El cine independiente norteamericano de la década del 90, a rasgos generales caracterizado por un sustrato morboso y por momentos bien masoquista que fetichizaba los rasgos más demacrados de la sociedad salvaje neoliberal del momento bajo una fórmula que invertía de manera literal la obsesión con el escapismo lelo o para retrasados mentales del mainstream hollywoodense, es el producto de un extenso proceso histórico que arranca en su versión moderna con la desaparición del Código Hays a fines de la década del 60 y que se vincula con el cine más libre del resto del globo, sobre todo el europeo, y con un circuito Clase B intra Hollywood que siempre existió y por cierto sufría un poco menos la censura por el simple desinterés que en los directivos y organismos castradores del momento despertaban las propuestas de gente como Roger Corman, George A. Romero, Don Siegel y Samuel Fuller, muchas de ellas iconoclastas en su concepción y bastante marginales en términos presupuestarios. Si la Revolución Sexual, el hippismo, el movimiento por los derechos civiles, la resistencia a la Guerra de Vietnam y la afluencia de drogas hicieron colapsar las autolimitaciones de la “gran industria” cinematográfica de Estados Unidos, provocando en su conjunto un primer aluvión de películas viscerales, realistas o polémicas bajo distintas perspectivas, la violencia política de los años 70 y la contraofensiva conservadora/ fascista de los regímenes capitalistas y comunistas de todo el globo generaron un cine indie más enérgico, nihilista y hasta seco a escala formal, en suma el prólogo necesario para la última transformación de turno de los 80 y 90, cuando el gremio renunció a los sueños de cambio social de las décadas previas y se dedicó a abrazar una ironía autocontenida e hiper burlona que de allí en más sería su principal rasgo de estilo, junto con la denuncia contracultural.
Una de las figuras hoy poco tenidas en cuenta del indie noventoso es Alexandre Rockwell, señor de influjo muy cassavetiano que siguió al pie de la letra el “manual de ética” de su rubro, sobre todo en los apartados correspondientes a filmar historias autobiográficas y fetichizar a su pareja reconvertida en sutil actriz fetiche, esa Jennifer Beals de Flashdance (1983), el éxito de Adrian Lyne. Rockwell, quien trabajó con estrellas y héroes del indie o el underground en línea con Fuller, Stéphane Audran, William Forsythe, Bernard Fresson, William Hickey, Shirley Stoler, aquel Seymour Cassel, Jim Jarmusch, Carol Kane, Harvey Keitel, Anthony Quinn, Quentin Tarantino, Tony Curtis, Peter Stormare, Michael Parks, Tim Roth y Mark Boone Junior, y con promesas varias o actores en ascenso de la talla de la mencionada Beals, Steve Buscemi, Will Patton, Stanley Tucci, Sam Rockwell, Rosie Pérez, Elizabeth Bracco y Peter Dinklage, entre otros, rodó películas que no vio nadie como Lenz (1982), Héroe (Hero, 1983), Hijos (Sons, 1989), Louis & Frank (1998), Pies Pequeños (Little Feet, 2013) y En el Mismo Jardín (In the Same Garden, 2016), obras mediocres en sintonía con Alguien a Quien Amar (Somebody to Love, 1994), 13 Lunas (13 Moons, 2002) y El Pequeño Pete Está Muerto (Pete Smalls Is Dead, 2010) y faenas siempre atendibles como En la Sopa (In the Soup, 1992), su propuesta más famosa en el Siglo XXI y evidente neoclásico, y Cosa Dulce (Sweet Thing, 2020), trabajo reciente que redespertó el interés en su trayectoria, amén de la errática y hoy cuasi olvidada Cuatro Habitaciones (Four Rooms, 1995), antología codirigida junto a Tarantino, Robert Rodríguez y Allison Anders, los tres en su mejor época como lo atestiguan Tiempos Violentos (Pulp Fiction, 1994), El Mariachi (1992) y aquella Nafta, Comida y Alojamiento (Gas Food Lodging, 1992), respectivamente.
El protagonista excluyente de En la Sopa es Aldolpho Rollo (Buscemi), un treintañero desempleado y esperpéntico que no consigue mantener mucho tiempo ningún trabajo, vive en un departamento ruinoso de Nueva York, suele pedirle dinero a su madre para pagar el alquiler (Ruth Maleczech) y está enamorado de su vecina, Angélica Peña (Beals), una linda puertorriqueña e inmigrante ilegal que vive con su Tío Teo (Jaime Sánchez), dos hijos que tuvo con distintos padres y un aparente hermano adolescente y deficiente mental llamado Pauli (Sam Rockwell, por cierto sin relación alguna con el director). Luego de tocar fondo a nivel económico y aceptar sumarse a un ciclo de entrevistas sin ropa para un canal de cable, La Verdad Desnuda (The Naked Truth), a cargo de un par de explotadores baratos, Monty (Jarmusch) y Bárbara (Kane), Rollo, el cual se considera a sí mismo un director de cine porque filmó un cortometraje y escribió un guión voluminoso y de cadencia arty intitulado Rendición Incondicional (Unconditional Surrender), no tiene mejor idea que publicar un aviso ofreciendo en venta precisamente esas 500 páginas para un film que parece nunca llegar a materializarse, decisión que genera la aparición de Joe (Cassel), un ladrón veterano que promete conseguirle los 250 mil dólares del presupuesto a través de una seguidilla de “trabajitos” que van desde el robo de un Porsche hasta el ingreso subrepticio en casas de burgueses. Aldolpho rápidamente se transforma en cómplice y socio fundamental de un Joe que se ubica en las antípodas a nivel identitario, el primero una criatura huraña y tímida y el segundo un huracán de estafas y picardía que suele juntarse con su novia, Dang (Pat Moya), y su hermano psicópata y hemofílico, Skippy (Patton), incluso logrando asustar al dúo de caseros bobos de Rollo, Louis (Steven Randazzo) y Frank Barfardi (Francesco Messina).
Sin duda el encanto de En la Sopa y el privilegio de haber sido objeto de una restauración digital en 2018 a instancias de IndieCollect, en esencia solventada mediante la plataforma de crowdfunding Kickstarter, se deben a la excelente química en pantalla entre Cassel, un colaborador asiduo de Siegel, Nicolas Roeg y Dennis Hopper y amigote de siempre y actor fetiche de John Cassavetes, y Buscemi, una cara repetida en diversas obras de Jarmusch, Tarantino, Rodríguez, Terry Zwigoff y los hermanos Joel y Ethan Coen, lo que implica que la propuesta de Rockwell está más orientada al desarrollo de personajes que a la narración tradicional en sí porque combina por un lado el formato de “pareja despareja”, artificio que a su vez conlleva el choque entre vitalismo y apatía y una moraleja de complementación recíproca, y por el otro lado un infaltable derrotero romántico más o menos grotesco, aquí con Rollo pretendiendo conquistar a una Peña que ya acumula suficientes problemas entre su parentela, un trabajo mediocre de camarera y un francés que la acosa y le robó tres mil dólares, Gregoire (Tucci), quien no sólo no cumplió con la promesa de conseguirle una green card/ tarjeta de residencia permanente en Estados Unidos sino que para colmo desea acostarse con ella, todo porque la chica efectivamente contrajo matrimonio con el galo a pura estupidez. La fotografía en blanco y negro de Phil Parmet es muy buena al igual que el trabajo del elenco en su conjunto y las muchas referencias a Jean Renoir, Andréi Tarkovski, Jean-Luc Godard e incluso Anna Magnani, combo que puede no descollar por una segunda parte algo alicaída pero que ofrece momentos graciosos sobre la convivencia entre distintos y el doloroso financiamiento del arte, aquí leídos desde el ascetismo de Cassavetes, Woody Allen y Aki Kaurismäki y todo ese humor negro en clave neo noir de los hermanos Coen…
En la Sopa (In the Soup, Estados Unidos/ Francia/ Alemania/ Japón/ Italia/ España, 1992)
Dirección y Guión: Alexandre Rockwell. Elenco: Steve Buscemi, Seymour Cassel, Jennifer Beals, Will Patton, Jim Jarmusch, Carol Kane, Stanley Tucci, Sam Rockwell, Jaime Sánchez, Steven Randazzo. Producción: Jim Stark, Pascal Caucheteux y Hank Blumenthal. Duración: 96 minutos.