Rough and Rowdy Ways, de Bob Dylan

Siempre persigo arcoíris

Por Marcos Arenas

En el caso de un artista tan camaleónico y al mismo tiempo siempre tan parecido a él mismo como Robert Allen Zimmerman alias Bob Dylan queda en cada oyente el abrazar o no sus múltiples personalidades y coloridas subdivisiones, muchas de las cuales -como suele decir el propio cantautor norteamericano- inventadas por el público y la prensa pero siempre sobre una base musical y letrística que el susodicho se encargó de pulir de etapa en etapa de su prolongada y fascinante carrera: así las cosas, tenemos al poeta de la contracultura de los 60, el amigo del nihilismo sarcástico de los 70, el converso piadoso de fines de aquella década y comienzos de la siguiente, el irrelevante y aburrido de gran parte de los 80 y 90, el juguetón y rockero nostálgico de los Traveling Wilburys (aquel supergrupo que formó junto a George Harrison, Roy Orbison, Tom Petty, Jeff Lynne y Jim Keltner) y ese veterano y cargado de experiencia terrenal que sintetiza a todos los Dylan previos desde un balance maravilloso tirado más o menos hacia la quietud contemplativa y/ o esos arrebatos rockeros eléctricos que lo acompañan desde el Bringing It All Back Home (1965). Apoyado en una banda compuesta por Bob Britt y Charlie Sexton en guitarras, Donnie Herron en violín, acordeón y mandolina, Tony Garnier en bajo y Matt Chamberlain en batería, el señor entrega en el extraordinario Rough and Rowdy Ways (2020) su primer disco en ocho años de canciones nuevas desde el lejano Tempest (2012) y de paso nos permite olvidar su simpática pero nunca satisfactoria del todo faceta de crooner especializado en covers, esa que inauguró con los flojísimos Self Portrait (1970) y Dylan (1973), centrados en general en canciones tradicionales del folk yanqui, y que se extiende hasta los recientes Shadows in the Night (2015), Fallen Angels (2016) y Triplicate (2017), los tres volcados a temas clásicos del cancionero pop de Estados Unidos y los dos primeros abocados a un homenaje algo laxo a Frank Sinatra, ídolo persistente de Dylan y sobre todo del entrado en años del nuevo milenio. El título de la placa, el cual remite a My Rough and Rowdy Ways (1929), del mítico campeón del country blues Jimmie Rodgers, sintetiza a la perfección el espíritu de un Bob de 79 años que sin dejar de mirar hacia el presente no puede evitar volver los ojos hacia aquellas “costumbres rudas y ruidosas” del pasado ilusorio, donde la sinceridad y la humildad se daban la mano con los dardos dialécticos contra los enemigos y con la farra cíclica de las mujeres, las peleas, el alcohol, la marihuana y las giras de la juventud más salvaje, culta y hedonista.

 

I Contain Multitudes, canción folk minimalista basada apenas en una guitarra reposada y algo de eco, es una rara decisión para iniciar un disco de regreso por su naturaleza catártica y meditabunda en vez del movimiento rockero esperable, un sustrato conceptual que marcará al álbum en su conjunto indicándonos que el humor negro y sardónico de trabajos previos originales de estudio en gran medida desapareció o pasó a segundo plano para dejar lugar a una poesía solipsista repleta de referencias a la cultura popular norteamericana; ya el mismo título, “contengo multitudes”, subraya una implosión orientada al repliegue psicológico y a contradecir aquella apertura al mundo de I Shall Be Released, grabada primero por The Band en Music from Big Pink (1968) y luego apareciendo con la voz de Bob en ocasión de Greatest Hits Vol. II (1971), en esta oportunidad enfatizando la experiencia que ha acumulado luego de tantas décadas de música, su “no necesidad” a la hora de pedir disculpas por esto o aquello, el cúmulo de enemistades ganadas y esqueletos en las paredes, su amor por las historias de criminales, sus múltiples contradicciones y estados de ánimo y su conciencia de la propia mortalidad ganándole de a poco a la vida, todo entre referencias a Antoine Ó Raifteiri, Edgar Allan Poe, Ana Frank, Indiana Jones, The Rolling Stones, William Blake, Ludwig van Beethoven​ y Frédéric Chopin. En False Prophet da vuelta discursivamente a la composición anterior abriendo el corazón al mundo y dejando que éste ingrese en medio de aires de vodevil bluesero a lo Love and Theft (2001) y Modern Times (2006), planteo que en esencia funciona como una excusa para negar irónicamente su condición de “falso profeta” y repasar vía diez geniales estrofas todas las obsesiones letrísticas de Dylan como por ejemplo la rabia, la amargura, las dudas, los viajes, las féminas, la lujuria, la alegría, las traiciones, las reyertas símil duelos, la esclavitud, la explotación capitalista, la arrogancia, los fantasmas, la venganza, la religión, la búsqueda del Santo Grial, su homóloga en pos de oro, los animales en tanto amigos de los hombres, las metáforas efervescentes sobre la vida y la muerte sirviéndose de la naturaleza, y finalmente su odio hacia las existencias sin sentido, mediocres o anodinas, esas que hacen de la sumisión patética y prosaica su único horizonte.

 

El Dylan jocoso regresa temporalmente para My Own Version of You, una canción que mezcla a Tom Waits y Tom Petty y parece un vals bluesero que a su vez retoma el núcleo narrativo de los dos grandes clásicos de James Whale protagonizados por Boris Karloff, Frankenstein (1931) y La Novia de Frankenstein (Bride of Frankenstein, 1935), para una alegoría acerca de la quimera de la mujer perfecta, aquí reconstruida a puro lirismo socarrón con extremidades, órganos y elementos varios de la idiosincrasia de diversas personas y personajes que el protagonista va hallando en su periplo para este mash-up que supera las pretensiones románticas inmediatas y abarca lo existencial/ ideológico/ político/ ontológico en pos de saber si existe algo más allá de la muerte y si el concepto de alma tiene algún sentido, amén de la propia vida con la que lidiamos a diario; todo nuevamente con alusiones a Ricardo III (Richard III, 1591), de William Shakespeare, Caracortada (Scarface, 1983), de Brian De Palma, y El Padrino (The Godfather, 1972), de Francis Ford Coppola, y a figuras como Julio César, Leon Russell, Liberace, Juan el Apóstol, Simón Pedro o San Pedro, Sigmund Freud y hasta Karl Marx, estos dos últimos utilizados para parodiar a la “civilización occidental y cristiana” que defendió y defiende el gobierno de los Estados Unidos, el cual adora señalar/ inventar -desde el maquiavelismo oportunista- a enemigos nebulosos como la sexualidad y el comunismo. El momento de la balada melancólica llega con I’ve Made Up My Mind to Give Myself to You, una de las mejores canciones de corazón honesto que haya escrito el amigo Bob en toda su trayectoria, un tema que por un lado unifica la idea de una entrega romántica cual sacrificio desinteresado y las preocupaciones de siempre en torno a la epopeya vital y la amenaza del óbito, aquí a su vez cercano a la desesperación más efusiva y angustiante, y por el otro lado recupera aquellas metáforas religiosas que han venido marcando sus obras espirituales desde los estrafalarios Slow Train Coming (1979) y Saved (1980), vinculadas en especial al Evangelio, los signos en el cielo símil Estrella de Belén y la imagen mítica de un Dios que juzga, condena y a veces absuelve todos esos pecados acumulados en la Tierra.

 

El tono por momentos sepulcral del disco llega a su cúspide en la muy desnuda Black Rider, mixtura de country y góspel mortuorio que explora -precisamente- la presencia acechante de la parca sobre el devenir de un moribundo o quizás de un simple hombre mayor que se sabe enfermo, ahora jugando con la paranoia al respecto, el insomnio, los problemas de salud, la sombra de los enemigos, el hecho de meditar sobre el propio pasado, la posibilidad de estallar en furia, las frustraciones románticas e infidelidades remotas, los devaneos morales del caso, la necesidad de sincerarse definitivamente y la apelación tanto a la suerte como al ruego con el objetivo de que ese “jinete negro” del título nos esquive en su cruzada o por lo menos no nos lleve antes de tiempo, antes de que podamos saldar diversas cuentas pendientes existenciales y/ o arreglar asuntos que se han ido postergando sin cesar. Goodbye Jimmy Reed es una típica canción de homenaje de Dylan, a la par reproduciendo la música admirada y sus latiguillos de cabecera en materia de las letras, que en esta ocasión está dirigida a la leyenda del blues negro del título, Jimmy Reed (1925-1976), un señor que sinceramente no es muy conocido por fuera del ámbito anglosajón pero que patentó un estilo sencillo y accesible de tocar blues -algo así como un medio tiempo que quiere explotar, pero nunca lo hace, hacia el rockabilly- que sería muy influyente a nivel del rock caucásico posterior, pensemos en los covers y temas tributo encarados por The Rolling Stones, Stevie Ray Vaughan, The Grateful Dead, Edgar Winter, Jeff Beck, The Yardbirds, Eric Clapton, The Animals, Elvis Presley, los Them de Van Morrison, ZZ Top, Hank Williams Jr. y Johnny Winter, entre otros; así Bob por su parte va un paso más allá y juega en los versos con tópicos cercanos a Reed, como las mujeres, el trabajo agobiante y la vida metropolitana, y con el elogio del ascetismo escénico y la clásica algarabía cristiana de Dylan a lo redención mística altisonante que viene rubricada desde el Más Allá.

 

Mother of Muses, apuntalada en más guitarras etéreas con aires de folk baladístico muy lánguido, funciona como una reflexión en torno al acto de escribir/ componer/ crear y como una ofrenda a la Ilíada y la Odisea, ambas de Homero, y específicamente a la gran musa de la poesía épica y la elocuencia de la mitología griega, Calíope, a la que el músico norteamericano invoca repetidamente en las estrofas para que lo lleve a conocer y poder plasmar en el papel las montañas, el mar profundo y oscuro, los lagos, el río, las ninfas del bosque, el viento, el honor, el destino velado, la gloria, el sufrimiento, los héroes solitarios, un amor demasiado joven para morir, la ira, la sabiduría, la identidad mutable, los viajes cotidianos y las verdades ocultas del corazón; todo con inteligentes referencias al paso a Elvis Presley, Martin Luther King y los generales William Tecumseh Sherman, Bernard Montgomery, Winfield Scott, Gueorgui Zhúkov y George Patton, amén de un inesperado homenaje final al canadiense Leonard Cohen vía citas a canciones de sus tres últimos álbumes antes de su fallecimiento en 2016, You Want It Darker (2016), Popular Problems (2014) y Old Ideas (2012). Dylan, en la hiper bluesera Crossing the Rubicon, invoca tanto uno de sus motivos preferidos, el del viaje temerario con ingredientes de western cinematográfico como las amenazas, los combates variopintos y la propia vulnerabilidad, como el cruce de Julio César del Río Rubicón, frontera entre las provincias romanas y la Galia Cisalpina, con vistas a iniciar la Segunda Guerra Civil de la República Romana (49 a.C.-45 a.C.), faena en la que César se enfrentó a Pompeyo Magno y en la que eventualmente salió victorioso coronándose como dictador supremo de Roma, hoy con Bob aprovechando en especial la alegoría de cruzar el famoso río italiano de color rubí en tanto “punto de no retorno” -y hasta en cierto sentido, purgatorio conceptual de destino incierto- que implica una acción/ decisión de peligrosas consecuencias a futuro pero al mismo tiempo cargada de valentía y desenvoltura, en esta oportunidad con una referencia circunstancial a aquella protagonista de To Ramona del Another Side of Bob Dylan (1964), asimismo nombrada en Stuck Inside of Mobile with the Memphis Blues Again del querido y siempre inconmensurable Blonde on Blonde (1966).

 

El clima entre onírico, nostálgico y de quietud trágica del disco regresa en los nueve minutos y medio de Key West (Philosopher Pirate), un tema de sabor baladístico y sustentado en el mantra cabizbajo del acordeón de Herron que parece una elegía semi fúnebre sobre la noción difusa de inmortalidad, el amor escurridizo, esa sensualidad que nos inspira a escribir, las aventuras de los piratas de antaño, la belleza del fluir natural, las ansias de una felicidad real y duradera, la posibilidad de retomar algo de la inocencia y la pureza de la juventud, la imaginación creativa más lúdica, los rituales alrededor de las drogas, las causas consideradas dignas de ser defendidas y por supuesto uno de los viejos traumas del Dylan más masoquista a nivel espiritual, ese obsesionado con un judaísmo heredado con el que nunca se sintió a gusto y que terminó abandonando por un catolicismo al que considera mucho menos enrevesado y más próximo a su idiosincrasia religiosa adepta a preceptos cristianos por antonomasia como la culpa, la expiación y el fulgor redentor de un credo monoteísta amigo de los símbolos sacros que conectan en el día a día al sujeto con la fe de turno sin el ascetismo y la autoindulgencia de las otras religiones; aquí retomando las proto meditaciones piadosas del exquisito John Wesley Harding (1967) y sirviéndose de la metáfora de la ciudad más meridional de los Estados Unidos, Cayo Hueso luego renombrada Key West, metrópoli ubicada en la isla homónima de los Cayos de la Florida, para tratar de vislumbrar un paraíso utópico del alma en su acepción cuasi divina que reúna todos los requisitos señalados, además permitiéndose traer a colación a El Mago de Oz (The Wizard of Oz, 1939), de Victor Fleming, a músicos como Louis Jordan, Buddy Holly y el ya aludido Jimmy Reed, y a paladines de la literatura beatnik en línea con los inefables Allen Ginsberg, Gregory Corso y Jack Kerouac.

 

Murder Most Foul forma parte de esa larga tradición de canciones que superan los diez minutos -aquí casi 17- que ha venido cultivando el ganador del Premio Nobel de Literatura de 2016 desde sus inicios, acervo que va desde las lejanas Desolation Row del genial Highway 61 Revisited (1965) y Sad Eyed Lady of the Lowlands del Blonde on Blonde hasta las más recientes Highlands del Time Out of Mind (1997) y Tempest del álbum del mismo título de 2012, ahora desmenuzando el asesinato del presidente estadounidense John F. Kennedy del 22 de noviembre de 1963 en Dallas, en el Estado de Texas, a manos de un supuesto homicida solitario, el exmarine Lee Harvey Oswald, quien a su vez fue asesinado dos días después por un misterioso dueño de un club nocturno, Jack Ruby, en el sótano del departamento de policía de la ciudad, con el magnicidio de Kennedy siendo registrado al detalle por Abraham Zapruder, un inmigrante ruso y fabricante de ropa femenina, vía una cámara de ocho milímetros de la época y disparando en sí el ascenso al poder de Lyndon B. Johnson, sucesor de la víctima; un entramado social/ histórico/ cultural que Bob lee en términos de un recitado jazzero muy tranquilo e improvisado, en el que se destaca el piano sonámbulo de Fiona Apple, y del final de una era y el comienzo de ese nihilismo y ese cinismo que se extienden hasta nuestros días y enturbian cualquier elección política al punto de que ya casi nadie le cree ni una palabra a la basura de derecha que gobierna el globo desde la Guerra Fría en adelante, a lo que se suma una nueva catarata de referencias a creadores, figuras populares y diversas obras de arte como por ejemplo Pequeño Gran Hombre (Little Big Man, 1970), de Arthur Penn, el célebre disc jockey Robert Weston Smith alias Wolfman Jack, I Want to Hold Your Hand (1963), de The Beatles, Pesadilla en lo Profundo de la Noche (A Nightmare on Elm Street, 1984), de Wes Craven, Lo que el Viento se Llevó (Gone with the Wind, 1939), de Fleming, Tommy (1969), de The Who, Wake Up Little Susie (1957), de The Everly Brothers, Dizzy, Miss Lizzy (1958), de Larry Williams, ¿Qué Pasa, Pussycat? (What’s New Pussycat?, 1965), de Clive Donner, Only the Good Die Young (1977), de Billy Joel, I’d Rather Go Blind (1968), de Etta James, Marilyn Monroe, Carl Wilson de The Beach Boys, John Lee Hooker, Eddie Jones alias Guitar Slim, Don’t Let Me Be Misunderstood (1964), de Nina Simone, Take It to the Limit (1975), de The Eagles, Twilight Time (1958), de The Platters, Another One Bites the Dust (1980), de Queen, In God We Trust, Inc. (1981), de Dead Kennedys, Mystery Train (1973), de The Band, Oscar Peterson, Stan Getz, Art Pepper, Thelonious Monk, Charlie Parker, Blue Sky (1972), de The Allman Brothers Band, All That Jazz (1979), de Bob Fosse, Robert Franklin Stroud alias El Hombre de los Pájaros de Alcatraz, Buster Keaton, Harold Lloyd, Bugsy Siegel, Charles Arthur “Pretty Boy” Floyd, Fleetwood Mac, Nature Boy (1948), de Nat King Cole, Down in the Boondocks (1965), de Joe South, Nido de Ratas (On the Waterfront, 1954), de Elia Kazan, La Tragedia de Julio César (The Tragedy of Julius Caesar, 1599), El Mercader de Venecia (The Merchant of Venice, 1600), Hamlet (1603) y Macbeth (1606), las cuatro de Shakespeare, Obsesión Mortal (Play Misty for Me, 1971), de Clint Eastwood, Anything Goes (1934), de Cole Porter, Los Valientes Andan Solos (Lonely Are the Brave, 1962), de David Miller, Lonely at the Top (1971), de Randy Newman, Harry Houdini, Jelly Roll Morton, Lucille (1958), de Little Richard, Deep in a Dream (1955), de Frank Sinatra, Key to the Highway (1958), de Little Walter, y hasta la Sonata para Piano Número 14 alias Claro de Luna (1802), de Ludwig van Beethoven.

 

Desde ya que pasan los años y sigue siendo evidente que el período de oro inamovible del artista es aquel comprendido entre The Freewheelin’ Bob Dylan (1963) y John Wesley Harding o quizás incluso el curioso Nashville Skyline (1969), sin embargo las excepciones durante las décadas posteriores por suerte han sido cuantiosas y van desde los lugares comunes Desire (1976), Blood on the Tracks (1975) y The Basement Tapes (1975), este último un compilado algo trunco ensamblado por Robbie Robertson de The Band a partir de unas legendarias sesiones de grabación de 1967, hasta la retahíla de trabajos de estudio originales que arrancó con el inesperado renacimiento en ocasión de Time Out of Mind, ese que derivó en los ya citados Love and Theft, Modern Times, Tempest y el también estupendo Together Through Life (2009), dejando de lado por supuesto a los tres discos de covers señalados más arriba y al bizarro y algo demencial Christmas in the Heart (2009), un álbum de canciones navideñas que aun así incluye algunas joyas como Here Comes Santa Claus, Winter Wonderland y Little Drummer Boy. En gran medida Rough and Rowdy Ways recapitula en torno a todo este proceso de autoanálisis meditabundo en función tanto del paso del tiempo, a escala comunal estadounidense/ global, como del derrotero de un músico inmenso cuya voz cavernosa y letras cada día más crípticas lo han elevado al nivel de icono tardío y algo desfasado de una posmodernidad que ya sinceramente no cuenta con artistas como Dylan entre sus nuevas generaciones debido a que la enorme mayoría de sus homólogos contemporáneos carecen del conocimiento práctico y teórico de las camadas previas en cuanto a empaparse de la sabiduría de otros tiempos, posible erudición cultural que por un lado está al alcance de la mano en la web y en simultáneo sufre el ninguneo por parte de masas que sólo abrazan el consumo direccionado por el mainstream oligopólico más concentrado y lobotomizador, siempre preocupado por captar y retener cual esclavos a los consumidores mediante el marketing planetario de “pocas obras/ productos para muchísimas personas sin voluntad propia”, eliminando aquellas variedad y riqueza de las que se nutrieron Bob y tantos artistas de su generación y de las siguientes correspondientes al Siglo XX. De la mano de su regreso a los grandes motivos del rhythm and blues y la americana en general, el cantautor esquiva la uniformidad cultural exasperante de nuestro presente y continúa persiguiendo arcoíris cual horizontes agridulces en los recodos más sorprendentes del camino musical y poético de la vida y su contraparte, la muerte, símbolos a su vez de una vitalidad que se resiste a desaparecer y deja su talento como prueba máxima de su errar por este mundo humano plagado de injusticias y absurdos.

 

Rough and Rowdy Ways, de Bob Dylan (2020)

Tracks:

  1. I Contain Multitudes
  2. False Prophet
  3. My Own Version of You
  4. I’ve Made Up My Mind to Give Myself to You
  5. Black Rider
  6. Goodbye Jimmy Reed
  7. Mother of Muses
  8. Crossing the Rubicon
  9. Key West (Philosopher Pirate)
  10. Murder Most Foul