siguientes de su carrera ya que el promedio de películas interesantes nunca supera las dos, pensemos primero en su largo y prolífico exilio en yanquilandia con motivo de su relación romántica con la actriz Amy Irving, ex esposa de Steven Spielberg, ciclo de siete películas en el que sólo se destaca Cuatro Días en Septiembre (Four Days in September, 1997), y segundo en su regreso posterior al hogar, etapa reciente en la que sobresale en especial Última Parada 174 (2008), al igual que la anterior una epopeya de toma de rehenes en territorio brasileño.

 

El guión del director, Eduardo Coutinho y Leopoldo Serran respeta la muy sencilla historia de la novela original de 1966 de Amado y comienza con el fallecimiento en Bahía en la madrugada del domingo de carnaval de 1943 de Valdomiro “Vadinho” Santos Guimarães (José Wilker), señor travestido que junto a sus amigos borrachines y cantores se pone a bailar alrededor de una mulata y ve como su cuerpo -sobre todo su hígado, riñones, corazón y pulmones- colapsa luego de una vida bohemia y ludópata dedicada a las putas, los dados, las cartas y la ruleta al extremo de robarle dinero a su linda esposa, Florípides “Doña Flor” Guimarães (Sônia Braga), dueña de una escuela culinaria, Sabor y Arte, y de desaparecerse durante días consagrados al prostíbulo y el casino, sus dos “segundas casas”. La primera mitad de las casi dos horas de metraje está consagrada a un flashback destinado a retratar los siete años de matrimonio, período considerado de terror por todas las mujeres alrededor de la protagonista y una verdadera era dorada según los amigos del difunto y las inefables meretrices de Bahía, las cuales veneran como mártir a un hilarante pícaro autodestructivo que vivía a puro hedonismo porque les tocaba el culo a las alumnas de su esposa, jamás se molestó en conseguir un trabajo, pedía financiamiento para su ludopatía en la iglesia, era una máquina de perder lo poco que tenía, jamás honraba las deudas contraídas, le pegaba a Doña Flor cuando ésta se negaba a darle más y más efectivo y hasta la hizo sospechar de una infidelidad con una furcia morena que parió a un bebé, Dionísia (Lourdes Coimbra), la cual por suerte andaba con otro macho. Luego del luto reglamentario Guimarães acepta casarse con un farmacéutico puritano y fanático del orden, el Doctor Teodoro Madureira (Mauro Mendonça), quien le ofrece la seguridad y el cariño duradero que Vadinho jamás pudo entregar, no obstante como el hombre es un desastre en la cama la mujer extraña al fallecido y así llama a su fantasma, quien se aparece siempre desnudo y con unas ganas locas de coger porque de hecho esa era su característica crucial en el matrimonio con Doña Flor, la cual pasa de pretender expulsarlo con una ceremonia símil exorcismo a finalmente aceptar el triángulo amoroso permanente con ambos varones, el muerto y el que está vivo.

 

Sin duda el desempeño de Wilker y Mendonça es excelente pero la que se roba la película es Sônia Braga, una muy buena y bella actriz que para entonces ya contaba con experiencia tanto en televisión como en cine que a su vez le ayudó a aprovechar la enorme exposición que tuvo el film en todo el globo al punto de profundizar una carrera en el extranjero y en el propio Brasil que incluyó faenas ineludibles como El Beso de la Mujer Araña (Kiss of the Spider Woman, 1985), de Héctor Babenco, El Secreto de Milagro (The Milagro Beanfield War, 1988), de Robert Redford, Luna sobre Parador (Moon Over Parador, 1988), de Paul Mazursky, El Principiante (The Rookie, 1990), de Clint Eastwood, Dos Muertes (Two Deaths, 1995), de Nicolas Roeg, Bordertown (2007), de Gregory Nava, Aquarius (2016), de Kleber Mendonça Filho, Extraordinario (Wonder, 2017), de Stephen Chbosky, Bacurau (2019), de Mendonça Filho y Juliano Dornelles, y Fátima (2020), de Marco Pontecorvo, amén de Gabriela, Clavo y Canela (Gabriela, Cravo e Canela, 1983), esa digna secuela conceptual de Doña Flor y sus Dos Maridos que la intérprete encaró de nuevo con Barreto a partir de otro trabajo literario de Amado, el homónimo de 1958, realización que parece funcionar como una suerte de corrección espiritual con respecto a la floja, tardía y rutinaria remake hollywoodense del exitazo primigenio de 1976, Mi Adorable Fantasma (Kiss Me Goodbye, 1982), dirigida por el ya veterano Robert Mulligan. Parafraseando la letra del inmortal leitmotiv de la propuesta, O Que Será?, canción compuesta por Chico Buarque y cantada en pantalla por Simone Bittencourt de Oliveira alias Simone en sus tres versiones principales, Apertura, A Flor de Piel y A Flor de Tierra, después popularizada en toda América Latina por la genial Mercedes Sosa, Milton Nacimiento y el propio Buarque, en suma lo que nos ofrece la película es una “romería de mutilados” simbólicos o prácticos que nos acerca a la clásica imperfección de la praxis mundana y nos aleja de toda utopía insulsa o romantizada del séptimo arte tradicional, por ello la pasión demencial de Vadinho compensa el sustrato aburrido, soberbio y algo frío de Madureira, la estabilidad económica de éste hace lo propio con el despilfarro sin freno del primero y en última instancia la Doña Flor de Braga se posiciona como una mujer que también está atrapada en una compulsión aunque de tipo física ya que no puede tener hijos por un defecto de nacimiento, de allí el episodio de celos con Dionísia, una negra tetona y pobre sinónimo de fecundidad como lo demuestra su vástago, y la eventual amistad con la prostituta cual compensación afectuosa en el ámbito de la clase baja, con una fémina experimentada en serio, en relación a todas sus amigas bobaliconas de la burguesía bahiense, esas que lo único que saben hacer es denunciar/ demonizar al aparatoso personaje de Wilker sin conocer los réditos libidinosos que recibe a cambio Guimarães en la intimidad por soportar sus exabruptos de toda índole, los cuales están estrechamente vinculados a su derrotero de eterno mujeriego que tontea por ahí con vaginas del montón para luego volver al hogar con su amada Doña Flor, eje tácito de su vida junto a la ludopatía señalada. Esta idea de fondo del equilibrio paradójico, con cada persona complementando a la otra en lo que le falta o desconoce, se entronca con el concepto de la heterogeneidad enriquecedora que niega la ortodoxia y el mismo vínculo monogámico, detalle hiper disruptivo en la década del 70 y aún hoy, en el Siglo XXI, también bastante molesto en sociedades latinas muy enclaustradas en la moral católica y el cerco de la familia nuclear, un esquema ya en crisis en aquella época y sin grandes chances de cambios significativos debido a que las sucesivas propuestas de metamorfosis trastocan el orden de los factores sin jamás alterar del todo el producto, algo que la misma película sintetiza en la escena final cuando el trío pasa a convivir sin problemas como una forma de balancear las quimeras antagónicas de antaño -sexo gratificante, clan sin fisuras y bienestar socioeconómico- bajo las nuevas condiciones de vida de la posmodernidad basadas en el egoísmo entrecruzado y las crisis incesantes polirubro, de este modo la parentela compuesta o aquella otra ramificada no son más que intentos fallidos de reconstruir la paz identitaria de la familia del pasado, una que continúa siendo el modelo para absolutamente todos los andamiajes retitulados/ emparchados/ rearticulados siguientes. Quizás lo más importante que nos legó el opus de Barreto, cuya duración es algo excesiva, cuyas ironías casi pueriles y cuyas escenas eróticas bastante leves, vistas a la distancia y por más que hayan espantado a los censores y beatos de su tiempo, sea primero la jugada de apostar a la exportación sin renunciar al sabor de la cultura local, algo que queda en evidencia en la presencia durante el metraje de un tango argentino, algo de música mexicana, un poco de jazz vocal de Estados Unidos y la canción de Buarque símil bossa nova más popera que volcada a la samba, y segundo esta sinceridad en lo que atañe a la satisfacción recauchutada y tullida de los seres humanos, una y otra vez debiendo conformarse con lo que hay en una negociación entre una praxis ultra tacaña y los anhelos subjetivos de turno, ejemplo de una dialéctica de las frustraciones que a veces genera alegrías siempre y cuando uno aprenda a convivir con sus manías y aquellas del prójimo sin tanto reparo, condena o vocación de forzar el cambio, justo como hace la querida Florípides en el desenlace cuando se consagra a disfrutar de la contradicción prosaica de la infidelidad y la fidelidad en simultáneo con sus dos maridos…

 

Doña Flor y sus Dos Maridos (Dona Flor e seus Dois Maridos, Brasil, 1976)

Dirección: Bruno Barreto. Guión: Bruno Barreto, Eduardo Coutinho y Leopoldo Serran. Elenco: Sônia Braga, José Wilker, Mauro Mendonça, Lourdes Coimbra, Dinorah Brillanti, Nelson Xavier, Arthur Costa Filho, Rui Resende, Mário Gusmão, Nelson Dantas. Producción: Luiz Carlos Barreto y Newton Rique. Duración: 117 minutos.

Puntaje: 7