La Desaparición (Spoorloos)

Sobre la necesidad de saber

Por Emiliano Fernández

La Desaparición (Spoorloos, 1988), de George Sluizer, constituye un caso bastante extraño en lo que atañe a la comarca retórica de los raptos, rubro que en su versión moderna nace en el cine de Alfred Hitchcock mediante La Dama Desaparece (The Lady Vanishes, 1938) y las dos acepciones de El Hombre que Sabía Demasiado (The Man Who Knew Too Much), la primera de 1934 y aquella de 1956, basta con tener presente que el cineasta -nacido en Francia pero naturalizado holandés- aquí opta por revelar muy temprano en la historia al responsable de turno del delito, evita la fanfarria típica de los thrillers agitados, nos propone un lienzo meticuloso y mundano sobre cada etapa del crimen y sus consecuencias, inserta flashbacks de manera un tanto bizarra o incómoda, juega con la moral desoladora detrás del secuestro, indaga en la incapacidad crónica del bípedo promedio de ser feliz con lo que tiene y su tendencia a sabotearse, apuesta a un desarrollo de personajes asimismo pausado y para colmo nos remite a un ámbito vacacional que en el imaginario colectivo burgués es sinónimo de alegría y del arte de descontracturarse aunque hoy muta en pesadilla prosaica, justo como suele ocurrir en la praxis porque cuanto más se relaja el ser humano más cerca está de caer en alguna trampa externa o quizás interna inconsciente. Con el transcurso de las décadas el film de Sluizer, uno de los favoritos de suspenso de -por ejemplo- el inmenso Stanley Kubrick, se ha ganado un lugar privilegiado en la memoria cinéfila del público interesado en una propuesta estética e ideológica que escape a la pompa hollywoodense, esa que terminaría universalizando la dinámica de los raptos a través de la saturación por los múltiples productos similares de todo el globo que intentaron retomar alguna de las vueltas de tuerca de La Desaparición o esta idea de fondo de naturalizar a los personajes -tanto los martirizados y el perpetrador como los testigos ineptos de ocasión- con el objetivo expreso de demostrar que la víctima nada tiene de héroe y el supuesto monstruo es precisamente un padre y esposo adorable que es muy querido en su hogar familiar y respetado en su trabajo.

 

Así como se ubica más cerca de la rauda angustia y el ansia de respuestas de La Aventura (L’Avventura, 1960), de Michelangelo Antonioni, Desaparecido (Missing, 1982), de Costa-Gavras, El Sustituto (Changeling, 2008), de Clint Eastwood, La Habitación (Room, 2015), de Lenny Abrahamson, y Todos lo Saben (2018), de Asghar Farhadi, que del secuestro enrevesado símil Ni una Palabra (Don’t Say a Word, 2001), de Gary Fleder, y Búsqueda Desesperada (Spartan, 2004), de David Mamet, la película también se vincula mucho más a la desorientación existencial de Bunny Lake ha Desaparecido (Bunny Lake Is Missing, 1965), de Otto Preminger, y Misteriosa Obsesión (The Forgotten, 2004), de Joseph Ruben, que al neo film noir de Hasta la Noche, mi Amor (After Dark, My Sweet, 1990), de James Foley, y Brick (2005), de Rian Johnson, algo que homologa a La Desaparición al cine de asesinos en serie aunque en su modalidad europea más amarga, aquella que eclosiona con M (1931), de Fritz Lang, y El Cebo (Es Geschah am Hellichten Tag, 1958), de Ladislao Vajda, a su vez inspiración para la atractiva remake norteamericana, Código de Honor (The Pledge, 2001), de Sean Penn, una de las poquísimas reinterpretaciones yanquis que valen la pena. Basada en la novela corta El Huevo de Oro (Het Gouden Ei, 1984), del neerlandés Tim Krabbé, y apuntalada en un excelente desempeño en fotografía de Toni Kuhn y música incidental de Henny Vrienten, la faena se centra en el secuestro en una estación de servicio en Francia de una holandesa, Saskia Wagter (Johanna ter Steege), que estaba de vacaciones con su novio, Rex Hofman (Gene Bervoets), sujeto que tres años después comienza a salir con una tal Lieneke (Gwen Eckhaus) mientras aún sigue buscando a Wagter ya que nada se sabe de ella. El responsable es un profesor de química, Raymond Lemorne (Bernard-Pierre Donnadieu), hombre casado con Simone (Bernadette Le Saché) y padre de dos hembras, Denise (Tania Latarjet) y una compinche de menor edad, Gabrielle (Lucille Glenn), quien cree que su progenitor tiene una amante cuando en verdad es un sociópata sin sentimientos.

 

Tanto el film de Sluizer como el texto de Krabbé, un periodista reconvertido en escritor de ficción que colaboró con otros directores como Adriaan Ditvoorst y Martin Koolhoven, son productos del cinismo de impronta caníbal de los años 80 y específicamente de las cruentas revelaciones con motivo de los juicios y las apelaciones del caso de Ted Bundy, sin duda alguna el asesino en serie más famoso del planeta, procesos judiciales que derivarían en aquella ejecución en la silla eléctrica de 1989 y en los que se terminó de conocer su modus operandi favorito a la hora de capturar a sus víctimas, léase la estrategia de fingir tener un brazo enyesado o en un cabestrillo para que se suban a su Volkswagen Beetle diciendo que necesitaba ayuda para cargar unos libros o encender el coche, detalle que La Desaparición reproduce de manera literal porque en pantalla vemos a Lemorne utilizar un yeso y una foto familiar para atraer a sus presas hasta que finalmente atrapa a Wagter de manera casual sin el artilugio del brazo y simulando ser un vendedor ambulante de llaveros. No obstante los puntos en común con el periplo criminal de Bundy no terminan allí porque abarcan además la ausencia total de conciencia, el latiguillo posmoderno de la banalidad del mal -o instintos predatorios y rutinarios sin demasiada explicación- y una necesidad tácita de probarse a sí mismo en retos y aberraciones cada vez más intensas o temerarias, pensemos que por un lado el Osito Teddy tiene el récord entre los psicópatas de alto perfil de Estados Unidos de haberse fugado tres veces de las autoridades, tanto antes como después de la legendaria arremetida de 1978 contra la Fraternidad Chi Omega de la Universidad de Florida, y por el otro lado este Raymond del perfecto Donnadieu vincula la frustración homicida con la hipertensión, cae en episodios impulsivos como cuando salta desde un balcón siendo un púber y tiende a pasar del cariño a su parentela y el hecho de rescatar a una mocosa que se ahogaba en un canal a planificar/ ensayar/ experimentar en torno a las alternativas para encarar a mujeres -y en especial turistas- en estaciones de servicio durante las vacaciones.

 

Otra lectura posible pasa por la condición de Sluizer de “one-hit wonder” o artista de un solo éxito, un concepto común en la industria musical que puede trasladarse a cineastas cuya producción valiosa no pasa de una solitaria propuesta: el realizador empieza a trabajar a principios de los 60 y dedica casi por completo las tres primeras décadas de su trayectoria al cine documental en formato de cortos y mediometrajes, tradicionales y televisivos, ya que antes de La Desaparición apenas si entregó tres largos de ficción hoy olvidados, João y el Cuchillo (João en het Mes, 1972), Entre Mujeres (Twee Vrouwen, 1979) y Penitenciaría del Desierto Rojo (Red Desert Penitentiary, 1985), ésta una comedia paródica y su otra colaboración con Krabbé, panorama que no mejoró a posteriori del éxito de 1988 debido a que el único de sus documentales que sobrevivió al paso del tiempo es Stamping Ground (1971), sobre ese Holland Pop Festival de 1970 en Róterdam en el que tocaron Pink Floyd, T. Rex, The Byrds, Canned Heat, Santana y Jefferson Airplane, amén de convites apenas correctos como Utz (1992) y La Balsa de Piedra (2002) y una fase hollywoodense bastante pobre que comienza con una esperable remake con “final feliz” marca registrada, El Rapto (The Vanishing, 1993), y continúa con las ya lastimosas La Hora del Crimen (Crimetime, 1996) y El Comisionado (The Commissioner, 1998), sin olvidarnos de un proyecto trunco por la muerte de River Phoenix en 1993 a sus 23 años por una intoxicación con cocaína y morfina, Sangre Oscura (Dark Blood), obra que sería completada de manera precaria por Sluizer en 2012. Al revés de lo que ocurriría en relación a ese desenlace optimista de El Cebo que niega el nihilismo de Código de Honor, en El Rapto -como decíamos antes- el realizador modificó el sublime remate de La Desaparición, pivote crucial de la potencia discursiva del film, aquel momento en el que Lemorne satisface la curiosidad de Hofman drogándolo y enterrándolo vivo, el que fuera el horrible destino de su pareja y ejemplo de una manipulación cobarde reconvertida en fetiche y adquiriendo un estatuto autónomo…

 

La Desaparición (Spoorloos, Países Bajos/ Francia/ República Federal de Alemania, 1988)

Dirección: George Sluizer. Guión: George Sluizer y Tim Krabbé. Elenco: Bernard-Pierre Donnadieu, Gene Bervoets, Johanna ter Steege, Gwen Eckhaus, Bernadette Le Saché, Tania Latarjet, Lucille Glenn, Roger Souza, Caroline Appéré, Pierre Forget. Producción: George Sluizer y Anne Lordon. Duración: 107 minutos.

Puntaje: 9