Introducción, por Emiliano Fernández:
A pesar de que a Sergio Corbucci en materia de la cinefilia internacional se lo recuerda principalmente por sus maravillosos aportes al spaghetti western y sobre todo por haber elevado hasta los cielos el nivel de la violencia y el gore dentro de la gran pantalla de su tiempo, dando cabida tanto a carnicerías vertiginosas repletas de cadáveres y sangre como a truculencias varias como mutilaciones y semejantes, lo cierto es que el legendario director y guionista se paseó desde el principio de su carrera por una generosa pluralidad de géneros que incluyen a la comedia, los musicales, el terror, el cine de aventuras, las películas bélicas, la fantasía, el péplum y los melodramas. En esencia hablamos de un típico artesano furioso del pasado, de esos que llevaban adelante un ritmo de trabajo increíble de varios films por año para satisfacer no sólo el mercado nacional italiano sino también su voraz homólogo europeo, convirtiéndose de por sí en uno de los realizadores más prolíficos y exitosos de su tiempo, con 63 películas completadas entre 1951 y 1991 y una capacidad de adaptación gigantesca a lo que esté de moda en lo que atañe a los gustos cinematográficos del momento con vistas a seguir filmando/ trabajando/ sobreviviendo dentro del mercado cultural del exploitation ultra comercial del viejo continente. Luego de una primera etapa de su carrera concentrada en rodar mayormente dramas y comedias sólo para los italianos, la génesis de los spaghetti westerns con destino e idiosincrasia global se dio durante una conversación casual entre Corbucci y su amigo de siempre Sergio Leone cuando ambos estaban colaborando en Los Últimos Días de Pompeya (Gli Ultimi Giorni di Pompei, 1959) en calidad de encargados de la segunda unidad de filmación al mando del director Mario Bonnard, un simpático péplum en el que ambos además habían escrito el guión. Al ver los paisajes áridos y semi desérticos de España, sede del rodaje, fue Corbucci quien sugirió que tranquilamente se podría filmar un western allí por sus semejanzas con respecto a Texas, California y México, planteo que derivó con el tiempo en Por un Puñado de Dólares (Per un Pugno di Dollari, 1964), de Leone, en Masacre en el Gran Cañón (Massacro al Grande Canyon, 1964), de Albert Band y Corbucci bajo el seudónimo de Stanley Corbett, y en Minnesota Clay (1964), el primer spaghetti western del susodicho en solitario y disparador de una verdadera catarata de trabajos en el género que abarcaría a Django (1966), Johnny Oro (1966), Navajo Joe (1966), Los Despiadados (I Crudeli, 1967), El Gran Silencio (Il Grande Silenzio, 1968), El Mercenario (Il Mercenario, 1968), Los Especialistas (Gli Specialisti, 1969), Vamos a Matar, Compañeros (1970), Sonny & Jed (La Banda J. & S.: Cronaca Criminale del Far West, 1972), ¿Qué nos Importa la Revolución? (Che c’entriamo noi con la Rivoluzione?, 1972) y El Blanco, el Amarillo y el Negro (Il Bianco il Giallo il Nero, 1975). Como sucede con tantos otros artesanos de la segunda mitad del Siglo XX, y ni hablar de los de la primera parte de la centuria, donde el olvido se exacerba a niveles insospechados, Corbucci es recordado en general sólo por sus westerns “modelo europeo” debido a que su filmografía posterior, en la que nuevamente regresó a la comedia aunque prácticamente especializándose sólo en las risas de índole costumbrista, está descatalogada o es de muy difícil acceso por fuera de Italia, hablamos de otra retahíla de opus de gran éxito en taquilla en los que trabajó con intérpretes tan diversos y populares como Giancarlo Giannini, Anthony Quinn, Mariangela Melato, Paolo Villaggio, Stefania Sandrelli, Monica Vitti, Vittorio Gassman, Cristina Marsillach, Johnny Dorelli, Adriano Celentano, Nino Manfredi, Enrico Montesano, Alberto Sordi, Ernest Borgnine, Ugo Tognazzi, Marcello Mastroianni, Ornella Muti, Michel Piccoli, Laura Antonelli, Ninetto Davoli, Germaine Lefebvre alias Capucine y los inefables Bud Spencer y Terence Hill. A continuación retomaremos sus cuatro mejores trabajos dentro del spaghetti western, la revolucionaria Django, su obra maestra El Gran Silencio y dos exponentes supremos del formato que rankean en punta con las anteriores, El Mercenario y Vamos a Matar, Compañeros, odiseas que conforman una suerte de trilogía informal del señor acerca de la Revolución Mexicana junto a la cualitativamente inferior ¿Qué nos Importa la Revolución?, ya dentro de la fase final del formato cuando frente a la repetición de fórmulas los directores italianos del período optaron por volcarse a una hilarante autoparodia, esquema que también incluye a El Blanco, el Amarillo y el Negro, aquel guiño cómplice al cofrade Leone, responsable a la par de Corbucci de haber enterrado para siempre a la vertiente más conservadora y adepta a matar indígenas del western clásico norteamericano y de toda la basura racista, impostada, ridícula y fraudulenta de filofascistas como John Ford, Howard Hawks y John Wayne, entre otros payasos. Ya sea en el fango de Django, la nieve arrebatadora de El Gran Silencio o las llanuras hiper calurosas de El Mercenario y Vamos a Matar, Compañeros, estas dos últimas mucho más volcadas al humor negro que las dos primeras y muy claras influencias para Los Héroes de Mesa Verde (Giù la Testa, 1971), el asimismo recordado “Zapata western” de Leone, el sustrato político pasa a ser fundamental dentro de la iconografía y el ideario de Corbucci porque las contradicciones que plantea la sociedad capitalista implican siempre el peligro de que los luchadores de izquierda se terminen pareciendo a la escoria de derecha a la que pretenden desbancar del poder, núcleo conceptual por antonomasia de su devenir profesional junto a una denuncia enérgica de los atropellos de los oligopolios explotadores civiles, policiales y militares que vienen santificados por un Estado cooptado por la capacidad de dominio del dinero y la especulación económica, de allí ese socialismo de la nobleza individual y colectiva que recorre cada fotograma de los spaghetti westerns del cineasta cual sacrificio militante y ético de quien se sabe con todo en contra pero aún así porfía en pos de una sociedad mejor y mucho más justa y equitativa en donde la escoria mafiosa burguesa no concentre ni controle toda la riqueza social y el pueblo por fin pueda acceder en serio al poder expulsando a los personeros y esbirros del aparato público, al cual manejan como si fuera su casa y según los caprichos de sus jefazos del emporio capitalista.
Índice:
Django (1966), por Emiliano Fernández:
Cualquier película que comience con el protagonista arrastrando su propio ataúd y para colmo llevando dentro una gigantesca ametralladora es un film que entendió todo lo que hay que entender en los campos retóricos hermanados de los antihéroes y el exploitation, ya que una de las principales características del adalid promedio del acervo marginal -quizás la más importante de todas ellas- es la resignación ante su propia muerte aunque sin que la melancolía de turno implique pasividad, más bien todo lo contrario porque el tener presente de manera constante la eventualidad del óbito hace que perfeccione su destreza natural para evitar ser asesinado y matar él en cambio a sus muchos enemigos y del modo más rápido y violento posible con vistas a que el mensaje de “no se metan conmigo” llegue con eficacia a los oídos de los energúmenos en cuestión y sus secuaces: es precisamente el caminar seguro y taciturno de Franco Nero en la piel del personaje titular en el comienzo de Django (1966), de Sergio Corbucci, el que termina de rubricar no sólo a los gloriosos spaguetti westerns de las décadas del 60 y 70 sino a gran parte del cine exploitation ultra sádico y/ o erótico del período. Muchas veces al hablar del clásico del director y guionista italiano se dice que inspiró a futuro Entre Dos Fuegos (Last Man Standing, 1996), de Walter Hill, y que está basado en parte en Por un Puñado de Dólares (Per un Pugno di Dollari, 1964), de Sergio Leone, que a su vez se inspiró en Yojimbo: El Guardaespaldas (Yôjinbô, 1961), de Akira Kurosawa, que a su vez estaba basada lejanamente en Cosecha Roja (Red Harvest, 1929), la primera novela de Dashiell Hammett, sin embargo lo cierto es que toda esta cadena de influencias no tiene nada que ver con las copias berretas literales del séptimo arte de hoy en día y en esencia estaba relacionada con sucesivas y bellas relecturas sardónicas cargadas de ingredientes originales que iban hinchando/ pervirtiendo/ enrevesando el sustrato de base hasta transformarlo más en una sombra a la distancia de tipo contextual que una simple imagen en un espejo; basta con pensar que la película que nos ocupa recopila un conjunto de influencias muy diversas que incluyen a los cómics italianos o fumetto para la idea del féretro arrastrado, Minnesota Clay (1964), un trabajo previo de Corbucci, en materia de la futura discapacidad del protagonista cuando le destrozan las manos, el célebre guitarrista de jazz Django Reinhardt, quien aportó el nombre del antihéroe, la llamada Operación Gladio, un mega operativo secreto británico/ norteamericano durante la Guerra Fría para entablar una guerra sucia con las fuerzas soviéticas en Europa Occidental, ahora en lo que atañe a la ametralladora escondida en el ataúd cual movida psicológica terrorista, y hasta los muy poco conocidos -por fuera de Estados Unidos- Camisas Rojas (Red Shirts), una pandilla paramilitar, conservadora y demencial de supremacistas blancos de fines del Siglo XIX que hoy se transforman en los villanos de cabecera del relato, suerte de Ku Klux Klan mucho mejor organizado que se dedicaba a cazar y aterrorizar a militantes blancos de izquierda y negros liberados, amén de la costumbre de los susodichos en pantalla de obligar a las presas humanas a correr -ahora los mexicanos son el objeto del odio racista- para practicar tiro al blanco, detalle que fue extraído del accionar de los típicos esclavistas caucásicos del Brasil con respecto a los indígenas del Amazonas. Django, la cual por cierto derivó en la friolera de 30 secuelas que tomaron algún elemento aislado del opus original o el nombre concreto del protagonista, siendo la única realmente oficial El Retorno de Django o Django Strikes Again (Django 2: Il Grande Ritorno, 1987), de Nello Rossati alias Ted Archer, en sí es una realización extremadamente sencilla a nivel dramático cuya potencia retórica recae en el gore, el generoso volumen de asesinatos, la sensualidad del elenco femenino, el ambiente sórdido símil propuesta de terror y las múltiples alegorías que dispara a escala conceptual el guión de Sergio, su hermano menor Bruno Corbucci, Franco Rossetti y Piero Vivarelli, más colaboraciones varias durante el rodaje de Fernando Di Leo, José Gutiérrez Maesso y Ryûzô Kikushima. El convite arranca marcando claramente el contexto más macro cuando el protagonista, en la frontera entre Estados Unidos y México de la etapa posterior al fin de la Guerra de Secesión (1861-1865), ve a un puñado de mexicanos azotando a una tal María (Loredana Nusciak), prostituta mestiza -mitad yanqui y mitad azteca- que fue vendida a los susodichos a raíz de su “traición a la causa” por parte de la banda de Camisas Rojas que controla toda la zona, una encabezada por el temible supremacista blanco Mayor Jackson (Eduardo Fajardo), quien se la pasa luchando contra un contingente militar irregular de mexicanos comandados por el General Hugo Rodríguez (José Bódalo) que son buscados en su tierra por el ejército nacional, así las cosas la señorita es salvada por unos muchachotes del Mayor Jackson sólo con la intención de crucificarla y prenderla fuego, no obstante Django interviene, mata a todos los norteamericanos racistas y lleva a la mujer al pueblito desértico que funciona como “territorio neutral” entre ambas facciones, en donde lo único con vida es una cantina y prostíbulo regentado por el bienintencionado Nathaniel (Ángel Álvarez), el cual tiene a su cargo a cinco meretrices que a su vez están todo el día a la espera de que caigan o los mexicanos o los Camisas Rojas para conseguir algo de dinero y continuar sobreviviendo con lo justo. El antihéroe titular, siempre empujando el féretro reglamentario a través del fango omnipresente y vestido con el uniforme unionista para encolerizar a los ex confederados, en realidad busca venganza contra Jackson por haberle matado a su amada en su ausencia durante el conflicto bélico, una pobre fémina llamada Mercedes Zaro, por ello fuerza una reyerta contra la tropa de 40 hombres de su rival y los masacra a casi todos con la bendita ametralladora que escondía en el cajón fúnebre, dejando escapar al jerarca de los Camisas Rojas porque planea robar en sociedad con el General Rodríguez el oro de Jackson en el Fuerte Charriba del ejército mexicano, al que concurrirá para cambiarlo por billetes. Luego de convencer al líder azteca de acompañarlo en el asalto diciéndole que con el metal dorado podrá comprar más ametralladoras y regresar a México con una capacidad de lucha multiplicada por decenas, el dúo y los revolucionarios se infiltran en el fuerte vía un carruaje con supuestas mujeres del burdel y consiguen llevarse el botín, sin embargo cuando llega el momento de repartirlo Rodríguez se rehúsa a darle su parte a Django prometiéndole que le entregará mucho más cuando llegue al poder en tierra azteca, lo que lleva al personaje de Nero a optar por robar lo robado y perfilar hacia México con María, ya enamorada del señor por más que éste le aclara que jamás podrá olvidar a Mercedes. Justo antes de cruzar el precario puente fronterizo sobre arenas movedizas para por fin utilizar el dinero para enterrar a su “viejo yo” de pistolero y dejar la violencia detrás, el protagonista ve cómo el ataúd cargado con oro -la ametralladora quedó en el pueblito como distracción para la huida de las fuerzas del general- desaparece para siempre tragado por la arena acuosa debido a un rifle que se dispara accidentalmente y provoca que el caballo de la carreta se asuste, encima de repente caen Rodríguez y los suyos, le disparan a la fémina y deciden perdonarle la vida al hombre pero destrozándole en simultáneo las dos manos con la culata de un rifle y las pezuñas de los caballos, los cuales lo pisan sin piedad. El general termina acribillado en una emboscada preparada por Jackson y sus socios de la milicia azteca y Django, por su parte, pone a salvo a la malherida María con Nathaniel y espera al mayor en el cementerio local para el duelo final, pero nuevamente el cobarde se aparece con una banda de secuaces supremacistas -siempre con sus adorables capuchas rojas- que de todos modos terminan asesinados cuando el antihéroe utiliza de apoyo la cruz de la tumba de Zaro para disparar su revólver a toda velocidad, posibilitando un hipotético reencuentro con María fuera de pantalla cuando deja el arma ensangrentada en el sepulcro y abandona tambaleante el campo santo del martirio arrastrado desde lejos, al igual que el féretro del comienzo. El film, rodado en locaciones muy áridas de España e Italia, no sólo fue uno de los más exitosos de la carrera de Corbucci sino que representó una suerte de cristalización y exacerbación de una retahíla de latiguillos, intereses y obsesiones formales que ya lo acompañaban desde que comenzase a rodar en la década del 50 y que seguiría explorando en los futuros y despampanantes spaguetti westerns de su autoría, pensemos para el caso en la presencia de una violencia fugaz y demoledora, muchos castigos brutales que pueden resultar fulminantes y/ o ejemplificadores, una militancia política de izquierda antiinstitucional y antiautoritaria, un concepto bien trágico en cuanto al amor que puede ofrecer chispazos de optimismo, las venganzas personales que se mezclan con las batallas políticas, la dialéctica de los traumas de hombres rudos y pasionales al mismo tiempo, las traiciones vinculadas a lo ideológico, los fetiches particulares y/ o lo plutocrático, las aventuras impredecibles o bizarras que cada misión suele imponer y finalmente el hilarante gustito por las mutilaciones y las atrocidades, hoy representado en el destino que le espera al espía y recaudador de impuestos por “servicios de protección” del Mayor Jackson, el Hermano Jonathan (Gino Pernice), a quien Rodríguez le corta la oreja derecha, se la hace tragar y a posteriori le dispara por la espalda, justo como adora hacer el mayor con los prisioneros mexicanos que atrapa. A diferencia de la relación de complementariedad irónica de las dos bandas de las que se servía Joe (Clint Eastwood) en Por un Puñado de Dólares, ambas igual de maquiavélicas a ojos de un Leone que celebraba cómo el protagonista se aprovechaba de su ridículo odio fratricida, aquí los hombres de Jackson son los verdaderos villanos y los del General Hugo Rodríguez unos locos lindos que apoyan desde desquites y salvajadas varias -hasta cierto punto defendibles- a lo que luego se transformaría en el bando insurrecto de la Revolución Mexicana, esa que puso fin al Porfiriato o dictadura cívico militar de Porfirio Díaz (1876-1911) y que aquí atesora ecos del Viet Cong de la por entonces candente Guerra de Vietnam. El gore in crescendo del metraje, desde los latigazos del inicio, pasando por la oreja cercenada y las múltiples balaceras, hasta las manitas destrozadas de Django del desenlace, constituyó una verdadera patada en los huevos del western clásico modelo hollywoodense al punto de neutralizarlo a escala discursiva por pusilánime, mojigato, segregacionista, discriminador de indígenas y fantasioso inocentón, algo que también abarcó al tratamiento de las putas en pantalla sin ningún prurito moral o maquillaje conservador, enfatizando que es un gremio más de la sociedad capitalista en el que se puede encontrar a gente que pelea por su independencia, como María, o aquellos otros que aceptan el sometimiento, como las otras cinco mujeres del local de Nathaniel. La excelente música del argentino Luis Bacalov y la canción titular hiper afectada en voz de Rocky Roberts se complementan de maravillas con la honestidad exploitation de fondo, con el apego por una ametralladora que derivaría en su homóloga de La Pandilla Salvaje (The Wild Bunch, 1969), de Sam Peckinpah, y con la esplendorosa fotografía de Enzo Barboni, repleta de esos zooms furiosos típicos de Corbucci y del cine italiano de la época, amén de un barro maleable y desolador que marca no sólo cuán atrapados están en el contexto histórico los que se enfrentan entre sí a lo largo del relato sino también la desaparición de las utopías cándidas de antaño bajo la crueldad de una realidad que se los chupa a todos, desde ya simbolizada en esas arenas movedizas que se llevan el último indicio de un sueño frondoso de retiro -el oro robado al paramilitar de derecha y sus socios circunstanciales- y así obligan al personaje del genial Franco Nero a aceptar un marco de vida más humilde con la mujer que le cayó en gracia, María, reemplazo en la praxis de aquella Mercedes hoy endiosada. En este sentido, la división de roles es paradigmática del spaguetti western: tenemos a los agentes del capitalismo más caníbal y desalmado, esos Camisas Rojas de Jackson, los idealistas que se mantienen en el exilio preparándose para volver a México y seguir abrazando la causa revolucionaria, los hombres del General Rodríguez, y finalmente está el antihéroe que ya superó ambas vertientes porque viene del desencanto de una Guerra de Secesión que destrozó su existencia privada, el amor, y por ello pretende vengarse de los otrora enemigos pegándoles donde más les duele, en el bolsillo, en función de lo cual roba su precisado oro. Se podría decir que resulta curioso el hecho de que a pesar de ser uno de los pivotes fundamentales de un subgénero tan nihilista como los westerns europeos, la obra de Corbucci nos regale un final optimista y esperanzador donde la brutalidad de las cicatrices y muertes permanentes deja paso a una restitución identitaria volcada a la paz pero con la condición previa de reventar al psicópata pancista de turno, uno que se regodea en el racismo direccionado a los aztecas aunque al mismo tiempo no tiene problema alguno a la hora de hacer negocios con ellos si comparten el ideario conservador y represivo marca registrada del capitalismo, horizonte ideológico de los monigotes fascistas desde siempre.
Django (Italia/ España, 1966)
Dirección: Sergio Corbucci. Guión: Sergio Corbucci, Bruno Corbucci, Franco Rossetti y Piero Vivarelli. Elenco: Franco Nero, José Bódalo, Loredana Nusciak, Eduardo Fajardo, Ángel Álvarez, Gino Pernice, Simón Arriaga, Giovanni Ivan Scratuglia, Remo De Angelis, José Canalejas. Producción: Sergio Corbucci y Manolo Bolognini. Duración: 91 minutos.
El Gran Silencio (Il Grande Silenzio, 1968), por Emiliano Fernández:
En ocasión de El Gran Silencio (Il Grande Silenzio, 1968), la gran obra maestra de Sergio Corbucci, el señor en un mismo movimiento retoma y anticipa diversos temas y recursos formales del pasado reciente y de obras que estaban aún por venir, pensemos que aquí tenemos figuras sádicas y desquiciadas como aquellas de las poco vistas -inferiores aunque simpáticas- Johnny Oro (1966) y Navajo Joe (1966), un marco con chispazos muy fuertes de relato coral camuflado símil las interesantes Los Despiadados (I Crudeli, 1967) y Los Especialistas (Gli Specialisti, 1969) y un dejo de gesta política libertaria antidespótica en clara sintonía con las magníficas El Mercenario (Il Mercenario, 1968) y Vamos a Matar, Compañeros (1970). Corbucci por supuesto retoma uno de los latiguillos fundamentales del spaghetti western, el del pistolero solitario y misterioso a lo El Desconocido (Shane, 1953), de George Stevens, que ya había utilizado con éxito en Django (1966) y en varias de las citadas con anterioridad, ahora apodado Silencio (un estupendo Jean-Louis Trintignant) porque hablamos de un forajido mudo con una cicatriz en la garganta y un apego fetichista hacia su pistola Mauser C96 semi automática, a través de la cual parece “comunicarse” con el resto de sus semejantes, no obstante el cineasta condimenta este núcleo primigenio duro con ingredientes algo insólitos como un villano llamado Tigrero en la piel del imponderable Klaus Kinski que remite al tenebroso Gorca (Boris Karloff) del segmento El Wurdulak (I Wurdalak) de Black Sabbath (I Tre Volti della Paura, 1963), genialidad absoluta de Mario Bava, un diseño de vestuario ampuloso a cargo de Enrico Job -esposo de Lina Wertmüller- que retoma múltiples características de la moda hippie del período por más que Corbucci en general la aborrecía, como por ejemplo bufandas, chales y abrigos descomunales hechos de cuero y adornados con pelajes en verdad llamativos que se contraponen a la uniformidad emblanquecida de la nieve que cubre el metraje de principio a fin, y finalmente la audaz movida narrativa de matar al personaje titular en la última escena como el realizador y guionista lo hiciese en Minnesota Clay (1964), de la cual también se retoma el cariño de siempre del italiano para con las discapacidades de sus antihéroes ya que así como el protagonista de aquella (interpretado por Cameron Mitchell) se iba quedando ciego en esta oportunidad Silencio y su mutismo parecen además un eco de aquellas manos destrozadas del Django de Franco Nero del desenlace del opus de 1966, detalle que se reproduce vía los garfios asados de Trintignant del último acto y que agrega fatalismo y vulnerabilidad al trasfondo dramático al extremo de hacer más humanos y falibles a los personajes por más que su velocidad al momento de disparar sea efectivamente casi sobrenatural, digna de verdaderas máquinas de matar que con segundos de diferencia se cargan a los miembros de pandillas enteras de adversarios. No obstante los elementos más singulares de la propuesta que nos ocupa son los políticos -en consonancia con la querida militancia de izquierda de Corbucci- y nos permiten trazar en simultáneo una analogía y una contraposición con respecto al cine de Sergio Leone, otro amigo del acervo antiinstitucional y de corte bien ácrata y contracultural: si pensamos a El Gran Silencio en relación al legendario spaghetti western de Leone de ese mismo año, Érase una vez en el Oeste (C’era una volta il West, 1968), ambas películas comparten la idea de presentarnos a un villano paradigmático del capitalismo expropiador, mafioso y especulativo, allá el magnate del ferrocarril Morton (Gabriele Ferzetti) y aquí el banquero, magistrado y hasta comerciante almacenero Edwin Pollicut (Luigi Pistilli), y a su secuaz reglamentario encargado de llevar adelante los homicidios que el jerarca considera necesarios para que los negocios continúen marchando a la perfección y/ o nadie interfiera con sus planes de crecimiento o relativa estabilidad oligopólica, en la faena de Leone el sicario desalmado Frank (Henry Fonda) y en esta ocasión el cazarrecompensas igual de despiadado Tigrero, planteo que le sirve a ambos realizadores para señalar con gran énfasis la soberbia presuntuosa y banal de oligarcas capitalistas que -como ocurría en sendos derroteros retóricos- terminaban fagocitados por el mismo contexto maquiavélico que construyeron y en gran medida gracias a las ansias de independencia de sus “perros falderos”, esos que los sobreviven en los dos films y ven acrecentarse sus ambiciones al punto de no sólo adoptar como enemigos a los rivales de los anteriores, sus otrora jefes, sino de también reproducir su ideario como si se tratase de una versión maximizada del agente destructor previo del capital concentrado y antropófago; y en lo que atañe a las diferencias entre ambos directores, en general la perspectiva de Corbucci es más seca y amarga que la de Leone debido a que mientras que este último romantiza en gran medida a los forajidos y en especial a los cazadores de recompensas, el primero en cambio los coloca en su conjunto en el rango moral negativo de la odisea en función de su condición de asesinos al servicio de los maleantes ricachones y su estrategia de siempre de criminalizar a los pobres que ellos mismos generaron al acaparar la riqueza y todos los recursos de la sociedad, negarles un trabajo o medio de sustento y conducirlos tácitamente hacia la indigencia y el delito, jugada a su vez amparada cual complot por funcionarios estatales que son cómplices explícitos del asunto o diletantes de una abulia o inoperancia que no consiguen -o no quieren- detener esta espiral que va desde el ninguneo y el hambre, pasa por el robo para sobrevivir y la persecución institucional y finaliza en la muerte de los menesterosos bajo el accionar de unas fuerzas de represión condicionadas y solventadas por los campeones de la alta burguesía vernácula, en este sentido basta con comparar la banda de sanguinarios cazarrecompensas de Tigrero con sus homólogos de la Trilogía del Dólar o Trilogía del Hombre sin Nombre de Leone, nos referimos a Por un Puñado de Dólares (Per un Pugno di Dollari, 1964), Por unos Dólares más (Per qualche Dollaro in più, 1965) y El Bueno, el Malo y el Feo (Il Buono, il Brutto, il Cattivo, 1966), todas protagonizadas por Clint Eastwood y ofreciendo un retrato bastante amigable de aquellos que se dedican a sacar fruto de las recompensas que establecen los funcionarios gubernamentales sobre las cabezas -“vivos o muertos”, como versan los carteles- de determinados forajidos que sinceramente no se diferencian demasiado de aquellos otros que los rastrean, hallan y atrapan o asesinan, con la salvedad de que las presas fuera de la ley son coherentes en cuanto a su devenir delictivo y no se la pasan traicionando a sus cofrades por unos morlacos de los patrones estatales/ capitalistas/ usureros de impronta mafiosa y tendientes a burlarse de los reglamentos jurídicos que ellos mismos redactaron como clase social usurpadora e impusieron al vulgo pauperizado. La historia nuevamente es minúscula y se centra en un enfrentamiento entre la sociedad despiadada que conforman Tigrero y Pollicut, por un lado, el primero el sicario estrella del segundo a la hora de matar a todos los que roban en el pueblito de Snow Hill circa 1898, en el Estado de Utah, y un grupo caótico de vagabundos hambrientos que viven en unas montañas cercanas en medio del invierno y padeciendo las inclemencias de sucesivas tormentas de nieve, por el otro lado, en esencia habitantes de Snow Hill que tuvieron que abandonar sus casas y familias y partir al exilio porque comenzaron a hurtar comida debido a que el todopoderoso Pollicut les negaba trabajo con la idea de apropiarse de sus posesiones al criminalizarlos aprovechándose de su angustia y desesperación. El gobernador tontuelo de turno (Carlo D’Angelo) ve todo desde su torre de cristal y manda al pueblito a Gideon Corbett (Frank Wolff) para que se convierta en el nuevo sheriff del lugar y detenga de lleno la masacre que se está llevando a cabo por los rumores de una pronta amnistía general que perdonaría a los fugitivos que viven en las alturas para dar por terminada la fase histórica del Salvaje Oeste y conseguir que todos los elementos de la sociedad convivan en paz, sin embargo en el camino hacia Snow Hill Corbett es sorprendido por los forajidos, quienes le confiscan el caballo para faenarlo y poder alimentarse en medio de la desolación del paisaje helado, tribulación que lo lleva a toparse con una diligencia en la que viajan Silencio y Tigrero, este último esperando una nueva tanda de recompensas por haber matado a varios menesterosos señalados por Pollicut como enemigos de “la moral, la ley y el orden” y el primero en pleno periplo hacia la casa de una de las mujeres del poblado, Pauline Middleton (Vonetta McGee), una bella mulata que recientemente enviudó cuando el personaje de Kinski mató a su pobre marido, James, tomándola a ella como rehén para que el hombre salga de su escondite, fémina que a su vez mandó a llamar con un mensaje escrito a Silencio para que ajusticie al cazarrecompensas como represalia. El mudo tiene fama de despreciar a los “bounty killers” y de reventarlos siempre que optan por asesinar antes que capturar a los fugitivos, una y otra vez valiéndose de su estrategia de matarlos en legítima defensa esperando que desenfunden sus armas primero y disparándoles después con su Mauser C96, por ello al principio del metraje finiquita a un grupillo de ellos que pretendía emboscarlo y más adelante escucha los ruegos de una anciana (Pupita Lea Scuderoni) para que vengue la muerte por traición de su vástago Miguel (Jacques Dorfmann), esquema ideológico que asimismo se remonta a su pasado cuando siendo apenas un niño (Loris Loddi) fue testigo del cruento asesinato de sus padres por parte de dos cazadores de recompensas liderados por el por entonces sólo banquero Pollicut aunque ya adepto a llevar al crimen y/ o acusar falsamente a terceros, para colmo con uno de ellos haciéndose pasar por sheriff -estratagema de cabecera de estos sicarios cuentapropistas de la ley- y cortándole la garganta al purrete para que no pueda decir nada sobre el doble asesinato, algo que desde ya no hizo pero lo llevó en su adultez a buscar a los responsables y matarlos, recibiendo el buitre financiero un tratamiento especial cuando le voló de un tiro el pulgar de su mano derecha con el objetivo de que no pueda empuñar armas a futuro. En un inicio el protagonista le pide mil dólares a Pauline para consumar la revancha pero cuando descubre que la mujer no puede conseguir el dinero debido a que en la venta de su casa a Pollicut éste pretende que incluya una sesión de sexo con él, Silencio decide encarar la faena de modo gratuito y por ello provoca una reyerta en la cantina de Snow Hill con Tigrero en la que varios de sus colegas terminan falleciendo y el propio cazarrecompensas arrestado por Corbett por intento de homicidio contra el mudo. Mientras Silencio se cura de una herida de la balacera y cae en los brazos de Middleton y el sheriff comienza a interesarse románticamente en Régine (Marisa Merlini), la dueña de la cantina, el magistrado pretende liberar a Tigrero en su calidad de líder de los cazarrecompensas para que siga asesinando a los vagabundos de las montañas bajo el argumento de que la pronta amnistía del gobernador de Utah es anticonstitucional, argucia discursiva que no le sirve frente a un Corbett que se obsesiona con llevar al sicario a la Prisión de Tonota y ordena que los habitantes de Snow Hill preparen una carreta con víveres para los forajidos y la dejen en las afueras del pueblo, así luego de llevársela esperarán en paz la amnistía general. En camino hacia la cárcel el pícaro de Tigrero engaña a su captor, desencadena su muerte en el agua gélida de un lago y marcha al encuentro con los suyos, quienes primero no quieren saber nada con una hipotética cruzada de venganza contra Silencio porque hay un sheriff muerto involucrado pero a posteriori se suman cuando el personaje de Kinski les comenta que entre los finados del episodio de la cantina se encuentra Klaus Schulz, cuyo hermano, Bobo Schultz (Raf Baldassarre), es una de las figuras prominentes de la pandilla en cuestión de cazadores de recompensas. Pollicut de repente se aparece en el hogar de Pauline con la intención de violarla mientras su asistente, el sádico Martin (Mario Brega), sostiene al mudo y le quema la palma de su mano derecha, no obstante Silencio logra golpear a un Martin que cae de cara en las brazas ardientes y consigue matar al banquero de un disparo, todo mientras Tigrero se carga a Régine en su vuelta a Snow Hill y toma de rehenes a los forajidos de las montañas cuando éstos pretendían llevarse el carro con las provisiones. A través de una Middleton que hace de mensajera el sicario invita al mudo a un duelo que supuestamente decidirá el destino de los cautivos por él, Bobo y los otros cazarrecompensas, aunque llegado el momento decisivo -y a pesar de las advertencias de la mujer ante la evidente trampa- Tigrero hace que uno de sus secuaces le dispare a Silencio en ambas manos y en el cuerpo para así poder rematarlo él mismo de un tiro en la mollera, luego de lo cual asesina también a la aguerrida Pauline y a todos los rehenes para repartirse las recompensas de turno entre todo el grupete de sicarios, llegando incluso a llevarse la pistola del protagonista como símbolo de la impunidad de unos agentes institucionales que parecen moverse como los soldados yanquis en la Guerra de Vietnam y específicamente en la masacre indiscriminada de civiles de la Matanza de Mỹ Lai (16 de marzo de 1968), amén de las claras alusiones a los homicidios de Ernesto “Che” Guevara, Martin Luther King y Robert F. Kennedy, tocos cometidos durante la realización de la película, entre 1967 y 1968. A escala macro el film de Corbucci ejemplifica hasta qué punto la farsa legal puede adaptarse a los gustos de los oligarcas, como hace Pollicut en el territorio donde es amo y señor, el pueblito de Snow Hill, o directamente pasarse por alto a lo Tigrero y su costumbre de maquillar las muertes con mentiras y engaños para cobrar el dinerillo ofrecido por las presas humanas diciendo que obró dentro de las normas cuando en realidad hizo lo que quiso desde el principio, siempre con la idea de la ley del más fuerte y de que matar es más fácil porque llevar con vida a los fugitivos se complica bastante y puede resultar mucho más peligroso. Este eficientismo capitalista marca registrada, sumado a la desconexión total para con la praxis comunal prosaica por parte de los mandamases políticos de alta jerarquía como el gobernador, ese que no puede imponer orden alguno en la región bajo su mando, se amalgaman en el relato con la presencia de mujeres empoderadas y autónomas como Régine, Pauline y la madre del malogrado Miguel, féminas que se plantan contra la fauna de los cazarrecompensas y los usureros como Pollicut tanto por motivos personales -léase el desquite, horizonte por antonomasia de los spaghetti westerns- como por convicciones antiautoritarias y antiburguesas de larga data, producto de ver el proceso de despojo que padece la zona a manos de los susodichos y su obsesión con acumular más poder y dinero y dar rienda suelta a una brutalidad autocontenida, volcada a extraer placer del sufrimiento ajeno de índole parasitario. Como suele afirmar Alex Cox, cineasta mítico él mismo y todo un experto en Corbucci, la nobleza del óbito ante un enemigo invencible y maquiavélico que protege al -y actúa en nombre del- capital amparado por el Estado es el eje conceptual fundamental del convite, uno que juega con la noción del mutismo sepulcral posterior a la muerte de un antihéroe que se enfrentó a los representantes del despotismo y sus mafias militares y paramilitares, lo que de inmediato trae a colación los magnicidios apuntados en materia de la derrota de las distintas variantes de la izquierda en aquellos años finales de la década por excelencia de las utopías de cambio planetario anticapitalista y equitativo redistributivo, los 60. El tono narrativo nihilista, exacerbado a más no poder mediante el prodigioso y apocalíptico desenlace, incluso supera al pesimismo promedio del western europeo porque aquí las balaceras son sinónimos de ardides que pueden tomar la forma del esquema defensivo “que desenfunden ellos primero” de Silencio o de las emboscadas hiper cobardes y fabricadas de Tigrero, amén de la Mauser C96 que le otorga una importante superioridad de disparo al personaje de Trintignant por sobre sus contrincantes, planteo retórico que a su vez suma realismo mugroso al spaghetti western y lo aleja todavía más del western clásico y sus duelos impostados de cartón pintado que no se condicen para nada con los enfrentamientos habituales de fines del Siglo XIX y comienzos del Siglo XX. A diferencia de la white trash civil que mataba a Ben (Duane Jones) en La Noche de los Muertos Vivos (Night of the Living Dead, 1968), de George A. Romero, y a George (Jack Nicholson), Billy (Dennis Hopper) y Wyatt (Peter Fonda) en Busco mi Destino (Easy Rider, 1969), de Hopper, los cazarrecompensas de esta contracultura apesadumbrada y algo freak modelo Corbucci -como decíamos con anterioridad- constituyen esbirros del emporio legal constituido y si bien responden a una de sus facciones en concreto, la de los barones bucólicos cual dueño de estancia que controla la vida y la muerte de sus súbditos, ello no modifica el hecho de que conforman una fuerza de represión estandarizada que actúa en representación de intereses privados que se confunden y metamorfosean con lo público estatal, dos caras de una misma moneda construida alrededor de la connivencia más bárbara y mitómana/ petulante/ traidora. Sirviéndose de la espectacular fotografía de Silvano Ippoliti, de una banda sonora insólitamente “conservadora” de Ennio Morricone -orquestal pero con sus prototípicos coros- y de grandes actuaciones de Trintignant, Kinski, Wolff, Pistilli y McGee, aquí Corbucci se luce en una epopeya que captura toda la vastedad de los Dolomitas, la cadena montañosa en la que fue filmada la película, y señala la dignidad que se esconde detrás de actos de autosacrificio como el del pistolero mudo durante el final, superando la mera condición de víctima de lo que podría haber sido un anti “happy ending” y llegando al nivel de un verdadero acto terrorista cinéfilo en pos de recuperar la necesidad de seguir luchando contra la escoria capitalista y su terquedad homicida de amplio alcance.
El Gran Silencio (Il Grande Silenzio, Italia/ Francia, 1968)
Dirección: Sergio Corbucci. Guión: Sergio Corbucci, Bruno Corbucci, Mario Amendola y Vittoriano Petrilli. Elenco: Jean-Louis Trintignant, Klaus Kinski, Vonetta McGee, Frank Wolff, Luigi Pistilli, Mario Brega, Carlo D’Angelo, Marisa Merlini, Raf Baldassarre, Pupita Lea Scuderoni. Producción: Attilio Riccio. Duración: 106 minutos.
El Mercenario (Il Mercenario, 1968), por Martín Chiavarino:
Como es característico del spaghetti western, El Mercenario (Il Mercenario, 1968) comienza con una escena memorable e icónica que queda grabada en la retina. La acción sucede en una pequeña y precaria Plaza de Toros en la frontera entre Estados Unidos y México que transporta a los personajes y al espectador a principios del Siglo XX en medio de las revueltas de trabajadores, campesinos y pueblos originarios subyugados descontentos con las políticas de explotación y represión de Porfirio Díaz que dieron inicio a la Revolución Mexicana. Todo empieza de la única forma en que puede empezar, con un peón de una mina que se cansa de ser humillado y ante el fervor revolucionario que inunda el ambiente y recorre México se rebela, aunque en realidad la historia comienza con unos payasos que entran a un rodeo para enfrentar a un toro y la voz en off del polaco, personaje interpretado por Franco Nero, que reconoce a su antiguo socio y decide narrar los acontecimientos que lo condujeron hasta allí. Pero también todo comienza con fotos reales de la Revolución Mexicana acompañadas por la música de Ennio Morricone y Bruno Nicolai, un clásico del cine social y de los spaghetti westerns, composición dura y amenazante que prepara al espectador para una película cruda donde no hay romanticismos. Ambos trabajan juntos para lograr una música estremecedora que da cuenta de tiempos turbulentos y caóticos, donde nadie sabe dónde está parado y la única respuesta es la de las armas. Aunque la autoría del guión final de El Mercenario le corresponde a Sergio Corbucci junto a Luciano Vincenzoni, Sergio Spina y Adriano Bolzoni, la historia original había sido escrita por Franco Solinas y Giorgio Arlorio para Gillo Pontecorvo, que finalmente elegiría filmar otra historia de ambos escritores, un clásico del cine revolucionario, Queimada (1969). Tras ser arrestado y recibir el escarnio público un minero logra escapar con la ayuda de sus compañeros y se convierte en un bandolero revolucionario. Por su parte, el mercenario polaco protagonista de la película, Sergei Kowalski (Nero), es contratado por los dueños de una mina para transportar un cargamento de plata a Estados Unidos tras un altercado entre un jugador vicioso y el mercenario en un tugurio, donde este último demuestra sus habilidades con las armas y los puños. Tras adquirir el armamento necesario para llevar a cabo su encomienda, el mercenario descubre que los mineros se han sublevado y que ya no hay ni mina ni plata ni nada, sólo un puñado de rebeldes pavoneándose entre ruinas sin percatarse de que el ejército se acerca para terminar con la rebelión. Los dueños de la mina son a su vez interceptados por Curly (Jack Palance), un bandido norteamericano que pretende arrebatarle la plata al mercenario en medio del caos revolucionario al enterarse de la misión que el polaco tiene entre manos. Rápido de reflejos tanto en los negocios como con las armas, Kowalski se consigue un nuevo trabajo como asesor militar de Paco Román (Tony Musante), el minero sublevado devenido en bandolero insurrecto, para aconsejarlo en sus tácticas durante su camino a cambio de una importante compensación monetaria en oro para sobrellevar las turbulentas gestas. Con la ayuda del polaco, Paco rápidamente se convierte en un hombre peligroso, buscado y acompañado por un puñado de rebeldes fieles que lo siguen desde su rebelión en la mina. A medida que Román libera pequeños pueblos, consigue más dinero pero no más seguidores a su causa. Tan solo Columba (Giovanna Ralli), la hija de un campesino rebelde asesinado, se une a su lucha por la liberación de México a pesar de sus pruritos contra las prácticas de Paco y su socio polaco. Así comienza una historia de pueblos liberados, festejos, huidas, emboscadas, venganzas y una rivalidad entre dos hombres que representan dos caras de cualquier proceso revolucionario. En El Mercenario hay robos de armas, asaltos a bancos y sustracción de caballos, bienes que los amotinados incautan a los capitalistas, siempre aliados al ejército, a los militares corruptos, en este caso ejemplificados en el personaje del Coronel Alfonso García, interpretado maravillosamente por el actor español Eduardo Fajardo. La connivencia entre el gobierno, el ejército y los empresarios es el eje explotador que hará estallar precisamente la Revolución Mexicana en 1910, acontecimiento social y político que tendrá repercusiones en la historia de México y que ofrecerá el mejor escenario para los spaghetti westerns, una mirada más ácida y descarnada que la de los pistoleros de los westerns clásicos norteamericanos. Del otro lado, el polaco y Paco son dos caras de la misma moneda, dos personajes de cualquier Revolución y período de caos. Franco Nero interpreta a un mercenario que descree de los ideales pero que los respeta con la convicción de que ante cualquier situación lo mejor es siempre estar del lado ganador y obtener el mayor rédito monetario posible. Paco en cambio es un minero que se ve transformado en líder revolucionario sin entender demasiado el lío en el que está envuelto. Mientras que Román se destaca por su valentía y su arrojo como si su vida no valiera nada, Kowalski sopesa cada acción y cada palabra. El polaco es astuto, apuesto y además tiene una habilidad para encender sus fósforos utilizando cualquier superficie, ya sea una nariz o un diente, lo que irrita a todos a los que tiene a su alrededor. Ambos son los antihéroes de esta historia, personajes que se necesitan pero que se traicionan constantemente, que cuestionan los métodos y los motivos del otro, pero que en definitiva van juntos hacia el desastre o hacia la gloria. Curly, interpretado en forma brillante por Jack Palance, es uno de esos villanos inescrupulosos dispuesto a todo, cegado por su odio hacia ambos por la humillación que le propinan tras una emboscada. Tras derrotarlo y matar a sus socios, Paco y el polaco deciden dejarlo vivir pero lo dejan desnudo en el desierto para que sobreviva si puede. El Mercenario es un film que desborda de violencia y concupiscencia, escenas crudas, ametrallamientos, balas que van y vienen, caballos que caen con sus jinetes en medio de las balaceras de batallas que se repiten entre bandoleros revolucionarios contra las tropas gubernamentales, aliadas siempre al villano de turno, y mercenarios pagados por el otro bando que se quedan con el dinero de los mexicanos mientras éstos mueren en las minas, en los campos o en las batallas. Como en todos sus spaghetti westerns, Corbucci crea un personaje carismático y decidido, compuesto en este caso por Nero, un protagonista con experiencia en el caos, que mira a todo y a todos con gran cinismo pero también con compasión, sabiendo que la mayoría de los revolucionarios tienen un destino de mártires sino es que viven para traicionar sus ideales por dinero. El personaje de Columba es el que cuestiona el compromiso revolucionario de Paco, que no sabe bien qué es la Revolución ni hacia dónde se dirige. Columba lo percibe como un bandolero más, a la vez que ve con muy malos ojos su alianza con el mercenario polaco, el cual se queda con la mayoría de las ganancias de las requisiciones que los sublevados realizan en sus atracos. Paco Román es la personificación del trabajador esclavizado y alienado por su condición convertido en bandolero sedicioso, proveniente de la clase trabajadora, sin nada que perder, buscando un sueño y viviendo una verdadera aventura que no sabe dónde puede terminar. Para Paco, por primera vez México y el mundo se abren ante él. Si su mundo antes era sólo el trabajo y aspiraciones de ascenso social imposibles, la Revolución convierte todos los sueños de Paco en una posibilidad tangible por primera vez en su vida. La Revolución es en El Mercenario la última aventura verdadera del hombre, y la única aventura posible del trabajador y el obrero sumidos en la enajenación de la labor asalariada semi esclava. A pesar de que Paco y el polaco se necesitan mutuamente, a medida que Paco va conociendo México se afianza su compromiso revolucionario por lo que Columba lo acepta como esposo. El mercenario por su parte intenta llevarse siempre una buena tajada y disfrutar mientras los revolucionarios sufren privaciones y hacen sacrificios, por lo que finalmente es arrestado por los sublevados. Pero el ejército y Curly están al acecho y finalmente el polaco escapa por su cuenta y Paco y Columba se salvan de milagro para huir también hacia la frontera. Pero por supuesto allí no termina la historia, hay un enfrentamiento a la usanza del Viejo Oeste entre Curly y Paco, el payaso, un arresto, un fusilamiento y una masacre, marcas registradas del cine descarnado de Corbucci. Básicamente el ecléctico realizador italiano trabaja siempre sobre la premisa de que el que tiene las mejores armas siempre gana, por lo que el mercenario polaco siempre busca ametralladoras, rifles de largo alcance, dinamita. Por si esto fuera poco la puntería y la rapidez no son una elección posible sino habilidades que marcan el límite entre la vida y la muerte, característica del western clásico aquí exacerbada y llevada casi hasta el ridículo, una forma de tomarse en broma la severidad y la acritud norteamericana con su historia anárquica del Viejo Oeste. Si en Django (1966) la relación entre México y Estados Unidos ya tenía un lugar preponderante, en El Mercenario Corbucci mezcla su realismo escabroso con la cuestión social de la Revolución Mexicana, acontecimiento revisitado con gran interés durante la década del sesenta, época de rebeliones, disturbios y discursos encendidos que repensaban el rol de la Revolución en la segunda mitad del Siglo XX. El Mercenario se enmarca en un estilo cinematográfico visceral que busca la verdadera realidad en el fango, en los antihéroes que la historia y el azar encuentran, y no en la creación y la celebración de héroes falsos con pies de barro. La necesidad de dinero para la Revolución y el paso de la liberación al yugo, y del yugo a la liberación en un día o una noche, son algunos de los elementos narrativos de esta historia de revolucionarios que se hacen a sí mismos tropezando con la historia.
El Mercenario (Il Mercenario, Italia/ España/ Estados Unidos, 1968)
Dirección: Sergio Corbucci. Guión: Sergio Corbucci, Adriano Bolzoni, Sergio Spina y Luciano Vincenzoni. Elenco: Franco Nero, Tony Musante, Jack Palance, Giovanna Ralli, Franco Giacobini, Eduardo Fajardo, Franco Ressel, Álvaro de Luna, Raf Baldassarre, Joe Kamel. Producción: Alberto Grimaldi. Duración: 106 minutos.
Vamos a Matar, Compañeros (1970), por Martín Chiavarino:
Como una mezcla de Django (1966) y El Mercenario (Il Mercenario, 1968), Vamos a Matar, Compañeros (1970), de Sergio Corbucci, comienza con Lola (Iris Berben), una partidaria de Profesor Vitaliano Xantos (Fernando Rey), corriendo con un velo por pueblos devastados por la Revolución para llegar a tiempo para presenciar el duelo entre Yodlaf Peterson (Franco Nero), apodado El Sueco y Pingüino, y El Vasco (Tomás Milian), dos hombres unidos y enfrentados por la Revolución y la ambición personal. El duelo es el punto de partida para el relato del mercenario europeo de los acontecimientos que llevaron a ambos hombres a esa situación. En medio de las turbulentas elecciones mexicanas de 1910 y el intento de reelección de Porfirio Díaz por quinta vez, El Vasco asesina a un jerarca del ejército justo antes de que el General Revolucionario Mongo Álvarez (José Bódalo) irrumpa con sus hombres para desbaratar el fraudulento proceso electoral. Mongo nombra a El Vasco teniente comandante por su valor y lo envía a asaltar la ciudad de San Bernandino, embarcando al lustrabotas en la peligrosa tarea de derrotar al ejército de México y a los partidarios de Xantos con un puñado de hombres en una gran metrópoli. Tras el triunfo de El Vasco arriba a San Bernardino El Sueco, un mercenario que el susodicho apoda Pingüino por su pulcra vestimenta, quien lo primero que hace es preparar una trampa de explosivos en un vagón de tren y matar a dos combatientes revolucionarios que lo importunan. Con una broma, una apuesta y el regalo de un dólar de plata comienza la rivalidad entre ambos hombres, pero El Sueco es un viejo conocido de Mongo y un notorio traficante de armas que trabaja para el mejor postor y que ofrece sus productos tanto a Mongo como a los idealistas partidarios de Xantos, que se ven atrapados entre las ideas pacifistas y democráticas de su líder, confinado en Estados Unidos tras intentar buscar la ayuda de ese país, y la violencia que los acontecimientos revolucionarios demandan. Mientras que Xantos y sus seguidores luchan por la libertad y la justicia, Mongo busca en realidad hacerse rico y para eso envía a El Sueco y El Vasco a traer a Xantos de vuelta a México para que abra la caja fuerte del banco donde está guardada su fortuna en San Bernardino. En el viaje deberán enfrentarse con el ejército, los partidarios de Xantos y hasta con un mercenario norteamericano que tiene una vieja rencilla con El Sueco, John Svedese (Jack Palance), el gran villano de la película, un hombre sin escrúpulos con una mano de metal y un temible búho cazador. Haciéndose pasar por prostitutas gracias a la ayuda de Zaira Harris (Karin Schubert), una antigua amante de El Sueco, los hombres logran entrar al Fuerte Yuma y rescatar a Xantos para iniciar así una odisea a lo largo del desierto para regresar a México esquivando a las fuerzas de los ejércitos norteamericano y mexicano y a los mercenarios que los persiguen. En el camino El Vasco cambia de bando influenciado por los grandes ideales pacifistas de Xantos, que cae en manos del ejército para ser nuevamente rescatado por sus partidarios con la ayuda de ambos protagonistas. John alerta a Mongo de que ha sido traicionado y le propone obligar a Xantos a presentarse bajo el pretexto de que si no lo hace fusilará a los estudiantes que tiene de rehenes. Xantos decide acudir a la trampa de Mongo y les pide a sus partidarios que no lo acompañen pero la rendición incondicional del profesor se convierte en una batalla cuando El Vasco, El Sueco y todos los xantistas deciden enfrentar a Mongo Álvarez. Cuando El Sueco finalmente abre la caja fuerte descubre para su decepción que el tesoro de Xantos es la fortuna de México, su suelo, sus granos y el trabajo, pero la película aún tiene batallas y enfrentamientos para narrar en medio de la Revolución Mexicana y de la rivalidad entre estos dos hombres de armas tomar. En sus idas y vueltas y escaramuzas, El Vasco y El Sueco descubrirán que tienen mucho en común mientras se traicionan mutuamente, se abandonan y se alían una y otra vez para combatir a todas las fuerzas que se les ponen en el camino. Los personajes de El Sueco y El Vasco tienen muchas similitudes con los del polaco Sergei Kowalski y Paco Román en El Mercenario, a tal punto que ambas obras pueden ser leídas como dos formas de revisar la Revolución Mexicana desde sus contradicciones, la formación de sus líderes y su componente rebelde, elementos centrales del proceso insurrecto mexicano. Mientras que El Sueco y Kowalski en algún punto arriesgan su pellejo como profesionales de la guerra en una apuesta constante entre la vida y la muerte, El Vasco y Paco Román se juegan la vida realmente en su tierra aunque no lo sepan hasta el final. Tanto en El Mercenario como en Vamos a Matar, Compañeros, el personaje extranjero, al igual que Mongo y los villanos, siente goce ante la presencia de la muerte en la batalla, en el uso de las ametralladoras, en la emboscada. El Vasco y Román se ven envueltos en las contiendas por necesidad, no salen a buscarlas como los villanos y los personajes interpretados por Franco Nero. El Vasco también ofrece aquí una introducción a su vida, hijo de un inmigrante español que depositó todas sus esperanzas en el periplo a México pero que finalmente cayó preso del juego, las prostitutas y la vida fácil, dejando a su familia sin nada. El Vasco es así un miembro de la clase media venido a menos por las condiciones sociales, lumpenizado, pero aún con ciertos vestigios de su educación burguesa con pretensiones de ascenso social. El final de la película es el más visceral del cine de Sergio Corbucci, un llamado a la violencia revolucionaria ya presente en el título del film que va de la mano con el declive de los idealismos románticos de la década del sesenta y la proliferación de las organizaciones guerrilleras en todo el mundo producto del fracaso de las ideas de amor y paz. Si en Django las ideas revolucionarias ya eran importantes y en El Mercenario tenían un lugar protagónico, en Vamos a Matar, Compañeros la discusión entre los distintos bandos cobra una importancia capital en el desarrollo narrativo a través de los discursos y las enseñanzas del Profesor Xantos, un docente idealista candidato a presidente que ve a sus jóvenes partidarios transformados de estudiantes en bandoleros ante la vorágine revolucionaria que los arrastra y que él mismo no puede seguir. La violencia de la Revolución se lleva por delante las ideas de Xantos y al propio Xantos mientras que los que siempre buscan enriquecerse a costa del caos proliferan esquivando las balas que van y vienen. Como siempre ocurre la Revolución no perdona a nadie y todos sufren grandes pérdidas en extensas masacres. A diferencia de los films anteriores de Corbucci, Vamos a Matar, Compañeros tiene en Xantos al personaje del intelectual revolucionario que contrasta con su homólogo del antihéroe que interpreta Franco Nero, diferenciándose asimismo de su correligionario, de la mujer y del villano, arquetipos cinematográficos del western clásico norteamericano aquí transformados en parodias de sus émulos estadounidenses. Aunque los estudiantes partidarios de Xantos ya caminan por la senda de las armas, el profesor en sí representa al burgués culto alejado de la violencia, que se presenta a elecciones y busca aliados pero se ve acorralado por las fuerzas reales del mundo, léase los empresarios norteamericanos que le ofrecen financiamiento y ayuda militar a cambio de entregar enormes concesiones a sus emprendimientos, el gobierno y el ejército como títeres de los empresarios, y los bandoleros como grupos armados que con el pretexto de la Revolución sólo quieren enriquecerse robando todo lo que encuentran a su paso. Vamos a Matar, Compañeros es igual de visceral que los spaghetti westerns que la preceden y tiene escenas espectaculares de batallas que por supuesto incluyen explosiones y ametralladoras, ingredientes infaltables en los westerns del realizador italiano. Como en todas las obras anteriores aquí también se expone la relación de la prostitución con el poder y la Revolución, verdadero Talón de Aquiles para el ejército, al igual que el juego y la bebida, vicios intempestivos que cruzan todas las épocas y distancias. Escrita por el propio Corbucci junto a Günter Ebert, Massimo De Rita y Dino Maiuri, el film contiene más italiano que español e inglés, contrariamente a lo que ocurre en sus predecesoras, y un elenco de lujo que incluye a Franco Nero, Tomás Milian, Fernando Rey, Iris Berben, José Bódalo, Jack Palance, Eduardo Fajardo y Karin Schubert como sus principales estrellas. La banda sonora de Ennio Morricone logra destacarse por encima de la trama con una canción homónima épica que exalta esa efervescencia inconmensurable de la propuesta y acompaña la genial fotografía de Alejandro Ulloa. Así como los nombres de Sergio Corbucci y Sergio Leone son sinónimos de spaghetti western, el nombre de Ennio Morricone está estampado en el género como un elemento crucial en el desarrollo dramático de estas propuestas con composiciones musicales que recrean el ritmo violento del western clásico y su suspenso aunque desde la transmutación de la realidad en caricatura cómica, que a su vez es combinada con una buena dosis de vehemencia ampulosa, elementos tendientes a conformar este combo explosivo que es el spaghetti western. Vamos a Matar, Compañeros corona así el ciclo de antihéroes que pululan alrededor de la Revolución Mexicana, época de caos en la frontera entre Estados Unidos y México, bandoleros, mercenarios y todo tipo de personajes icónicos que abre Django arrastrando su propio ataúd, verdadera muestra de la potencialidad del cine de izquierda como catalizador de la profundidad del western para adentrarse en el fango de la historia.
Vamos a Matar, Compañeros (Italia/ España/ República Federal de Alemania, 1970)
Dirección: Sergio Corbucci. Guión: Sergio Corbucci, Günter Ebert, Massimo De Rita y Dino Maiuri. Elenco: Franco Nero, Tomás Milian, Fernando Rey, Jack Palance, Iris Berben, José Bódalo, Eduardo Fajardo, Karin Schubert, Gino Pernice, Álvaro de Luna. Producción: Antonio Morelli y José Frade. Duración: 119 minutos.