4x1 de Jules Dassin

Sobre anhelos destrozados

Por Emiliano Fernández y Martín Chiavarino

Introducción, por Emiliano Fernández:

 

La carrera de Jules Dassin (1911-2008) fue insólita por los múltiples cambios que atravesó en general y en simultáneo tradicional o muy en consonancia con su tiempo a raíz de la persecución que debió sobrellevar por parte del gobierno norteamericano. El señor, un norteamericano nacido en Middletown, Connecticut, e hijo de dos inmigrantes ucranianos judíos, durante su juventud concurrió al célebre Campo Kinderland, una instalación de verano en Massachusetts dirigida a niños y adolescentes hebreos de izquierda, y más tarde se afilió al Partido Comunista de Estados Unidos, abandonándolo para siempre en ocasión de la decepción que le generó el Pacto Ribbentrop-Mólotov de 1939 de no agresión mutua entre la Alemania Nazi de Adolf Hitler y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas de Iósif Stalin en el contexto de los momentos previos a la Segunda Guerra Mundial. Después de estudiar actuación en Europa y de unos años desempeñándose como actor en el Teatro Proletario Yiddish, el hombre comienza a trabajar en Hollywood primero como aprendiz de directores como Alfred Hitchcock y Garson Kanin y luego como realizador por cuenta propia en un conjunto de obras primigenias de géneros tan variopintos como el terror, el drama, el suspenso, el espionaje, la comedia, el romance, el cine bélico y la fantasía. No obstante su verdadero éxito llegaría con una tetralogía de películas que constituirían -junto con tantas otras del período- los pivotes máximos del film noir, hablamos de Fuerza Bruta (Brute Force, 1947), La Ciudad Desnuda (The Naked City, 1948), Carretera de Ladrones (Thieves’ Highway, 1949) y La Noche y la Ciudad (Night and the City, 1950), obras que cimentarían su fama de especialista en los gloriosos policiales realistas, mugrosos e hiper violentos de mediados del Siglo XX. Es durante la producción y filmación en Londres de La Noche y la Ciudad que Dassin se entera de que será incluido en las listas negras del macartismo no sólo por sus ideales de izquierda y por haber formado parte del Partido Comunista en el pasado sino concretamente porque fue denunciado por sus execrables colegas cineastas Edward Dmytryk y Frank Tuttle en 1951 ante el Comité de Actividades Antiestadounidenses (House Un-American Activities Committee), aquel órgano de la Cámara de Representantes encargado de una cruzada paralela y complementaria a la del senador Joseph McCarthy contra figuras del espectáculo, el gobierno, la sociedad civil y la milicia que podían ser tachadas de simpatizantes de izquierda, léase opositores políticos en una coyuntura de Guerra Fría, delirios sociales paranoicos y oportunismo marca registrada con el objetivo de viabilizar el equivalente represivo yanqui de la Gran Purga estalinista. Su primera película en Europa fue otra de sus obras maestras del film noir, Rififí (Du Rififi chez les Hommes, 1955), y eventualmente terminaría adoptando a Grecia como su segunda patria en función de la larga relación que lo unió con su segunda esposa, Melina Mercouri, actriz fetiche de la etapa posterior de la trayectoria del director, futura Ministra de Cultura de Grecia entre 1981 y 1989 y entre 1993 y 1994, y muy fuerte opositora -a la par del propio Dassin- de la Dictadura de los Coroneles (1967-1974), el salvaje gobierno militar de extrema derecha que sufrió el país helénico. Si bien el período subsiguiente, uno que lo vio regresando alguna que otra vez a Hollywood cuando el macartismo desapareció, atesora una colección de películas geniales entre las que se encuentran opus conocidos y otros semi olvidados que merecen ser tenidos en cuenta, como por ejemplo El que Debe Morir (Celui qui Doit Mourir, 1957), La Ley (La Legge, 1959), Nunca en Domingo (Pote tin Kyriaki, 1960), Fedra (Phaedra, 1962), Topkapi (1964) y No Delatarás (Uptight, 1968), resulta indudable que el grueso de lo mejor de su producción artística se condensa en la citada tetralogía y Rififí, rodada en Francia, a la que ya hemos rescatado de manera individual con anterioridad y por ello hoy le dedicamos un dossier a la fase inicial anglosajona del señor. Mientras que los otros cineastas clásicos de la edad de oro del policial negro, figuras de la talla de John Huston, Fritz Lang, Billy Wilder, Raoul Walsh, Samuel Fuller y el nombrado Hitchcock, entre otros, filmaron clásicos absolutos de modo intermitente y mechándolos con propuestas de diversa envergadura, Dassin en cambio ofreció esa seguidilla de obras maestras sobre sueños y anhelos destrozados que incluso demuestran la amplitud, riqueza e imaginación de un formato que muchas veces durante nuestra posmodernidad se pretende reducir a un puñado de clichés y fórmulas estandarizadas que no se condicen para nada con la efervescencia original, basta con recordar que Fuerza Bruta es una de las primeras y más cruentas películas de escape de prisión de la historia del cine, La Ciudad Desnuda un semi documental sobre Nueva York y uno de los primeros retratos meticulosos y obsesivos de una investigación por homicidio, Carretera de Ladrones un clásico del cine de camioneros y un estudio pormenorizado sobre la especulación alrededor de la formación de los precios de los alimentos y materias primas, y La Noche y la Ciudad una exploración fascinante sobre el acervo identitatio de los buscavidas y el negocio mafioso del espectáculo y los deportes masivos en las grandes urbes, amén de una Rififí que representó el “grado cero” para una infinidad de caper movies/ películas de atracos del futuro cercano y muy lejano. Con vistas a agregar nuestro granito de arena en pos de celebrar la memoria de un artista no muy conocido por la crítica y el público vago, redundante y bastante imbécil de nuestro presente, dos rubros que viven en mini burbujas tendientes a ponderar siempre los mismos realizadores y las mismas propuestas como loros del lugar común, hoy nos consagramos a recuperar al mejor Dassin de todos que es también el mejor cine criminal hollywoodense.

 

Índice:

 

 

Fuerza Bruta (Brute Force, 1947), por Emiliano Fernández:

 

El carácter vanguardista de Jules Dassin se ve en todo su esplendor en Fuerza Bruta (Brute Force, 1947), no sólo una de las primeras películas de la historia del cine en trabajar al detalle un intento de fuga de una cárcel o institución de disciplinamiento social o campo de concentración, anticipándose a clásicos del rubro como Infierno 17 (Stalag 17, 1953), de Billy Wilder, Un Condenado a Muerte se Escapa (Un Condamné à Mort s’est Échappé ou Le Vent Souffle où il Veut, 1956), de Robert Bresson, El Agujero (Le Trou, 1960), de Jacques Becker, y Kapò (1960), de Gillo Pontecorvo, sino también uno de los films más ásperos y sinceros de su tiempo por el generoso volumen de violencia involucrada y su disposición contracultural direccionada a criticar los basamentos del sistema carcelario, en esencia una farsa conceptualmente vinculada a la rehabilitación de los reos y en la praxis concreta un ámbito de profesionalización delictiva y/ o una fábrica de criminales de carrera que deben sobrevivir a la irracionalidad y las diversas atrocidades cortesía del despotismo, las restricciones y el sadismo paradigmático de las autoridades penitenciarias. La obra incluso constituye una anomalía dentro del subgénero de las rejas y la angustia porque por un lado apela a flashbacks que cortan la claustrofobia del encierro, un recurso muy poco habitual en la futura faceta mainstream del rubro ya que la susodicha apostará más por el suspenso hermético que por férreos planteos ideológicos como los presentes, y por el otro lado se vuelca con todo a retratar un intento de fuga caótica y masiva símil batalla campal que se acerca mucho más a aquella masacre final de Kapò que al escape minimalista de El Agujero, siendo esta última modalidad la que prevalecerá en lo sucesivo debido al hecho de que el aparato mainstream hollywoodense y su homólogo europeo privilegiarán la vertiente meticulosa y a pequeña escala de una hipotética fuga homologada a criterios de privacidad burguesa, cuando en la realidad las intentonas de huida suelen ser generales y para nada sutiles en su brío colectivo. Basándose precisamente en una tentativa de escape que salió mal, la célebre Batalla de Alcatraz que tuvo lugar entre el 2 y el 4 de mayo de 1946, una verdadera carnicería con toma de rehenes y guardias y prisioneros asesinados o después ejecutados por instigar una movida táctica símil motín, el guión de Richard Brooks, quien luego se transformaría en un famoso director por cuenta propia empezando con su ópera prima Crisis (1950), se basa en una historia ideada por Robert Patterson y se centra en un presidio llamado Westgate formalmente controlado por el alcaide A.J. Barnes (Roman Bohnen) aunque en verdad bajo el poder del jefe de los guardiacárceles, el cruel y muy despiadado Capitán Munsey (Hume Cronyn), el cual se pasa todo el día paseándose con su perro faldero, el guardia Hodges (Jay C. Flippen), construyendo una red de informantes entre los internos y sentenciando a muerte a múltiples reos -que no hacen lo que se les dice- al mandarlos al “foso”, una especie de trabajos forzados semejantes a la construcción y mantenimiento de una mina que se desarrollan del otro lado de los muros de la prisión, a escasos metros de la enorme puerta principal. La trama comienza cuando uno de los líderes tácitos de los presos, el duro y rebelde Joe Collins (Burt Lancaster), sale de la celda de aislamiento luego de diez días de incomunicación total como castigo por supuestamente tener un cuchillo en su posesión, el cual por cierto fue plantado a instancias de Munsey por un compañero de Joe que responde al nombre de Wilson (James O’Rear), quien termina siendo ajusticiado por sus colegas en el taller del establecimiento cuando con mecheros en llamas lo conducen a morir aplastado por una gigantesca prensa neumática. Mientras que un funcionario gubernamental de alto rango, el exaltado McCallum (Richard Gaines), amenaza con despedir a Barnes si no elimina toda falta de disciplina que pueda provocar una insurrección, circunstancia que lo hace todavía más dependiente de la “mano dura” sistemática de Munsey, y opta por desoír los planteos del médico del presidio, el Doctor Walters (Art Smith), un alcohólico que es el único sensato de la dirigencia porque subraya la hipocresía comunal e institucional de pensar que con construir cárceles se resuelve el problema de la delincuencia, a Collins por su parte le llega un mensaje muy interesante de Frankie McLain, amigo suyo y veterano de 62 años que murió recientemente trabajando en el foso, hombre que contemplando el afuera de la cárcel tuvo la idea de atacar la atalaya de entrada -armada con una ametralladora- tanto desde el interior como desde el exterior, todo a través de un plan que en la mente de Joe y sus compañeros muta en un ataque combinado con bombas incendiarias desde el patio y el asalto a la torre de turno para accionar los mecanismos que abren el portón, posibilitando la salida masiva de los reos. Los encargados de la arremetida del exterior son los compañeros de celda del protagonista -la denominada R17- y futuros trabajadores del foso, Spencer (John Hoyt), Becker (Howard Duff), Stack (Jeff Corey), Lister (Whit Bissell) y Kid Coy (Jack Overman), y el que dirigirá la embestida con bombas desde el patio es el curtido editor del diario de Westgate, Gallagher (Charles Bickford), quien en un principio se niega a participar del intento de fuga, por la promesa de Barnes de otorgarle la libertad condicional gracias a su rol de “mediador estrella” entre presos y autoridades, pero luego accede cuando el maldito de Munsey lleva al suicidio a Lister diciéndole que su esposa Cora (Ella Raines), lo más importante en su vida, está tramitando el divorcio, lo que le permite al capitán alegar que se halla ante otro asesinato camuflado como el de Wilson y revocar todos los privilegios de los prisioneros y cancelar las audiencias de libertad condicional. El dictador vernáculo se entera del plan de evasión y hasta opta por torturar -con golpes brutales de manguera- a Louie Miller (Sam Levene), un compañero de Gallagher en el periódico y responsable de pasarle a Joe el mensaje de que no consiguieron dinamita para el ataque, hombre que consigue mantenerse callado y termina siendo reemplazado por un Walters que baja al foso y advierte a Collins de lo sucedido y del conocimiento del capitán de la movida, lo que no detiene la marcha de los acontecimientos e impulsa al jerarca de los reos a identificar al informante, Stack, y a atarlo al frente de un carrito que avanza contra una ametralladora adicional que los espera en ese mismo afuera. Todos mueren en la embestida no obstante Collins antes de sucumbir logra accionar las palancas para abrir el portón y arrojar a Munsey desde la atalaya para ser despedazado por los presidiarios, sus víctimas, aunque la fuga de todos modos deriva en fracaso porque Gallagher estrella un camión contra el portón en un intento por destruirlo que paradójicamente termina cerrándolo de manera definitiva. Como decíamos antes, un elemento que llama la atención porque a posteriori desaparecería dentro del formato de los escapes carcelarios es la afluencia de flashbacks dentro del convite, reflejando la constante fetichización del exterior por parte de reclusos que ansían con locura la libertad y el doble rol de las mujeres como lo mejor y lo peor en la vida de los hombres, en esencia unos varones que terminan presos por sus vínculos con determinadas féminas que los fascinan o a las que quieren ayudar/ complacer: el primer recuerdo es el de Spencer, el cual les cuenta a sus compañeros cómo fue robado por una señorita llamada Flossie (Anita Colby) mientras escapaban de una redada en un casino ilegal en Miami, la segunda remembranza es la del malogrado Lister, un empleado contable que sustrae tres mil dólares de la empresa en la que trabajaba para comprarle un abrigo de piel a Cora, el sueño húmedo de siempre de la mujer, el tercer flashback es el de Becker, quien se arriesga a llevarle alimentos a su amada, Gina Ferrara (la hermosa Yvonne De Carlo), algo terminantemente prohibido, durante la ocupación yanqui de Italia de la Segunda Guerra Mundial pero termina siendo denunciado ante la policía militar por el padre fascista de la chica (Frank Puglia), y la evocación final es la del propio Collins, hombre enamorado de una tal Ruth (Ann Blyth) que está postrada en una silla de ruedas por un cáncer sin especificar que la debilita día a día e impulsa a Joe primero a seguir con el delito para que no le falte nada y luego a escapar de los muros de Westgate porque ella no desea extirparse el tumor si no está él a su lado, optando por un suicidio implícito en cámara lenta. Más allá de la bienvenida e hilarante presencia de un reo de tez oscura llamado “Calypso” James (Lancelot Victor Edward Pinard alias Sir Lancelot) que canta todas sus líneas de diálogo para mofarse de la severidad y desesperación de las prisiones, la violencia constituye también un ingrediente disruptivo para el promedio pusilánime y remilgado del cine de la época, basta con pensar en el homicidio de Wilson en el taller, el suplicio que debe atravesar Louie a expensas del ultra sádico capitán, el maravilloso gesto de atar a Stack al carrito sobre rieles y todo el desenlace en su conjunto a lo fábula bélica, coral y nihilista, con el detalle de Collins alzando en el aire y arrojando a Munsey desde la torre funcionando como la frutilla de la cruenta torta. Si bien el personaje del extraordinario Lancaster es sin duda el corazón de la película, eje claro de la furia sin concesiones del submundo criminal pero también de un afán bien humano y visceral por pasar de la defensa a la ofensiva con vistas a no comerse más atropellos ni ser testigo de tantas muertes, heridas y traumas causados por la dirigencia de la cárcel, el dúo antagónico compuesto por el Capitán Munsey y el Doctor Walters representa por su parte las opciones en pugna a nivel ideológico a lo largo y ancho del metraje, con el guardiacárcel en jefe simbolizando a un demagogo que disfruta del dolor infligido y aspira a desbancar al débil y manipulable Barnes y con el médico haciendo las veces tanto de un militante de izquierda, uno que aboga por el fin del hacinamiento, mejores condiciones de vida para los presos y una mayor responsabilidad del gobierno civil en materia de la administración penal, como de un pragmático/ realista que les advierte a todos -al alcaide, McCallum y Munsey- que de tanto presionar, golpear y agitar a la bomba humana carcelaria eventualmente explotará y les dejará consecuencias tan desoladoras como las que ejemplifica el último acto de la sublevación fallida, justo cuando McCallum finalmente convierte al otrora capitán en el nuevo alcaide (en este sentido, es de destacar la estupenda escena en la que el personaje del genial Cronyn, siempre contenido y cauteloso/ civilizado en público, saca a relucir su verdadera naturaleza cuando golpea al doctor porque éste lo acusa de engañar, mentir y asesinar a pura impunidad y cobardía, siendo mucho peor y mucho más ingenuo que todos los reos de Westgate juntos ya que su monopolio de la “fuerza bruta” del título puede garantizarle ser temido y respetado en el corto plazo pero eventualmente el odio acumulado se cobrará las atenciones recibidas y desatará una energía imparable de revancha, amén de la evidente futilidad de la vigilancia, las traiciones inducidas y la manía con los castigos salvajes a discreción). Muy pocas películas fueron tan agresivas y perspicaces como el opus que nos ocupa en lo que atañe a denunciar las barbaridades de todo tipo que ocurren en las prisiones, suerte de espejo literal de una sociedad repleta de energúmenos a los que el poder lleva al delirio ególatra todo terreno cual justificación para una andanada de actos y bajezas en los que sale a la luz la proverbial psicopatía en cuestión, núcleo de un ciclo de caprichos, abusos y asesinatos de nunca acabar en el que se desvirtúa desde el vamos el objetivo de máxima de una hipotética enmienda ética/ procedimental/ identitaria/ moral destinada a esa reinserción social de los internos que a su vez decanta en una utopía progresivamente más y más irrealizable o alejada de la praxis cotidiana. Dassin, a través de las palabras finales de Walters sobre la imposibilidad de realmente escapar de los muros de las mazmorras, incluso piensa la estigmatización comunal de los cautivos una vez que de hecho abandonan el encierro porque siguen siendo juzgados por su pasado criminal y perseguidos de una forma u otra, doble fariseísmo de fondo de las sociedades modernas porque por un lado se celebran mil actividades condenables en el fluir prosaico de la inequidad general y por el otro se tacha de “manzanas podridas” eternas a los desgraciados, pobres diablos o palurdos de segunda mano que cayeron bajo las fauces del aparato de represión estatal, la mayoría de ellos menos sanguinarios que los que siguen dando vueltas en libertad en las instituciones públicas, la policía, la milicia y las empresas del habitual capitalismo patológico y caníbal.

 

Fuerza Bruta (Brute Force, Estados Unidos, 1947)

Dirección: Jules Dassin. Guión: Richard Brooks. Elenco: Burt Lancaster, Hume Cronyn, Charles Bickford, Art Smith, Yvonne De Carlo, Roman Bohnen, Ann Blyth, Jeff Corey, John Hoyt, Richard Gaines. Producción: Mark Hellinger. Duración: 98 minutos.

 

 

La Ciudad Desnuda (The Naked City, 1948), por Martín Chiavarino:

 

Con una imagen desde el cielo que surca Nueva York, una caótica urbe moderna que se yergue monumental, comienza la narración del productor Mark Hellinger presentando la trama de un film atípico para la época en Estados Unidos, más emparentado con el neorrealismo italiano de obras como Roma, Ciudad Abierta (Roma Città Aperta, 1945) y Alemania, Año Cero (Germania Anno Zero, 1948), ambas de Roberto Rossellini, La Ciudad Desnuda (The Naked City, 1948), una película con una clara vocación documental que se adentra en las fauces de la organización policial para indagar en un caso de homicidio. Tanto la narración de Hellinger, que moriría antes de que el opus sea estrenado en 1948, como la filmación en exteriores eran una novedad para el cine de Hollywood, más centrado en la construcción de fantasías que en el realismo de sus propuestas. El realismo en el cine norteamericano era más un efecto que una búsqueda, una mímesis en lugar de una estética, pero los productores estaban bajando la guardia y dejando que las visiones de guionistas y directores con tendencias de izquierda tomaran impulso, cuestión que los conservadores veían con preocupación y desencadenaría una persecución despiadada que pondría a Jules Dassin en una lista negra y lo obligaría a continuar su carrera en Europa. Sobrevolando la metrópoli entre sus puentes y rascacielos, verdadero símbolo del urbanismo moderno, este film noir dirigido por Dassin se inicia como un retrato que desde el cielo baja hasta los infiernos para zambullirse en el asfalto candente de Nueva York, una ciudad con sus claroscuros, su ebullición cotidiana, su atracción y sus peligros en una realización en parte inspirada en un documental clásico del alemán Walter Ruttman, Berlín: Sinfonía de una Gran Ciudad (Berlin: Die Sinfonie der Großstadt, 1927), la cual a su vez desencadenaría una serie televisiva de la ABC emitida entre 1958 y 1963, Naked City. Después de la destrucción de varias ciudades europeas durante la guerra, especialmente Berlín, la mirada documental se posaba nuevamente sobre las urbes, lugar de una visión más progresista y menos tradicionalista acorde a la propia dinámica siempre versátil de las metrópolis en constante transformación, aglomeraciones que recibían infatigablemente a los inmigrantes producto del éxodo incansable del campo a la ciudad. En La Ciudad Desnuda el asesinato de una joven modelo de origen humilde en medio del tórrido verano de 1947 dispara en Nueva York una investigación policial por parte de un veterano policía, el Teniente Dan Muldoon (Barry Fitzgerald), y su joven compañero, el Detective Jimmy Halloran (Don Taylor), que encuentran en sus indagatorias una serie de mentiras que no cuadran y que van revelando una trama de robos y estafas que involucran a la víctima, a un impostor que vive de timos, a una colega modelo de clase alta enamorada del embaucador, a un prominente médico con contactos entre la clase alta neoyorkina y a un luchador y acróbata que toca la armónica, figuras disímiles imposibles de combinar pero que reflejan la variopinta fauna de Nueva York y sus infinitas posibilidades. La investigación desenmascara a un grupo de ladrones de joyas inmiscuidos entre la alta burguesía, cuya banda está en proceso de desintegración por la avaricia de sus integrantes, situación que el Teniente Muldoon aprovecha para desenmascararlos, resolver el caso y encontrar al homicida de la joven. Las mentiras del novio de la modelo asesinada, que a su vez está comprometido con la mejor amiga de la víctima, otra modelo de clase alta, conducen al teniente y su compañero a descubrir la relación del novio de ambas mujeres con un acróbata adepto a la armónica, Willy Garzah (Ted de Corsia), lo que inicia una cacería de este particular y misterioso personaje que ágilmente se mueve por toda la urbe. La Ciudad Desnuda se destaca por la particularidad de su filmación en exteriores y no en decorados, no en un estudio, como se solía rodar en la época para controlar la luz y tener una producción programada. Tampoco hay una típica construcción de personajes oscuros y misteriosos. En su lugar hay protagonistas prosaicos, con un dejo de humor negro, algunos perversos y crueles, otros patéticos, personajes con muchas aristas que no pueden ser catalogados fácilmente. Con su espíritu vanguardista siempre delante de su tiempo, Dassin buscaba recuperar esa impronta realista que sobrevolaba el Atlántico desde Europa con sus aires de reconstrucción urbana, un cine que el neorrealismo italiano estaba construyendo de la mano de Roberto Rossellini, Vittorio de Sica y Luchino Visconti, entre otros. Nueva York era una ciudad de rascacielos especial, deslumbrante, que Dassin buscaba retratar a través de su bajo mundo, del policial duro que tamizaba su crueldad con pinceladas de humor negro. Como señala Hellinger en su narración en off, muchas de las escenas contienen pasajes de la vida cotidiana de la ciudad y los actores se entremezclan con los habitantes en sus quehaceres en esas escenas, lo que provee un realismo inusitado y descarnado a la propuesta de Dassin. Tanto el nombre del film como la idea de retratar Nueva York en su cotidianeidad surgen de las series de fotografías urbanas de Arthur (Usher) Fellig, conocido como Weegee, cuyo célebre libro de fotografías sobre la ciudad se había publicado en 1945 con el título de Naked City. Hellinger le había comprado los derechos de su libro a Weegee, un fotoperiodista que en la jerga del medio se conoce como “stringer” (un reportero freelance que contribuye a una noticia con fotos o videos), para utilizar el nombre pero también para retratar ambas caras de Nueva York, la ciudad majestuosa con sus rascacielos y puentes, pero también su podredumbre, su vida normal y el crimen que acecha en sus tétricas callejuelas escondidas. La trama recupera la sordidez de las fotografías de Weegee, basadas en casos reales, en retratos de una ciudad sumida en la corrupción y la violencia. La idea de plasmar la idiosincrasia de Nueva York se mezcla aquí con la estética del neorrealismo italiano, el cual combinaba una revelación cruenta de la realidad social basada en imágenes documentales y una búsqueda de veracidad como método de crítica social y en contra de las pretensiones de entretenimiento del séptimo arte que predominaban en Hollywood. La vida diaria de Nueva York surge así no sólo como contexto y escenario sino también como protagonista de una película en la que la fotografía de William H. Daniels recurre a tomas extremas realmente logradas que captan la esencia de la ciudad a través de algunos de sus iconos como el Puente Williamsburg, donde Dassin logra varias de las mejores secuencias del film, y el edificio residencial Whitehall, otro símbolo de la ciudad. Pero en este periplo que desde el cielo se adentra en las calles también hay un recorrido por toda la vida de la ciudad, ya sea el colapso del transporte público en las avenidas, el subterráneo y el tren, o en diferentes espacios desde donde se capta la singularidad de Nueva York, emblema del caos moderno. Así como se recupera el ajetreo cotidiano de una ciudad que nunca se detiene, la labor policial se expone aquí desde su trabajo más ordinario, su proceso más metódico y habitual, convocando testigos y sospechosos, buscando incongruencias en los testimonios y atando cabos alrededor de las pistas que surgen durante la investigación. La profesionalización de la policía tenía su correlato en las nuevas prácticas de pretensión científica que proponía Edgar J. Hoover desde su cargo de director de la Oficina Federal de Investigación de los Estados Unidos (FBI), idea que del FBI bajó paulatinamente a la policía con la eclosión de las técnicas más modernas de pesquisa. Esta modernización policial también representaba un cambio de época, una nueva forma de organización producto del fin de la corrupción endémica que había sufrido la fuerza debido a la Ley Seca y los cambios en las organizaciones mafiosas que se habían transformado para sobrevivir tras el regreso del alcohol legal. La investigación también da cuenta de la relación de la policía con la comunidad, su función en la misma, construcción narrada también con suma maestría. El trabajo de edición de Paul Weatherwax es realmente vertiginoso y es una pieza clave de esta obra de relojería que combina a la perfección la forma y la función en una cátedra cinematográfica con todos los condimentos de una obra apasionante, con una trama perfecta y personajes comunes que realizan su trabajo para poner el mundo en orden. El relato recupera la clásica historia de la mujer joven seducida por los encantos de la gran ciudad que escoge la vida fácil y es víctima de su propia urdimbre. La bella señorita asesinada, Jean Dexter, es un típico producto de la Gran Depresión que encuentra en la ciudad tentaciones y aliados poco recomendables que finalmente deciden cambiar las reglas del juego y hacer a un lado a la joven modelo. Cada personaje tiene una construcción concisa y es un reflejo de una metrópoli impredecible, donde todo puede pasar y nadie es quien dice ser, un lugar donde el dinero y la posición lo son todo y conseguirlos es tarea cotidiana de todos y cada uno. Una modelo enamorada de un patético truhán, un embaucador que busca ser alguien y se crea un entramado poco creíble de mentiras para cubrir sus huellas criminales, un ex acróbata y luchador que se gana la vida como delincuente y un médico que utiliza sus contactos para ofrecer víctimas a una banda de ladrones son la contracara de la organización policial, sujetos con una vida cotidiana predecible y común, personajes simpáticos que se preocupan porque sus hijos se escapan para jugar en la plaza del barrio y hasta evitan retarlos. Fitzgerald realiza en esta historia escrita por Marvin Wald junto a Albert Maltz una tarea brillante y es secundado por un elenco de lujo que incluye a Howard Duff, Dorthy Hart, Don Taylor, Ted de Corsia, Anne Sargent y Tom Pedi. Como en todos los policiales negros la agilidad de los diálogos se combina con el atractivo de un protagonista que cautiva con su carácter, en este caso ese histriónico teniente de policía interpretado por Fitzgerald, un gran actor de origen irlandés con modismos a lo Edward G. Robinson. Desde la perspectiva del cine actual los diálogos son geniales debido a la pobreza de la cultura contemporánea, aunque para la época los diálogos eran más bien escuetos, tendientes a hacer la faena más realista y más amena que los films noir más convencionales, que contaban con intercambios más ricos y a veces innecesariamente intrincados. Esto también se debe a la complejidad de los casos típicos de los policiales negros, faenas llenas de misterios y suspenso, mientras que aquí el caso es bastante simple y los criminales unos delincuentes amateurs que no saben ocultar sus inconsistencias y hasta se preguntan por qué la policía tarda tanto en llegar hasta ellos. El relato construye una narración que se cierra en sí misma sobre los criminales al igual que el largo brazo de la ley, reconstruyendo la relación entre todos los delincuentes, otorgando un sentido a cada escena y a cada personaje. La policía se mueve al ritmo de la ciudad, de sus ciudadanos, lubricando los resortes de la metrópoli para que todo siga funcionando, para limpiar la corrupción que se expande y amenaza destruir el orden, una podredumbre que parece escondida en la noche pero que está expuesta a plena luz. La Ciudad Desnuda expone la tesis de que la relación entre policías y delincuentes es un juego, una danza más o menos protocolar de la rutina urbana. La voz en off de Hellinger refuerza este mensaje de sentido y busca además crear una intimidad con el espectador, una complicidad sobre una historia entre ocho millones de historias, proponiendo una nueva relación entre el cine y su público, reduciendo el suspenso para ganar en realismo y en camaradería. La Ciudad Desnuda es así un análisis de la vida metropolitana, de sus bajezas y de la corrupción que nace en las altas esferas y baja como un río arrasador sobre toda la población, una corrupción tanto espiritual como material que plantea la búsqueda del dinero y la posición como únicas metas de vidas desperdiciadas y destruidas por las incandescentes trampas urbanas.

 

La Ciudad Desnuda (The Naked City, Estados Unidos, 1948)

Dirección: Jules Dassin. Guión: Albert Maltz y Malvin Wald. Elenco: Barry Fitzgerald, Howard Duff, Dorothy Hart, Don Taylor, Frank Conroy, Ted de Corsia, House Jameson, Anne Sargent, Adelaide Klein, Grover Burgess. Producción: Mark Hellinger. Duración: 96 minutos.

 

 

Carretera de Ladrones (Thieves’ Highway, 1949), por Martín Chiavarino:

 

En Carretera de Ladrones (Thieves’ Highway, 1949) Jules Dassin se adentra en las estafas alrededor de la formación de precios de las materias primas en Estados Unidos a fines de la década del cuarenta, una película con similitudes a La Pasión Manda (They Drive by Night, 1940), el film noir del realizador norteamericano Raoul Walsh. Nick Garcos (Richard Conte), un veterano de la Segunda Guerra Mundial, regresa a la casa de sus padres en Fresno con sus sueños a cuestas tras haber recorrido el mundo para reencontrarse con su familia y su prometida, Polly Faber (Barbara Lawrence), pero la alegría pronto deviene en desazón y bronca al enterarse que su padre, Yanko (Morris Carnovsky), un inmigrante griego, ha perdido las piernas en un accidente con su camión tras ser estafado por un comerciante de San Francisco a causa de una carga de tomates. Debido a la situación Yanko ha vendido su estropeado camión a otro conductor amigo de gran experiencia, Ed Kinney (Millard Mitchell), pero éste tampoco le ha pagado por lo que Nick intenta recuperar el desvencijado vehículo. En esta tesitura, Nick conoce a Ed, hombre mayor y experto camionero con el que entabla una sociedad para comprar y transportar manzanas a San Francisco con vistas a venderlas en el mercado mayorista, una buena oportunidad orientada a triplicar el dinero conseguido en su viaje por el mundo, dejando de lado los planes originales de invertir el efectivo en un negocio junto al padre de Polly. Nick ve una buena oportunidad para vengarse de Mike Figlia (Lee J. Cobb), el comerciante que estafó a su padre y nunca le pagó pero el viaje por la carretera se convierte en una pesadilla cuando revienta un neumático y debe detenerse para cambiarlo. Al llegar a San Francisco rápidamente aprende que todo el mundo sabe que Figlia es un estafador y comienza una puja entre ellos por las manzanas, fruta con una gran salida en el popular mercado lleno de camiones que arriban de toda California. Agotado por el viaje y herido en el cuello por el accidente, Nick acepta una invitación para descansar en la habitación de hotel de Rica (Valentina Cortese), una seductora mujer de origen italiano pagada por Figlia para entretenerlo mientras éste vende su cargamento sin que el camionero se entere. Rica pronto desarrolla aprecio por el rudo y decidido Nick y le advierte de la treta que Figlia monta a sus espaldas, por lo que el veterano soldado devenido camionero enfrenta a Figlia para que le pague por las manzanas vendidas. Tras conseguir un buen precio Nick llama a Polly para ofrecerle casamiento y más tarde invita a Rica a tomar una copa, pero Figlia no acepta la pérdida y envía a dos matones para quitarle el dinero. Tras ser brutalmente golpeado Nick regresa a la habitación de Rica para recuperar los billetes y el cheque y al día siguiente descubre que todo desapareció. Decepcionada por el derrotero de los acontecimientos, Polly decide abandonar a su prometido pero la desgracia de Nick sólo ha comenzado. Al llegar al mercado descubre que su compañero de ruta ha fallecido en un accidente en la carretera por lo que el protagonista se quiebra en un ataque de furia histérica y decide enfrentar una vez más a Figlia a pesar de las sugerencias de Rica de dejar todo en manos de la policía. La mujer se convierte en la voz de la razón ante tanta irracionalidad y decide llamar a la policía para que intervenga en el enfrentamiento que involucra también a los socios originales de Ed, que se han peleado por la actitud ante la carga perdida del camionero fallecido. Al igual que en su film anterior, La Ciudad Desnuda (The Naked City, 1948), Dassin regresa a la filmación en exteriores, realizando sus escenas en el mercado de San Francisco y en las carreteras del oeste norteamericano, reforzando la propuesta estética realista. Carretera de Ladrones es un melodrama amargo escrito por Albert Isaac Bezzerides en base a su última novela, Thieves’ Market (1949). La primera novela de Bezzerides, The Long Haul (1938), había sido llevada al cine por Raoul Walsh en el mencionado film La Pasión Manda, otra obra sobre camioneros protagonizada por George Raft, Humphrey Bogart, Ann Sheridan e Ida Pupino. Aquí Bezzerides combina drama, film noir y thriller despiadado en un relato en el que la voluntad del hombre y la mujer por hacerse valer en una selva injusta y competitiva es la única manera de enfrentar el mundo. La historia del guionista de El Beso Mortal (Kiss Me Deadly, 1955), de Robert Aldrich, sigue a un protagonista enceguecido por su guerra personal contra un estafador de las mafias de venta y distribución mayorista de alimentos, que a su paso encuentra aliados que parecían competidores y descubre que el amor puede ser un asunto engañoso. En la trama Nick rápidamente descubre que no entiende de camiones y que su aproximación al negocio a veces es ingenua y demasiado honesta en un mundo de ladrones donde todos buscan estafar al otro. En este sentido Nick en todo momento se propone como un hombre honrado, dispuesto a pagar lo que cree correcto a los productores de manzanas pero también decidido a recibir una retribución justa del distribuidor mayorista por su producto. A pesar de que Nick siente un amor sincero por Polly, su novia, algo en Rica lo atrae y genera que sus sentimientos sean puestos en duda por esta atractiva y seductora fémina que lo encandila con sus encantos. Polly representa el estereotipo de la época de la hembra buena que espera a su prometido mientras que Rica es una mujer de mundo que ha llegado de Italia con un pasado traumático que sólo sale a la luz en sus gestos cuando Nick confiesa haberse bañado en las playas de Anzio, ciudad costera donde se libró una de las batallas más importantes de la Segunda Guerra Mundial. Carretera de Ladrones está llena de estos guiños en escenas vertiginosas y perfectas que incluyen el típico humor negro, la crudeza masculina y la lucha por imponerse en un lugar sin reglas donde la policía parece parte del decorado y la mujer siempre sabe lo que quiere antes que el hombre, mientras éste sigue su obsesión por la venganza y la justicia. Dassin se adentra aquí en el agotamiento de los camioneros en su búsqueda por ganarse el pan, en el peligro que los acecha en las rutas conduciendo vehículos en malas condiciones que pueden traicionarlos en cualquier momento. El director de Rififí (Du Rififi chez les Hommes, 1955) logra escenas feroces de gran realismo y violencia con personajes que funcionan como arquetipos de los individuos de la época: el hombre rudo, el estafador, los inútiles que acatan órdenes, la mujer seductora que no se deja engañar pero que anhela en el fondo encontrar al hombre de su vida, y el camionero profesional con años en el oficio son algunos de los protagonistas con muchas aristas y personalidades muy bien trabajadas que no se agotan en los estereotipos sino que conforman temperamentos e idiosincrasias de una época bisagra que anunciaba la tormenta de esa Guerra Fría que iba tornándose cada vez más real. Carretera de Ladrones es un film sobre la desilusión respecto del destino de Estados Unidos, la corrupción que se había apoderado del mercado y el capitalismo en su expresión más sombría. Nick regresa del exterior con todas sus esperanzas puestas en su futuro, regalos, ahorros, una novia que lo espera, pero al volver, tras una breve algarabía ante la sorpresa, la decepción y la amargura se apoderan de él al enterarse de la suerte de su padre, de la estafa de la que ha sido víctima, situación que lo conminará a emprender el mismo camino que su progenitor para buscar un final distinto y una venganza amarga y furiosa. Nick no regresa de la guerra sino de la reconstrucción. Aunque la película sólo haga menciones vagas, el protagonista ha visto el horror bélico pero también el resurgimiento, y la desilusión proviene de ver a sus conciudadanos sumidos en la corrupción y el ansia de dinero. La estafa es la contracara de la justicia, el mercado justo es el contrapunto que propone el protagonista con respecto al mercado libre, pero la utopía del personaje es tan sólo un acto individual. La solidaridad es la otra contracara del aprovechamiento de la debilidad del otro, simbolizada en la ayuda que recibe Nick de Ed cuando se accidenta intentando cambiar el neumático. El opus de Dassin y Bezzerides es un film noir por su enorme carga de pesimismo ante los acontecimientos. La muerte accidental de Ed, la pérdida de las piernas del padre de Nick y la ruptura de la relación entre Nick y Polly son algunas de las situaciones dramáticas que tienen lugar en Carretera de Ladrones, una epopeya donde el protagonista no planifica lo que hace sino que se deja llevar por sus arrebatos hasta niveles histéricos, demostrando unas desazón, agitación y furia que se llevan todo por delante cuando pierde el control. Dassin también retrata y enfatiza el crisol de nacionalidades que componen a Estados Unidos, país de inmigrantes en el que una familia polaca cultiva y vende las manzanas, el padre del protagonista es griego y Rica es de origen italiano. Los inmigrantes son retratados aquí como el alma trabajadora de un país a esas alturas viviendo un déjà vu perpetuo sobre la promesa del sueño americano, más bien un país de inmigrantes luchadores que intentan sobrevivir en su nueva tierra, a la que han arribado con sus sueños de escapar de la escasez y de la guerra que primaban en Europa. Tanto Nick como Rica se presentan como personajes irresistibles el uno para el otro, diferentes pero parecidos. Ambos han visto los horrores del conflicto bélico y buscan sobrevivir en un mundo corrompido por el dinero, que también conduce sus vidas al igual que las de los otros personajes, hijos de una época donde ganarse el pan era la única salida para el ciudadano común que respetaba las reglas. La cólera incontrolable de Nick es la reacción del hombre contemporáneo ante la enajenación de una lucha sin cuartel en el propio hogar, un nuevo estilo de guerra con otras regulaciones, el emprendedor y el trabajador contra todos y contra sí mismos. Una autodestrucción asegurada donde unos pocos ganan y casi todos pierden. En el final el film propone el camino de la ley como la salida correcta y disgrega en tono moral sobre las consecuencias de hacer justicia por mano propia, movida retórica necesaria dentro de la industria cultural norteamericana para garantizar el estreno, pero el propio film se encarga de contradecir este argumento con toda su carga dramática, cuestión que a la postre sólo refuerza las contradicciones de un opus sobre las peripecias reales de un emprendedor de una familia de inmigrantes intentando realizar el sueño americano. Carretera de Ladrones es una obra maestra del melodrama familiar, un film salvaje y desbocado lleno de emociones, repleto de detalles remarcables y completamente alejado de la corrección política que combina perfectamente el humor negro con el film noir, una edición vertiginosa del especialista Nick DeMaggio, responsable del montaje de grandes clásicos como El Rata (Pickup on South Street, 1953) y La Noche y la Ciudad (Night and the City, 1950), una fotografía exquisita que explora los claroscuros producto del difícil trabajo en exteriores de Norbert Brodine y actuaciones maravillosas de un electo espectacular encabezado por Richard Conte y Valentina Cortese, pero que también cuenta con Lee J. Cobb, Barbara Lawrence, Millard Mitchell, Jack Oakie, Joseph Pevney, Morris Carnovsky, Tamara Shayne y Kasia Orzazewski. La odisea rutera de Dassin es una gran demostración de que en la búsqueda del lucro se encuentra el verdadero Moloch de un imperio que comenzaba a mostrar las fauces con las que se comería a sus propios hijos.

 

Carretera de Ladrones (Thieves’ Highway, Estados Unidos, 1949)

Dirección: Jules Dassin. Guión: A.I. Bezzerides. Elenco: Richard Conte, Valentina Cortese, Lee J. Cobb, Barbara Lawrence, Jack Oakie, Millard Mitchell, Joseph Pevney, Morris Carnovsky, Tamara Shayne, Kasia Orzazewski. Producción: Robert Bassler y Darryl F. Zanuck. Duración: 94 minutos.

 

 

La Noche y la Ciudad (Night and the City, 1950), por Emiliano Fernández:

 

Así como películas en la línea de El Triunfador (Champion, 1949), de Mark Robson, El Luchador (The Set-Up, 1949), de Robert Wise, y La Caída de un Ídolo (The Harder They Fall, 1956), también de Robson, trabajaron al boxeo como una excusa para analizar las miserias y derrotas de la vida urbana moderna, en La Noche y la Ciudad (Night and the City, 1950) Jules Dassin toma al ámbito de la lucha libre profesionalizada como la última quimera del protagonista norteamericano de turno, ese mítico Harry Fabian en la piel del perfecto Richard Widmark, un nuevo representante de esa ansiedad, sutil desconsuelo y antropofagia conceptual trepidante que ya pudimos ver en opus como Fuerza Bruta (Brute Force, 1947), La Ciudad Desnuda (The Naked City, 1948) y Carretera de Ladrones (Thieves’ Highway, 1949), un hombre desesperado por dejar su rol de buscavidas callejero que identifica y lleva potenciales clientes a un club nocturno londinense símil cabaret, El Zorro Plateado, propiedad del obeso Philip Nosseross (Francis L. Sullivan), y por ello mismo un sujeto muy proclive al sueño obsesivo de “ser alguien” en la vida y siempre dispuesto a caer sistemáticamente en diversas ideas de negocios atadas con alambre para enriquecerse rápidamente, como por ejemplo una empresa de mensajería, otra de turismo, una para la administración del copyright musical y la más reciente de todas las ilusiones económicas del señor, unas pastillas químicas/ mágicas que al arrojarlas dentro del tanque de combustible de los automóviles triplican el kilometraje del vehículo. La película retoma un viejo motivo del film noir y del cine contracultural en general, el del estafador de poca monta que a diferencia de sus homólogos de las grandes ligas y su capacidad para limitar el “factor humano” y los posibles traspiés en ese sentido, en realidad no puede salir de su condición de perdedor compulsivo ya que no ha conseguido hacerse de un nombre propio o al menos una reputación callejera positiva, circunstancia que lo deja siempre trastabillando al momento de cerrar sus sucesivos tratos y chanchullos porque continuamente está al límite de sus capacidades o genera demasiada desconfianza en su entorno inmediato o no encuentra verdaderos respaldos/ socios/ mecenas que le entreguen más que minucias monetarias que no alcanzan para solventar todo el proyecto de turno, las cuales a su vez no hacen más que tapar agujeros que se multiplican al ritmo de la angustia del deudor eterno que toma más y más deuda para salir del pozo en el que se metió solito y/ o lo metieron sus supuestos cofrades. Fabian está en pareja desde hace años con una cantante de El Zorro Plateado, Mary Bristol (la preciosa Gene Tierney), tiene de amante a nada menos que la esposa de su jefe en el club, Helen Nosseross (Googie Withers), y en esencia se la pasa levantando a turistas bobos en distintos lugares de Londres y conduciéndolos al cabaret por una comisión. En un encuentro muy concurrido de lucha libre, deporte que a mediados del Siglo XX era consumido sobre todo por el público adulto, se topa con el griego Gregorius (Stanislaus Zbyszko), figura legendaria de la disciplina y padre del mafioso que controla los matchs a escala de la capital británica, Kristo (Herbert Lom), por ello se decide a ganarse como amigo al veterano luchador para obtener un escudo contra su hijo y salir a competirle en el redituable terreno deportivo vía su futura faceta de promotor de peleas de lucha libre. Como siempre en el caso de Harry, el problema es conseguir las 400 libras que necesita para montar un gimnasio propio donde puedan entrenar no sólo los luchadores de su staff sino el propio Gregorius y su protegido, Nikolas (Ken Richmond), algo así como un hijo adoptivo porque el susodicho desprecia el circo que montó Kristo para los espectadores ingleses desvirtuando la tradición grecorromana de la disciplina física, lo que lleva a Fabian a pedirle el dinero a un Philip que se destornilla de la risa y a instancias de su mujer le dice que si le trae 200 libras él pondrá las otras 200 de su bolsillo para que empiece con el nuevo berretín. El ambicioso protagonista le pide el dinero a Figler (James Hayter), el líder del sindicato de mendigos y pequeños rateros, Googin (Gibb McLaughlin), un falsificador especializado en pasaportes, certificados de nacimiento y licencias médicas, Anna O’Leary (Maureen Delaney), una traficante de cigarrillos que tiene una casita en el puerto donde alquila botes, y Bagrag (Thomas Gallagher), el parco dueño de un bar menesteroso, sin embargo la que le entrega los billetes es una Helen que ansía independizarse de su esposo abriendo un club de su propiedad, así que vende un abrigo de piel que le regaló Nosseross y le ofrece las 200 libras a su amante a condición de que le consiga la licencia para el local que ya compró a crédito, pero el hombre la estafa y le brinda una falsificada por Googin. Mientras que Kristo y Philip se terminan uniendo para destruir a Harry, el primero porque embaucó a su padre y el segundo porque descubrió el romance del hombre y su esposa, Fabian por su parte paga las habitaciones en un lujoso hotel para él, Gregorius y Nikolas con más dinero pedido a Helen, no obstante cuando necesita las 100 libras finales para asegurarse el estadio se entera que Nosseross decidió retirar su financiamiento y sólo accedería a entregar más billetes a cambio de que organice una pelea entre Nikolas y un luchador famoso británico llamado El Estrangulador (Mike Mazurki), en verdad una estratagema para llevarlo a enemistarse con Gregorius porque el veterano considera a El Estrangulador uno de los “chistes vivientes” que Kristo pone a disposición del público en su coliseo personal. Harry es lo suficientemente listo como para atizar la enemistad entre El Estrangulador y el dúo de Gregorius y Nikolas pero una vez más tiene problemas para conseguir las 200 libras que le pide el representante del adversario, Mickey Beer (Charles Farrell), para firmar el contrato de la pelea, ya que Philip no le ofrece ni un céntimo y para colmo se regodea en sus mentiras al extremo de hacer explícita su sociedad con Kristo. Sin nadie más a quien recurrir, Harry roba el dinero que tiene ahorrado Mary para un futuro casamiento en conjunto y con esa rotunda y triste traición la arroja a los brazos de su vecino, Adam Dunn (Hugh Marlowe), un diseñador de ornamentaciones en porcelana que está enamorado desde hace tiempo de la mujer. Todo parece arreglado para el suculento match pero el destino mete la mano y la enemistad entre las partes se le vuelve muy en contra al buscavidas debido a una doble y brutal pelea espontánea en el gimnasio, primero entre Nikolas y el borrachín de El Estrangulador, con el primero quebrándose la muñeca izquierda en una caída, y luego entre El Estrangulador y Gregorius, lo que deriva en la victoria del veterano pero a costa de su propia vida, muriendo del cansancio minutos después bajo el amparo de su furioso vástago, ese mismo que de inmediato pone en las calles una recompensa de mil libras esterlinas para quien se cargue a Fabian. Bristol se entera del asuntillo y empieza a recorrer los bajos fondos londinenses en busca de un Harry que se esconde en la morada de Figler, mientras que Helen por su parte abandona a Philip aunque pronto descubre que su amante la traicionó con una licencia falsa que la motiva a regresar con su ex, topándose con su cadáver luego de haberse suicidado de un tiro por el cruel desaire romántico. Fabian se percata que Figler dio aviso por teléfono a Kristo, por lo que lo golpea y pasa a esconderse en la casa portuaria de Anna, donde lo halla Mary y a la que propone cobrar la recompensa como una forma de restituirle en dinero/ pedirle perdón por la perfidia, pero la mujer sólo está interesada en su bienestar y termina yéndose con Adam una vez que El Estrangulador -valga la redundancia- estrangula al protagonista y lo arroja al Río Támesis, siendo arrestado momentos después por la policía mientras Kristo se aleja tranquilo aunque apesadumbrado. La película fue realizada con el financiamiento de la 20th Century Fox de Darryl F. Zanuck y durante el período en el que comenzaría a regir la inclusión de Dassin en las listas negras de la demencial caza de brujas del macartismo, con el propio Zanuck instándolo a filmar las escenas más costosas al principio del plan de rodaje para a posteriori poder alegar ante las autoridades gubernamentales yanquis que necesitan terminar sí o sí la filmación con el director original por el volumen del capital invertido en la producción, excusa oportunista plutocrática que es la única que parece entender la enorme mayoría de los estadounidenses. Este contexto desesperanzador, el cual obligaría al cineasta a partir hacia su exilio en Europa, explica la exacerbación ideológica del nihilismo ya presente en las tres realizaciones previas de Dassin, de las que además retoma diversos ingredientes formales y temáticos: de Fuerza Bruta recupera la figura de un antihéroe hecho y derecho capaz de una devoción amorosa extasiada y de actos un tanto mucho cuestionables que tienen que ver con su apego fanático a la misión de turno, de La Ciudad Desnuda rescata una excelente fotografía de tipo documentalista y plagada de tomas en locaciones reales que nos llevan a recorrer distintos puntos famosos -y no tanto- de Londres, desde la Catedral de San Pablo del inicio hasta el Puente de Hammersmith del desenlace, y finalmente de Carretera de Ladrones la faena que nos ocupa retoma el incesante esquema de engaños, traiciones cruzadas y planteos ventajistas que tienen por eje a un protagonista que parece avanzar un paso y retroceder dos en cada una de sus movidas en una coyuntura callejera que canibaliza a todos aquellos que se pasan de soberbios o confiados y descuidan el detalle de que siempre existe alguien más taimado que nosotros esperando con paciencia y en las sombras el instante en el que bajemos la guardia para saltarnos al cuello de repente. En cierto sentido La Noche y la Ciudad asimismo anticipa el tono narrativo incluso más lúgubre aunque menos enrevesado de Rififí (Du Rififi chez les Hommes, 1955), ya a pleno en la etapa europea de la carrera del director, porque así como aquel pivote fundamental de las caper movies reforzaba con ahínco la noción de que hasta los planes craneados al dedillo dejan lugar para lo imprevisto tontuelo que tira abajo el castillo de naipes que supo erigir el intelecto, aquí se subraya la idea -condición previa a evitar para el éxito del programa trazado- de que muchas veces el mismo sujeto lleva adherida a su idiosincrasia la principal Ley de Murphy, eso de que todo lo que puede salir mal saldrá mal, dando a entender que por más fanatismo o mucha energía vital/ existencial/ cotidiana uno le ponga a las cosas primero debe considerar la faceta lógica del asunto y tratar de reducir la presión que llega desde los posibles contrincantes del rubro que sea. El Fabian de Widmark, un ejemplo paradigmático del humanismo paradójicamente desalmado y muy terrenal, precisamente arrastra este problema de pretender compensar con pasión lo que no llega a controlar con su poder o “categoría” social práctica, sufriendo una y otra vez un proceso de aislamiento paulatino que impone condiciones y obstáculos en el camino por la costumbre del sujeto de servirse de todo y todos a su alrededor en pos de la utopía del enriquecimiento de la noche a la mañana como si se tratase de los antiguos pioneros que atraviesan territorio virgen, esquema que deriva en encerronas en parte autobuscadas, en flamantes mentiras para salir del atolladero y en situaciones que lo ponen muy a merced de pancistas y depredadores mucho más grandes, peligrosos y despiadados que él mismo, al fin y al cabo un pobre tipo que hace lo que puede -y más, mucho más- para sobrevivir. El guión de Jo Eisinger, basado en la novela homónima de 1938 de Gerald Kersh, constituye una de las grandes joyas del film noir y del retrato en general de la doctrina del fracaso involuntario cual suicidio más o menos consciente, con Dassin sacándole especialmente el jugo a escenas maravillosas como la de la pareja del principio en la casa de Mary, la de Harry con los tres norteamericanos en el bar, aquella en la que identifica a Gregorius, la del momento en que le pide las 400 libras al irónico Nosseross, esa otra en la que expulsan a El Estrangulador del gimnasio de Fabian y de golpe cae Kristo y su abogado, Fergus Chilk (Aubrey Dexter), todo el episodio en el que el protagonista y Mickey Beer se trabajan a El Estrangulador y los griegos, el duelo verbal final entre Harry y Philip, la secuencia del durísimo combate entre las facciones en pugna que provoca el fallecimiento de Gregorius, el intento de escape del buscavidas por las calles y zonas londinenses menos turísticas, y la arremetida del desenlace de Kristo y su corpulento sicario, El Estrangulador en modalidad energúmeno con culpa por haber matado a una figura respetada como el griego, contra quien consideran el artífice indiscutible de toda la debacle, Fabian. Como una mosca atrapada en una telaraña que sin duda ayudó a construir, el protagonista funciona como el epítome de los fetiches monotemáticos masculinos y de una degradación ética que tiene que ver con una jugada destinada siempre al fiasco, eso de robar y “vender” a las conocidos y dejar impoluto al resto de la sociedad, por ello los protagonistas de Rififí dan por sentada la lección desde el vamos e invierten la fórmula ideológica, por más que eventualmente el entorno presione al punto de tener que traicionarse una vez más para conservar la vida y el reglamentario botín. Dassin hace maravillas con el casting y la disposición física en general de los actores, pensemos en el extraordinario verosímil que edifica mediante la cadencia burlona de Francis L. Sullivan, el sustrato tétrico del querido Herbert Lom y la presencia de tres atletas y luchadores profesionales en la vida real como Mike Mazurki, Ken Richmond y el monumental y legendario Stanislaus Zbyszko, diletante de un cariño enorme hacia la vertiente grecorromana del deporte y a la par un señor con un carácter muy testarudo que lo conduce a denunciar cíclicamente a su hijo por haber destruido dicha tradición, a su vez un mafioso todo terreno que continúa queriendo y admirando a su padre justo como Nosseross adoraba a su esposa a pesar de que ella lo engañaba. Todos estos anhelos marcados por el fatalismo, los que además incluyen a los de las féminas en pos de autonomía o un proyecto en común/ de pareja en serio, nos hablan de una intimidad acorralada por lo público sin control que en las ciudades modernas toma la forma de la indiferencia frente al dolor y los proyectos del otro, por más delirantes y porfiados que éstos fuesen, así la dialéctica de los amigos y enemigos experimenta perpetuas mutaciones y el más grande se come al chico en una jungla de asfalto asimilada a los criterios del darwinismo social sin solidaridad alguna.

 

La Noche y la Ciudad (Night and the City, Estados Unidos/ Reino Unido, 1950)

Dirección: Jules Dassin. Guión: Jo Eisinger. Elenco: Richard Widmark, Francis L. Sullivan, Stanislaus Zbyszko, Gene Tierney, Herbert Lom, Mike Mazurki, Googie Withers, Hugh Marlowe, Charles Farrell, Ken Richmond. Producción: Samuel G. Engel y Darryl F. Zanuck. Duración: 101 minutos.