En El Jockey (2024), la nueva e insípida película del argentino Luis Ortega y en esencia su segundo trabajo mainstream a pleno después de El Ángel (2018), una correcta biopic sobre Carlos Robledo Puch (en pantalla bajo la piel del debutante Lorenzo Ferro), sin duda uno de los asesinos en serie más famosos del cono sur, que gustaba de endiosar al protagonista máximo tergiversando su historia desde mucha artillería sensorial indie/ arty, el director y guionista vuelve a hacer exactamente lo que se espera de él sin ninguna novedad a la vista más allá de una evidente pretensión de exportación que rindió sus frutos cuando el film fue seleccionado para la competencia oficial de la edición de 2024 del Festival de Cine de Venecia. Dicho de otro modo, El Jockey vuelve a ofrecernos aquella fórmula patentada de Ortega en materia de una comedia dramática con detalles varios surrealistas (de “realismo mágico” dirán en el exterior), más o menos grotescos vía contraposición de personajes (de “comentario social” se interpretará en otras latitudes) y en general contemplativos (el estilo y el ritmo pausado por sobre la sustancia vuelven a ser la condena del realizador con nulas ideas a nivel discursivo que justifiquen el revoltijo claustrofóbico de siempre, un planteo que permitirá a la prensa foránea -y a los pocos espectadores extranjeros que lleguen a la propuesta- leer el asunto en términos de otra de esas “curiosidades de geografías remotas”).
Aquí el protagonista del título es un tal Remo Manfredini (Nahuel Pérez Biscayart), jinete célebre y otrora exitoso que casi nunca se saca sus anteojos negros y corre en el Hipódromo de Palermo, en la Ciudad de Buenos Aires, para un empresario mafioso llamado Sirena (el mexicano Daniel Giménez Cacho), quien fuese su amante años atrás luego de descubrirlo en el circuito de carreras ilegales, en el que los caballos no sólo compiten con sus pares sino también con motocicletas, automóviles y galgos. Manfredini es un borracho y cocainómano patético de impronta autodestructiva que está en una relación con Abril (la española Úrsula Corberó), asimismo jockey de Sirena y futura madre ya que está esperando el hijo de un Remo que va de mal en peor, así en una carrera termina mordiendo el polvo en la salida y en otra se estrella arriba de un valioso caballo japonés contra la reja del hipódromo. Ya en el hospital, con unas vendas símil turbante en la mollera, opta por robar un abrigo de piel y una cartera y adoptar de modo semi inconsciente una personalidad femenina, todo mientras tres esbirros/ sicarios esperpénticos del jefe criminal (Daniel Fanego, Roberto Carnaghi y Osmar Núñez) recorren la metrópoli en pos de encontrarlo y devolvérselo de inmediato a Sirena, el cual prohíbe a los suyos reventarlo por más ganas que tengan de suprimir de una buena vez las tribulaciones en espiral generadas por nuestro ridículo y lacónico antihéroe.
Con algo de la pompa barroca de Federico Fellini y Alejandro Jodorowsky, otro tanto de los juegos con los géneros sexuales de Rainer Werner Fassbinder y Pedro Almodóvar y mucho del absurdo modelo los hermanos Joel y Ethan Coen, Jim Jarmusch y sobre todo Aki Kaurismäki, Ortega le roba a este último la premisa de El Hombre sin Pasado (Mies Vailla Menneisyyttä, 2002), eso de la rauda hecatombe cerebral como detonante para una metamorfosis identitaria desde cero, y efectivamente cae en todas las redundancias posibles porque así como Manfredini arrastra un pasado homosexual que resurge con el accidente/ cuasi intento de suicidio, su pareja, Abril, desarrolla una relación lésbica con otra jinete del montón, Ana (la chilena Mariana Di Girólamo), sin que la trama se decida qué hacer con esta ensalada conceptual más allá de bombardearnos con chistecitos bastante tontos y una imaginería surrealista que va desde un conejo en un horno eléctrico y una hormiga entrando en la nariz de un bebé hasta la capacidad de Remo de caminar por las paredes y techos, su aparente obsesión con la orina y esa colección de infantes intercambiables que acompañan a Sirena como si fuesen accesorios de la oligarquía capitalista del deporte masivo, esquema al que se suma una figura mefistofélica con look de vaquero posmoderno (Jorge Prado) que acecha insistentemente a Manfredini para matarlo y dejarlo reencarnar en su hijo o algo así.
Ortega, típico producto del nepotismo latinoamericano porque es vástago de Palito Ortega, actor y cantautor chatarra de los años 60 y 70 y gobernador neoliberal impresentable en los 90 de la Provincia de Tucumán, en el norte argentino, durante la primera mitad coquetea con la posibilidad de una comedia negra kafkiana que no resulta particularmente graciosa pero retiene la atención del espectador, desde ya a la espera de que aparezca el horizonte retórico del film, no obstante en la segunda parte el relato se descarrila de a poco hacia el tedio porque la trama comienza a tomarse demasiado en serio a sí misma y el periplo nos reenvía a la andanada de tiempos muertos de los bodrios independientes del comienzo de la carrera del director, hablamos de Caja Negra (2002), Monobloc (2005), Los Santos Sucios (2009), Verano Maldito (2011), Dromómanos (2012) y Lulú (2014), obras que antecedieron a la eclosión de su “sex appeal comercial” de la mano de la televisión y concretamente El Marginal (2016-2022), una serie que empezó emitiéndose en la TV Pública vernácula y luego saltó a Netflix, e Historia de un Clan (2015), otro “true crime” a la criolla aunque ahora acerca de la pandilla/ parentela delictiva encabezada por el espeluznante Arquímedes Puccio (Alejandro Awada). Lejos de las pavadas woke trasnochadas del film y la bizarra participación de Adriana Aguirre, una vedette añeja con muchas cirugías estéticas encima, lo único que sostiene a la película es la genial actuación de Pérez Biscayart, actor argentino que ya había colaborado con Ortega en Lulú, que viene trabajando mucho en Europa desde 120 Latidos por Minuto (120 Battements par Minute, 2017), opus de Robin Campillo, Nos Vemos Allá Arriba (Au Revoir Là-haut, 2017), de Albert Dupontel, y El Profesor de Persa (Persischstunden, 2020), de Vadim Perelman, y que aquí juega con una apariencia que salta de la pasividad de Buster Keaton al aspecto en general de la Ida Lupino de las décadas del 40 y 50, sin embargo la artificialidad hueca de El Jockey, sostenida en el excelente trabajo de fotografía de nada menos que el socio histórico de Kaurismäki, Timo Salminen, sabotea lo que podría haber sido una experiencia enriquecedora y nos deja con otra fábula kitsch de un Ortega que hoy cuenta con muchos más recursos que en el pasado -la multiplicidad de nacionalidades y “mercados abarcados” vía el elenco constituye un indicio innegable- pero sigue preso de sus latiguillos vanos de pretendido dejo lírico, irónico y/ o costumbrista…
El Jockey (Argentina/ México/ España/ Dinamarca/ Estados Unidos, 2024)
Dirección: Luis Ortega. Guión: Luis Ortega, Fabián Casas y Rodolfo Palacios. Elenco: Nahuel Pérez Biscayart, Úrsula Corberó, Daniel Giménez Cacho, Roberto Carnaghi, Daniel Fanego, Osmar Núñez, Mariana Di Girólamo, Adriana Aguirre, Roly Serrano, Luis Ziembrowski. Producción: Luis Ortega, Axel Kuschevatzky, Cindy Teperman, Matías Roveda, Esteban Perroud, Paz Lázaro, Isaac Lee, Santiago Gallelli, Benjamín Domenech y Charlie Cohen. Duración: 96 minutos.