El Nido de las Víboras (The Snake Pit)

Sensorio ocluido

Por Emiliano Fernández

Las instituciones mentales, los manicomios o las colonias psiquiátricas, mucho más que sus primos hermanos los hospitales tradicionales, sin duda fuentes de inagotables frustraciones y de una constante sensación de estar sujeto al capricho de médicos que muchas veces se vuelcan -de manera implícita o explícita- a cierto sadismo experimental con sus pacientes, constituyen el terreno perfecto para pensar tanto el contagio social como la influencia del entorno sobre el individuo a mediano y largo plazo, justo al igual que otras instituciones de control del marco comunal como por ejemplo las prisiones y los colegios, otros dos ámbitos en los que con la pretendida excusa de “mejorar” al sujeto en cuestión termina coartando su libertad, uniformizándolo a nivel de su carácter y -mucho peor aún- poniéndolo a merced de otros reos semejantes que le transmiten una buena tanda de conocimientos/ pareceres/ impulsos que supuestamente son los que se pretendía evadir o eliminar desde el primer momento. El séptimo arte siempre ha explorado la locura y los nosocomios mentales, ya sea centrándose de lleno en ellos como en los casos de Shock Corridor (1963) y Atrapado sin Salida (One Flew Over the Cuckoo’s Nest, 1975) o tomando a los manicomios como uno más entre diversos ingredientes de un relato tendiente a la parodia y al inconformismo antiinstitucional de barricada, como en 12 Monos (12 Monkeys, 1995) y Bronson (2008).

 

Ahora bien, la primera película hollywoodense que analizó el tópico desde una admirable seriedad fue El Nido de las Víboras (The Snake Pit, 1948), la recordada obra de Anatole Litvak, un director ucraniano que sin llegar a ser un genio en lo suyo supo entregar una catarata de películas muy disfrutables que lo posicionaron como uno de los mejores artesanos de mediados del Siglo XX; basta con mencionar a The Amazing Dr. Clitterhouse (1938), The Sisters (1938), Confessions of a Nazi Spy (1939), All This, and Heaven Too (1940), City for Conquest (1940), Out of the Fog (1941), The Long Night (1947), Sorry, Wrong Number (1948), Decision Before Dawn (1951), Anastasia (1956), The Journey (1959), Goodbye Again (1961), Le Couteau dans la Plaie (1962), The Night of the Generals (1967) y The Lady in the Car with Glasses and a Gun (1970). El guión de Frank Partos, Millen Brand y Arthur Laurents, basado en una novela autobiográfica de Mary Jane Ward, retrata la estadía en el Hospital Estatal Juniper Hill de Virginia Stuart (excelente trabajo de Olivia de Havilland), una mujer que se casó con Robert Cunningham (Mark Stevens) y a los pocos días tuvo que ser internada por un brote psicótico que expuso una andanada de síntomas, léase escuchar voces, hablar permanentemente consigo misma, no recordar ni reconocer a casi nada ni nadie y una propensión a abstraerse por completo de la realidad.

 

Su psiquiatra de cabecera dentro del semi presidio, el Doctor Mark H. Van Kensdelaerik alias “Doctor Kik” (Leo Genn), es uno de los pocos que le tiene verdadera paciencia a la mujer porque su caso es bien serio, siempre coqueteando con la angustia o la paranoia agresiva o la sensación de estar extraviada, y porque es de esas pacientes que contagian el desenfreno esquizofrénico a sus pares, lo que en términos prácticos funciona como un dominó de fichas verticales que terminan cayendo en simultáneo a partir de un mínimo catalizador al paso. La pareja se conoció en Chicago cuando él trabajaba para una editorial que rechazó el manuscrito de ella y pronto empezaron a salir en función de un interés por la música por parte de ambos, no obstante el comportamiento errático de Virginia desembocó en una separación brusca cuando de repente desapareció de la vida de Robert para tiempo después localizarlo como si nada en Nueva York, ya con el hombre trabajando en una cadena de hoteles y ella en una juguetería y escribiendo una novela. Así las cosas, Virginia es la que le propone matrimonio de golpe por más que Robert se cansó de pedírselo en el pasado ante el rechazo o las evasivas de la mujer, circunstancia que derivó primero en el casamiento y luego de un puñado de jornadas en insomnio, pérdida de la noción del tiempo, arremetidas verbales varias y evidentes ganas de acuchillar a su flamante y perplejo marido.

 

Gran parte de la película se divide entre por un lado los tratamientos a los que la somete el Doctor Kik, clásicos del rubro como la hidroterapia, los electroshocks, algo de drogas y la psicoterapia basada en charlas sobre la coyuntura familiar y afectiva, y por otro lado el funcionamiento en sí del Juniper Hill, modelo de todos los enclaves psiquiátricos del globo, una institución sobrepoblada muy por encima de su capacidad ideal, con médicos que se quieren sacar de encima cuanto antes a los pacientes, enfermeras sádicas que conviven con algunas más afables, comidas escasas que condenan al hambre a la mayoría de los internos, un sistema de “mejoría” que se condice con los pabellones en los que están encerrados los enfermos, una marcada soberbia en cuanto al trato para con los mismos por parte de todo el personal y finalmente la obligación del paciente de someterse a un cuestionario azaroso a cargo de las autoridades en conjunto cuando el familiar de turno solicita que se le dé de alta al interno de inmediato, lo que por supuesto desencadena situaciones de enorme estrés y hasta posible violencia, como cuando de hecho la protagonista le muerde un dedo al mandamás del sector de admisiones del lugar, el Doctor Curtis (Howard Freeman), uno de los médicos más adeptos a expulsar a los cautivos -a pesar de que muchos no están en condiciones de marcharse- para aliviar un poco la tremenda sobrepoblación/ hacinamiento.

 

La película toma a la sistematización de los problemas psicológicos de Virginia, en suma un paradigmático Complejo de Electra que pone el énfasis en los deseos incestuosos para con el padre y la sensación de culpabilidad en torno a su muerte y la de una pareja previa a Robert, Gordon (Leif Erickson), que también falleció de improviso como su progenitor y sobre el cual sin duda había proyectado su figura, con el objetivo de fondo de construir un lienzo -inusitadamente crudo para el nivel hollywoodense y de cadencia semi documental- acerca de cómo funcionan los hospitales mentales y lo que allí ocurre, una temática hasta entonces casi no explorada por el cine y nunca con esta virulencia retórica sin maquillar y este atractivo apego de impronta humanista; pensemos por ejemplo en la escalofriante escena de los electroshocks, el momento con la junta médica que deriva en la hidroterapia, el delicioso ataque verbal contra la abusiva enfermera Davis (Helen Craig) y el chaleco de fuerza posterior, la legendaria toma cenital en el Pabellón 33 y la secuencia final del baile con los pacientes masculinos y el canto al unísono de Goin’ Home de Antonín Dvorák y William Arms Fisher. El film incluye un colorido surtido de patologías entre las internas y no deja en el tintero detalles cómicos sutiles como la presencia de la antigua enfermera en jefe, Celia Sommerville (Jacqueline deWit), hoy por hoy transformada en una paciente más.

 

A escala conceptual la propuesta apunta a ese planteo al que hace referencia el título y las mismas palabras de Virginia relatándole a Van Kensdelaerik su experiencia en el terrorífico Pabellón 33, lo más parecido dentro de Juniper Hill a un depositario medieval de dementes, recordando que en la antigüedad los encargados de ejercer la medicina confinaban a los enajenados en nidos de víboras pensando que si en esa situación un cuerdo enloquecería, de seguro el asunto también funcionaría a la inversa, haciendo que el demente vuelva a sus cabales. Precisamente, el opus de Litvak homologa a la medicina moderna y en especial la psiquiatría -y ni hablar de la psicología- a las técnicas más rudimentarias e intuitivas del pasado hipotéticamente superado, ya que los secretos de la psiquis siguen estando muy lejos del alcance de los hombres y los tratamientos/ terapias de turno casi nunca pueden generalizarse cual bálsamos, placebos o modas banales que sanan cualquier enfermedad del ámbito supremo de las abstracciones; a lo que para colmo se suma la triste realidad material de la falta de presupuesto, la negligencia, los atropellos y a veces la tortura lisa y llana que predominan en dichas instituciones, más una cantera para el empeoramiento progresivo del interno que un espacio de contención o reparación escalonada, esas supuestas metas de todo el aparato terapéutico en su conjunto. Resulta hasta gracioso el hecho de que la “cura” a la que se llega en el desenlace, una tan simple y mundana como precisa y verosímil, no haya calado más hondo en este subgénero del drama centrado en las cuatro paredes blancas y los chalecos de fuerza: hablamos del sencillo acto de reconocer al ser querido y darle afecto en una reciprocidad tan prosaica como necesaria, llegando al punto de hasta desdibujar los engranajes del misterio psíquico de base -en ocasiones cercano al policial- y vincular a la oclusión del sensorio de Virginia al repliegue egoísta inconsciente que todos conocemos…

 

El Nido de las Víboras (The Snake Pit, Estados Unidos, 1948)

Dirección: Anatole Litvak. Guión: Frank Partos, Millen Brand y Arthur Laurents. Elenco: Olivia de Havilland, Mark Stevens, Leo Genn, Howard Freeman, Helen Craig, Jacqueline deWit, Leif Erickson, Celeste Holm, Glenn Langan, Beulah Bondi. Producción: Anatole Litvak y Robert Bassler. Duración: 108 minutos.

Puntaje: 8