Durante los 80 y 90 una regla tácita del mundo del cine decía que prácticamente cualquier director “no norteamericano” que empezaba a filmar en Hollywood siempre terminaba vendiendo su dignidad por monedas en proyectos basura destinados a construir películas no sólo olvidables sino generalmente malas, muy malas, algo que por cierto siempre ocurrió en el país del norte pero que se agudizó y se hizo más evidente en las postrimerías del Siglo XX ya que en comparación durante el cenit del Hollywood Clásico, aquel correspondiente a la posguerra de las décadas del 40 y 50, en cambio, el asunto había derivado en una enorme cantidad de directores importados que pudieron continuar y expandir sus diversas carreras adaptándose a los cánones productivos y narrativos estadounidenses, de hecho buena parte del mejor cine del período era de autores en el exilio que renovaron por mucho el acervo artístico estándar local. En el nuevo milenio la cosa volvería a empeorar al punto de que hoy prácticamente todos los directores y guionistas, sin que importe ya su nacionalidad, terminan completamente sometidos al patrón de representación homogenizado del nuevo mainstream basado en la uniformización, el resumen y la banalización de los films dentro de la estructura productiva de las franquicias o el esquematismo empobrecedor y la chatura de los servicios de streaming, dos rubros del aparato audiovisual a su vez hegemonizados por los productores y sus estrategias de marketing. Ahora bien, el caso del argentino/ brasileño Héctor Babenco fue muy raro desde el vamos porque el señor luego de hacerse conocido en todo el mundo gracias a su tercera película ficcional, Pixote: La Ley del más Débil (Pixote: A Lei do mais Fraco, 1981), esa que vino luego de las interesantes El Rey de la Noche (O Rei da Noite, 1975) y Lucio Flavio, el Pasajero de la Agonía (Lúcio Flávio, o Passageiro da Agonia, 1977), emigró a Hollywood y allí realizó tres obras fascinantes que rankean en punta entre lo mejor que haya hecho cualquier extranjero durante aquellos años 80 y 90 en yanquilandia, nos referimos a El Beso de la Mujer Araña (Kiss of the Spider Woman, 1985), El Amor es un Eterno Vagabundo (Ironweed, 1987) y Jugando en los Campos del Señor (At Play in the Fields of the Lord, 1991), joyas que no fueron del todo apreciadas en su estreno porque sinceramente se salían de lo que el público y la prensa esperaban del mainstream de entonces, léase previsibilidad e historias simples o accesibles.
El truco de Babenco para no renunciar a su dignidad fue relativamente sencillo: en vez de aceptar encargos gigantescos de parte de productores que equipararon el éxito en crítica y taquilla de Pixote: La Ley del más Débil, un retrato descarnado y cuasi neorrealista de la miseria, la delincuencia y la corrupción en América Latina, con un profesional eficaz que podía entregarles una película sin pasarse de presupuesto ni quejarse demasiado, el cineasta optó por elegir/ proponer proyectos que tengan que ver con su sensibilidad y orígenes y por ello tanto El Beso de la Mujer Araña como Jugando en los Campos del Señor lidiaron con problemas de siempre de Brasil, la primera con la violencia política, la intolerancia social y los regímenes dictatoriales y la segunda con la destrucción del Amazonas, la intromisión de extranjeros y los métodos mafiosos utilizados para amedrentar y expulsar a los aborígenes de sus tierras. Como suele ocurrir, las apariencias engañan y el exponente que parece más alejado del sentir promedio del realizador y su cultura latinoamericana, El Amor es un Eterno Vagabundo, un convite centrado en un par de pordioseros que recorren las calles de la ciudad de Albany, en el Estado de Nueva York, durante la Gran Depresión, en realidad se acopla a la perfección con las otras grandes exploraciones de Babenco en torno a la pobreza, la marginalidad, los atropellos y el olvido institucional más execrable, hablamos de las anteriores Pixote: La Ley del más Débil y El Beso de la Mujer Araña y de la futura Carandirú (2003), sobre la vida y muerte en el cruel sistema carcelario de São Paulo y específicamente acerca de la Masacre de la Penitenciaría de Carandirú, un asesinato masivo de presos ocurrido en 1992 luego de un motín a expensas de la Policía Militar dirigida por el Coronel Ubiratan Guimarães, un fascista repugnante que terminó siendo fusilado en 2006 como venganza por haber faenado a 111 seres humanos durante la salvaje represión en el presidio. En esta oportunidad los protagonistas son Francis Phelan (Jack Nicholson), un alcohólico esquizofrénico y ex jugador de béisbol que abandonó a su familia hace 22 años luego de dejar caer accidentalmente en el suelo a su hijo de 13 días Gerald, matándolo, y su pareja de hace nueve años Helen Archer (Meryl Streep), también una alcohólica y homeless con problemas psicológicos que duerme y come donde puede, supo ser pianista y cantante popular y en el presente de 1938 atraviesa las fases finales de una enfermedad desconocida.
La trama abarca apenas un par de días en el periplo de ambos y arranca cuando Phelan se despierta en una mañana helada luego de una noche de dormir en el pasto y al lado de un enorme paredón, después de lo cual se encuentra con un amigo de la calle, Rudy (Tom Waits), quien viene de ser dado de alta del hospital porque tiene cáncer y sólo le quedan seis meses de vida, y ambos marchan al cementerio para ganar algo de dinero juntando basura, donde Francis visita la tumba de Gerald. Pronto se hace evidente que además del dolor por la muerte accidental de su bebé, su sentimiento de culpa abarca además a otros personajes que mató a lo largo de su existencia como un empleado de la compañía de tranvías donde el protagonista trabajaba, Harold Allen (Nathan Lane), al que golpeó de un piedrazo durante una huelga cuando joven (Frank Whaley), o un tal Rowdy Dick (Will Zahrn), otro menesteroso sin hogar que le quiso robar sus zapatos cortándole los pies con una cuchilla de carnicero y por poco le rebana el meñique de su mano derecha, a quien empujó contra la estructura de un precario vagón de carga, abriéndole también la cabeza. Phelan y su compañero se dirigen raudos a un refugio cristiano liderado por el Reverendo Chester (James Gammon) para comer la mísera sopa que allí sirven, donde se encuentran con Helen para después ir al bar de Oscar Reo (Fred Gwynne) a tomar algo y a la casa de una pareja de borrachos amigos de ella en pos de una cama, Jack (Joe Grifasi) y Clara (Black-Eyed Susan), lugar del que son echados de todos modos porque Helen le recrimina a la distante Clara que fue una puta y que en su momento la ayudó cuando lo necesitó. Ella duerme en el automóvil derruido del obeso Finny (James Dukas) y a la mañana encuentra un billete de diez dólares en una iglesia que utiliza para pagar un cuarto que solía compartir con Phelan y para recuperar dos maletas que habían quedado en la pensión de turno, todo mientras Francis recorre Albany con un chatarrero, Rosskam (Hy Anzell), y eventualmente decide visitar a su parentela de antaño, léase su esposa Annie (Carroll Baker), su hijo Billy (Michael O’Keefe) y su hija Margaret alias Peg (Diane Venora), a los cuales les regala un pavo de seis kilos y medio y con quienes hace las paces en conjunto luego de una pelea pasajera con la chica, incluso pudiendo conocer a su nieto, Danny (Ean Egas), hijo pequeño de Peg. Phelan se puede afeitar y bañar pero los fantasmas de su pasado lo persiguen bajo la forma de aquellos que conoció en otras épocas y hoy están muertos desde hace mucho tiempo, por lo que rechaza la oferta de Annie para que se quede en la casa familiar y pasa a reencontrarse con Rudy, que termina falleciendo de los golpes que recibe en una redada por parte de burgueses vigilantes armados con bates de béisbol que pretenden expulsar a los vagabundos de la metrópoli, llegando a incendiar con antorchas el campamento en el que viven los pobres homeless del lugar. Francis luego halla muerta a Helen en la habitación compartida y decide subirse de nuevo a los trenes y arrojar su botella de whisky al vacío para abandonar definitivamente la bebida, reemplazando las alucinaciones dolorosas por otras más agradables como la de su esposa ofreciéndole té irlandés y la de su primera visita -prácticamente un recuerdo de un episodio reciente- al cuarto de Danny, consuelo espiritual y simbólico ya que significa que la vida vuelve a abrirse paso a pesar del martirio por la lejana muerte de Gerald. Babenco, quien luego se consagraría a propuestas tradicionales burguesas como Corazón Iluminado (1998), El Pasado (2007) y Mi Amigo Hindú (Meu Amigo Hindu, 2015), sabe muy bien que El Amor es un Eterno Vagabundo es una película profundamente deprimente y en esta sintonía mantiene a los sucesos en pantalla alejados de todo artificio bobalicón del mainstream pero también de la contemplación barata del indie autoindulgente, proponiendo como alternativa una desnudez sincera y muy inusitada porque nos llega desde la industria norteamericana de alcance mundial, aquí sirviéndose de la nostalgia no en términos de “carta de amor” hueca a lo Siglo XXI a un tiempo ya pasado, tan trágico como más rico a nivel cultural que el presente, sino como excusa para sopesar desde el humanismo los pros y los contras del camino atravesado y para celebrar las fortalezas de la solidaridad y el cariño que pueden hallarse en la exclusión cual cofradía de marginados por el Estado y/ o la sociedad que al superar sus diferencias y unirse logran resistir una jornada más frente al hambre, el frío, las enfermedades y los maltratos de toda clase por parte de los otros seres humanos, esos bobos engreídos que se ubican en estratos superiores de la triste pirámide capitalista como si la inmanencia entre sujeto y posición social fuera un estado permanente y el frágil equilibrio no podría venirse abajo de repente.
Basándose en un guión de William Kennedy a partir de su novela homónima de 1983, ganadora a su vez del Premio Pulitzer a la Ficción, responsable también de la historia de The Cotton Club (1984), aquel convite en el que Francis Ford Coppola reemplazó a último momento a Robert Evans en la silla del director, el realizador no sólo no romantiza a la humildad forzada de la pobreza sino que no recurre a ningún golpe bajo porque todo lo que acontece en el relato obedece a la misma lógica intrínseca de una narración en donde las miserias y bajezas se condicen exactamente con la realidad y se contraponen al mundo de cartón pintado y autoaislante de los burgueses, siempre adeptos a la intolerancia más lunática, como lo demuestra la masacre del desenlace con bates, o a una convivencia a la distancia que en esencia corta diplomáticamente los lazos con lo considerado vergonzoso o incómodo a nivel comunal, todo por supuesto mezclándose con esa caridad cristiana que no resuelve nada, porque funciona como parches bien escuálidos en la caldera de la injusticia plutocrática, y que se da cita en ocasión del Reverendo Chester, la casa de los amigos de Archer o hasta el mismo clan de Francis, quienes tampoco saben del todo qué hacer con el progenitor pobre -a la par autoexiliado y expulsado a la fuerza- y por ello lavan conciencias invitándolo a comer para a posteriori reenviarlo a esas calles de las penurias de donde vino. En lo que atañe a la pareja protagónica, la película la complejiza con sutil inteligencia y naturalismo dentro de una jugada retórica en la que el hombre no sólo es perseguido por los espectros emblanquecidos de su pasado sino que además disfruta de algún que otro recuerdo placentero e hilarante de juventud como cuando una ricachona desquiciada para la que trabajaba cuidándole los caballos, Katrina Dougherty (Margaret Whitton), se le aparece desnuda y después hasta simula un desmayo adelante suyo a pura sugerencia sexual; a lo que se suma el devenir de una Helen que por un lado cae en la prostitución, por ejemplo cuando se deja toquetear por Jack para tratar de conseguir una cama o cuando masturba a Finny para “pagarle” esa noche en el auto que le evitó dormir a la gélida intemperie, o que es echada de una biblioteca cuando empieza a despotricar contra su hermano y su madre, dúo que la dejó afuera de la herencia que le había legado su progenitor, luego de toparse con una conocida bastante metiche, Nora Lawlor (Laura Esterman), y por el otro lado nos regala chispazos de su alegría de antaño mediante la maravillosa escena en la que entra en un local de venta de instrumentos musicales, donde se pone a tocar un lujoso piano de exhibición, o aquella otra estupenda secuencia en el bar de Reo en la que se imagina que su voz aún está a pleno -justo como en sus días de dar conciertos y cantar en radio, décadas atrás- y así entona He’s Me Pal (1905), compuesta por Vincent Bryan y Gus Edwards. El desempeño de Jack Nicholson y Meryl Streep es extraordinario y muy medido desde todo punto de vista, calibrado a la perfección en términos de efusividad y repliegue emocional en función de las necesidades concretas del film, sin embargo también se destacan las participaciones de Carroll Baker, Fred Gwynne, Nathan Lane, Will Zahrn, Joe Grifasi, Hy Anzell, Diane Venora y un Tom Waits en verdad supremo que hasta incluyó una magnífica canción dentro del metraje, Poor Little Lamb (1987), compuesta por él y con letra de Kennedy, luego del flashback de la muerte de Rowdy Dick, quien se la canta a Phelan en plan aleccionador/ condescendiente/ vengativo. Muy pocas veces el derrotero de los sin techo y los menesterosos en general fue retratado con este nivel de honestidad y esta falta de artificios melodramáticos por parte de Hollywood, en este sentido basta con pensar en la escena en la que saliendo del bar unos niños/ delincuentes juveniles, todos disfrazados para el Halloween de 1938, le roban 15 dólares a Archer que les había dado el hijo de Francis, Billy, una pequeña fortuna para ellos que pierden a puro maquiavelismo e insensibilidad en medio de una situación que para colmo se corona con el descubrimiento del cadáver de Sandra (Priscilla Smith), una vagabunda y alcohólica que fue puta en Alaska y que termina semi engullida por los hambrientos perros callejeros de Albany, escena que sirve para apuntalar el eje conceptual de la película y de la fotografía antipreciosista de Lauro Escorel, nos referimos a la noción de que nadie debería ser juzgado por lo que es en el presente sino por toda la vida en su totalidad, así Francis interroga a Rudy para descubrir qué fue Sandra antes de mendiga y meretriz, simplemente una niña que atesoraba su dignidad y su amor propio, dimensiones a las que el ser humano nunca renuncia del todo y que siempre anhela reconstruir más allá de las barbaridades que la sociedad o el entorno le imponga día a día…
El Amor es un Eterno Vagabundo (Ironweed, Estados Unidos, 1987)
Dirección: Héctor Babenco. Guión: William Kennedy. Elenco: Jack Nicholson, Meryl Streep, Carroll Baker, Michael O’Keefe, Diane Venora, Fred Gwynne, Tom Waits, Nathan Lane, Will Zahrn, Joe Grifasi. Producción: Keith Barish y Marcia Nasatir. Duración: 143 minutos.