Perro Blanco (White Dog)

Sobre el condicionamiento social

Por Emiliano Fernández

Cuando Paramount Pictures condenó a un estreno ínfimo a la maravillosa Perro Blanco (White Dog, 1982), sin trailer, afiche, promoción o una salida comercial decente, y bajo el miedo de siempre de Hollywood de jugarse a tratar un tema doloroso sin el maquillaje infantiloide estándar de los grandes estudios, Samuel Fuller ya venía con problemas serios en ocasión de Un Arma de Dos Filos (Shark, 1969), Con Furia en la Sangre (The Deadly Trackers, 1973) y Más Allá de la Gloria (The Big Red One, 1980), películas que fueron reeditadas masivamente por los productores o de las que el legendario director y guionista fue echado/ reemplazado en alguna etapa de la producción o postproducción. Cansado de Estados Unidos y de las múltiples presiones que recibió por parte de la industria cultural de su país y grupos supuestamente pro afroamericanos tanto de derecha como de izquierda, casi todos acusando a su último film de “racista” desde la más grande idiotez interpretativa de la historia de las idioteces interpretativas, el señor se mudó a Francia y nunca más dirigió otra película en su tierra natal, lo que pone en evidencia el hastío monumental de fondo. La pequeña epopeya que funcionó como la gota que rebalsó el vaso es la última gran obra maestra de la carrera de Fuller y de hecho se ubica con comodidad a la par de otras joyas eternas como por ejemplo Casco de Acero (The Steel Helmet, 1951), El Rata (Pickup on South Street, 1953), La Ley del Hampa (Underworld, U.S.A., 1961), Corredor sin Retorno (Shock Corridor, 1963), El Beso Amargo (The Naked Kiss, 1964) y la ya citada Más Allá de la Gloria en su versión restaurada del 2004 de 160 minutos, todas propuestas que dan testimonio acerca de la potencia retórica y la inteligencia como realizador de uno de los grandes inconformistas del derrotero en general del séptimo arte, un experto en escupirles en la cara a los productores y ejecutivos cada vez que éstos pretendían edulcorar o banalizar la efervescencia discursiva de opus centrados en personajes marginales y en el costado más nocivo de la cultura, el ideario, el devenir y las instituciones estadounidenses.

 

Perro Blanco, un proyecto que se remontaba a la década del 70 y que estuvo vinculado a directores como Tony Scott y Roman Polanski, está basada en la novela homónima de 1970 de Romain Gary, en la que el susodicho -amigo de Fuller, por cierto- ficcionalizó una serie de episodios relacionados con la adopción de un pastor alemán por parte de él y su esposa de entonces, la célebre actriz y activista política Jean Seberg: cuando una de las mascotas de la pareja se aparece en la casa con el animal, un ex perro de la Policía de Alabama, lo aceptan como un miembro más de la familia hasta que descubren que el can está adiestrado para atacar a personas de piel negra, lo que los impulsa a intentar “desprogramar” al animal llevándolo a un entrenador afroamericano que resulta igual de peligroso que los fascistas con los que tuvo que convivir el perro en el pasado, un musulmán fundamentalista que reentrena al cuadrúpedo para que aceche a los blancos, incluido el propio Gary. El guión de Fuller y un joven y ascendente Curtis Hanson recupera en esencia la premisa del libro, vinculada con la pedagogía del racismo y la posibilidad de revertir sus frutos en el intelecto de los sujetos, y se aparta bastante de las reflexiones generales de Gary -el cual se había suicidado de un disparo en 1980 así como Seberg lo había hecho en 1979 con barbitúricos- relacionadas con la idiosincrasia de los supremacistas blancos, los ideales de la izquierda hollywoodense y las diversas contradicciones, fortalezas y falencias del movimiento por los derechos civiles de los 60. Mucho más que el libro, la película resulta una crítica feroz al conductivismo en tanto doctrina científica que se centra en el “medio ambiente” de los organismos y las respuestas que le siguen a los estímulos, negando la influencia del aparato psíquico con el objetivo de fetichizar el comportamiento externo observable, planteo que desde ya genera engendros producto de la experimentación con animales y seres humanos a los que se los somete a barbaridades y crueldades de todo tipo para demostrar lo obvio, léase el condicionamiento a actuar de determinada forma frente a tal situación o presencia.

 

Una noche la actriz Julie Sawyer (Kristy McNichol) atropella accidentalmente con su coche a un gran pastor alemán completamente blanco en una ruta desierta de Los Ángeles, al cual lleva a un veterinario bastante imbécil (Vernon Weddle) que le insiste una y otra vez con pagar la atención médica por más que la mujer jamás se negó a hacerlo desde el vamos. Con el perro curado, McNichol decide quedárselo momentáneamente y colocar carteles en toda la zona buscando al dueño a sabiendas de que si lo entrega a la perrera pública será sacrificado luego de tres días si nadie lo adopta, algo muy probable porque el animal ya es adulto y la mayoría de la gente sólo cobija a cachorros. Cuando un violador (Karl Lewis Miller) ingresa en la casa de Julie, el can la salva y retiene al hombre hasta que llega la policía para detenerlo, detalle que provoca que la fémina se quede de manera definitiva con el perro sin conocer su verdadera naturaleza, esa que queda de relieve primero cuando se escapa del hogar detrás de una liebre y ataca y asesina al conductor negro de un camión barrendero (Tony Brubaker) que termina estrellándose contra una tienda de venta de ropa, y después cuando en medio del rodaje de un comercial de TV arremete súbitamente contra una colega negra de la muchacha, Molly (Lynne Moody), la cual va a parar al hospital con muchas mordeduras en su cuerpo y en especial en la espalda. Sawyer desoye el consejo de su novio, el guionista Roland Grale (Jameson Parker), de llevar el can a la perrera para que sea sacrificado en función de lo que ellos piensan que es un perro de ataque, así el hombre opta por alejarse al ver cuán posesivo es el animal con Julie mientras ésta se consagra a un último recurso, léase llevarlo a una empresa que se dedica a entrenar animales salvajes y a ofrecerlos a los estudios hollywoodenses para sus producciones, El Arca de Noé, a su vez controlada por el veterano de tez blanca Carruthers (Burl Ives) y el afroamericano Keys (Paul Winfield), quienes le confirman de lleno a la chica que tiene un “perro blanco” entre manos al ver cómo se abalanza contra un pobre empleado negro del lugar, Joe (Bob Minor).

 

El film juega en simultáneo por un lado con la andanada de muertes cual slasher, el peligro latente y la misma ciclotimia caprichosa del cuadrúpedo, siempre pasando del cariño y la mansedumbre a la cólera contra el enemigo de turno, y por otro lado con el largo proceso de desprogramación -como si hablásemos del miembro de una secta de chiflados religiosos radicales- al que lo somete Keys, un entrenador obsesivo que se traza como misión ganarle a los supremacistas blancos en su propio terreno anulando el miedo/ odio que siente el perro contra los bípedos de piel oscura, algo que se explica por las interminables palizas tácitas a las que debe haber sido sometido desde cachorro por alguien negro -o disfrazado- para que en la mente y el sensorio bicolor -blanco y negro- del animal las personas de tal semblante sean consideradas una amenaza y disparadores de un asalto defensivo sin fin antes de que los susodichos lo agredan como de pequeño. Si bien la burguesita está presente a lo largo de toda la película, quizás lo más interesante a nivel narrativo pase por el sutil traslado del protagonismo -con motivo de la segunda mitad del metraje- hacia el personaje del genial Winfield, sobre todo debido a que él asume la responsabilidad de contener y “curar” al can una vez que vuelve a huir sin más y asesina a un transeúnte negro (Alex Brown) adentro de una iglesia, hecho que genera que hasta McNichol reclame en un inicio el sacrificio y luego se forme una complicidad entre ellos dos y Carruthers en esto de seguir intentando suplantar al temor con la confianza en la cabeza del perro, con Keys cuidándolo, dándole de comer y sometiéndose a las arremetidas del animal primero con un traje de protección y paulatinamente sin él. Así las cosas, aquí vemos desfilar con mano maestra tópicos como la fortificación que ensaya el inocente, la paranoia vulgar, los recovecos de la locura, las “jaulas mentales” que crea la sociedad, el fluir de los vagabundos y marginados, el fantasma de las agresiones domésticas, el carácter posesivo de algunas relaciones y el triste maquiavelismo de quien doblega el espíritu ajeno imponiendo su asquerosa voluntad.

 

Haciendo gala de su militancia Clase B de izquierda aguerrida y muy ayudado por la esplendorosa música de Ennio Morricone, un pivote fundamental en el apuntalamiento del tono melancólico de la película, Fuller edifica una odisea muy valiente alrededor de las minucias menos agradables del control subrepticio social, trabajo que acusa de racista y salvaje a la derecha yanqui y que fue demasiado brutal y sincero para esa seudo izquierda bobalicona, new age y pusilánime que ya se asomaba a principios de los 80 enarbolando su insoportable corrección política. Entre el horror, el drama y el thriller, Perro Blanco combina un realismo seco y sucio con implicancias conceptuales alegóricas permanentes que le imprimen un dejo de fábula nihilista al convite en una jugada semejante a la de la mucho más agresiva y también extraordinaria Los Perros de la Plaga (The Plague Dogs, 1982), el clásico de animación para adultos de Martin Rosen. Más allá de esta metáfora de fondo acerca de una adopción que sale muy mal, las diferencias de criterio al respecto, las atrocidades del adiestramiento y la falta total de mecanismos estatales en materia de la protección y el respeto en serio de la vida de los animales, casi siempre tratados como “cosas” a las que hay que desechar una vez que están “falladas”, el film examina además la industria del suministro de fauna rentada para espectáculos, lo que también puede verse en la estrambótica miniserie documental Tiger King: Murder, Mayhem and Madness (2020), el contraste entre la típica infantilización burguesa que humaniza al animal y la realidad, hoy por hoy sin ninguna concesión formal “amigable” hacia el público hueco mainstream, y finalmente aquello que los bípedos en su conjunto le hacen a la naturaleza a escala diaria, pervirtiéndola, explotándola y hasta a veces haciéndola parecida a ellos mismos, sin duda lo peor que le puede ocurrir a nuestro Planeta Tierra. El pesimismo inmaculado del desenlace, cuando con el perro sin nombre aparentemente desprogramado Keys debe matarlo a balazos antes de que asesine a Carruthers, está homologado a la idea de que la semilla del desprecio no desaparece jamás ya que funciona como una infección cercana a la demencia más impredecible, de allí la consecuencia lógica de que el racismo -como el fascismo, su amigo de siempre- no se pueda curar y debamos recurrir a la eutanasia piadosa, una verdadera bomba retórica porque el can ocupa el lugar de tantos odiadores compulsivos agazapados de nuestros días, justo como ese psicópata veterano llamado Wilber Hull (Parley Baer) que en los minutos finales se presenta ante Sawyer junto a sus dos nietecitas, Helen (Samantha Fuller, hija del director) y Theona (Jamie L. Crowe), para reclamar al perro en calidad de dueño, el único monstruo real de la película, el que construyó la agresividad del cuadrúpedo mediante el condicionamiento comunal más patológico que casi todos aceptan sin chistar…

 

Perro Blanco (White Dog, Estados Unidos, 1982)

Dirección: Samuel Fuller. Guión: Samuel Fuller y Curtis Hanson. Elenco: Kristy McNichol, Paul Winfield, Burl Ives, Jameson Parker, Lynne Moody, Tony Brubaker, Vernon Weddle, Karl Lewis Miller, Bob Minor, Parley Baer. Producción: Jon Davison. Duración: 90 minutos.

Puntaje: 10