Ciudad Dorada (Fat City)

Siempre contra las cuerdas

Por Emiliano Fernández

Justo cuatro años antes de que la dupla de John G. Avildsen y Sylvester Stallone estrenase Rocky (1976), película que ayudaría a solidificar el estereotipo narrativo posmoderno en materia del boxeo en su acepción hollywoodense como una gesta hiper épica de impronta proletaria en pos de una cúspide que se alcanza mediante estadios progresivos, John Huston nos legó una obra superadora y mucho más interesante que no cae en las romantizaciones burdas de la epopeya sobre Balboa, Ciudad Dorada (Fat City, 1972), trabajo que asimismo pertenece a la tercera camada de propuestas del mainstream yanqui sobre el deporte más bello y sincero de todos. En este punto conviene trazar una mínima historia del boxeo en la gran pantalla: la cruda disciplina comienza en la comarca de los melodramas familiares o del corazón en sintonía con El Campeón (The Champ, 1931), de King Vidor, Ciudad de Conquista (City for Conquest, 1940), de Anatole Litvak, y El Caballero Audaz (Gentleman Jim, 1942), de Raoul Walsh, a posteriori adquiere autonomía con respecto a la arquitectura del folletín y se transforma en eje de un film noir inclinado a la avaricia, la corrupción y el “sálvese quien pueda” del individualismo de las grandes metrópolis, así tenemos clásicos del esquema como El Triunfador (Champion, 1949), de Mark Robson, El Luchador (The Set-Up, 1949), de Robert Wise, y La Caída de un Ídolo (The Harder They Fall, 1956), otra de Robson, un panorama que nos conduce al grupete de las mencionadas Ciudad Dorada y Rocky aunque también El Campeón (The Champ, 1979), de Franco Zeffirelli, Toro Salvaje (Raging Bull, 1980), de Martin Scorsese, y las ya complementarias La Gran Esperanza Blanca (The Great White Hope, 1970), opus de Martin Ritt, y El Peleador Callejero (Hard Times, 1975), de Walter Hill, todas realizaciones que se volcaron al drama realista y se inspiraron en las fundamentales y a veces olvidadas El Estigma del Arroyo (Somebody Up There Likes Me, 1956), también de Wise, y Réquiem para un Peso Pesado (Requiem for a Heavyweight, 1962), de Ralph Nelson, la primera sobre un Rocky Graziano en la piel de Paul Newman y la segunda con un genial Anthony Quinn como Louis “Mountain” Rivera.

 

El film está basado en la célebre novela del mismo título de 1969 de Leonard Gardner, un sujeto algo misterioso que también escribió el guión y del que no se conocen muchos datos más allá de que tuvo un insólito cameo en Tucker: El Hombre y su Sueño (Tucker: The Man and His Dream, 1988), biopic de Francis Ford Coppola sobre la figura del diseñador de automóviles Preston Tucker, y que se encargó de la historia de la hoy desaparecida El Regreso de Valentino (Valentino Returns, 1989), de Peter Hoffman, y de unos cuantos guiones para una multitud de episodios de los 90 de Policías de Nueva York (NYPD Blue, 1993-2005), la serie creada por Steven Bochco y David Milch para la ABC. Billy Tully (Stacy Keach), un ex boxeador que cayó en la bebida, no puede mantener mucho tiempo trabajo alguno y suele recoger cebollas y frutas varias en latifundios para sobrevivir desde que su mujer lo abandonase sin haber tenido hijos, un día se encuentra en un gimnasio de Stockton, una ciudad de nivel poblacional medio de California, con un tal Ernie Munger (Jeff Bridges), muchacho de 18 años con el que entrena brevemente al extremo de que deduce que tiene un enorme potencial a pesar de nunca haber peleado profesionalmente, por lo que lo remite a su ex manager y entrenador Rubén Luna (Nicholas Colasanto), un hombre al que culpabiliza por su colosal derrota en su última pelea como púgil reconocido ya que lo mandó solo a Panamá para ahorrarse los 200 dólares del pasaje aéreo y durante la lucha le cortaron el rostro con hojas de afeitar ocultas en los guantes, suceso que marcó el final de su carrera por frustración ya que la denuncia reglamentaria en el comité de boxeo de Sacramento terminó en nada. Mientras que Rubén, quien sueña con hallar un boxeador que lo lleve a la cima de la disciplina en términos comerciales y mediáticos, entrena a un Munger que gana algunas peleas aunque también le rompen la nariz y lo noquean sin más en un fugaz combate, Tully comienza a salir con una alcohólica esperpéntica pero adorable llamada Oma Lee Greer (Susan Tyrrell), la cual está sola porque su novio negro y celoso, Earl (el otrora boxeador Curtis Cokes), recibió una condena de cárcel por pelearse por ella.

 

Como casi toda faena de Huston, Ciudad Dorada es un estudio sobre personas reales al borde de la desesperación, ya sea por sus propias compulsiones autodestructivas y/ o por encontrarse contra las cuerdas al ser empujados por la sociedad, el destino o ese impiadoso azar que no hace distinciones, aunque siempre porfiando detrás de sus sueños y anhelos al punto de sucumbir en su propia ley, de un modo coherente porque se hizo todo lo posible para salir del atolladero y elevarse hacia el mentado horizonte de grandeza que a diario se nos escapa de las manos. A diferencia del carácter ampuloso de Rocky, el dejo operístico de El Campeón de Zeffirelli, el esteticismo ultra inflado de Toro Salvaje y las redundancias de obras por venir que recuperaron los muchos latiguillos del periplo del boxeo en el séptimo arte, en línea con películas de todas formas maravillosas como Golpe a la Vida (The Boxer, 1997), de Jim Sheridan, Ali (2001), de Michael Mann, Million Dollar Baby (2004), de Clint Eastwood, y El Ganador (The Fighter, 2010), de David O. Russell, el opus del amigo John se suma sin problemas al nihilismo más o menos pronunciado del Nuevo Hollywood de la época y exuda una honestidad dramática e ideológica que no le busca -o quizás le inventa- el costado lírico a la pobreza y los vicios de Stockton ni trata de embellecer lo que es la mugre visceral por antonomasia, las peleas de boxeo, perspectiva de un fatalismo prosaico, documentalista e hiper verídico que se extiende al desarrollo de personajes porque Ernie termina cayendo en las redes de su parejita, Faye (Candy Clark), una menor de edad que todavía asiste al colegio y lo manipula para que se case con ella por estar embarazada en vez de abortar, y Billy vuelve a decepcionarse en su regreso por los miserables cien dólares que Rubén le entrega luego de ganarle a duras penas a un boxeador mexicano que orinaba sangre antes de la contienda y aun así dio un combate furioso, Lucero (Sixto Rodríguez), odisea de desolación a escala reducida que incluye la liberación del novio afroamericano y la separación de Oma, fémina que estuvo casada con un cherokee policía al que mataron de un disparo y con un blanco que tuvo un accidente de coche y huyó con el dinero del seguro.

 

En sí perteneciente al ecléctico ciclo de dramas del realizador, aquel de La Hiena (In This Our Life, 1942), Moulin Rouge (1952), Freud (1962), La Noche de la Iguana (The Night of the Iguana, 1964), Reflejos en un Ojo Dorado (Reflections in a Golden Eye, 1967), Paseo por el Amor y la Muerte (A Walk with Love and Death, 1969), Sangre Sabia (Wise Blood, 1979), Bajo el Volcán (Under the Volcano, 1984) y Desde Ahora y para Siempre (The Dead, 1987), Ciudad Dorada también está emparentada con la marginalidad, la derrota, las ironías y el sustrato cuasi lunático de los protagonistas de las interpretaciones de Huston del film noir y el western, recordemos en primera instancia a El Halcón Maltés (The Maltese Falcon, 1941), Huracán de Pasiones (Key Largo, 1948), La Jungla de Asfalto (The Asphalt Jungle, 1950) y El Honor de los Prizzi (Prizzi’s Honor, 1985) y ya en segundo lugar a El Tesoro de Sierra Madre (The Treasure of the Sierra Madre, 1948), Lo que no se Perdona (The Unforgiven, 1960), Los Inadaptados (The Misfits, 1961) y El Juez del Patíbulo (The Life and Times of Judge Roy Bean, 1972), esta última craneada el mismo año y abriéndose paso como el opuesto exacto con respecto a Ciudad Dorada porque donde nuestro retrato boxístico es sutil y medido su contrapeso del Lejano Oeste con Newman es desaforado, episódico y autoparódico. La propuesta, cuya “gordura” del título original en inglés es una expresión del slang negro que remite precisamente a esa “buena vida” que ninguna de las criaturas del relato llega a conocer, marcó el resurgimiento de un John que venía de una racha de trabajos menores después de Reflejos en un Ojo Dorado, esa seguidilla de Paseo por el Amor y la Muerte, La Horca Puede Esperar (Sinful Davey, 1969) y La Carta del Kremlin (The Kremlin Letter, 1970), lo que pronto desembocaría en otra etapa despareja de su carrera ya que joyas como Sangre Sabia, Bajo el Volcán, El Honor de los Prizzi, Desde Ahora y para Siempre y El Hombre que Sería Rey (The Man Who Would Be King, 1975) nuevamente convivieron con opus de menor calidad como El Emisario de Mackintosh (The Mackintosh Man, 1973), Fobia (Phobia, 1980), Fuga a la Victoria (Victory, 1981) y la apenas simpática Annie (1982), única faena familiar y único musical en las cinco décadas de trayectoria cinematográfica de Huston. Del genial trío de actores principales sólo Keach, señor que había participado en El Corazón es un Cazador Solitario (The Heart Is a Lonely Hunter, 1968), de Robert Ellis Miller, El Viajero de la Muerte (The Traveling Executioner, 1970), de Jack Smight, El Volar es para los Pájaros (Brewster McCloud, 1970), de Robert Altman, y Doc (1971), de Frank Perry, tenía un bagaje profesional más robusto ya que tanto Bridges como la sublime Tyrrell estaban recién empezando sus carreras, el primero un actor televisivo que atravesaba su despegue gracias a La Última Película (The Last Picture Show, 1971), mega clásico de Peter Bogdanovich, y Malas Compañías (Bad Company, 1972), de Robert Benton, y la segunda aún muy lejos de sus trabajos futuros más famosos, bizarros o demenciales, léase Bad (1977), de Jed Johnson, Nunca te Prometí un Jardín de Rosas (I Never Promised You a Rose Garden, 1977), de Anthony Page, Zona Prohibida (Forbidden Zone, 1980), de Richard Elfman, Amenaza en la Noche (Night Warning, 1981), de William Asher, la también bukowskiana Historias de Locura Ordinaria (Storie di Ordinaria Follia, 1981), de Marco Ferreri, Ángel (1983), de Robert Vincent O’Neil, Conquista Sangrienta (Flesh+Blood, 1985), de Paul Verhoeven, Pueblo Satánico (From a Whisper to a Scream, 1987), de Jeff Burr, y Cry-Baby (1990), del querido John Waters. En gran medida se puede decir que Ciudad Dorada funciona como una anomalía dentro del ciclo cinematográfico ad infinitum boxístico de la redención o el suicidio, ese que sobrevino luego de Rocky y Toro Salvaje, porque en realidad no ofrece catarsis alguna debido a que la angustia solapada, la tristeza y la necesidad de compañía parecen ser el leitmotiv humanista del film y de la vida de estos exponentes de los suburbios, planteo que abarca desde el despertar de Tully de los títulos iniciales con la suprema canción Help Me Make It Through the Night (1970), de Kris Kristofferson, de fondo hasta el desenlace nocturno del café del susodicho y Munger en un tugurio cualquiera, cuando la calma de un silencio símil “invitación a una charla que no es charla” equivale a la generosa distancia para con el resto de los mortales que nos rodean…

 

Ciudad Dorada (Fat City, Estados Unidos, 1972)

Dirección: John Huston. Guión: Leonard Gardner. Elenco: Stacy Keach, Jeff Bridges, Susan Tyrrell, Candy Clark, Nicholas Colasanto, Art Aragon, Curtis Cokes, Sixto Rodríguez, Billy Walker, Wayne Mahan. Producción: John Huston y Ray Stark. Duración: 97 minutos.

Puntaje: 10