Virgin, de Lorde

Sacando el dolor del sintetizador

Por Marcos Arenas

En la neozelandesa Ella Marija Lani Yelich-O’Connor alias Lorde, hoy por hoy de 28 años, se unifican cuatro características de buena parte de las propuestas musicales del mainstream del nuevo milenio y sobre todo de las correspondientes al gremio femenino, en primera instancia tenemos dos rasgos más que evidentes, hablamos de la presencia de muy poca imaginación propia que lleva a una gran dependencia en lo que atañe a la colección de productores, cocompositores y músicos sesionistas del montón, por un lado, y una relación histérica con la sensualidad porque muchas artistas se muestran putonas y en simultáneo se ofenden cuando las consideran putonas, por el otro lado, y en segundo lugar vienen primero esa metamorfosis que se repite una y otra vez a nivel estilístico/ ideológico, desde el avant-garde o las pretensiones cuasi rockeras sinceras hacia un synth-pop hiper esquemático y/ o unas pistas de baile que retoman mucho de la música disco más chatarra y prefabricada de los años 70 modelo Bee Gees, Village People o ABBA, y después una precocidad que en el Siglo XXI se acerca peligrosamente a una nueva lectura de la vieja condición de “one-hit wonder”, en el caso de Lorde extendiéndose el asunto un poco más allá en el tiempo -hasta su segundo álbum, en términos concretos- a pesar de que casi todos la relacionan exclusivamente con su primer e irrepetible single, Royals (2013).

 

Discípula tanto de The xx como de Massive Attack, más pinceladas de Kate Bush, Tricky, PJ Harvey, Animal Collective, Sinéad O’Connor y Fiona Apple, y sin lugar a dudas por momentos pareciéndose a un producto intercambiable como Taylor Swift, Ariana Grande o Miley Cyrus, Lorde se ubica más cerca de Billie Eilish y Avril Lavigne que de Lana Del Rey y The Weeknd, si la pensamos en el campo del alt-pop, y si bien suele retomar la electrónica noventosa lo cierto es que lo suyo es bastante tranquilo, más homologable al downtempo que al big beat, y lejos está de la verdadera novedad en nuestro nuevo milenio, en línea con el hyperpop de Charli XCX o el avant-pop de FKA Twigs. El punto de partida de la carrera de la neozelandesa fue Pure Heroine (2013), buen debut que sin revolucionar nada por lo menos hizo un buen uso de su amalgama de electropop, trip hop, dream pop, indie, pop alternativo, rhythm and blues contemporáneo y goth-pop. Melodrama (2017), por su parte, terminó siendo un trabajo mucho más desparejo en el que el emo pop o el teen pop minimalista/ lo-fi del debut muta en synth-pop, art rock, dance, pop barroco, dark wave, rock industrial y un hip hop hecho y derecho que sigue resultando un tanto redundante en relación a muchos artistas similares de nuestros días. Solar Power (2021) constituyó el álbum en el que se terminó de pinchar la “promesa” detrás de Lorde, en esta oportunidad a raíz de un insólito y muy mediocre pop psicodélico hippón que se combinaba con chispazos de soft rock, folk y rock alternativo y con las involuntariamente hilarantes “fuentes de inspiración” del disco, la muerte de su mascota, una Golden Retriever llamada Pearl, y su viaje de diva-que-no-quiere-ser-diva a la Antártida, destino profundamente ridículo digno de una multimillonaria sin nada que hacer o que se vio obligada a elegir entre el sur helado y la Luna, sin olvidarnos del tokenismo o la apropiación cultural de grabar un EP en maorí, Te Ao Mārama (2021), simplemente traduciendo las letras de cinco temas de Solar Power y así ganándose las críticas de distintos representantes del pueblo autóctono de Nueva Zelanda por lo trivial, innecesario y oportunista del gesto.

 

Virgin (2025), el flamante opus de la artista, oficia de vuelco ya completo hacia un dance y un synth-pop que se saltean el dejo etéreo y seudo naturalista de la placa previa con el objetivo de recuperar el respeto cosechado intra fauna melómana en ocasión de Pure Heroine y Melodrama, amén de cierta pretensión de equilibrar las dos vertientes del electropop de antaño, el minimalismo del debut y aquella pompa sobreproducida de su secuela del 2017, mientras sobrevuela de fondo una new wave dreampopera y siempre amigable para garantizar el beneplácito de los admiradores de la primera hora que huyeron despavoridos luego del trabajo de cuatro años atrás. Un detalle bastante curioso es la vuelta del fetiche vaginal en primer plano en la portada, ahora mediante una radiografía de la anatomía de Lorde, a la que se agrega una cremallera, un dispositivo intrauterino y una hebilla de cinturón, mientras que en Solar Power la entrepierna se nos aparecía a través de una lente ojo de pez cuando la muchacha saltaba en una playa y obstruía el sol a pura egolatría implícita. El sucesor de los productores y cocompositores centrales previos, Joel Little de Pure Heroine y Jack Antonoff de Melodrama y Solar Power, es el estadounidense James Harmon Stack alias Jim-E Stack, más asistentes adicionales variopintos que incluyen a Buddy Ross, Fabiana Palladino, Dan Nigro, Andrew Aged y Sachi DiSerafino, entre muchos otros, un planteo que nos lleva a subrayar que Stack supo trabajar para Bon Iver, HAIM, Aminé, Charli XCX, Dominic Fike, Lower Dens, Empress Of, Kylie Minogue, Sia y Rostam Batmanglij, este último un ex Vampire Weekend, y de hecho conoció a Lorde cuando le produjo su versión de Take Me to the River (1974), de Al Green, para un disco tributo a Talking Heads y la concert movie de 1984 de Jonathan Demme, Everyone’s Getting Involved: A Tribute to Talking Heads’ Stop Making Sense (2024), todo a su vez en función del recordado cover que el grupo liderado por David Byrne grabó para More Songs About Buildings and Food (1978), placa producida por Brian Eno.

 

El primer tema del disco, Hammer, sintetiza el espíritu de fondo porque para las estrofas recupera el esquema lo-fi de Pure Heroine y en lo que respecta al seudo estribillo dispara el maximalismo autoconsciente de Melodrama, fórmula que de hecho pretende dejar a todos contentos porque hasta incluye algo de house en el outro para terminar de condimentar una letra que sigue con las temáticas adolescentes de los álbumes previos -o a lo sumo de adulto joven, muy joven- en consonancia con el calor, las drogas, el arte de bailar, la androginia/ bisexualidad a lo Prince, el masoquismo, la “locura” fiestera más naif, algún piercing del montón, fotografías y un acercamiento romántico que la podría dejar lagrimeando, sin esquivar la típica ironía de la señorita al decir que efectivamente le pagan por ventilar sus sentimientos en canciones y recitales. What Was That continúa en el mismo exacto camino aunque con un beat muy atractivo que hace las veces de la lectura de Lorde del electropop de Eurythmics, The Human League o Pet Shop Boys, en esta ocasión oficiando de excusa para hablar específicamente de MDMA/ éxtasis/ cristal y construir una oda synth-pop a la ruptura por corazón agotado, a un bar neoyorquino muy conocido que suele ser sede de shows musicales, Baby’s All Right, y finalmente a la propia madurez de cotillón que la neozelandesa suele esgrimir de tanto en tanto para convencernos de que verdaderamente ya creció, detalle que aquí aparece mediante un estribillo que subraya que “lo dio todo” al muchacho de turno desde que ella tenía diecisiete años, tiempo transcurrido de por medio homologado a esa adultez tan anhelada. Entre el dance, el trip hop, el dub y los arreglos orquestales símil pop barroco, en Shapeshifter la cantante reincide en lo que denomina “inocencia adolescente” porque los versos ahora nos presentan una suerte de ninfomanía o promiscuidad anestesiada a nivel emocional ya que la narradora afirma caer en el círculo vicioso de los muchos amantes para escapar de vaya uno a saber qué trauma y en esencia no sentirse afectada, como si el marasmo por el que atraviesa encontrase en el coito un mecanismo para procrastinar algún tipo de verdad dolorosa que se continúa barriendo debajo de la alfombra en la cabecita irresponsable en cuestión.

 

Man of the Year es una canción que quiebra el motivo púber de los tres tracks previos pero curiosamente resulta un tanto mucho agridulce por la producción fallida de Stack, hoy arrancando el tema con aires de folk acústico para de repente -a partir de la segunda aparición del estribillo- derrapar en una estridencia de power ballad rockera noventosa sin demasiado in crescendo o transición en el medio, dejándonos en última instancia con una paradoja de lo más hilarante debido a la letra de Lorde sobre una metamorfosis existencial que trae a colación tanto la vulnerabilidad, depresión y ganas de masturbarse de la narradora como la muerte de su ego después de otra separación, aquí del “hombre del año” del título para quien pide sarcásticamente un aplauso. Favourite Daughter, obra pop deudora de la música disco de los 70 y de la new wave de la década del 80, retoma los dos tópicos favoritos de Lorde, la fama y su autopercibida y fetichizada inmadurez, en lo que parece ser un elogio a un amor, una amistad o una figura paternal y misteriosa de la etapa previa al estrellato mundial, desde ya ensalzándola en comparación porque ahora está rodeada de parásitos que quieren su dinero, talento o celebridad y porque a medida que pasa el tiempo queda más de manifiesto el costado farsesco y repetitivo del arte, su rostro industrial o profesional por así decirlo, el cual exacerba las reacciones negativas de la cantante contra su condición de “actriz”, una persona a la que -una vez más- le pagan por calzarse diferentes disfraces según cada escena/ canción. La olvidable Current Affairs contiene un sample de Morning Love (2014), de Louis Anthony Grandison alias Dexta Daps, jamaiquino especializado en reggae y dancehall, y se sumerge en un dream pop de violencia doméstica porque en esta oportunidad la protagonista recibe una paliza de parte de su novio y le comunica las novedades a su madre por teléfono en materia de un varón bastante loquito que ya estuvo casado y “escupió en mi boca como si estuviese rezando”, panorama que analiza la complicidad pasiva de la víctima en su martirio ya que en vez de echarle la culpa al sádico responsabiliza a terceros o a sí misma mientras perjura que no ha ocurrido nada de importancia.

 

Luego de Clearblue, track coral de menos de dos minutos en el que una chica atraviesa un huracán mental en ocasión de una prueba de embarazo que resulta positiva, le hace recordar a su madre y la lleva a conjeturar tanto sobre las reacciones de la contraparte masculina como acerca de la pérdida de su “libertad” de allí en más, llega el momento de GRWM, uno de los mejores pasajes de Virgin porque ahora sí funciona la producción de Stack al reconducir el asunto hacia un hip hop progresivo de corte dreampopero y luminoso, ropaje musical que asimismo se amolda a la perfección a una nueva incursión de Lorde en su deseo de convertirse en una “mujer adulta”, estado que en los versos la remite sin cesar al año de su nacimiento, 1996, y a diversos rasgos que podrían indicar la madurez, especialmente sus caderas anchas, las primeras cicatrices en la piel, algún diente roto, los traumas heredados de su progenitora y por supuesto una mirada porfiada hacia adelante a pesar de todo. Broken Glass se entretiene con el techno y la dark wave de teclados modelo Depeche Mode o Yazoo y nos regala una nueva dimensión de los virajes identitarios -y al mismo tiempo siempre iguales a sí mismos- de Lorde, hablamos de sus recientemente publicitados trastornos alimenticios en línea con la anorexia y la bulimia, padecimientos a los que achaca su carácter creativo tan poco prolífico y que en la canción que nos ocupa motivan la metáfora del título, a su vez recuperada de Breaking Glass, segundo tema de Low (1977), la obra maestra de David Bowie, eso del arte de romper cristales o un espejo como alegoría de tener problemas psicológicos relacionados con la ira y el autoengaño o imagen distorsionada a fuego lento, ahora de la mano de la neozelandesa obsesionándose con la comida y ejercitándose de más para de todos modos nunca sentirse a gusto en un cien por ciento con su cuerpo y su rostro.

 

If She Could See Me Now, ahora con un sample de Suga Suga (2003), del rapero estadounidense Baby Bash más la colaboración del cantante mexicano Francisco Javier Bautista Jr. alias Frankie J, nos devuelve al terreno del electropop para un masoquismo del corazón que en la letra se homologa a la posibilidad de salir de la abulia en consonancia con un dolor que ratifica la vida porque implica la capacidad de sentir y nos aleja de fantasías perniciosas, amén de la intención de fondo de redireccionar hacia la contradicción el vínculo de la cantante con el arte porque por un lado lo pondera, afirmando a lo Prince que “saco el dolor del sintetizador”, y por el otro lado lo desromantiza, por ello “elijo una canción y la escucho hasta que sólo es una pieza musical y todo lo demás se desvanece”. David cierra la placa unificando sin demasiada convicción el ambient y el dream pop y abrazando los titubeos del resto de las canciones, aquí sobre todo con el foco puesto en el concepto escurridizo de verdad en lo que atañe a las relaciones románticas dominadas, precisamente, por la idea de que alguna de las dos partes debe dominar por sobre la otra o poseerla, fracaso que le hace perder a la protagonista tácita la “virginidad” que le importa, la simbólica de tipo social empardada a dejar atrás la candidez en sintonía con el síndrome de Peter Pan, esa chiquilinada de seguir comportándose como niño siendo un grandulón por obra y gracia de un mercado capitalista infantilizador, para hacerse de una mínima sabiduría que facilite a futuro la cotidianidad.

 

La distancia de impronta ciclotímica entre lo discusivo, aquello que pretende vendernos el disco, y lo que acontece en realidad a escala actitudinal, aquello que se desprende de la música y el lugar del opus dentro de la carrera de Lorde, es muy generosa y tranquilamente puede considerarse a la noción favorita de la muchacha, la adultez, como un ejemplo al respecto o quizás un campo de batalla, en este sentido pensemos que mientras que la vocalista y compositora continúa atascada en la adolescencia y cuando pretende lanzarse de cabeza hacia la madurez lo hace explorando desde la banalidad temáticas un tanto mucho estereotipadas símil “lo que un jovenzuelo consideraría que es la mayoría de edad”, aquí las dudas en relación al amor, la identidad de género, el autocalvario, la feminidad y los desórdenes en la alimentación, el álbum en concreto, en cambio, sí pone de relieve cierta prudencia o sensatez o conocimiento acumulado a raíz de los años que niega la mocedad -e intercambiabilidad pop en el mainstream contemporáneo- de las letras, por un lado, y que se vincula con el desastre en crítica y recepción popular de Solar Power, por el otro lado, un costado doloroso involuntario hermanado a la comunidad musical. De hecho, la jugada detrás de Virgin, léase el regreso al refugio de lo viejo conocido de Pure Heroine y Melodrama, nos habla de la claudicación del capricho artístico folk ante la faceta comercial o de la toma de conciencia de la neozelandesa sobre su talento para una sola cosa específica, efectivamente el electropop adolescente de los dos primeros álbumes. El hecho de que esta cuarta placa no sólo deje en el pasado a Solar Power sino que incluso caiga en términos de calidad bastante por debajo del opus más interesante de Lorde, el trabajo inicial del 2013, deja en claro que aquellos tiempos ya no volverán y que la experiencia en general tiene que ser amarga para que el artista o el bípedo a secas aprenda la lección, por ello Virgin puede ser un disco conservador y apenas potable aunque por lo menos deja entrever que el mensaje llegó -“haz lo que sabes hacer bien”, podría ser- porque la voz de la prensa y los fans estaba en lo correcto, algo que no sucede a menudo ni mucho menos.

 

Virgin, de Lorde (2025)

Tracks:

  1. Hammer
  2. What Was That
  3. Shapeshifter
  4. Man of the Year
  5. Favourite Daughter
  6. Current Affairs
  7. Clearblue
  8. GRWM
  9. Broken Glass
  10. If She Could See Me Now
  11. David