3x1 de Kenji Mizoguchi

Socialismo de contrastes

Por Emiliano Fernández

A diferencia de ese existencialismo amargo y muy mordaz para con la cultura nipona en su conjunto de la Nueva Ola Japonesa de la década del 60, en sintonía con Nagisa Ôshima, Hiroshi Teshigahara, Shôhei Imamura, Kaneto Shindô y Yasuzô Masumura, entre otros, los cineastas más famosos de las posguerra y posinvasión yanqui inmediatas se consagraron a atacar y/ o denunciar rasgos bien concretos de la idiosincrasia nacional que permitieron o incentivaron las masacres de turno, la psicopatía popular y las violaciones a los derechos humanos cometidas no sólo durante el conflicto finiquitado sino mucho antes en el tiempo, hablamos de directores como Kenji Mizoguchi, Akira Kurosawa, Yasujirô Ozu y Masaki Kobayashi -este último funcionando como una suerte de puente entre ambas generaciones- que exploraron el sustrato violento y extremadamente militarista ortodoxo de la identidad nacional y características complementarias varias que venían arrastrándose desde lejos como el chauvinismo, una estratificación feroz, el machismo, la burocratización estatal, el elitismo enajenado, la tendencia a aislarse a nivel comunal, la pauperización de los estratos relegados, la rigidez dogmática/ simbólica/ procedimental y la fetichización del bushido o código ético de los samuráis y por extensión de muchos cónclaves profesionales del país, un territorio siempre proclive a defender en la superficie social al honor, la cortesía, el coraje y la lealtad como valores irrenunciables que a posteriori terminaban saboteados en la praxis prosaica del día a día por la avaricia, corrupción y prebendas de siempre de los más poderosos. Mizoguchi representa un caso muy especial porque su carrera es larguísima, se remonta al período mudo y abarca un centenar de largometrajes que pueden ser divididos en tres períodos principales, una primera etapa de marcada impronta comercial de la que no se conserva prácticamente nada debido a la gigantesca destrucción provocada durante la Segunda Guerra Mundial, una segunda fase más preciosista de corte prolijo clásico y un colofón en la madurez, antes de fallecer en 1956 por leucemia a los 58 años de edad, en el que se concentra un buen número de sus obras maestras, de entre las cuales a continuación seleccionaremos y analizaremos las tres más recordadas e indiscutibles, nos referimos a las eternas Cuentos de la Luna Pálida (Ugetsu Monogatari, 1953), Sansho, el Gobernador (Sanshô Dayû, 1954) y Los Amantes Crucificados (Chikamatsu Monogatari, 1954). Si bien la trayectoria de Mizoguchi incluye muchos otros trabajos memorables por descubrir, como por ejemplo Elegía de Osaka (Naniwa Erejî, 1936), Hermanas de Gion (Gion no Shimai, 1936), La Historia del Último Crisantemo (Zangiku Monogatari, 1939), Los Leales 47 Ronin (Genroku Chûshingura, 1941), Utamaro y sus Cinco Mujeres (Utamaro o Meguru Gonin no Onna, 1946), Mujeres de la Noche (Yoru no Onnatachi, 1948), La Señorita Oyu (Oyû-sama, 1951), La Vida de Oharu (Saikaku Ichidai Onna, 1952), Una Geisha (Gion Bayashi, 1953), La Mujer del Rumor (Uwasa no Onna, 1954), Princesa Yang Kwei-fei (Yôkihi, 1955) y Calle de la Vergüenza (Akasen Chitai, 1956), a decir verdad son esas tres películas aludidas las que mejor sintetizan tanto el ideario socialista del cineasta como su maestría al momento de combinar el melodrama histórico con los retratos austeros y muy inteligentes de su país, uno atravesado por contrastes de toda índole en los que el sustrato oriental paradigmático, pegado a la naturaleza y el budismo, lucha contra el capitalismo voraz y sin alma de la occidentalización acelerada que sobrevino después del final de la ocupación estadounidense en 1952, amén del conflicto entre la estructura patriarcal clásica de la unidad por excelencia de la sociedad japonesa, la familia, y una modernización que inevitablemente golpeó los cimientos de la identidad local vía la preponderancia femenina de la segunda mitad del Siglo XX, gracias al orgullo en crisis de unas elites masculinas que condujeron el timón de los sueños imperialistas de expansión hacia China al punto de derivar en debacle en 1945 vía la invasión norteamericana y las bombas sobre Hiroshima y Nagasaki del 6 y 9 de agosto. El realizador pensó como pocos colegas todos los problemas culturales, económicos, sociales e ideológicos del Japón sirviéndose de relatos clásicos, una fotografía exquisita en blanco y negro y un humanismo siempre atento al detalle en esta interrelación entre lo explícito y lo negado a escala de las actitudes del pueblo y de aquellos dirigentes que controlan su destino a través del yugo y una manipulación psicológica de lo más hipócrita, amparada en los emblemas compartidos o aceptados desde la abulia acrítica.

 

 

Cuentos de la Luna Pálida (Ugetsu Monogatari, 1953):

 

Cuentos de la Luna Pálida (Ugetsu Monogatari, 1953) constituyó, junto a Rashômon (1950), de Akira Kurosawa, e Historias de Tokio (Tôkyô Monogatari, 1953), de Yasujirô Ozu, una de las principales puertas de entrada de Occidente a la cinematografía oriental en general y japonesa en términos concretos, permitiéndoles al público y la crítica del Oeste sacarse ya de encima todos los prejuicios racistas previos a la Segunda Guerra Mundial para descubrir el fascinante cine asiático en todas sus diferencias y sutiles semejanzas con respecto a su homólogo europeo, norteamericano y del resto del globo. Si bien el guión de Matsutarô Kawaguchi y Yoshikata Yoda, este último el gran colaborador de la etapa final y más célebre de la carrera de Mizoguchi, está basado en dos relatos de Cuentos de Luz de Luna y Lluvia (Ugetsu Monogatari, 1776), antología de historias de fantasmas y folklóricas típicas niponas de Ueda Akinari, La Casa en la Espesura (Asaji ga Yado) y La Lujuria de la Serpiente Blanca (Jasei no In), también incorpora elementos de ¡Decorado! (Décoré!, 1883), novela corta de Guy de Maupassant, y en esencia recupera cuatro de las grandes obsesiones temáticas de la trayectoria del realizador en función de rasgos autobiográficos empardados a traumas de larga data, nos referimos primero a tres temáticas interconectadas, léase el sufrimiento de las mujeres, la dura vida de las prostitutas y el instinto maternal de las hembras, algo que se explica por las palizas que el padre de Kenji le daba a su madre y hermana, por el hecho de que a esta última la vendió como geisha y finalmente por el rol sustituto materno de su hermana cuando falleció la progenitora de ambos y la pobre chica, Suzuko, no sólo lo cuidó sino que le consiguió sus primeros trabajos en la adolescencia, y en segunda instancia asimismo hay que considerar el trasfondo socialista antibélico del film que nos ocupa ya que esta interpretación bien particular del jidaigeki o drama de época se explica en simultáneo por las convicciones ideológicas de siempre del autor y por el simple detalle de que durante la Segunda Guerra Mundial se vio obligado, bajo mandato de los altos mandos militares que controlaban toda la industria cinematográfica vernácula, a rodar epopeyas de propaganda como por ejemplo la muy famosa Los Leales 47 Ronin (Genroku Chûshingura, 1941), clásico absoluto de aquel militarismo porfiado. Ubicada en el Período Azuchi-Momoyama (1568-1603), suerte de corolario histórico igualmente caótico del extenso Período Sengoku (1467-1568), en conjunto una etapa de guerras civiles entre los daimios o señores feudales para hacerse del control del país que se cierra con la unificación y centralización del Shogunato Tokugawa o Período Edo (1603-1868), la trama en sí es muy sencilla y analiza el periplo en simultáneo de dos parejas amigas de campesinos que desean abrirse paso hacia la burguesía comercial de entonces a través de la alfarería, la de Genjurô (Masayuki Mori) y su esposa Miyagi (Kinuyo Tanaka), matrimonio que tiene un hijo pequeño, Genichi (Ichisaburo Sawamura), y la de Tôbei (Eitarô Ozawa) y su mujer Ohama (Mitsuko Mito). A pesar de que el anciano sabio de la aldea (Ryôsuke Kagawa) le advierte a Miyagi sobre lo peligroso de pretender hacerse ricos en tiempos de guerra y lo prudente que sería prepararse para la eventual llegada de los desaforados samuráis, las dos familias continúan con un mini negocio basado en la experiencia alfarera de Genjurô y la asistencia entusiasta de un Tôbei que desea convertirse en guerrero sí o sí para escalar posiciones a nivel social e impresionar a su bella esposa. Las ganancias obtenidas con las vasijas y platos de barro cocido, esas que venden en los mercados de las grandes ciudades, son cuantiosas pero deben esquivar el accionar de bandas castrenses y piratas que gustan de saquear riquezas, robar comida y violar a las mujeres que encuentran, por ello el sustrato impiadoso de tiempos tan agitados termina imponiéndose y los cuatro protagonistas se separan vía el conservadurismo de las mujeres y la sed de aventuras de los hombres: Tôbei se marcha para comprar una armadura y una lanza con el dinero obtenido y sumarse a los samuráis, lo que eventualmente lo convierte en una figura de renombre luego de ofrecer la cabeza de un adversario a un capitán de un daimio (Mitsusaburô Ramon), Ohama parte en su búsqueda aunque se hace prostituta en un burdel después de ser violada por un pelotón de soldados, Miyagi sobrevive un tiempo escondiéndose con Genichi pero termina siendo asesinada por unos samuráis hambrientos que le roban comida y la ensartan con una lanza ya que se resiste al asalto y Genjurô, por su parte, cuando pretendía comprar unas telas de obsequio para su esposa es seducido por una hermosa noble, la Dama Wakasa (Machiko Kyô), que vive en una casona lujosa junto a su avejentada sirviente, Ukon (Kikue Môri), quienes resultan ser dos fantasmas que murieron en un ataque militar fulminante contra la mansión y todos sus ocupantes y regresaron desde el Más Allá para que Wakasa pudiese conocer el amor, seleccionando como su pareja eterna a un Genjurô que se sumerge en la algarabía del sexo y no le dice al espectro que ya está casado y tiene un vástago. En camino a su aldea para mostrarse orgulloso por su grado castrense, Tôbei se detiene con su tropa en el lupanar de Ohama y ambos se reencuentran y deciden volver en soledad al pueblo, lo mismo hace un Genjurô después de descubrir la condición fantasmal de Wakasa y toparse con un sacerdote sintoísta (Shôzô Nanbu) que le pinta un sutra en el cuerpo para evitar ser tocado por la mujer o su sierva, no obstante al llegar a su otrora casa primero es recibido por el espíritu de Miyagi, el cual le entrega a Genichi, y luego se entera de su fallecimiento por boca del anciano de la aldea, lo que genera que ambas parentelas vuelvan a trabajar juntas pero sin la codicia ni el afán bélico de antaño y más cerca de los valores tradicionales del campesinado como la humildad, el respeto y la paciencia. Las correlaciones simbólicas construidas por Mizoguchi en la película son muy claras en materia de sus intenciones finales, basta con pensar que los anhelos militaristas vacuos de Tôbei transforman a su esposa en una “mujer de consuelo” símil esclava sexual sin darse cuenta, además, que él mismo no es más que un vasallo que arriesga su vida para engrandecer la riqueza, dominio, ejército o poder de un señor feudal que rápidamente podría reemplazarlo con cualquier otro menesteroso reconvertido en soldado oportunista en el ajetreo de la contienda, del mismo modo la adicción al trabajo y la avaricia por más y más dinero del Genjurô inicial lo llevan a entregarse a los placeres y las tentaciones de la carne y descuidar las responsabilidades ya contraídas con Miyagi y Genichi, es por ello que incluso se puede trazar un paralelismo entre la amante aristócrata fallecida y la esposa cornuda y también martirizada debido a que ambas mujeres padecen las trágicas consecuencias del predominio comunal masculino, se ven traicionadas por el mismo idéntico varón egoísta y en suma terminan condenadas más allá de su existencia mundana, alegoría sutil que implica una discriminación que supera una mera generación y nos habla de una sumisión atemporal que se remonta a centurias y precisamente se desarticularía con la derrota japonesa en la Segunda Guerra Mundial, golpe durísimo a la petulancia chauvinista/ machista/ bélica de una masculinidad que cerraba filas junto al Emperador Hirohito, quien por cierto no fue juzgado por crímenes de guerra y fue prontamente ratificado en el poder por los jerarcas norteamericanos invasores -encabezados por el General Douglas MacArthur- en función de un execrable pacto de impunidad post fracaso militar para que se convierta en un emblema de la pacificación y occidentalización compulsiva del país. Cuentos de la Luna Pálida asimismo ofrece una interpretación del ecosistema espectral muy alejada de la parasitaria del terror y su pompa fatalista porque la perspectiva retórica aquí es más bien naturalista y anclada en lo folklórico sintoísta/ budista, así la clásica veneración a los antepasados y el ciclo de la vida toma la forma de espíritus errantes que pretenden hacer las paces con sus deseos y frustraciones en vida y hasta reproducen la efervescencia de aquellos que aún respiran como en el caso de la Dama Wakasa, la cual regresa a la comarca de los vivos para satisfacer ese sueño de amar y ser amada que se vio truncado por la furia ciega de unos soldados que la asesinaron sin haber conocido al hombre de su vida, movida que desde ya va en contra de los postulados básicos de la naturaleza porque el ansia de pasar toda la eternidad con Genjurô implica que el varón debería acompañarla hacia las regiones inhóspitas de ultratumba en donde ella morará por siempre, algo que a su vez sabotea aquel clérigo mediante el sutra a lo exorcismo tácito. El acervo intimista de Mizoguchi, apuntalado en la sublime fotografía de Kazuo Miyagawa y el prodigioso desempeño del elenco, pondera al campesinado, porque la cultura nipona está muy cerca de la tierra y las estaciones del año, y a una artesanía no invasiva para con los designios ambientales, simbolizada especialmente en el gran horno para alfarería de las dos parentelas, uno que es hiper apreciado por los protagonistas aunque ninguneado por unos samuráis que en el relato pasan a ser denunciados como una especie de cónclave rapaz que condena al pueblo a raíz de su neutralidad y su cobardía frente a la serie de conflictos de fondo, incentivando una animadversión de índole elitista que adquiere la forma del saqueo y las violaciones. A lo largo de la historia del séptimo arte pocos cuentos morales como el presente han sabido desparramar moralejas a la par conservadoras y revisionistas con tanta gracia, cautela, sagacidad e incluso lirismo humanista solapado, cuyo máximo exponente es sin duda la secuencia del desenlace con Genichi ofreciéndole su plato de comida a su madre fallecida, rezando y hasta acomodando las flores de esa sepultura lindante al hogar familiar.

 

Cuentos de la Luna Pálida (Ugetsu Monogatari, Japón, 1953)

Dirección: Kenji Mizoguchi. Guión: Matsutarô Kawaguchi y Yoshikata Yoda. Elenco: Masayuki Mori, Eitarô Ozawa, Kinuyo Tanaka, Mitsuko Mito, Machiko Kyô, Ryôsuke Kagawa, Ichisaburo Sawamura, Shôzô Nanbu, Kikue Môri, Mitsusaburô Ramon. Producción: Masaichi Nagata. Duración: 97 minutos.

 

 

Sansho, el Gobernador (Sanshô Dayû, 1954):

 

En la genial Sansho, el Gobernador (Sanshô Dayû, 1954) Mizoguchi vuelve a servirse de la excelente fotografía de Kazuo Miyagawa, sustentada en tomas apacibles y bastante largas, movimientos de cámara muy precisos y una serenidad en verdad exquisita, para asimismo retomar los motivos de la dura existencia de las prostitutas y la martirización en general de las mujeres en la sociedad japonesa de Cuentos de la Luna Pálida (Ugetsu Monogatari, 1953) y en simultáneo expandirlos hacia el suplicio complementario masculino y el peso que la esclavitud poseía en el sistema económico del Período Heian de la historia nipona (794-1185), etapa caracterizada por la consolidación de la nobleza en el poder público, la popularización del budismo esotérico, la génesis definitiva de la clase guerrera samurái y el desarrollo escalonado de una retahíla de guerras civiles intra coalición hegemónica y una cultura institucional/ burocrática/ estatal ya típicamente japonesa y bien alejada de aquellos armazones administrativos de inspiración china. Como en el caso de Cuentos de la Luna Pálida, conocida como Ugetsu en los países anglosajones, Sansho, el Gobernador también deja todo servido para interpretarla en términos autobiográficos porque a pesar del hecho de que el guión de Fuji Yahiro y el socio habitual del realizador Yoshikata Yoda está basado en el cuento corto homónimo de Ogai Mori, escritor fundamental del Período Meiji (1868-1912) y especialista en el patriotismo y el sacrificio como valores en sí mismos, lo cierto es que la propuesta que nos ocupa repercute muy cerca del corazón de Mizoguchi porque en esencia se centra en un protagonista masculino con rasgos de álter ego, Zushiô (Masahiko Tsugawa de niño, Yoshiaki Hanayagi como adulto), que ve cómo su mundo familiar se viene abajo cuando su madre es forzada a la prostitución, Tamaki (Kinuyo Tanaka), y su hermana se autoinmola para garantizar su supervivencia, Anju (Keiko Enami en la fase infantil del personaje, Kyôko Kagawa ya en la adultez), planteo retórico que divide en dos féminas a la figura real de la hermana de Kenji, Suzuko, una muchacha que fue vendida como geisha por el patriarca del muy empobrecido clan, un carpintero de techos, y luego ocupó el lugar de progenitora postiza cuando la verdadera falleció al punto de cuidar al futuro director, junto con sus otros hermanos menores, y conseguirle trabajo primero como aprendiz en un taller textil consagrado a la confección de kimonos y yukatas y a posteriori como diseñador de publicidad en un periódico de Kobe, amén del factor adicional de que el trasfondo del relato, léase esa esclavitud empardada a la inmovilidad mortuoria y asfixiante del devenir diario, asimismo puede ser leído como una metáfora de una enfermedad que en la niñez postró durante un año a Mizoguchi, la artritis reumatoide paralizante, cuando su parentela lo envió a la morada de un tío por no contar con los recursos para alimentarlo, afección que lo dejó con problemas para caminar que le duraron el resto de su vida. Todo comienza con la remoción de su cargo de Gobernador de Masauji Taira (Masao Shimizu), un funcionario regional que ante las presiones del shogunato para que los campesinos paguen sus impuestos con arroz a pesar de las malas cosechas y entreguen a sus hijos para formar parte de las milicias de las Guerras Genpei (1180-1185), opta por ponerse del lado de las víctimas populares y así se gana no sólo la expulsión sino el arresto y una sentencia de prisión indefinida que lo obliga a enviar a su esposa, Tamaki, y sus dos hijos pequeños, Zushiô y Anju, a la casa natal de la mujer, aunque no sin antes obsequiarle al varón una diminuta imagen de Buda en un mini cofre de oro y transmitirle su ideario humanista/ socialista, centrado en las nociones de que siempre hay que sentir caridad ante el prójimo, incluso si es nuestro enemigo, y que todos los seres humanos son iguales y no se les puede privar de la libertad. Mientras marcha a pie por la llanura nipona con una sirvienta, a la familia no le queda otra alternativa que pasar la noche a la intemperie porque la ley prohíbe dar hospedaje a viajeros ya que muchos ladrones se hacían pasar por peregrinos para robar y violar, así llaman la atención de una supuesta sacerdotisa que les ofrece un techo para dormir pero a la jornada siguiente les tiende una trampa entregando a toda la parentela a traficantes de esclavos, por ello la madre es convertida en meretriz en un burdel de la Isla Sado, de donde se quiere escapar repetidas veces y así se gana que le corten los tendones de los pies, y los purretes acaban formando parte del voluminoso plantel de esclavos del cruento villano al que apunta el título, ese Sansho, el Gobernador (Eitarô Shindô) que en un principio estaba destinado a hegemonizar el fluir narrativo antes de que se decidiese mutar hacia sus siervos, en sí un delegado de nada menos que el Emperador que trabaja sus tierras con mano de hierro mediante guardias personales, tareas durísimas sin cesar y la costumbre de quemar en la frente a los esclavos que osan intentar escapar. Es el hijo del mandamás, el cordial Taro (Akitake Kôno), quien se entera de la trágica historia de los mocosos de su propia boca y los insta a resistir para algún día poder salir de ese infierno y a cambiarse los nombres para no ser tomados de punto por las autoridades de este campo de concentración, así Zushiô es rebautizado Mutsuwaka y Anju es llamada Shinobu. Pasada una década de tormentos disfrazados de labores, los hermanos se convierten en adultos y si bien la chica continúa recordando a sus padres el muchacho opta por tratar de olvidarlos y hasta ser cómplice de las brutalidades, como la propensión a obedecer sin chistar y marcar con un atizador al rojo vivo la frente de un anciano que quiso huir. Un día llega una esclava nueva, Kohagi (Yôko Kosono), que canta una canción que escuchó en la Isla Sado y nombra en su letra a ambos jóvenes, lo que renueva las esperanzas de Anju de hallar a su progenitora y eventualmente desencadena un plan improvisado de fuga cuando a los dos hermanos se les encomienda llevar a la montaña a una trabajadora agonizante, Namiji (Yôko Kosono), para abandonarla con el objetivo de no tener que enterrarla y que sea devorada por los animales, por lo que Anju se sacrifica ganándole tiempo a su hermano para que pueda escapar y salve la vida de Namiji. Mientras que la chica se suicida ahogándose en un lago, para no tener que soportar los tormentos de las tropas de Sansho ni arriesgarse a revelar hacia dónde se dirigen los fugitivos, Zushiô consigue refugio en un templo budista donde se topa con Taro, quien cansado de su padre y el esclavismo se convirtió en un religioso que le advierte acerca del egoísmo de los seres humanos y una maldad siempre indiferente que reniega de la piedad si el martirio en cuestión no le afecta de manera directa al sujeto de turno. Zushiô deja a Namiji con Taro, la cual se recupera gracias a las medicinas de los monjes budistas, y marcha a Kioto por su libertad y allí comparece frente a la máxima autoridad estatal con una carta de presentación del sumo sacerdote del templo pero sólo es escuchado cuando el jerarca reconoce la figura de Buda como aquella de Taira, un hombre que le confirma que su padre falleció en la cárcel un año atrás, por haberse enfrentado a los samuráis que le reclamaban mano dura con los campesinos díscolos, y que en compensación lo transforma en el nuevo Gobernador de Tango, la región donde están asentados los dominios de Sansho, cuya alcaldía está vacante. La primera ley del otrora siervo apunta a prohibir la compra y venta de seres humanos y a la abolición de la esclavitud, consiguiendo revertir los intentos insurreccionales del tirano y finalmente arrestándolo para condenarlo al exilio y liberar a todos sus súbditos, los cuales prontamente festejan e incendian la mansión y todo el campo de trabajo en su conjunto. Enterado de la muerte de Anju, Zushiô sigue el ejemplo humilde de su padre y renuncia a su investidura pública para marchar a la Isla Sado y buscar a su progenitora, hoy una ciega e inválida que sobrevivió al prostíbulo, a la pobreza y hasta a un tsunami de dos años atrás que hizo estragos en un pueblo costero de la zona. La veterana en un principio cree que todo es parte de una burla atroz pero se convence de la identidad del muchacho cuando palpa la imagen de Buda, joven que le informa sobre el fallecimiento de Masauji y Anju y le comenta que le hubiese gustado haber llegado a Sado en calidad de Gobernador, a lo que ella responde que por seguir la senda de Taira ambos pudieron volver a verse otra vez y ya nunca se separarán. Aquí Mizoguchi nuevamente ataca al militarismo burdo imperante desde la Era Meiji hasta la debacle de la Segunda Guerra Mundial de la Era Shôwa correspondiente al reinado del Emperador Hirohito, una doctrina que convirtió al patriotismo bucólico clásico japonés en un chauvinismo demente con mucho de elitismo burocrático y de raudo maquiavelismo oportunista como los que destilan esos samuráis del comienzo de la trama que pretenden eliminar de un violento plumazo a los campesinos que se manifiestan en favor de Masauji a sabiendas de que el próximo Gobernador de seguro no será tan benevolente, estoico y comprensivo como el presente, suerte de denuncia política que se complementa con una homóloga de tipo económica debido a que el film deja bien en claro que el sistema de producción esclavista -y la explotación del hombre por el hombre en general- trabajaba de manera explícita para el beneficio del Emperador porque el susodicho poseía tierras propias y había construido un aparato legal a su gusto mediante la subdivisión entre el dominio público, sobre el cual tenían jurisdicción los funcionarios de gobierno, y el dominio privado, una comarca que estaba vedada a los representantes institucionales con la meta de que los daimios o señores feudales hiciesen lo que quisiesen dentro de sus parcelas y todos los trabajadores bajo sus alas se convirtiesen en arrendatarios tácitos que les deben una ofrenda de por vida. El sintoísmo y el budismo en esta ocasión funcionan más como un complemento ideológico de segundo orden ya que lo verdaderamente crucial, más allá de la miseria que desencadena los crímenes y mafias del período y el secuestro y venta de la familia, es la concepción socialista del patriarca -la del propio Mizoguchi- en oposición al absolutismo del oligarca del título, algo que queda de manifiesto por la poca importancia que tiene el discurso piadoso fatalista de Taro en el templo ante un Zushiô que no se deja intimidar por la autojustificación religiosa, basada en el desprecio total de la capacidad del ser humano para hacer el bien, y parte de todos modos hacia Kioto para con el tiempo seguir los pasos de Taira y no mostrarse tan remilgado, temeroso y francamente cobarde como toda la colección de representantes administrativos que desfilan por el relato. Como afirmábamos con anterioridad, la victimización de las mujeres vuelve a decir presente pero es relativizada en gran parte porque ahora el foco es el varón, Zushiô, quien padece lo mismo que las dos hembras, Tamaki y Anju, sin embargo mientras que las féminas nunca bajan los brazos el muchacho sí tiene un instante de debilidad pancista/ acomodaticia y se suma momentáneamente y con ganas a la troupe de Sansho, de allí que al regresar como Gobernador a los dominios del barón esclavista una de las primeras cosas que haga sea pedirle perdón de manera implícita a aquel anciano que marcó en la frente por intentar huir, culpa redentora a escala moral de por medio. Esta contraposición de fondo entre por un lado la autocracia del statu quo, solventada en sus múltiples socios comerciales, estatales y represivos, y por el otro lado la compasión y el respeto del que se sabe igual al resto de la humanidad, ponderando una libertad que es sinónimo de igualdad de oportunidades y lucha contra la inequidad, aparece en la película no sólo mediante los resortes más macros del melodrama de pérdida y sometimiento sino además a través de pequeños gestos orientados al contraste como aquella visita de un funcionario público a Sansho del principio, el cual como buen aristócrata estatal adepto al ohaguro cuenta con sus dientes teñidos de negro y es recibido con toda la pompa posible vía regalos y geishas porque a su vez trae consigo una invitación al palacio imperial, y la misma embestida del Zushiô Gobernador contra el campo de trabajo del último acto, cuando se cierra el círculo ético porque el noble de cuna recupera su poder y somete al capataz/ vasallo imperial con el ego inflado, ese Sansho que se tiene que comer que lo arresten, lo despojen de sus pertenencias -esclavos incluidos- y lo condenen a un destierro empardado a su mansión en llamas cortesía de los sometidos de antaño que claman venganza. Mizoguchi construye otra obra maestra acerca de los límites del poder heredado, las cambiantes circunstancias de la vida y las horrendas prerrogativas de los oligarcas que se sienten dueños de la fuerza de voluntad de todos a su alrededor, demostrando estar equivocados una y otra vez porque las señales de descontento pueden empezar siendo sutiles aunque con el tiempo derivan en explosiones de furia de aquellos lo suficientemente valientes como para plantarse ante el cruel parasitismo de la capa dirigente.

 

Sansho, el Gobernador (Sanshô Dayû, Japón, 1954)

Dirección: Kenji Mizoguchi. Guión: Fuji Yahiro y Yoshikata Yoda. Elenco: Yoshiaki Hanayagi, Kyôko Kagawa, Kinuyo Tanaka, Eitarô Shindô, Akitake Kôno, Masao Shimizu, Yôko Kosono, Kimiko Tachibana, Masahiko Tsugawa, Keiko Enami. Producción: Masaichi Nagata. Duración: 124 minutos.

 

 

Los Amantes Crucificados (Chikamatsu Monogatari, 1954):

 

Si Mizoguchi en Cuentos de la Luna Pálida (Ugetsu Monogatari, 1953) había atacado al militarismo y el afán de lucro capitalista, dos rasgos que se corresponden a las fases previa y posterior a la derrota en la Segunda Guerra Mundial y la ocupación norteamericana del país (1945-1952), respectivamente, y en Sansho, el Gobernador (Sanshô Dayû, 1954) había denunciado no sólo la explotación del hombre por el hombre sino también el provecho que las cúpulas gerenciales sacaban de la inequidad social, en el relato representado a través del liso y llano esclavismo, en Los Amantes Crucificados (Chikamatsu Monogatari, 1954), también conocida como Una Historia de Chikamatsu, se mete con el tabú de la hipocresía sexual nuevamente sirviéndose de una coyuntura narrativa estrechamente vinculada al jidaigeki o drama de época, hoy ambientado en la etapa histórica más habitual del género, el Período Edo o Shogunato Tokugawa (1603-1868), ciclo caracterizado por una serie de reformas administrativas modernizadoras que buscaron centralizar y uniformizar el poder nacional para quitarle capacidad de resistencia a los daimios o señores feudales regionales y apuntalar la hegemonía del shôgun, el daimio más poderoso que vivía en Edo/ Tokio. El estupendo guión de Matsutarô Kawaguchi y Yoshikata Yoda está basado en una obra de 1715 de jôruri, formato de la música narrativa tradicional nipona -anterior al bunraku o teatro de marionetas y al kabuki o teatro folklórico japonés- en el que un recitador o tayu canta con el acompañamiento de un shamisen, escrita por uno de los dramaturgos más famosos de la nación, Chikamatsu Monzaemon, quien tomó un caso real de su tiempo como inspiración y de paso se sirvió de uno de los grandes latiguillos de la cultura y el arte vernáculos en su versión melodramática, el tópico de los amantes suicidas o martirizados por el carácter ilícito de su vínculo en tiempos de una fuerte condena institucional contra todo lo que atente contra la unidad modelo comunal por antonomasia, la familia fiel, digna y estable, ya que los individuos sólo tenían derechos y podían poseer bienes y detentar privilegios en tanto miembros de una parentela y no como sujetos aislados de por sí, de allí se explica el trasfondo de parias que arrastraban aquellos que vagaban solos, renegaban de la férrea estructura de clanes de la etapa o simplemente cometían adulterio o faltaban a sus obligaciones como hijos, hermanos o cónyuges ante los ojos del vulgo y/ o el Estado. Ishun (Eitarô Shindô) es un oligarca avejentado, prestamista y tacaño que tiene una empresa muy exitosa dedicada a la fabricación de calendarios que abastece a prácticamente todo el país, señor casado con Osan (Kyôko Kagawa), una muchacha 30 años más joven que aceptó el matrimonio sólo por dinero bajo el evidente mandato de su madre Okô (Chieko Naniwa) y su hermano Dôki (Haruo Tanaka), un mamarracho para los negocios que viene destruyendo la ignota fuente de sustento familiar desde la muerte del patriarca debido a que hipotecó la casa del clan y utilizó dinero de sus clientes para cubrir los intereses del mega préstamo, arriesgándose a que lo denuncien por robo y lo metan preso, lo que significaría la ruina de la parentela porque su reputación comercial se vería hecha añicos. Dôki le pide prestadas cinco monedas de plata a Osan y ésta rápidamente comprende que su marido jamás se las dará, por ello recurre al mejor empleado de la imprenta, Mohei (Kazuo Hasegawa), algo así como un esclavo, que como todos los asalariados menesterosos vive dentro del inmueble del patrón, y un empapelador que se encarga del diseño de los almanaques, su preparación concreta, la atención de clientes y encima labores contables varias que le permiten fraguar un recibo y sustraer las mentadas cinco monedas. Ishun se entera de lo sucedido, quizás por boca de Sukeemon (Eitarô Ozawa), gerente y mano derecha del jerarca que descubrió la movida de Mohei y le pedía dos monedas para callarse, y amenaza a su empleado con la cárcel pero el asunto se complica a niveles insospechados porque una sirvienta del hogar, Otama (Yôko Minamida), bella señorita que está enamorada en secreto del personaje de Hasegawa y a su vez recibe constantes ofertas por parte del mandamás para que sea su amante, sale en defensa del acusado afirmando que sustrajo las monedas para un tío suyo muy endeudado y próximo a realizarse el seppuku o harakiri, jugada que en vez de ayudar a Mohei lo termina embarrando aún más ya que esa misma chica anteriormente rechazó las insinuaciones sexuales de Ishun -obsequio de un inmueble de por medio- aseverando que está prometida en casamiento al ladrón de guante blanco, por ello un Ishun celoso hace encerrar en una guardilla a Mohei para denunciarlo al día siguiente ante las autoridades. Es en este momento que Otama le cuenta a Osan sobre la colección de intentos de infidelidad de su esposo y esta última decide hacerse pasar por la sirvienta en su habitación a la espera de la reglamentaria visita nocturna del oligarca con el objetivo de encontrarlo in fraganti y de que no pueda negar nada, sin embargo en simultáneo el ex empleado modelo se escapa de su confinamiento por una ventana y se acerca al cuarto de Otama para agradecerle lo que hizo antes de marcharse, ya privado del dinero sustraído. El maldito Sukeemon encuentra a Osan y Mohei en el mismo cuarto y deduce que son amantes, algo que le comunica a su jefecito, el cual a su vez descree de la versión de la mujer aunque con cola de paja porque sabe que acusarla de traición es puro fariseísmo porque él pretendía acostarse con la ninfa a su merced, Otama. Mohei se fuga para no ser apresado por las huestes de un Ishun que decide denunciarlo por robo aunque no por infidelidad porque ello destruiría su reputación, al mismo tiempo Osan abandona la imprenta/ mansión de Kioto porque su marido pretende que se suicide como una forma de reparar el honor maltrecho a raíz de la remota posibilidad de que le haya sido infiel con un súbdito. Mientras que el dueño de la imprenta manda a buscar a su esposa y mantiene las apariencias de normalidad con una fiesta para los popes del rubro comercial de turno, Sukeemon conspira con un competidor de Ishun, el aún más maquiavélico Isan (Tatsuya Ishiguro), para estar siempre al tanto de las novedades en el caso de los fugitivos y llegado el momento oportuno, una vez que los encuentren, denunciar al otro oligarca ante el equivalente policial del Shogunato Tokugawa para que el hombre sea castigado por no haber notificado a la elite institucional sobre la perfidia de su esposa, un crimen que se paga con la confiscación de bienes y el exilio, lo que implica una licencia vacante de empapelador que Isan pretende ganar para su negocio. El ex empleado y la ex mujer del jerarca eventualmente se reencuentran y se quedan de incógnito un tiempo en Osaka, donde ella consigue las cinco monedas y se las envía por correo a su familia, aunque el acoso permanente de diversos buchones y esbirros de la ley los lleva a contemplar el suicidio ahogándose en un lago, momento en el que Mohei le confiesa a Osan que durante el periplo de huida se ha enamorado de ella, algo que la mujer corresponde de igual manera por mutua solidaridad y simpatía. El padre de Otama la hace renunciar a su trabajo en la imprenta ante Sukeemon y los ahora amantes reales terminan siendo localizados, por boca de un vendedor de castañas que los vio de casualidad, en la morada campestre del humilde padre de Mohei, Gembei (Ichirô Sugai), veterano que primero los denuncia ante los aprietes de la mafia represiva, lo que genera que se lleven a la muchacha y el varón termine atado a la espera de ser trasladado al presidio, y a posteriori libera a su vástago por piedad, quien marcha raudo a la casa que Osan supo compartir con su madre y hermano porque sabe que la susodicha se negará a regresar a la mansión de Ishun. Es precisamente Dôki quien le avisa al imprentero acerca del retorno de su ex empleado para estar con Osan, no obstante ambos logran evadir al marido desesperado por evitar el escándalo, algo imposible debido a rumores ya imparables, y terminan reconociendo el delito de adulterio ante las autoridades, lo que les gana el destierro a Ishun y Sukeemon y provoca el paso de la imprenta al Estado ante la mirada aprobadora de un Isan que conseguirá la licencia del competidor por haber informado de todo lo acontecido a los agentes del shôgun. Duplicando una procesión penal del principio del relato protagonizada por la mujer de un ministro que se enamoró de un empleado, Osan y Mohei finalmente marchan atados, felices, tomados de la mano y arriba de un caballo hacia su espantosa ejecución en una cruz, destino al que apunta el título con el que es identificada la realización en los mercados latino y anglosajón. Más allá de la presencia del siempre fundamental Kazuo Miyagawa en la fotografía, un verdadero esteta de la escenificación visual y la meticulosidad retórica, aquí Mizoguchi saca especial partido de la música de otros dos socios del director, Fumio Hayasaka y Tamezô Mochizuki, ambos habiendo trabajado anteriormente con Kenji y en esta oportunidad construyendo pasajes musicales, tan bellos como memorables en función del acervo minimalista de las bandas sonoras del cine nipón de mediados del Siglo XX, para los momentos de mayor tensión o suspenso de la faena, casi siempre vinculados con los picos dramáticos de la persecución, los delirios populares condenatorios y la injusticia enceguecida de fondo. Los Amantes Crucificados por un lado exprime con maestría motivos infaltables del melodrama de amor ilícito en una sociedad retrógrada o simplemente intolerante ante el distinto, su ideario y las desviaciones del caso, como por ejemplo el cotilleo, los muchos soplones, la pasividad cómplice, el acto de prejuzgar, las fabulaciones, la paranoia gubernamental, las sandeces del vulgo y esa nula capacidad de plantarse ante la hipocresía por parte de los cobardes de toda índole, y por el otro lado señala la enorme paradoja detrás del accionar de un sistema social, legal y ético que de tanto reprimir a los díscolos lo único que consigue es que éstos se mancomunen para protegerse del acoso institucional y terminen cayendo en ese mismo comportamiento prohibido que supuestamente se buscaba evitar desde el vamos, en el relato de manera muy literal porque es durante la persecución injustificada contra el dúo de parias donde surge el bendito cariño por fuera del matrimonio y para colmo con una de las partes estando ya casada con un acólito del entramado comercial/ productivo/ burocrático del Período Edo, de allí que la furia de la sanción contra el marido sea particularmente pronunciada debido a su anhelo de barrer el pecado debajo de la alfombra, algo que queda implícito mediante la flamante buena relación del final entre Ishun y un Dôki a lo proxeneta conceptual que se compromete a devolverle a la hembra ya amansada al propietario de la imprenta, detalle que pone en ridículo por elevación a toda la fauna gubernamental y a la elite económica de la nación ya que perdonar una infidelidad de una fémina en una cultura machista es sinónimo de pérdida definitiva del orgullo personal y de crisis de la hegemonía doméstica del caso. La trama está repleta de personajes parasitarios para con los indefensos o subordinados, desde la oligarquía de Ishun e Isan hasta los plebeyos o estratos inferiores de Sukeemon, Dôki y hasta la misma Okô, una mujer que -como su hijo varón- le insiste a Osan al inicio y al final del relato con la necesidad de acomodarse al dictamen mayoritario incluso a costa de saltearse algunas normas en una jugada peligrosa y eventualmente fatal, al mismo tiempo pretendiendo conservar inalterada la reputación, eso de conseguir las cinco monedas de plata para que Dôki no padezca el desprestigio comercial, y esquivando las regulaciones estatales más básicas, en esencia invitando a Osan a que consiga la suma sí o sí por más que tenga que robársela a su esposo, planteo que se reproduce en el desenlace porque madre y hermano tratan de convencer a los fugitivos de lo conveniente que sería su separación para que sólo Mohei sea el mártir y Osan, la fuente del sustento familiar, pueda regresar a la mansión de un Ishun que no la quiere ni desea hace rato pero la necesita como máscara de “solvencia moral” frente a los mojigatos de las cúpulas administrativas del shogunato. Las temáticas varias de los films anteriores, como el rol relegado de las mujeres, los privilegios masculinos que por cierto no privan de tormentos semejantes a los hombres y esa esclavitud disfrazada de trabajo consuetudinario estándar, regresan en Los Amantes Crucificados bajo la forma de la organización general de la imprenta y lo que se espera de los que allí trabajan, la lealtad y una sumisión sin cuestionamiento alguno, y de las hembras en general, un decoro que no genere suspicacias en torno a su conducta sexual o tendencia inherente a la promiscuidad, esa misma de la que pueden gozar los varones siempre y cuando no hagan alarde en público del asunto y más si están conectados a ese sindicato dirigente corporativista al que nos referíamos antes. Mizoguchi obtiene grandes actuaciones de Shindô, Kagawa, Ishiguro, Ozawa y el legendario Hasegawa, uno de los intérpretes más famosos y prolíficos del séptimo arte japonés, señor que se las arregla a la perfección para transmitir el cansancio del comienzo, producto de las labores incesantes del siervo con cama adentro, en contraposición al también agobio posterior aunque ya con alegría porque el sacrificado en suma muere en su propia ley, con la mujer que ama y cagándose en las disposiciones de una comunidad execrable que condena al rebelde menor en pos de que sirva de ejemplo para desincentivar futuras transgresiones. La metáfora de la corrupción vía los sobornos a discreción que desparrama Ishun, ya sea con fiestas, muchas sonrisas falsas o perdonando deudas de la aristocracia, funciona como complemento ideológico de este retrato exhaustivo del canibalismo empresario, la codicia de las elites y un conformismo que abarca asimismo a todos los lacayos y secuaces, los cuales colaboran en la destrucción sistemática de la honestidad, la sensatez y la equidad porque la retroalimentación entre la oligarquía económica y el poder político sólo es posible si la hegemonía cultural sobre la vida cotidiana, simbolizada en las costumbres más conservadoras y degradantes y en algo tan prosaico como un simple calendario, está ratificada por los vasallos semi olvidados de la pirámide plutocrática, armazón que se filtra y aparece a ojos del pueblo bajo el semblante de un sentido común ultra pervertido y fabricado a medida de las necesidades del statu quo.

 

Los Amantes Crucificados (Chikamatsu Monogatari, Japón, 1954)

Dirección: Kenji Mizoguchi. Guión: Matsutarô Kawaguchi y Yoshikata Yoda. Elenco: Kazuo Hasegawa, Kyôko Kagawa, Eitarô Shindô, Yôko Minamida, Haruo Tanaka, Chieko Naniwa, Ichirô Sugai, Eitarô Ozawa, Tatsuya Ishiguro, Hiroshi Mizuno. Producción: Masaichi Nagata. Duración: 102 minutos.