Perfil de James Cameron

Sobre el futuro de la ciencia ficción

Por Emiliano Fernández

Los cineastas especializados en determinados géneros populares poseen una dignidad profesional a prueba de todo, circunstancia que se percibe en el doble esfuerzo de tener que lidiar con los productores de los films y el verdadero destinatario de las obras, el público masivo. Dejando de lado buena parte de los caprichos vinculados a las versiones bobas del “estatuto artístico” y administrando a su favor los recursos de la inefable “previsibilidad recurrente”, estos señores no pueden mirarse al espejo o entregarse al onanismo intelectual: si no finalizan sus opus en tiempo y forma casi siempre pierden el ansiado “corte final” y hasta a veces se quedan sin trabajo, por más poder que hayan acumulado a lo largo de los años. Ya sea dentro o fuera de la industria, incluir algo de sustancia conceptual en el acabado definitivo de un producto destinado al entretenimiento es un logro extraordinario que se mide por la capacidad de hacer avanzar el lenguaje cinematográfico e incentivar la imaginación pensante del espectador. En este sentido la carrera de James Cameron nos permite escudriñar las sendas que ha recorrido un género insignia de nuestro tiempo, la magnánima “ciencia ficción”. Estamos hablando de uno de los pocos hombres a los que se le puede atribuir los últimos 25 años de progreso del cine fantástico. Con un temperamento iracundo y un perfeccionismo legendario, el canadiense ha cimentado una enorme revolución formal desde sus comienzos hasta el presente, siempre ampliando los horizontes en lo que respecta a los estándares técnicos del período considerado. Aunque por supuesto sus mayores logros los encontramos en la estructuración de las escenas de acción, la fotografía de matices azulados y el desarrollo de los efectos visuales, tampoco deben desmerecerse sus aportes en la dimensión del contenido: sin su aproximación hardcore del cyberpunk no existiría una infinidad de propuestas distópicas centradas en los peligros del mecanicismo en particular y el uso indebido de la tecnología en general. Pasemos ahora a examinar una trayectoria que marcó a fuego su contemporaneidad y aún hoy continúa señalando los caminos a seguir.

 

James Francis Cameron nació el 16 de agosto de 1954 en el pueblo de Kapuskasing, en Ontario. Hijo de una enfermera y un ingeniero eléctrico, pasó su infancia en su Canadá natal para luego mudarse a California junto al resto de su familia. Mientras estudiaba física en la Universidad local comienza a interesarse en la literatura de ciencia ficción y eventualmente se decide por el “séptimo arte” después de ver La Guerra de las Galaxias (Star Wars, 1977). De inmediato con unos amigos alquila una cámara y filma su único corto, el prometedor Xenogenesis (1978). Su primera experiencia profesional en el medio llegó de la mano del imponderable Roger Corman, desempeñándose como director artístico y encargado de los sets en miniatura de Los Siete Magníficos del Espacio (Battle Beyond the Stars, 1980). Cameron fue contratado en un principio para elaborar los efectos especiales de Piraña 2: Los Vampiros del Mar (Piranha Part Two: The Spawning, 1981), pero ésta se terminó convirtiendo en su opera prima cuando el realizador original abandonó el proyecto. Con predominio de capitales italianos, la película fue editada por el productor Ovidio G. Assonitis. El propio Cameron a posteriori reconoció que el resultado final fue más que lamentable, muy por debajo del simpático film de 1978 a cargo de Joe Dante. Sin embargo no todo el proceso tuvo características negativas: cuenta la leyenda que durante la producción en Europa una noche soñó con un robot de puro endoesqueleto que salía de entre las llamas… Al despertarse rápidamente lo llevó al papel y sabiendo que nunca podría solventar una película ambientada en un mañana derruido, decidió “traer el futuro al presente” mediante la vuelta de tuerca de los viajes en el tiempo.

 

Sin dudas una de las realizaciones más influyentes de la historia, Terminator (The Terminator, 1984) sorprendió en la taquilla y catapultó la carrera de Cameron a la estratosfera. El austríaco Arnold Schwarzenegger se lucía como un cyborg despiadado y monosilábico con la misión de asesinar a Sarah Connor (Linda Hamilton), la madre del futuro líder de la resistencia en el contexto de un porvenir post apocalíptico en donde los seres humanos mantienen una salvaje guerra contra las máquinas. Esencialmente una clase B ejecutada con un talento impresionante, la propuesta llevó al género hacia los parámetros extremos de la acción de los ’80, revitalizó el cine industrial a partir de su fuerza narrativa y revolucionó el campo de los FX con el prodigioso diseño del “exterminador”. Al año siguiente el poco sutil Sylvester Stallone modifica a gusto el guión que Cameron había escrito en simultáneo para Rambo 2 (Rambo: First Blood Part II, 1985). Otra secuela de aquella década es la maravillosa Aliens (1986), segundo eslabón de la saga iniciada por Ridley Scott en 1979. Protagonizada una vez más por Sigourney Weaver, el opus es una montaña rusa de pirotecnia cinematográfica y un modelo para las franquicias venideras en cuanto a la maximización de todos y cada uno de los componentes presentes en la original. Aquí estrena una de sus estrategias expositivas predilectas: la trama comienza con un acentuado tono militarista- patriarcal para luego girar hacia el humanismo sombrío, el feminismo furioso y un anti militarismo entre desconcertante y enajenado. Por estos años algunos críticos comienzan a subrayar la hipocresía ideológica, la tendencia al gigantismo y su proverbial desprecio hacia los actores, acusaciones que lo van a acompañar de ahora en más: tecnócrata acomplejado o no, lo cierto es que siguió firme en sus convicciones proyecto tras proyecto, moleste a quien moleste.

 

Habiendo demostrado su eficacia a la hora de llenar butacas, Hollywood le dio carta blanca para hacer lo que quisiera. Es en este momento en que se juega el pescuezo tratando de completar para la Fox El Abismo (The Abyss, 1989), una ambiciosa aventura debajo del océano que resultó una pesadilla indescriptible a la hora de la filmación: la película se pasó de presupuesto, estuvo plagada de inconvenientes técnicos, existieron numerosos conflictos con Mary Elizabeth Mastrantonio y Ed Harris, los CGI necesarios no estaban totalmente perfeccionados para la época y para colmo de males el propio Cameron casi se ahoga cuando por accidente se quedó sin aire en el fondo del más grande set subacuático jamás construido (para diseñarlo se inundó una inmensa planta nuclear a medio edificar). Como consecuencia de los testeos de audiencia negativos se modificó el final y se acortaron varias escenas. Con una duración de 138 minutos y un desempeño en taquilla moderado, el film tuvo que esperar al éxito de Terminator 2: El Juicio Final (Terminator 2: Judgment Day, 1991) para finalmente alcanzar en 1993 su forma definitiva en los 171 minutos de la “Edición Especial”. De hecho, esta versión con el transcurso de los años se ha convertido en otro de los mojones del canadiense: es una epopeya exquisita -muy adelantada a su tiempo- que ofrece situaciones de supremo nerviosismo y organismos extraterrestres submarinos de una belleza admirable.

 

Ahora bien, en lo que respecta a la primera secuela de su clásico sobre la inteligencia artificial y los androides homicidas, aquel blockbuster del 91 no sólo reestableció la “confianza” en Cameron a ojos de los estudios sino que además le permitió expandir aún más ese universo cyberpunk de ametralladoras mayúsculas, explosiones rimbombantes, vigor hiper realista y manifestaciones visuales de vanguardia. Más allá de la vuelta de Schwarzenegger y Hamilton, quizás el gran atractivo de su obra maestra pasaba por la terrorífica presencia del T-1000 (Robert Patrick), un innovador robot de metal líquido capaz de mutar de forma y acribillar a mansalva a cualquiera que se interponga en su derrotero hacia Sarah Connor. El completísimo guión de Cameron y William Wisher Jr. incluía detalles humorísticos, reflexiones pesimistas acerca de nuestro destino, una heroína y su hijo en peligro, muchas persecuciones llenas de adrenalina y por sobre todas las cosas entregaba un enroque sencillo aunque inesperado: “malo por bueno”, el villano del pasado hoy es el adalid de la humanidad. Precisamente durante la filmación de T2 el austríaco le ofrece la posibilidad de dirigir una remake de la comedia francesa de espionaje Dos Espías en mi Cama (La Totale!, 1991). Así es cómo Mentiras Verdaderas (True Lies, 1994) se convirtió en su primer proyecto un tanto “exótico” si tenemos en cuenta el itinerario transitado hasta la fecha. Jamie Lee Curtis interpreta a una ingenua ama de casa que desconoce que su esposo (Schwarzenegger) es un agente secreto, quien a su vez utiliza los recursos tecnológicos de su organización para monitorear el posible adulterio de su mujer con un patético vendedor de autos (Bill Paxton). Con terroristas islámicos y bombas nucleares de por medio, la esquizofrénica faena comienza a pura acción, sigue con un nudo relacionado con los enredos de la pareja y termina desparramando tiros en una singular progresión de escenas estrambóticas. El trabajo en conjunto resulta placentero y va ganando fuerza con las sucesivas visiones. A posteriori firma el guión de Días Extraños (Strange Days, 1995), interesante parábola de ciencia ficción dirigida por su ex esposa Kathryn Bigelow.

 

Cameron siempre estuvo fascinado con el hundimiento del RMS Titanic y para mediados de los ’90 consideró que ya estaba disponible la tecnología necesaria para construir un retrato fidedigno del trágico suceso. La monumental Titanic (1997) llevó tres años de realización, costó 200 millones de dólares y sólo en Estados Unidos recaudó 600 millones, ganando la friolera de 11 Oscars (incluyendo Película, Director y todos los correspondientes a los rubros técnicos). A pesar de sus muchos logros estructurales, la obra sufre por su tono ampuloso, algunos clichés mal administrados y la catarata de falsos finales que prolongan el desenlace más de lo debido. Mientras que la primera mitad está orientada al público femenino bajo el andamiaje arquetípico de un melodrama rosa protagonizado por Leonardo DiCaprio y Kate Winslet, en la segunda parte se desarrolla el naufragio propiamente dicho recreado a través de una utilización magistral de los CGI, en combinación con miniaturas varias y reproducciones a escala completa. El milenio comienza con dos frustraciones para el cineasta: por un lado propone una versión de El Hombre Araña (Spider-Man) que es rechazada por los ejecutivos de los estudios al juzgarla “muy violenta”, y por el otro después de apenas dos temporadas la Fox cancela Dark Angel, una serie modesta de pulso cyberpunk concebida por el canadiense junto a Charles H. Eglee y esteralizada por Jessica Alba. Abandonando la ficción momentáneamente, se sumerge en el terreno de los documentales y aprovecha distintas temáticas como la fauna de las fosas abisales (Aliens of the Deep, 2005) o los vestigios del Titanic (Ghosts of the Abyss, 2003) como excusas para probar el 3D de última generación y las nuevas cámaras digitales.

 

Así arribamos a su esperado regreso a la ciencia ficción luego de la lejana Terminator 2: El Juicio Final. Ya el 21 de agosto del 2009 pudimos chequear un sugestivo adelanto de lo que hoy tenemos ante nosotros. Con un presupuesto que asciende a los 280 millones de dólares, la soberbia Avatar (2009) nos ofrece un relato de infiltración gradual en una cultura ajena y primitiva desde el punto de vista de un “outsider” (Sam Worthington, un ex marine parapléjico), en la línea indigenista de Danza con Lobos (Dances with Wolves, 1990) y La Misión (The Mission, 1986). Una vez más Cameron revoluciona el aportado visual creando un collage fluorescente que presenta a fondos y personajes en perfecto equilibrio estético. El insólito nivel alcanzado en los CGI y la captura de movimiento en general puede apreciarse a lo largo de los 162 minutos de la deslumbrante configuración formal, la cual encontramos al servicio de una destreza narrativa que apabulla y sorprende en todo momento. El planeta en donde tiene lugar la historia, Pandora, ha sido erigido cuidando hasta el más mínimo detalle y sin dudas con las salas IMAX en mente como ámbito ideal de proyección. Bajo el artilugio de la necesidad humana de controlar sustitutos híbridos a distancia para poder moverse por el área, Cameron construye animaciones extraordinarias en su delicado mimetismo, atentas a la gestualidad y el desplazamiento espacial de los actores. Por primera vez podemos juzgar con gran precisión el desempeño de cada miembro del elenco y lo curioso del caso es que aquí la que se lleva las palmas es Zoe Saldana, una señorita a la que nunca le vemos su rostro real y que en el rol de la pareja nativa del protagonista se termina “comiendo” al resto de sus colegas (tampoco olvidemos el retorno de Sigourney Weaver y la presencia de Stephen Lang como el sádico Coronel Quaritch). El cineasta vuelve a triunfar luego de casi un lustro de gestación concreta: el ritmo frenético, los personajes carismáticos, las secuencias de combate y su excepcional visión artística son factores que jamás dan respiro al espectador, impulsados por un profesionalismo de inflexión clasicista.

 

Ya sea remarcando el carácter dual de la tecnología o la paradójica bipolaridad de los hombres, James Cameron continúa desparramando odiseas distópicas que se mueven entre el nihilismo ambiguo y la esperanza de cuño humanista. La fascinación que despiertan sus mundos de ciencia ficción radica en la cohesión de las películas en tanto entidades complejas e independientes: en el medio visual por antonomasia, los artesanos que emparejan contenido y apariencia siempre ennoblecen su devenir, magnificando la experiencia acumulada por más que a veces el progreso desaparezca y no podamos escapar de algunos clásicos estereotipos del género. La obsesión perfeccionista y/ o la dedicación casi fanática de talentos como el del canadiense constituyen pilares importantísimos que permanecen pegados indefectiblemente a la investigación, el inconformismo y la vanguardia, aún trabajando en el seno más comercial de la industria del espectáculo. Si después de tres décadas todavía hallamos algo de razón crítica dentro de estas mega- alegorías sobre un mañana más que alarmante, bien podemos afirmar que el futuro del género depende tanto de la ampliación del instrumental de índole técnica como de la capacidad de reproducir interrogantes conceptuales siempre pertinentes, obligatorios hasta el día en que la humanidad deje de destruir todo lo que la rodea. La reiterada preocupación de Cameron por los usufructos positivos/ negativos de nuestros conocimientos y herramientas representa una pequeña contribución para el bastión social y un aporte enorme para la riqueza de la ciencia ficción. Su propia intervención es un ejemplo de la faz más loable de la actividad científica, esa duplicidad compuesta por una cáscara críptica y un centro creador.