El homicidio de María Soledad Morales el 8 de septiembre de 1990 a sus 17 años de edad generó un huracán político escalonado que se terminó llevando puesto al gobernador de la provincia argentina de Catamarca, Ramón Saadi, junto con su padre Vicente parte de una dinastía de caudillos que hicieron del absolutismo feudal y corrupto su tradición. Morales, quien por entonces estaba cursando el quinto y último año del colegio secundario, fue entregada por su novio diez años mayor, Luis Tula, a un grupito de perversos vinculados a figuras prominentes del poder gubernamental/ institucional, hablamos de Guillermo Luque, hijo del diputado nacional Ángel Luque, Arnoldito Saadi, aquel primo del gobernador en funciones, Miguel Ferreyra, vástago del jefe de la policía vernácula Miguel Ángel Ferreyra, y Pablo y Diego Jalil, los sobrinos de José Jalil, el intendente de la capital provincial, San Fernando del Valle de Catamarca, siendo Tula o Luque -nunca se terminó de confirmar del todo- quien la recogió a la salida de una fiesta en Le Feu Rouge para recaudar fondos para el viaje de egresados y la llevó hacia otro local nocturno llamado Clivus y luego al hotel Los Álamos o quizás Puerta de Hierro, la mansión de la familia Luque, donde obligaron a la adolescente a ingerir cocaína, la violaron, la golpearon salvajemente y le provocaron la muerte por sobredosis en una orgía, dos días después apareciendo su cadáver en una zanja de la Ruta 38 con la mandíbula fracturada, quemaduras de cigarrillo y su rostro desfigurado (le faltaban las dos orejas, un ojo y parte del cuero cabelludo). Todo se supo desde el vamos porque Ramón Medina, un ex empleado del clan Luque, confesó lavar ropa ensangrentada por orden del patriarca, Ángel, mega encubrimiento en el que participaron dos amigos de la parentela, Hugo “Hueso” Ibáñez y Luis “Loco” Méndez, quienes ensayaron una coartada para Guillermo, y el jardinero de los Luque, Manuel Moreno, el cual lavó un Ford Falcon verde del clan, también el favorito del Proceso de Reorganización Nacional (1976-1983).
De a poco el caso fue alcanzando difusión nacional por obra y gracia de las denominadas Marchas del Silencio, una serie de caminatas mudas por justicia a cargo de las compañeras de escuela de la occisa y Martha Pelloni, la jerarca máxima del establecimiento religioso de turno, Colegio del Carmen y San José, lo que eventualmente derivaría en la cobertura de los medios masivos de comunicación de Buenos Aires y en una gran presión política sobre el por entonces presidente y amigo personal de Saadi, Carlos Saúl Menem, un excremento vendepatria neoliberal que en 1991 ordenó la intervención federal de Catamarca, a cargo de Luis Prol y abarcando los poderes judicial, legislativo y ejecutivo, y envió a la provincia en calidad de “investigador de mano dura” a Luis Patti, asesino y torturador con un larguísimo historial de apremios ilegales, dos ineptos totales que en esencia dejaron todo servido para un intento burdo de echarle toda la culpa a Tula para dejar indemne a Guillermo Luque, cuyo padre Ángel, por cierto un esclavo de la incontinencia verbal, durante ese mismo año sería expulsado de la Cámara de Diputados del Congreso de la Nación por haber dicho en una entrevista al diario Clarín que si su hijo fuese el responsable del asesinato el cuerpo de la mocosa jamás hubiese aparecido porque tenía el poder suficiente para garantizarlo. El primer proceso legal de 1996 siguió por estos mismos canales, con los jueces obsesionados con apenas dos acusados y pretendiendo exculpar a Luque, y recién el segundo juicio de 1997 y 1998 -cortesía de la nulidad del anterior- derivó en una condena demasiado tibia de 21 años para el vástago del ex diputado y de 9 para el novio de Morales, todo en medio de sucesivos e infructuosos intentos de Ramón Saadi en pos de recuperar el poder político de Catamarca bajo su facción del peronismo, algo que no sería posible por el reemplazo del saadismo por otra mafia especializada en corruptelas y nepotismo, la radical de Arnoldo Aníbal Castillo y su hijo Oscar Castillo, éste a posteriori vinculado al macrismo psicópata.
Antes del arribo de María Soledad: El Fin del Silencio (2024), documental redundante y apenas correcto de la cineasta argentina Lorena Muñoz para Netflix, ya se había analizado el homicidio en El Caso María Soledad (1993), película ficcional mediocre de un Héctor Olivera que quiso reproducir el éxito artístico y comercial de La Noche de los Lápices (1986), especie de exploitation testimonial ochentoso que cubrió de modo bien crudo el episodio homónimo de septiembre de 1976, cuando aquel aparato represivo y genocida de la última dictadura cívico militar secuestró, torturó y ejecutó a una decena de alumnos secundarios de La Plata, capital de la Provincia de Buenos Aires, por osar reclamar un boleto diferenciado de ómnibus que incluyese un descuento estudiantil. A pesar del título jactancioso del trabajo de Muñoz, el cual apunta al peso un tanto exagerado/ naif que se le da a los testimonios muy complementarios de algunas compañeras de la víctima que en pantalla aparecen en sus casas o regresando a los lugares de los hechos símil “true crime” yanqui, como Rosana Medina, Mirian Ahumada, Karina Borda, Mónica Barrios, Estela Andrade, Adriana Tula, Marilyn Varela y Patricia de la Colina, las entrevistas valiosas son las menos sensibleras/ más rigurosas -no olvidemos el cataclismo político de fondo y la cultura de la impunidad- a Pelloni, a los periodistas Sergio Orellana, Fanny Mandelbaum y Alejandra Rey y sobre todo al fiscal Gustavo Taranto, el encargado de sacarle la verdad a los múltiples y paradójicos testigos y de “hacer hablar” al cuerpo de Morales, el cual fue lavado a instancias del mandamás de la policía provincial, el comisario Ferreyra. El film, con razón, piensa a la sociedad catamarqueña de entonces y a la Latinoamérica profunda como dependientes de oligarquías con derecho de pernada, léase esa complicidad comunal en lo que respecta al dominio psicosexual de los poderosos sobre sus vasallos, en este caso tomando la forma del menesteroso Tula ofreciéndole la chica a Luque y todos sus secuaces.
Sin ofrecer novedad alguna y siendo bastante menos eficaz que los otros dos documentales de Muñoz, Yo no sé qué me han hecho tus ojos (2003), opus codirigido junto a Sergio Wolf sobre la cantante de tango Ada Falcón, y Los Próximos Pasados (2006), convite fascinante que explora el derrotero de Ejercicio Plástico (1933), joya del muralista mexicano David Alfaro Siqueiros que originalmente estaba emplazada en la quinta de Don Torcuato del magnate periodístico Natalio Félix Botana, María Soledad: El Fin del Silencio se parece mucho más a los dos trabajos ficcionales de la realizadora, Gilda, no me arrepiento de este amor (2016), acerca de la cantante de cumbia Myriam Alejandra Bianchi alias Gilda (1961-1996), y El Potro, lo mejor del amor (2018), opus en torno al vocalista de cuarteto Rodrigo Alejandro Bueno alias simplemente Rodrigo (1973-2000), dos faenas también rutinarias que pusieron en primer plano la mirada sesgada de Muñoz, en la primera idealizando o más bien perdonando los “errores” de Gilda y en la segunda demonizando de manera hilarante y melodramática a Bueno. Si bien el comienzo está enmarcado en un sentimentalismo baladí modelo Netflix y en algo de oscurantismo cristiano y el desenlace del documental recae en el discurso feminazi/ misándrico/ burgués paradigmático de la directora y guionista, el resto del film por suerte por un lado denuncia la oligarquía autóctona, acostumbrada al desfalco, la intimidación y el hedonismo, y por el otro lado rescata el enorme valor de la militancia a favor de la verdad y en contra de las mentiras del poder político, económico, mediático y social más conservador, lo que implica subrayar la ingenuidad o idiotez optimista popular, por ejemplo ante la llegada de “mesías de barro” como Prol y Patti, y la sinonimia entre el saadismo y los resabios de la dictadura, en este sentido basta con recordar la tendencia de la policía catamarqueña a torturar, amenazar y sobornar a testigos que pudiesen vincular a los autores de la atrocidad de turno con los funcionarios públicos provinciales y nacionales…
María Soledad: El Fin del Silencio (Argentina, 2024)
Dirección: Lorena Muñoz. Guión: Lorena Muñoz, Tamara Viñes, Nicolás Entel y Leandro Aste. Elenco: Gustavo Taranto, Martha Pelloni, Sergio Orellana, Fanny Mandelbaum, Alejandra Rey, Rosana Medina, Mirian Ahumada, Karina Borda, Mónica Barrios, Estela Andrade. Producción: Matías Chillier, Nicolás Entel, Iván Entel, Andrea Cipelli, Alex Zito y Mariana Montero. Duración: 96 minutos.