En tiempos como los nuestros en los que el mainstream norteamericano y global en general evita maniáticamente la polémica o las controversias porque el dinero lo controla casi todo y la demagogia, la corrección política, la cobardía y la ausencia de verdaderas calidad y variedad son monedas corrientes, el cinéfilo inconformista de izquierda se ve obligado a regresar a las fuentes para recuperar “realizadores modelo” que han sabido sintetizar a la perfección todo aquello que amamos del séptimo arte desde el vamos, no el entretenimiento inofensivo, hueco e inerte contemporáneo sino un magma ambicioso -tanto en términos formales como temáticos y conceptuales- orientado al cuestionamiento social, ideológico, cultural, político, ontológico y económico del régimen capitalista en el que vivimos y sus múltiples crisis. En este sentido, Paul Verhoeven es, fue y siempre será uno de nuestros próceres porque ha sabido construir una carrera inmaculada y profundamente rebelde que exuda no sólo coherencia sino una fortaleza retórica impresionante que le ha ganado la condena de muchos mojigatos y capados del montón y el amor incondicional del resto, una fauna adorable que va desde el espectador ignorante promedio que sólo conoce su período profesional estadounidense hasta el cada día más diminuto público culto que buscó -y supo disfrutar de- sus etapas primigenia y tardía, la primera en su Holanda natal y la segunda de influjo europeo errante. La interrelación del sexo y el poder siempre estuvo presente en su carrera porque bajo la amalgama de violencia, maquiavelismo, imaginería prostibularia, humor negro, mucho gore y pasiones desbordantes el legendario director pensó los límites de la voluntad individual tanto dentro de lo público como en el ámbito privado ya que el dominio o sometimiento de un sujeto sobre el otro suele deberse a un lazo sadomasoquista complejo hermanado a la complicidad pasiva de la víctima y cierto placer que dependiendo de la coyuntura puede ser negado de manera maniática a pura hipocresía y estupidez, amén de ese egoísmo del victimizante que todos conocemos de sobra por los reduccionismos del acervo mainstream y su idea del verdugo todopoderoso. Sirviéndose de la honestidad del lenguaje de la pornografía para construir una posición doctrinaria furiosamente antifascista y antiautoritaria, el señor trabajó el trasfondo disruptivo de la libido humana y su capacidad para incomodar a buena parte del vulgo y de las elites en películas diversas como Delicias Holandesas (Wat Zien Ik!?, 1971), acerca de dos prostitutas de la zona roja de Ámsterdam, Delicias Turcas (Turks Fruit, 1973), sobre una pareja de amantes viscerales con desenlace trágico, Sudor Caliente (Keetje Tippel, 1975), retrato de una joven menesterosa que triunfa en el mundo de las meretrices y los migrantes rurales del Siglo XIX, Descontrol (Spetters, 1980), acerca de un trío de muchachos vinculados a las carreras de motos y su identidad sexual y de clase proletaria, El Cuarto Hombre (De Vierde Man, 1983), exploración cuasi surrealista en torno a una sutil viuda negra, Conquista Sangrienta (Flesh+Blood, 1985), parábola alrededor de un caso de Síndrome de Estocolmo en la Europa Medieval, Bajos Instintos (Basic Instinct, 1992), análisis de las redes de manipulación de una novelista y femme fatale incontrolable, Showgirls (1995), sobre el accidentado derrotero de una bella bailarina en Las Vegas, El Hombre sin Sombra (Hollow Man, 2000), reinterpretación de la historia del hombre invisible aunque ahora como un sátiro megalomaníaco, El Libro Negro (Zwartboek, 2006), acerca de la infiltración íntima -muy íntima en serio- de la resistencia holandesa en los mandos de esos Países Bajos ocupados por la Alemania nazi, Engañado (Steekspel, 2012), sobre un ejecutivo casado que se enfrenta al embarazo de su amante, Ella (Elle, 2016), estudio psicológico de una oligarca del empresariado que sufre una violación y se propone identificar/ hallar por cuenta propia al responsable enmascarado del ataque, y Benedetta (2021), retrato de una monja lesbiana de los Siglos XVI y XVII que se debate entre los delirios místicos y la pugna hegemónica eclesiástica. El resto de la filmografía de Verhoeven, léase El Soldado de Orange (Soldaat van Oranje, 1977), primera incursión en la resistencia neerlandesa por parte del genio, RoboCop (1987), denuncia de la voracidad neoliberal y la privatización de la seguridad pública, El Vengador del Futuro (Total Recall, 1990), odisea en torno al colonialismo, el contraespionaje y el lavado de cerebro, e Invasión (Starship Troopers, 1997), lectura muy sardónica sobre la propensión a inventar enemigos y a demonizarlos hasta el absurdo, también incorpora ingredientes aislados del film noir de cadencia erótica y/ o terrorista aunque está más cerca de la parodia del militarismo, el statu quo y el chauvinismo populista y represivo actual a través de unas hipérboles formales más volcadas a las carnicerías y a la pompa hipnótica del cine de acción que a la anatomía de los protagonistas en sí, algarabía sensual que por cierto lo ha convertido con el transcurso de las décadas en uno de los pocos directores que han sabido trasladar el carnaval sexploitation de los 60 y 70 hacia un cine valioso que combinase la efervescencia carnal con un discurso muy inteligente de impronta antiinstitucional y anticapitalista, donde el realismo más crudo señala el quid pútrido del ser humano -todos son una mierda y cuanto más se victimizan y más se autodefinen como dueños de la verdad, más mierda son y más barbaridades suelen cometer- mientras se piensa a la estratificación plutocrática y la miseria/ pobreza que ella genera en términos de un grotesco, un relativismo moral y una insurrección permanente que nos han regalado tesoros cinematográficos perennes, de una maestría narrativa y de una capacidad de shock como pocas veces se ha visto en nuestra cultura posmoderna de masas.
Índice:
Delicias Holandesas (Wat Zien Ik!?, 1971):
Verhoeven ya había realizado unos cuantos cortos, tanto documentales como ficcionales, tanto para el sistema público como para su homólogo privado y tanto cinematográficos como destinados a la televisión comercial, cuando encara su primer largometraje, Delicias Holandesas (Wat Zien Ik!?, 1971), junto al que sería de aquí en más su socio fundamental detrás de cámaras en su etapa neerlandesa primigenia, el guionista Gerard Soeteman, con quien había trabajado en su primer gran éxito vernáculo, la serie televisiva Floris (1969), faena de acción y aventuras ambientada en el Siglo XVI y protagonizada por otro futuro asiduo del staff del amigo Paul, el inefable Rutger Hauer. La película, en esencia un trabajo alimenticio y de corte semi exploitation que originalmente se había pensado como una propuesta pornográfica softcore, está inspirada en un par de novelas sobre prostitución de Albert Mol, ¿Qué Tenemos Aquí? (Wat Zien Ik!?, 1965) y Cabello desde Arriba (Haar van Boven, 1968), y funciona como una típica comedia erótica de impronta farsesca del acervo holandés de las décadas del 60 y 70, aunque definitivamente muchísimo más anarquista y dinámica que de costumbre por la intervención de un Verhoeven que anticipa una buena tanda de sus rasgos futuros como cineasta en sintonía con la voluptuosidad femenina, la suciedad permanente, el amor histérico o desenfrenado, una edición muy ágil, la comida erotizada y/ o como sinónimo de peleas, toda esa efusividad desquiciada masculina, el sexo ultra desinhibido, la violencia furtiva, una narración algo episódica y el culto al grotesco, la fisiología más desvergonzada y las fantasías libidinosas como un campo a la par peligroso y muy excitante de la vida. El núcleo del relato es la amistad entre dos furcias del Barrio Rojo de Ámsterdam, Greet (Ronnie Bierman) y Nel (Sylvia de Leur), así la primera desarrolla una relación romántica con un hombre casado al que no le hace pagar porque se enamora, Piet (Piet Römer), y la segunda arrastra un vínculo parasitario con un sujeto bastante violento que de todos modos la quiere mucho, Sjaak (Jules Hamel), especie de proxeneta obsesionado con la posibilidad de salir a pescar con los artilugios que compra el dinero ganado por Nel. Mientras que Greet se especializa en juegos de roles con los clientes que implican ponerse en el lugar de una bruja, una maestra de escuela, una gallina con plumas en su cuerpo, una mujer fallecida, una “dueña de casa” que adora la limpieza e incluso una cirujana, la historia en sí nos presenta su eventual fracaso en el amor, debido a su carácter burdo y el embarazo de la esposa de Piet (Femke Boersma), lo que provoca la separación inmediata de los amantes por la idea del hombre de privilegiar a la familia por venir, algo similar a lo que ocurre con Nel aunque en una versión invertida, quien primero se inscribe en una agencia matrimonial, movida que deriva en el encuentro frustrado con el mojigato Van Schaveren (el propio Mol), y a posteriori conoce por azar a un vendedor de pociones mágicas quitamanchas, Bob (Bernhard Droog), del cual se enamora a pesar de ser muy aburrido y con quien se casa luego de quedar embarazada diciéndole que es una costurera, lo que sella la separación de Sjaak. Como muchas de las propuestas picarescas de aquel período, Delicias Holandesas construye un trasfondo conservador pro parentela tradicional que paradójicamente choca con el desfile de situaciones eróticas, no obstante Verhoeven respeta mucho a los personajes y no los juzga en su frenesí vital/ laboral/ romántico con el objetivo de “dejarlos ser”, estrategia ideológica y discursiva que será crucial a futuro y que en esta oportunidad toma la forma de destilar simpatía tanto hacia Greet, hembra siempre exitosa en el lenocinio que en el final sigue ejerciendo la prostitución en completa soledad y autonomía, como hacia Nel, una muchacha gordita que tenía sexo por poco dinero o con ancianos, que ayudaba a su compañera en la escenificación de las fantasías lujuriosas y que en las postrimerías de la faena se retira del oficio para convertirse en madre y esposa en otra ciudad, Eindhoven. Entre el elogio de la vulgaridad y las meretrices con un corazón de oro y una sátira tácita de los puritanos e hipócritas, la ópera prima del director es un opus derivativo y errático aunque entretenido, muy bien actuado por Bierman y De Leur y mejor musicalizado por Jack Trombey y fotografiado por Jan de Bont, este último otro señor que tendría una carrera hollywoodense en las décadas por venir y que asimismo se acopla a la perfección a este retrato muy honesto, sarcástico y nada romantizado sobre la profesión más antigua del mundo, a mitad de camino entre Billy Wilder, Russ Meyer y Jacques Demy.
Delicias Holandesas (Wat Zien Ik!?, Países Bajos, 1971)
Dirección: Paul Verhoeven. Guión: Gerard Soeteman. Elenco: Ronnie Bierman, Sylvia de Leur, Piet Römer, Jules Hamel, Bernhard Droog, Albert Mol, Femke Boersma, Eric van Ingen, Wim Kouwenhoven, Ton Lensink. Producción: Rob Houwer. Duración: 86 minutos.
Delicias Turcas (Turks Fruit, 1973):
Acerca de Delicias Turcas (Turks Fruit, 1973) se suele decir que es una suerte de versión desinhibida y con ribetes hiper libidinosos de Love Story (1970) y algo de cierto hay porque más allá de las similitudes conceptuales, sobre todo en el campo del amor intenso con final trágico irremediable, ambos films tocaron una fibra muy íntima del público de su tiempo y resultaron inmensamente exitosos en la taquilla, el opus de Arthur Hiller a escala planetaria -como siempre corresponde al imperialismo hollywoodense- y el de Verhoeven a nivel vernáculo, siendo de hecho la obra más exitosa de la historia del cine holandés hasta el día de hoy porque literalmente fue vista en salas por poco menos de un tercio de la población total de la época del país. Si bien Delicias Holandesas (Wat Zien Ik!?, 1971) ya presagiaba la fascinación del director con el impulso sexual fastuoso como herramienta que empareja a todas las clases sociales, tanto los parásitos de las elites capitalistas como los esclavos de los estratos populares, condición democratizadora irónica que la libido comparte con el óbito, éste otro componente crucial del cine del neerlandés ya sea en términos de repulsa o atracción progresiva a lo pulsión de muerte, en realidad es en el segundo largometraje del señor donde explota el lenguaje del porno mediante la constante genitalidad y los desnudos en general, esos intercambios verbales soeces, una ritualidad sexual entre natural y farsesca, la ausencia de romanticismo burgués baladí y de su acepción proletaria hiper familiera, la presencia de coitos aparatosos y efusivos, un trabajo de cámara de tipo crudo/ estrafalario/ anatómico y por supuesto esa burla o denuncia de los imbéciles del poder y los diletantes de todo lo considerado sagrado por la sociedad y su conservadurismo. Nuevamente trabajando con el director de fotografía Jan de Bont y el guionista Gerard Soeteman, aquí adaptando la novela homónima de 1969 de Jan Wolkers, Verhoeven construye por un lado una oda a la libertad de la juventud y su algarabía fatalista, una y otra vez abrazando el patetismo cíclico de una tragedia griega con pinceladas de humor negro, y por el otro lado, en simultáneo, una realización muy valiente y astuta que lleva al sexploitation de aquel período histórico hacia la honestidad emocional y erótica formal más desnuda, por cierto una jugada retórica de lo más inusual en el cinismo de los años 70 ya que retiene con igual maestría la seriedad para los instantes devastadores y el tono mordaz para las críticas conscientes contra el statu quo institucional y hogareño. La trama es muy simple y se narra en primera instancia en forma de racconto o narración retrospectiva, empezando con un escultor y dibujante de vida bohemia, Eric Vonk (Rutger Hauer), entregándose en Ámsterdam a la promiscuidad, la misoginia y una serie de fantasías homicidas que se centran en su ex esposa, Olga Stapels (Monique van de Ven, pareja en ciernes de De Bont), y su amante, lo que eventualmente nos conduce a dos años atrás cuando la dupla se conoce en la carretera porque él terminaba un encargo estatal en Limburgo y hacía autostop, siendo llevado por una Olga con la que tiene sexo para después protagonizar un accidente automovilístico en el que ambos resultan muy lastimados, amén de un episodio cómico y doloroso previo centrado en el pene de Eric atascado en la cremallera del pantalón. La pareja es resistida por la madre de ella (Tonny Huurdeman), quien desaprueba el poco dinero que gana el joven con la venta de sus obras, y festejada por el padre (Wim van den Brink), sujeto muy afable que encabeza un negocio familiar de venta de electrodomésticos, así las ansias de independencia de Stapels sellan el casamiento y juntos experimentan una etapa de felicidad que se corta con el fallecimiento del progenitor, el carácter infantilizado de Olga y su affaire con un invitado a una fiesta familiar en la que todos están borrachos y se comportan como energúmenos descerebrados menos Vonk. Mucha violencia e histeria de por medio, el matrimonio se separa, regresamos al comienzo del film y ella parte al exilio en Estados Unidos con un hombre mayor y rico, produciéndose tiempo después un reencuentro azaroso entre ambos en Ámsterdam que deriva en tragedia cuando la chica sufre un colapso en un café y un médico amigo de Eric, Paul (Dolf de Vries), identifica un tumor cerebral que no puede ser removido al cien por ciento vía cirugía. Olga termina falleciendo en el hospital de turno luego de degustar unas delicias turcas y de ponerse una peluca pelirroja que le lleva su ex, quien en el desenlace arroja la cabellera artificial a la basura para ser compactada con otras cosillas desechadas. Verhoeven consigue actuaciones brillantes y descarnadas de los dos intérpretes principales, la debutante Van de Ven y el genial Hauer, hoy en su primer trabajo para la gran pantalla, y no se contiene para nada ni en términos de las escenas cuasi surrealistas (tanto aquellas homicidas -con golpes de una maza, una pistola y estrangulamiento símil garrote vil- como esa mucho más leve con el personaje de Wim van den Brink totalmente feliz en su propio funeral, a lo que se suma una secuencia ambigua correspondiente a la infidelidad de Olga en la fiesta, la cual también es imaginada por Vonk aunque en este caso resulta ser real) ni en materia de la catarata de fluidos y sorpresas adicionales varias que ofrece el relato en sí (hablamos de sangre, semen, excrementos, orina, vómitos, saliva, mocos, gusanos e incluso líquido amniótico por el trabajo de parto de una hembra durante el casorio en el registro civil). Es precisamente la visceralidad del registro dramático la que genera la empatía del espectador gracias a la intimidad inusitada alcanzada en lo que atañe a la convivencia de la pareja, planteo que también acentúa y sostiene el desarrollo de personajes porque los gestos pueriles de ella, como chuparse el dedo gordo de la mano derecha o decirle “mami” a la bruja de su progenitora, son símbolos a la par de su idiosincrasia caprichosa y del horroroso cáncer por venir, del mismo modo la trama nos presenta la metamorfosis de Eric desde el sujeto impredecible y algo mucho delirante de la primera fase del cariño compartido hacia la “lección aprendida” de la última parte de la historia, eso de no encerrar a lo que se ama, detalle que se hace explícito mediante la alegoría de la gaviota herida que cuida en su hogar y a posteriori libera a orillas del mar. En el terreno de los villanos que representan a las tradiciones fascistoides que se oponían a esta contracultura terrorista que había dejado la muerte del hippismo de los 60, encontramos al gerente del negocio de los Stapels (Hans Boskamp), sujeto que hace de proxeneta ya que se da a entender que se acostó tanto con la madre como con la hija, y al mismo personaje de Huurdeman, una arpía maquiavélica que luce atuendos holandeses folklóricos, le limpia el culo a un caniche negro que tiene después de cagar, se hace tomar fotos con el cadáver del marido y una cara de seudo afligida y para colmo llegó a decirle a su hija, cuando niña, que la mocosa le quitó un pecho al darle de mamar cuando en realidad se sometió a una mastectomía por un tumor. Primera verdadera montaña rusa visual y temática del cine del director, Delicias Turcas es una obra maestra del melodrama romántico más ampuloso, adictivo y desprejuiciado, ese que se lleva puestos a los mojigatos para meterles bien el dedo en el culo, algo de semen y hasta quizás una flor.
Delicias Turcas (Turks Fruit, Países Bajos, 1973)
Dirección: Paul Verhoeven. Guión: Gerard Soeteman. Elenco: Rutger Hauer, Monique van de Ven, Tonny Huurdeman, Wim van den Brink, Hans Boskamp, Dolf de Vries, Manfred de Graaf, Dick Scheffer, Marjol Flore, Bert Dijkstra. Producción: Rob Houwer. Duración: 103 minutos.
Sudor Caliente (Keetje Tippel, 1975):
La primera propuesta de época para la gran pantalla de Verhoeven, Sudor Caliente (Keetje Tippel, 1975), tiene de antecedente a la serie televisiva del realizador para la cadena pública NTR, Floris (1969), trabajo que de todas formas se diferencia sustancialmente porque estaba orientado en primera instancia a los jóvenes y obedecía a un formato narrativo de aventuras y acción símil relato de caballería con detalles corrosivos. En esencia esta nueva colaboración entre el director y Gerard Soeteman es una epopeya netamente de izquierda que se sirve de determinados latiguillos conceptuales, como el sustrato corruptor del dinero, el rol erotizante de los cuerpos femeninos y la cultura de la explotación sistemática de los marginados o “menos favorecidos” en la estratificación plutocrática de la sociedad, para retratar desde el lenguaje del sexploitation las múltiples penurias, discriminación, miseria, vejaciones y atropellos que padecieron en los Países Bajos los migrantes internos que a fines del Siglo XIX se trasladaron desde el campo, empobrecido por el auge industrial y la solidificación de latifundios de la oligarquía agraria, hacia las metrópolis en pos de mejores condiciones de vida y el sueño de escaparle a la pobreza absoluta, lo que desde ya derivó en una catarata de frustraciones y canibalismo que puso en primer plano tanto la ausencia del Estado como el ventajismo cruzado dentro de cada una de las capas comunitarias europeas y entre ellas. El martirio en cuestión no es otro que el de la muchacha del título original, Keetje Tippel, en la piel de una estupenda Monique van de Ven que ya había debutado en Delicias Turcas (Turks Fruit, 1973), álter ego de Cornelia Hubertina “Neel” Doff (1858-1942), parte de una familia conformada por sus padres y ocho hermanos adicionales que recorrió ciudades como Ámsterdam, Amberes y Bruselas en búsqueda de una riqueza que sólo encontraría la susodicha, quien fue llevada a la prostitución por su progenitora para alimentar al resto de la prole hasta que logró independizarse posando para pintores belgas de renombre y casándose primero con Fernand Brouez, un ricachón de ideología socialista, y luego con Georges Serigiers, un abogado también de buen pasar económico, amigo del clan de Brouez y editor de la revista comunista La Nueva Sociedad (La Société Nouvelle) que terminaría falleciendo en 1900 de sífilis. Basándose en las humillaciones y el ascenso angustioso hacia la alta burguesía de Neel Doff, faena retratada en una trilogía de novelas autobiográficas, léase Días de Hambre y Miseria (Jours de Famine et de Détresse, 1911), Keetje (1919) y Keetje Trottin (1921), trabajos que por cierto le ganaron a su autora una supuesta consideración para el Premio Nobel y comparaciones con Fiódor Dostoyevski, Émile Zola y Sidonie-Gabrielle Colette, Soeteman construye una odisea testimonial que arranca con la llegada esperanzada por mar de la familia Tippel a Ámsterdam, en el año 1881 y proveniente del pueblo de Stavoren, y su alojamiento en una construcción derruida que suele inundarse, preludio para una serie de problemas laborales y hogareños que se resumen en la eterna necesidad de la madre (Andrea Domburg) de tener que cuidar a sus numerosas crías más pequeñas, la obtención y luego pérdida de un puesto en un establo por parte del progenitor (Jan Blaaser), el comienzo en la prostitución de la hermana mayor de la protagonista, Mina (Hannah de Leeuwe), quien pronto derrapa hacia el alcoholismo y es echada del burdel, la ocasional caída en la mendicidad y la pedofilia de los hijos de menor edad, siempre recorriendo las calles de la ciudad detrás de una moneda, y los infortunios de la mismísima Keetje, una muchacha virgen que se niega a tener sexo con su primer jefe, el mandamás en una tintorería ultra tóxica, y es violada por su segundo patrón, dueño de una tienda de venta de sombreros, a cuya vidriera la adolescente arroja un ladrillo en venganza. Luego de robar pan por pura hambre, ser golpeada por la policía y tener que acostarse con un matasanos en el hospital de turno para que le ofrezca las medicinas correspondientes por una tuberculosis en ciernes, Tippel es obligada a dedicarse al lenocinio por su progenitora y se convierte en modelo para los cuadros de un pintor socialista, George (Peter Faber), a su vez amigo de dos burgueses que se disputan su corazón y se ubican en las antípodas a nivel doctrinario, Hugo (un reaparecido Rutger Hauer, aquí en un rol mucho menor con respecto al de Delicias Turcas), un empleado bancario trepador y superficial que la quiere como divertimento pasajero, y André (Eddie Brugman), el oligarca de buen corazón que hace las veces de Brouez y milita en el comunismo aguerrido de entonces, ese que choca con el establishment aristocrático, fabril y comercial más retrógrado y esclavista. El que gana en un inicio es Hugo, quien la transforma en una dama de sociedad con una mejor nutrición, vestidos elegantes y clases de equitación que le permiten abandonar definitivamente el ambiente sórdido de su parentela, sin embargo el usurero quiere más dinero y la envía como espía a las zonas marginales de Ámsterdam, para que identifique los negocios exitosos a los que se les podría conceder préstamos, y a posteriori la expulsa de su departamento cuando se compromete con la hija del director del banco donde trabaja, unión que califica como “por conveniencia”. Hastiada de ser usada y descartada por casi todos, Tippel se suma a una manifestación socialista nocturna en reclamo de trabajo y mejores condiciones para las masas de menesterosos pero termina siendo testigo de la represión brutal de la policía y una herida de bala de André, a quien junto a George ayuda a subir a un carruaje para trasladarlo a su mansión bucólica, gesto que confirma sus convicciones de izquierda y en simultáneo su periplo desde la degradación hasta el lujo y la comodidad. El personaje de Hauer en Sudor Caliente puede interpretarse como el apuesto exacto con respecto a su Eric Vonk de Delicias Turcas porque donde aquel era un ejemplo del cambio revolucionario hoy su Hugo es un símbolo del oportunismo más nauseabundo y cínico y de esa especulación capitalista marca registrada, lo mismo podría decirse de la representación del oficio de las trabajadoras sexuales porque aquellas “prostitutas de buen corazón” de Delicias Holandesas (Wat Zien Ik!?, 1971), Greet (Ronnie Bierman) y Nel (Sylvia de Leur), aquí mutan en la repugnante Mina, puta que basurea a sus padres y hermanos, reclama más comida en la casa familiar, tira como si nada en el inodoro un cachorro adoptado que se ahogó en una inundación y para colmo se limpia el culo con las páginas de una novela adorada por la protagonista, Veinte Mil Leguas de Viaje Submarino (Vingt Mille Lieues sous les Mers, 1870), de Julio Verne. La sociedad de las apariencias y la exclusión, cuya contracara es la militancia comunista, y el sexo como moneda de cambio e imposición de voluntades ajenas, con la belleza como principal bien/ valor femenino, en el relato están complementados por una perspectiva profundamente desromantizadora o antiidílica en lo que atañe a la hipotética solidaridad entre los explotados (las burlas y el acoso de las compañeras de Keetje en la tintorería son un buen testimonio de ello), el necesario pero inexistente cariño o protección a instancias de su propia parentela (la antropofagia se mueve campante dentro del clan porque madre y padre no sólo se desentienden en gran medida de los purretes sino que los conducen al lenocinio o los tratan como mano de obra esclava a su servicio) y el asidero o conocimiento real de los intelectuales burgueses en lo referido al padecimiento popular (George, Hugo y André, más allá de una ideología compartida o no, habitan en burbujas herméticas sin la sabiduría de esa praxis desesperante correspondiente al vulgo). Amén del muy buen trabajo en fotografía del habitual Jan de Bont y la excelente música de Rogier van Otterloo, este último el mismo de Delicias Turcas, el responsable fundamental del éxito del film vuelve a ser un Verhoeven que por un lado deja su firma visceral en diversos detalles siempre coloridos, en línea con el famoso beso con lenguas de chocolate entre los personajes de Van de Ven y Hauer y la succión de sangre de Tippel del desenlace sobre la herida en la frente de André, y por el otro lado se hace un festín con el retrato inclemente y perspicaz del acecho hacia la protagonista y sus allegados, desde el marinero del inicio, el dueño de la tintorería, los clientes del burdel o la calle y el sombrerero hasta el médico, una lesbiana del hospital, algún que otro pederasta citadino y el trío de amigos burgueses que deambulan entre la condescendencia y el sarcasmo implícito. La suciedad más la libido más el amor agridulce conforman un combo explosivo que elogia el carácter camaleónico de las mujeres, cuando de sobrevivir o salirse con la suya se trata, e indaga en las paradojas de la lucha contra el hambre, con el robo, la opresión social y la dignidad en crisis de por medio.
Sudor Caliente (Keetje Tippel, Países Bajos, 1975)
Dirección: Paul Verhoeven. Guión: Gerard Soeteman. Elenco: Monique van de Ven, Rutger Hauer, Andrea Domburg, Hannah de Leeuwe, Jan Blaaser, Eddie Brugman, Peter Faber, Mart Gevers, Riet Henius, Walter Kous. Producción: Rob Houwer. Duración: 103 minutos.
El Soldado de Orange (Soldaat van Oranje, 1977):
El Soldado de Orange (Soldaat van Oranje, 1977) termina de dañar la relación existente entre Verhoeven y el que había sido su productor hasta entonces, Rob Houwer, vínculo que ya venía estropeado por diversos desacuerdos en materia de los tres largometrajes previos y que aquí termina de quebrarse -aunque no de manera terminal, como lo demostraría una colaboración más, El Cuarto Hombre (De Vierde Man, 1983), la última del lote- debido a la idea del productor de reeditar la película para el mercado internacional sin consultarle al realizador y para colmo podándole aproximadamente una hora de metraje con el objetivo de privilegiar las escenas de acción por sobre el desarrollo de personajes y todo el contexto histórico en lo referido a la ocupación nazi de Holanda durante la Segunda Guerra Mundial, algo que estuvo a punto de arruinar la carrera de un Verhoeven que esperaba pegar el salto hacia el mercado global, después de la épica que nos ocupa, de la mano del enorme aparato productivo hollywoodense y así podría haber sido si no fuese por la intervención salvadora de Dan Ireland, amigo del cineasta y director del Festival Internacional de Cine de Seattle, un sujeto que conocía los trabajos anteriores de Verhoeven y ya había proyectado el corte original de la película en una jugada que logró convencer a la distribuidora norteamericana de turno, The International Picture Show Company, de estrenar en yanquilandia la versión del director. La importancia de El Soldado de Orange, en este sentido, es inconmensurable porque más allá del doble hecho de que fue la faena neerlandesa más cara de su tiempo y la más vista de aquel 1977 en la taquilla local, el tamaño de la producción y la calidad lograda sirvieron como carta de presentación automática para el tremendo Paul dentro del sistema de estudios mainstream de Estados Unidos, llegando incluso a eventualmente ser vista por uno de los principales magnates de la época, Steven Spielberg. El guión del infaltable Gerard Soeteman, aquí recibiendo ayuda de Kees Holierhoek y el mismo Verhoeven, está basado en las memorias homónimas de 1971 de Erik Hazelhoff Roelfzema, las cuales a su vez eran una segunda versión -corregida y con un prólogo escrito por el Príncipe Bernardo de Lippe-Biesterfeld de los Países Bajos- de un libro que había sido publicado bajo el título original de La Cueva de la Serpiente de Cascabel (Het Hol van de Ratelslang, 1970), en esencia un bestseller vernáculo en su segunda encarnación por parte de un héroe de guerra holandés que pasó de ser un estudiante de abogacía, en el período justo previo al estallido de la contienda, a convertirse en espía al servicio de la resistencia antinazi, piloto en la Real Fuerza Aérea del Reino Unido y adjunto/ asistente de la Reina Guillermina de los Países Bajos, de hecho acompañándola en su regreso de marzo de 1945 a la nación luego de su patética huida, primero viviendo en el exilio en Ottawa y después en Londres, con motivo de la vergonzosa intervención de las fuerzas armadas neerlandesas al inicio del conflicto, cuando la maquinaría de guerra de los alemanes sometió al país en tres días mediante un bombardeo sobre Róterdam, lo que selló la rendición incondicional el 15 de mayo de 1940. El protagonista es el álter ego de Roelfzema, Erik Lanshof (Rutger Hauer), alumno de la Facultad de Derecho de la Universidad de Leiden que pronto se une a un grupo polimorfo de amigos y compañeros estudiantes, ese compuesto además por Guus LeJeune (Jeroen Krabbé), Jan Weinberg (Huib Rooymans), Robby Froost (Eddy Habbema), Alex (Derek de Lint) y Jacques ten Brinck (Dolf de Vries). A posteriori de un flashforward introductorio a lo falso noticiero de la época sobre el regreso de Guillermina a Holanda, técnica irónica que sería retomada por el cineasta a futuro, la trama salta hacia las postrimerías de la década del 30 cuando Lanshof y LeJeune se hacen amigos después de que este último, en un ritual de iniciación de fraternidad, le estampase una olla de fideos en la cabeza al primero al punto de lastimarle el cráneo seriamente. En un primer momento los muchachos consideran a la guerra una fuente de emoción o divertimento aunque la rauda rendición, las masacres y el hostigamiento cruzado entre colaboracionistas y opositores a las fuerzas de ocupación los impulsa a enlistarse en el ejército, como un Alex que lucha en favor de los nazis porque su madre es germana, a ayudar al gobierno en el exilio londinense, como ese Robby que opera un transmisor de radio al servicio de la resistencia, y a defender a los judíos holandeses hostigados por los invasores y sus cómplices, precisamente el caso del boxeador y también hebreo Jan, quien golpea a dos fascistas que amedrentaban a un vendedor ambulante judío. Robby le ofrece una salida aérea hacia Londres a Erik pero éste se la cede al fugitivo Jan, el cual termina capturado por los nazis y a disposición del maquiavélico Geisman (Reinhard Kolldehoff) y su oficial torturador experto, Breitner (Rijk de Gooyer), un dúo que planta el rumor de que el Eje tiene un espía entre la comitiva de Guillermina (Andrea Domburg), un tal Van der Zanden (Guus Hermus), hombre de confianza y encargado de la seguridad de la reina. Lanshof termina arrestado en una redada al azar, luego de que LeJeune le entregase los negativos de unas fotos de un búnker alemán, y por Código Morse -vía las cañerías de la prisión- se entera por Weinberg que Van der Zanden es un traidor a desenmascarar, lo que deriva en el fusilamiento de Jan en unas dunas y en la obsesión de Erik, liberado para ser seguido de cerca, con trasladarse a Inglaterra y asesinar al allegado de la monarca. Guus y el protagonista logran viajar a Londres a través de un carguero suizo y descubren que el supuesto topo no lo es porque dirige la contrainteligencia neerlandesa desde las sombras, así ambos reciben el encargo de parte de la reina de sacar de Holanda a los principales líderes políticos y militares de la resistencia para que la acompañen y asistan en Londres, una operación secreta que deriva en desastre mayúsculo porque casi todos son asesinados por la traición de Froost, operador de radio chantajeado por los nazis para que sirva a sus propósitos a condición de que no envíen a su prometida de origen hebreo, Esther (Belinda Meuldijk), a un campo de concentración en Polonia. LeJeune, que logra escapar al igual que Lanshof de la trampa, mata en la calle de tres disparos a Robby y es apresado, torturado y guillotinado por los alemanes y sus colaboradores holandeses. Erik hace trampa con un cristal oculto para su examen oftalmológico y logra sumarse a la Real Fuerza Aérea de los británicos, participando en misiones varias de bombardeo sobre Alemania que generan su nombramiento como adjunto de Guillermina en los momentos previos y durante su vuelta al país después de cinco largos años en el extranjero. Con Alex habiendo fallecido por una granada que le arrojó un niño en una letrina, muchacho al que le había escamoteado algo de comida en el frente de batalla, el héroe en el epílogo del relato se reúne en Leiden con el único otro sobreviviente del grupo de seis amigos del inicio, el algo anodino Jacques ten Brinck. La propuesta de Verhoeven funciona como una de esas raras películas perfectas que desde una naturalidad envidiable se las arreglan para combinar géneros a lo loco, en esta ocasión el bildungsroman o historia de aprendizaje, la epopeya bélica, el cine de espionaje modelo resistencia dolorosa, la tragedia de aventuras, la película coral de desintegración de la amistad a lo Érase una vez en América (Once Upon a Time in America, 1984), de Sergio Leone, la alegoría sobre la militancia y la perfidia e incluso el convite romántico y erótico de impronta bien melodramática, pensemos en los dos triángulos que se forman teniendo por eje al protagonista, aquel entre él, Robby y Esther, correspondiente a la primera fase del torbellino de la guerra, y ese otro posterior entre Erik, Guus y Susan (Susan Penhaligon), soldado y secretaria del principal enlace entre los holandeses en Inglaterra y la inteligencia inglesa, el Coronel Rafelli (Edward Fox). Retomando la masculinidad contradictoria y avasallante de la producción artística de gente como Sam Peckinpah, John Huston, Robert Aldrich, Don Siegel y Samuel Fuller, y desde ya pinceladas de la resistencia amarga de El Ejército de las Sombras (L’Armée des Ombres, 1969), de Jean-Pierre Melville, el fascismo y sus pactos faustianos de El Conformista (Il Conformista, 1970), de Bernardo Bertolucci, y el nazisploitation primigenio de La Caída de los Dioses (La Caduta degli Dei, 1969), de Luchino Visconti, el realizador piensa a un espionaje que de juego temerario del ámbito público muta en debacle íntima que se va ramificando hacia las traiciones -románticas o bélicas- por dinero, ideología, tormentos, capricho anímico o disuasión combinada y hacia la necesidad de comprender el valor de la información, los chismes y la falsedad en un régimen de tipo fascista y en esta misma contrainteligencia en tanto gremio muy sucio y ruin. El tono chauvinista jocoso y/ o desfachatado de El Soldado de Orange, perspectiva discursiva que asimismo iría a parar a muchos trabajos futuros de Verhoeven, pasa de la cruel persecución contra civiles alemanes y su homóloga contra holandeses judíos a la ridiculización tácita de la lacra popular, aristocrática, castrense, política y empresarial que se rindió frente a los nazis sin ofrecer mayor resistencia y después pasó a colaborar con la actitud del esclavo feliz ante el amo incuestionable, planteo que además incluye un insólito retrato de la reina como una soberana endeble e inofensiva y de la inutilidad absoluta de las diversas maniobras de sabotaje recíproco de los servicios de inteligencia, denuncia por lo bajo -símil el exquisito cinismo testimonial de John le Carré- en torno al empleo de espías improvisados para pavadas que mantengan ocupada a la facción contraria. Verhoeven, como decíamos, no puede con su genio y a los cuerpos desnudos de siempre hoy se suma una adorable fecalofilia que toma la forma de aquel balde de excrementos en la celda de Lanshof, su papel higiénico escrito con mierda y por supuesto la granada en el cagadero que le vuela el culo y la vida a Alex, paradójicamente el amigo más fiel y sincero de Erik porque entre ambos nada se ocultan ni llegan a traicionarse en ningún momento más allá del detalle de situarse en bandos antagónicos en pugna, lo que por cierto desencadena una excelente escena que pinta de pies a cabeza el caos y las contradicciones del conflicto, aquella del saludo entre los dos en la multitud de un desfile militar, apenas una palma al aire y un brazo extendido que la concurrencia interpreta como el típico ademán hitleriano; amén de otras “marcas autorales” como la sopa de fideos en la cabeza del futuro abogado, algún que otro pie amputado por una bomba, restos de un cerebro chorreando sobre una puerta, aquella tortura nazi con enema, escupitajos del montón, un lindo “abrazo de barro”, unas moscas aplastadas con un lápiz, algún que otro cuerpo aceitado, un tango bailado entre hombres y hasta un mínimo verdugueo en una fiesta elegante con una Cruz de Hierro que Alex obtuvo por destruir un tanque ruso. La epopeya, sin duda una de las mejores películas de guerra -y en especial sobre los movimientos de resistencia en general- jamás filmada, incluye un gran desempeño por parte de Rogier van Otterloo en música, Jost Vacano en la genial fotografía, Jane Seitz en montaje, Roland de Groot en dirección de arte, Elly Claus en vestuario y de todo el elenco de intérpretes, destacándose lo hecho por los maravillosos Hauer y Krabbé, actores fetiche de un Verhoeven certero y muy astuto que señala la farsa de la democracia neerlandesa del pasado y por venir, siempre arrastrando a una monarquía parasitaria fetichizada, y la paranoia de las elites dirigentes sobre una posible participación socialista en la estructura estatal de la posguerra, panorama que se tradujo en un cogobierno entre el Partido Popular Católico, el Partido del Trabajo y ese Partido Antirrevolucionario.
El Soldado de Orange (Soldaat van Oranje, Países Bajos, 1977)
Dirección: Paul Verhoeven. Guión: Gerard Soeteman, Paul Verhoeven y Kees Holierhoek. Elenco: Rutger Hauer, Jeroen Krabbé, Susan Penhaligon, Edward Fox, Derek de Lint, Huib Rooymans, Dolf de Vries, Eddy Habbema, Belinda Meuldijk, Reinhard Kolldehoff. Producción: Rob Houwer. Duración: 147 minutos.
Producida por Joop van den Ende a partir de un guión de Gerard Soeteman que por primera vez no estuvo basado en material preexistente alguno, Descontrol (Spetters, 1980) fue la película que terminó de convencer a Verhoeven de la necesidad de marcharse de los Países Bajos, a lo que se suma desde ya la gran llegada global de El Soldado de Orange (Soldaat van Oranje, 1977), debido a las condenas que despertó entre la fauna cinéfila, mediática, social y política de Holanda en relación a una paranoia amiga de la censura o la inquisición lisa y llana que desde la corrección política más nauseabunda, esa delirante de los imbéciles que se abogan ser un bastión de la moral pública, creía ver en el film rasgos misóginos y homofóbicos o exageraba su ira ante la multitud de dardos contra los cristianos, los medios de comunicación, el deporte masivo y hasta la autoindulgencia de los discapacitados. En apariencia deudora de la tradición anglosajona de los motociclistas forajidos o existenciales de El Salvaje (The Wild One, 1953), opus de Laslo Benedek, Motorpsycho (1965), de Russ Meyer, Los Ángeles Salvajes (The Wild Angels, 1966), de Roger Corman, Nacidos para Perder (The Born Losers, 1967), de Tom Laughlin, La Chica de la Motocicleta (The Girl on a Motorcycle, 1968), de Jack Cardiff, Los Siete Salvajes (The Savage Seven, 1968), de Richard Rush, Busco mi Destino (Easy Rider, 1969), de Dennis Hopper, Electra Glide in Blue (1973), de James William Guercio, Stone (1974), de Sandy Harbutt, Mad Max (1979), de George Miller, y la apenas posterior El Desamor (The Loveless, 1981), debut de Kathryn Bigelow y Monty Montgomery, la propuesta constituye un caso bastante extraño dentro de la trayectoria del neerlandés porque funciona como una cruza entre el bildungsroman o faena de aprendizaje, el cine deportivo, su paradigmático melodrama visceral, la fábula de ascenso en la escalera plutocrática social y sobre todo aquella corriente de fines de los 70 y principios de los 80 que se propuso retratar al punk, a los alienados autodestructivos y/ o a la juventud rebelde amante de las pandillas de aquel tiempo, pensemos en ejemplos como Taxi Driver (1976), de Martin Scorsese, Tormenta Arrolladora (Rolling Thunder, 1977), de John Flynn, En el Abismo (Over the Edge, 1979), de Jonathan Kaplan, Hardcore (1979), de Paul Schrader, Los Guerreros (The Warriors, 1979), de Walter Hill, Noches de Bulevar (Boulevard Nights, 1979), de Michael Pressman, Calles de Sangre (Walk Proud, 1979), de Robert L. Collins, Los Pandilleros (The Wanderers, 1979), de Philip Kaufman, Fuera de Control (Out of the Blue, 1980), otra del demencial Hopper, Cruising (1980), de William Friedkin, Christiane F. (Christiane F.- Wir Kinder vom Bahnhof Zoo, 1981), de Uli Edel, y los clásicos del período en cuestión de Alex Cox, en sintonía con El Reclamador (Repo Man, 1984), Sid & Nancy (1986) y Directo al Infierno (Straight to Hell, 1987). Aquí todo gira alrededor de un trío de amigos conformado por dos corredores de motocross, Rien (Hans van Tongeren) y Hans (Maarten Spanjer), y su mecánico, Eef (Toon Agterberg), siendo el primero el que tiene las mayores chances de triunfar en el rubro por un talento natural que incluso es reconocido por el ídolo de los muchachos, el ya veterano y múltiple campeón Gerrit Witkamp (Rutger Hauer), un sujeto narcisista y desalmado que forma una suerte de sociedad con el conductor de un programa televisivo llamado Studio Sport, Frans Henkhof (Jeroen Krabbé), el cual levanta una buena comisión por hacer de intermediario entre los corredores más exitosos y los fabricantes japoneses de motocicletas como Honda y Kawasaki. Rien está de novio con Maya (Marianne Boyer), cajera de un supermercado, y pretende profesionalizarse en el circuito de motocross para independizarse de su padre (Ab Abspoel), el dueño de un bar en las afueras de Róterdam, mientras tanto el torpe de Hans siempre arrastra problemas para encender su bestia de dos ruedas y toca la trompeta en una orquesta que dirige su progenitor (Rudi Falkenhagen) y Eef, por su parte, trabaja en una estación de servicio y taller mecánico al costado de una ruta y padece a su figura paterna (Hans Veerman), un cristiano ortodoxo y adepto a los golpes que se dedica a la viticultura, por ello el joven se la pasa robando en la noche a taxi boys y a homosexuales varios con vistas a acumular el dinero suficiente para trasladarse a Canadá y no regresar jamás. Las utopías de fama y fortuna se vienen abajo de manera progresiva a medida que entra en sus vidas una femme fatale rubia, Fientje (Renée Soutendijk), que atiende un puesto ambulante de comida chatarra junto a su hermano gay de muy pocas pulgas, Jaap (Peter Tuinman). Fientje, quien no tiene problema alguno en acostarse con un policía para ahorrarse el tener que conseguir una licencia para la venta de alimentos o con Henkhof para conseguirle el patrocinio japonés a Rien y acompañarlo a tierras niponas, de hecho comienza una relación romántica con este último que lleva al alejamiento de Maya y la obtención de dos flamantes motocicletas Honda que de nada sirven porque el muchacho de repente queda parapléjico como producto de un accidente de carretera a raíz de unas naranjas que fueron entregadas desde la más pura inocencia por Eef a una familia viajera, cuyo padre arroja las cáscaras desde la ventana del vehículo en cuestión hacia el rostro del motociclista. Como Rien luego la rechaza desde su silla de ruedas, al igual que a sus sueños de antaño, Fientje considera aceptar la proposición de Eef de mudarse con él a Canadá pero esta alternativa también se cae cuando Jaap y otros homosexuales de la zona, todos furiosos con el mecánico ladrón, lo violan en una estación desierta en construcción del metro y de paso lo hacen salir del clóset, asumiéndose de allí en más como gay. Hans, finalmente, resulta la bizarra pareja definitiva de Fientje cuando se acumulan las tragedias, empezando por el suicidio nocturno de Rien, quien le había regalado a su colega las motos y se lanza contra un camión en una autopista cuando Witkamp vuelve a coronarse campeón, y finiquitando con el destrozo del bar del padre del finado por una pelea que se inicia gracias a una nota burlona de TV de Henkhof acerca del entrenamiento del muchacho junto al arrogante Gerrit, cataclismo familiar que provoca la venta del lugar y su compra por parte de Hans sirviéndose del dinero de las dos Honda y la ayuda en planificación de una Fientje que tarde pero seguro consigue dejar atrás el mundo de las frituras y las carreteras ad infinitum. Mediante una estructuración de las secuencias de motocross con puntos en común con Ben-Hur (1959), de William Wyler, y una banda sonora hiper ochentosa basada en un leitmotiv muy adictivo de parte de Ton Scherpenzeel que acentúa la fascinación con la posmodernidad de entonces, más canciones variopintas de Michael Jackson, Blondie, ABBA e Iggy Pop, Verhoeven y Soeteman trazan binomios conceptuales paradójicos como fe/ desesperanza, movimiento/ parálisis, certeza/ dudas, victoria/ derrota, verdad/ mentiras y vocación/ imposición comunal con el objetivo de por un lado poner en entredicho la moral puritana, ya sea la religiosa, artística, familiar o comercial capitalista, y por el otro lado desnudar en sus miserias e inseguridades a los sostenes, modelos u “objetos del deseo” del trío de jóvenes suburbanos, pensemos en este sentido en Fientje, quien hace explícitas sus malas decisiones y termina tomando de pareja al más paparulo de los tres machos, en Henkhof, un mega parásito pancista que explota a los corredores, en Witkamp, mesías de la velocidad y monstruo ético que no siente prurito alguno al ridiculizar a Hans, en aquel charlatán cristiano recomendado por Maya a Rien (Peter Oosthoek), predicador que deriva en otra decepción para el futuro suicida, y en el mismo Jaap, que pasa de violar a Eef a adoptarlo como semi novio e incluso ofrecerle en el desenlace acompañarlo en la ruta cuando su hermana se asienta en el bar de Róterdam, algo que el mecánico rechaza porque desea dejar atrás al tirano cristiano de su padre bajo sus propios términos. Más allá de la analogía entre Van Tongeren y su personaje, actor que asimismo se suicidaría en 1982 a la edad de 27 años, y de ciertos chispazos de una cultura disco setentosa ya tardía que pasaba del culto a John Travolta y Fiebre de Sábado por la Noche (Saturday Night Fever, 1977), de John Badham, al endiosamiento de la new wave y el hedonismo extremo de la década del 80, Descontrol recupera y maximiza aquel accidente vial de Delicias Turcas (Turks Fruit, 1973) y se mete con una masculinidad en constante metamorfosis como lo atestigua el triste colapso psicológico de Rien, el sustrato gay de Eef y el aura de “perdedor ganador” de un Hans que se queda con la hermosa Fientje y con el emporio alcohólico del barrio aunque a condición de renunciar a sus aspiraciones en el mundo del motocross, por ello también durante buena parte del metraje el primero, en un comienzo destinado a la gloria, viste de blanco, el segundo de unos ambivalentes rojo y negro y el tercero, el payaso de cabecera, de amarillo. Entre tetas falsas, robo hormiga en el supermercado, un frasco de mostaza en una vagina tostada, algún que otro ataque a un marica, una genial escena de sexo fingido por impotencia y menstruación, una competencia en pos de identificar el pene más largo, una felación gay explícita y la mentada violación en grupo, el film del holandés desarma los lugares comunes de la vida más prosaica, subraya sus indeterminaciones, ironías y puntos muertos y en última instancia toma la forma de una minúscula bomba atómica que lejos está de ser perfecta o particularmente original aunque cumple de maravillas con su función iconoclasta ya que logra unificar al sexo, el dinero y la trayectoria deseada con la grasa, el barro, la religión, las frustraciones y unos mass media que controlan el acceso a la consagración en el deporte, el entretenimiento y la cultura en general, de allí se entiende el doble significado del título original, el cual remite a chicos o chicas guapas aunque también a las salpicaduras de lodo o ese aceite del que tanto quiere escapar la ninfa de la deliciosa Soutendijk, quien opaca por mucho a sus colegas varones.
Descontrol (Spetters, Países Bajos, 1980)
Dirección: Paul Verhoeven. Guión: Gerard Soeteman. Elenco: Renée Soutendijk, Hans van Tongeren, Toon Agterberg, Maarten Spanjer, Marianne Boyer, Peter Tuinman, Ab Abspoel, Rudi Falkenhagen, Jeroen Krabbé, Rutger Hauer. Producción: Joop van den Ende. Duración: 123 minutos.
El Cuarto Hombre (De Vierde Man, 1983):
Resulta muy revelador que El Cuarto Hombre (De Vierde Man, 1983) oficie de “película puente” entre la etapa holandesa inicial de Verhoeven y su período posterior en Estados Unidos porque aglutina tanto un tratamiento franco de la sexualidad, algo común en el cine europeo y especialmente en el realizador neerlandés y su ampulosidad retórica, como un apego muy marcado hacia los resortes de los géneros clásicos en la tradición del film noir y el thriller psicológico, característica paradigmática de Hollywood que en este caso está muy condimentada con una imaginería católica que por un lado se desprende de la novela de base, esa del mismo título de 1981 de Gerard Reve, cristiano devoto y homosexual sincero, y por el otro funciona como una parodia irónica por lo bajo en relación a lo que los críticos más circunspectos o pedantes interpretan como “cine valioso”, el saturado de alegorías que desde el segundo plano van saltando de a poco hacia la capa más visible de la narración, algo que tiene que ver con los ataques virulentos que recibió el director en ocasión de su opus previo, Descontrol (Spetters, 1980), el cual fue caricaturizado insistentemente por la prensa vernácula como burdo, amoral y nefasto, precisamente por ello El Cuarto Hombre es una propuesta de género hecha y derecha -podría decirse que incluso más que El Soldado de Orange (Soldaat van Oranje, 1977), de naturaleza caótica a nivel de sus componentes formales- con la meta de fondo de terminar de posicionarlo para la mudanza al mainstream de yanquilandia, objetivo que se cumpliría con su siguiente obra, Conquista Sangrienta (Flesh+Blood, 1985). Dentro de la carrera de Verhoeven la película que nos ocupa es una de las más autoconscientes no sólo por el generoso bagaje religioso y homosexual, ese para el que las hembras no significan demasiado y por ello son reducidas a la condición de putas peligrosas o santas que ameritan veneración, sino también por las múltiples referencias cinéfilas externas hitchcockianas, como por ejemplo el voyeurismo subrepticio de Psicosis (Psycho, 1960), el asesinato en serie camuflado en la cotidianeidad de La Sombra de una Duda (Shadow of a Doubt, 1943) y el protagonista con claros problemas psicológicos de Vértigo (1958), e internas en materia de los trabajos anteriores del holandés, en sintonía con el recurso de las elipsis mediante un video de antaño a lo El Soldado de Orange, fantasías homicidas y el cameo de una gaviota que remiten a Delicias Turcas (Turks Fruit, 1973) y ese robo hormiga en un comercio y todo el sustrato gay propio de Descontrol, pensemos en las revistas homoeróticas, la convivencia con un transexual, la persecución en vía pública de un extraño del mismo sexo y la infaltable felación de El Cuarto Hombre, amén de un sueño dentro de un sueño símil El Discreto Encanto de la Burguesía (Le Charme Discret de la Bourgeoisie, 1972), de Luis Buñuel, y Un Hombre Lobo Americano en Londres (An American Werewolf in London, 1981), de John Landis. La historia es muy simple y arranca con un álter ego explícito del autor de la novela, Gerard Reve (Jeroen Krabbé), escritor alcohólico, bisexual, soberbio, católico y en cuasi quiebra, conviviendo en Ámsterdam con un violinista que suele vestirse de mujer (Paul Nygaard) y viajando en tren de inmediato a Flesinga para dar una conferencia en una sociedad literaria conformada por vejestorios y encabezada por un médico, el Doctor de Vries (Dolf de Vries), y la hermosa tesorera de la institución, Christine Halsslag (Renée Soutendijk), ricachona aficionada a filmar en Súper 8 y propietaria de un lujoso salón de belleza con empleados y una marca propia de perfumes, shampoo y diversos productos cosméticos. Llegada la noche Reve prefiere no quedarse en el Hotel Bellevue que le ofrece la organización del evento, porque tuvo una lúgubre visión con el lugar durante el periplo hacia Flesinga, y opta por aceptar una proposición sexual de parte de una Halsslag que lo invita a su casona, donde efectivamente intercambian fluidos. Las visiones continúan campantes y sobre todo una en la que sigue por un jardín a una mujer vestida de azul con un ramo de rosas rojas y una llave que abre un recinto en el que están colgadas tres reses desangrándose sobre recipientes en el piso mientras un cuarto hace de florero, lo que deriva en una vigilia que continúa formando parte de la pesadilla porque en la cama Christine de repente le corta el pene al escritor con unas tijeras. Así las cosas, a la mañana siguiente Gerard rechaza la posibilidad de quedarse más tiempo y desea volver a Ámsterdam hasta que ve una foto y lee una carta de un amante alemán de la mujer, Herman (Thom Hoffman), sujeto que había visto en una tienda mientras Reve robaba unas revistas y del cual se había enamorado súbitamente, por ello decide permanecer en Flesinga para apalabrarse a la hembra simulando ser clarividente con la información de la misiva leída a escondidas y ofreciéndose a solucionar un supuesto problema de eyaculación precoz de Herman a condición de que lo invite cuanto antes. El joven pronto llega desde Colonia para pasar una semana con la dupla y Gerard afirma escribir una novela en la residencia de la cosmetóloga, no obstante su verdadero interés es acostarse con un Herman al que espía por el ojo de una cerradura mientras tiene sexo a la noche con la dueña de casa, muchacho que se resiste desde una hipotética heterosexualidad pero termina bajando las defensas cuando ambos se quedan solos, dan un paseo en auto y se refugian de la lluvia en una cripta de un cementerio que resulta ser la de los tres esposos de nuestra viuda crónica, Halsslag, Ge Verdony (Reinout Bussemaker), quien fue devorado por un león durante un safari, Johan Verdijz (Erik J. Meijer), tarado al que no se le abrió el paracaídas durante un salto, y Henk Lunders (Ursul de Geer), el cual falleció en una terrible colisión de lanchas a motor en alta mar, todos señores que el novelista conoció gracias a unos Súper 8 que la fémina mantenía ocultos en un anaquel semejante a una caja fuerte. El germano, que había empezado a practicarle sexo oral, se espanta cuando el escritor comienza a repetir que la cuarta víctima de la viuda negra será uno de ellos dos, panorama que de hecho deriva en un accidente automovilístico en el que Herman, por esquivar un camión, choca su descapotable blanco contra unas vigas de acero levantadas por una grúa que se clavan en su rostro y sobre todo su ojo derecho. Ya totalmente lunático y llevado al hospital, Gerard asevera ante el Doctor de Vries que Christine es una bruja que mató a sus maridos y al fontanero alemán porque posee un punto insensible en la espalda como las satanistas de la Edad Media, ganándose que lo manden a desintoxicación alcohólica y a asistencia psiquiátrica después de intentar estrangular a la cosmetóloga, quien de inmediato se consigue otro macho joven, en este último caso un surfer ingenuo (Filip Bolluyt). El regreso de Jan de Bont en fotografía se hace muy evidente por la estupenda utilización de la luz tanto en las escenas tradicionales como en las oníricas, espiritistas o delirantes de índole terrorífica o cercanas a la comedia negra, un planteo que tiene mucho que ver con el peso crucial del surrealismo en el relato mediante la repetición de motivos recurrentes vinculados a la muerte y/ o su enlace con la libido (el cadáver en la estación de tren de Flesinga, la pesadilla doble de las reses y la amputación peneana, los diversos accidentes o casi accidentes de coche de la narración y el encuentro sexual entre el protagonista y su amante frustrado en la cripta del campo santo), al recordado fetiche ocular de Buñuel y Salvador Dalí de Un Perro Andaluz (Un Chien Andalou, 1929) y al giallo del mismo rubro modelo Lucio Fulci (la mirilla de la puerta del hotel transformándose en un globo ocular desprendido y aquella versión malograda de Herman en la playa), al carácter un tanto patético del adalid principal de la masculinidad (Reve se nos aparece como un tipo ridículo con dejo de parásito que es despreciado por el violinista sin nombre del comienzo y que siempre se muestra interesado en lo que Christine tiene para ofrecerle, como dinero, ropa, comida, sexo, alcohol, cuidados corporales o para su cabello, papel, tinta y hasta plumas de escribir), al trasfondo acechante de las mujeres en plena cacería y su tendencia oportunista a autovictimizarse cuando les conviene para luego clavar el puñal haciéndose las desvalidas (además de las referencias a una mosca atrapada en la tela de una araña y a la fábula bíblica de Sansón y Dalila, ésta llevando al primero a la perdición al cortarle el pelo, sustento de su fuerza colosal y su estrecha relación con Dios, la realización adopta sin reparos la histeria católica con respecto a las mujeres al tratarlas como agentes corruptores o vírgenes endiosadas, visión que asimismo se deja entrever en el cartel luminoso del salón de belleza, el cual funcionando como corresponde nos comunica que el nombre del lugar es Esfinge y cuando se apagan unas letras se transforma en Araña, alusión a esta viuda negra de cabellos rubios) y finalmente a la imaginería alucinatoria cristiana bien explícita (la colección de Cristos en la cruz, la reproducción en cerámica de la Piedad de Miguel Ángel, un afiche callejero que anuncia que “Jesús está en todas partes”, las graciosas exclamaciones durante el coito con la fémina por parte de Gerard sobre María y su hijo y por supuesto aquella escena en una iglesia en la que vemos a Herman como un Cristo crucificado). Al trazar continuamente una conexión entre el cristianismo, la violencia de la cruz, los deseos sexuales más desinhibidos y un ocultismo símil destreza psíquica, Verhoeven juega con la frontera difusa entre fantasía y realidad, o locura y cordura, con el objetivo de homologar sin más al oficio de escribir con la manipulación y al arte mismo con los desvaríos irrefrenables, de esta manera la femme fatale de la esplendorosa Soutendijk muta en una hechicera experta en magia negra y el film en su conjunto invierte las reglas promedio del policial negro y el horror ya que lo que tenemos de fondo es una traición a medias porque el Reve del maravilloso y expeditivo Krabbé está mucho más interesado en el alemán que en ella y el ansía de denunciarla como homicida viene en simultáneo de una responsabilidad pública estándar y del instinto del varón de autopreservación. El Cuarto Hombre, fiel a la idiosincrasia terrorista de su director, por un lado piensa a la fe como una ligazón sexual entre el devoto y un Jesús que es también el objeto del deseo de turno y por el otro lado celebra el frenesí místico de andar viendo a la Virgen María por ahí, en pantalla esa mujer de azul con una llave y rosas rojas en la piel de Geert de Jong, como sinónimo de una presencia protectora que nos salva de una arpía heterosexual diletante de la seducción.
El Cuarto Hombre (De Vierde Man, Países Bajos, 1983)
Dirección: Paul Verhoeven. Guión: Gerard Soeteman. Elenco: Jeroen Krabbé, Renée Soutendijk, Thom Hoffman, Dolf de Vries, Geert de Jong, Reinout Bussemaker, Erik J. Meijer, Ursul de Geer, Filip Bolluyt, Paul Nygaard. Producción: Rob Houwer. Duración: 103 minutos.
Conquista Sangrienta (Flesh+Blood, 1985):
A diferencia de tantos otros directores y/ o profesionales de todo el planeta que cuando trabajan para Hollywood o alguna de sus diversas filiales venden su alma al Diablo y por unos morlacos pasajeros comprometen su integridad artística para filmar esa misma basura de siempre que espera el mainstream norteamericano en pos de seguir lobotomizando a los idiotas del vulgo, los gobiernos y la crítica de cine oligofrénica, Verhoeven en Conquista Sangrienta (Flesh+Blood, 1985), su magnífico debut en idioma inglés, logra conservar su idiosincrasia inconformista y apenas si debe ceder en un punto de la trama ante la compañía productora yanqui, Orion Pictures, nos referimos a la clásica introducción de un interés romántico femenino que en esta ocasión funciona de maravillas porque crea un triángulo amoroso que sirve para dividir en pantalla a la población de la Edad Media entre una clase social guerrera de tipo mercenaria, una nobleza o aristocracia basada en el feudalismo, unos estratos populares subyugados y polimorfos y una burguesía semi intelectual en ciernes simbolizada en los estudiantes, los eruditos y los científicos, esquema que a su vez estaba caracterizado por la importancia de la magia, la cultura profana y las supersticiones, por la traición y mentiras sistemáticas de los explotadores de turno, léase los señores feudales, por el anhelo de las masas de salir de la pobreza endémica, por una devoción fanática cristiana al nivel del oscurantismo inquisitorial, por la sed de venganza cuando correspondía y casi nunca disimulada, por esa urgencia de protegerse y sobrevivir a una plaga ultra temida que generalmente era la mortífera peste bubónica, y por la estrategia de sumarse a colectivos humanos -como ejércitos, turbas o pandillas, a veces unos experimentos tácitos de dejo comunista sin propiedad privada- que aumentaban considerablemente la posibilidad de salir con vida en tiempos en los que la tasa de mortalidad era muy alta a raíz de las guerras, las enfermedades, la hambruna, el hacinamiento, las limpiezas étnicas, el raudo latrocinio, la ignorancia y aquel parasitismo comunal señalado en términos de funciones básicas que se convierten en un privilegio en tamaña coyuntura apocalíptica, en línea con dormir, comer, beber, defecar tranquilo o tener sexo. El guión del realizador y Gerard Soeteman no sólo abreva en manantiales conceptuales ya probados, como el Siglo XVI de la serie televisiva Floris (1969), cuyas tramas descartadas de hecho fueron reutilizadas para la película que nos ocupa, la violación en grupo de Descontrol (Spetters, 1980), ahora heterosexual en vez de aquella de marco gay, y el mismo catolicismo fetichizado y arrastrado desde El Cuarto Hombre (De Vierde Man, 1983), aquí sobre todo tomando la forma de una homologación entre San Martín de Tours y el protagonista del film, su tocayo Martin (Rutger Hauer), sino que además retoma ingredientes más lejanos como las coloridas aventuras de El Pirata Hidalgo (The Crimson Pirate, 1952), de Robert Siodmak, el motivo de dos cazafortunas completamente opuestos debiendo escoltar a una señorita que lleva un tesoro consigo de Vera Cruz (1954), gran joya de Robert Aldrich, y desde ya aquel derrotero de un grupito desvergonzado de maleantes de La Pandilla Salvaje (The Wild Bunch, 1969), del querido Sam Peckinpah. Todo transcurre en 1501 en algún lugar de Europa Occidental que parece ser Italia, justo en el comienzo de una Edad Moderna que todavía se asemeja muchísimo a la Edad Media, época de transición entre las espadas, las lanzas y el arco y la flecha y esas armas de fuego que hacen mucho más patentes los privilegios que compra el dinero y el poder ya que el asunto desde el vamos arranca siendo una espiral de injusticias en la que cada acción desemboca en una reacción y viene precedida de atropellos previos: Martin es el líder secular/ militar de una comitiva de mercenarios que también siguen a un mandamás religioso, el Cardenal (Ronald Lacey), y al noble de turno que paga las cuentas, Arnolfini (Fernando Hilbeck), señor feudal que pretende recuperar una ciudad fortaleza de la que fue despojado luego de un Golpe de Estado, por ello promete a la tropa 24 horas de saqueo ininterrumpido en las casas de los ricos si consiguen devolverle la metrópoli, algo que los soldados asalariados logran bajo el mando muy experimentado del Capitán Hawkwood (Jack Thompson), militar que le rebana el cráneo por accidente a una pobre monja, que se escondía detrás de unas cortinas, y que se siente culpable al punto de instar al médico del ejército, el Padre George (Hans Veerman), a que la salve como dé lugar. Arnolfini, al ver la voracidad de los robos y las violaciones de los mercenarios, se arrepiente de su promesa y presiona a Hawkwood para que traicione el voto de confianza que las milicias pagas tienen hacia él a condición de hacerse cargo de los cuidados que la monja necesitará de allí en más por convulsiones y demás padecimientos, así el capitán engaña a los suyos, los arrincona en un callejón sin salida de la ciudad y los “convence”, apuntándoles con unos cañones, sobre la necesidad de renunciar al botín y todas sus armas y abandonar la región. Hawkwood recibe su dinero y se retira con la monja para vivir de la agricultura en una hacienda que le regala Arnolfini, perfidia que es condenada por el hijo culto del aristócrata, Steven (Tom Burlinson), un estudiante y científico polirubro del período que poco después se entera de que su padre arregló sin decírselo un matrimonio por conveniencia con otra noble de corta edad e hija virgen del Príncipe Niccolo, Agnes (Jennifer Jason Leigh), señorita que está en camino para la boda trayendo una cuantiosa dote que será destinada a reconstruir el castillo en cuestión. Hambriento de revancha por el despojo y el detalle adicional de que su hijo nació muerto en medio de la humedad y el frío de una cueva, Martin se propone, junto al Cardenal, su compañera romántica, la prostituta y borracha Celine (esa extraordinaria y bella Susan Tyrrell), y el resto de los mercenarios y amantes e hijos, asaltar una partida de Arnolfini, batalla bucólica en la que fallece la dama de compañía de Agnes, Kathleen (Nancy Cartwright), y el aristócrata termina con una lanza clavada en el pecho, cortesía de una Celine que le devuelve la gentileza por haber tenido que parir en la mugre. Llevándose las carretas con la dote destinada al señor feudal, los muchachos y muchachas de Martin eventualmente descubren a Agnes escondida y es el mismo jefazo quien la viola en una situación paradójica porque al principio la chica se resiste y luego no sólo acepta su destino sino que hasta parece disfrutarlo porque su táctica para sobrevivir se centra, precisamente, en ganarse el corazón del personaje de Hauer para evitar ser violada en grupo o prostituida, circunstancia que asimismo provoca que Steven, el cual en un inicio rechazó a la joven, se obsesione con recuperarla y tenga que sustituir a su padre en eso de presionar nuevamente a Hawkwood para que lo acompañe en la búsqueda y el rescate de la chica, ahora diciéndole al capitán que si nos los sigue en su cruzada bélica harán encerrar a su esposa, la otrora monjita, en un espantoso manicomio del Siglo XVI. Guiados por lo que creen son señales de una estatua con espada de San Martín de Tours que hallaron cuando pretendían enterrar al infante fallecido, la comitiva de Martin, esa que incluye a los temibles Summer (John Dennis Johnston) y Karsthans (Brion James) e incluso a una pareja homosexual, Orbec (Bruno Kirby) y Miel (Simón Andreu), toma otra ciudad fortaleza con ayuda de Agnes, sin embargo pronto son descubiertos por Hawkwood y Steven debido al rastro de una niña con peste bubónica que durante el ataque saltó desde lo alto de una torre hacia el vacío junto con una mujer que la cuidaba, arrastrándose y después muriendo en una zona lindante. El vástago de Arnolfini construye una escalera mecánica de madera para asediar la metrópoli pero es repelido por Martin con otra idea de Steven, un barril de pólvora arrastrado con una mecha larga, provocando la muerte de los soldados acechantes y la captura del joven, quien es atormentado sin piedad por los mercenarios con una cadena, un flechazo en una mano y el manoseo de la putona pancista de Agnes. Hawkwood, que se había enfermado, sobrevive a la plaga cortando las ampollas de su cuerpo y pronto sacrifica a un perro infectado para desmembrarlo y tirar sin más los trozos de carne con una catapulta por sobre las paredes del castillo. Martin evita que los suyos caigan en pánico y para ello quema lo que queda del can y la ropa de todos sin saber de la existencia de un pedazo olvidado que el cautivo arroja en el pozo de agua del lugar, movida que es vista y callada por Agnes. La peste se extiende rápidamente a pesar de que descubren la carne en el agua, debacle que genera la muerte de Celine, y el jerarca termina en el fondo del pozo como castigo por condenarlos a todos, no obstante logra salir ayudado por Steven en un “quid pro quo” que deriva en otra batalla campal entre la pandilla anarquista y las tropas de refuerzo de un reaparecido Arnolfini que se presenta en la ciudad amurallada luego de ser avisado por Hawkwood, lucha en la que el Cardenal fallece atravesado por la estatua de San Martín y Steven salva del óbito a la chica justo cuando estaba siendo estrangulada por el otrora líder de los mercenarios, algunos de los cuales caen bajo la espada y otros por la plaga mientras las mujeres son violadas por la facción victoriosa. Agnes y Steven se reencuentran al tiempo que Hawkwood regresa a su granja y Martin consigue escapar de las llamas reglamentarias y los muros del castillo para continuar su viaje con un mínimo botín en un saco, ya en soledad y sin ser divisado más que por la ninfa de la aristocracia. Rodada en España en medio de peleas entre Verhoeven y un Hauer que se había transformado en una estrella internacional y no disfrutaba para nada el tono cínico de la película y de su personaje, pretendiendo roles de héroes tradicionales que lo posicionasen mejor en el siempre conservador mercado estadounidense, Conquista Sangrienta, cuyo título original está inspirado en el álbum homónimo de 1980 de Roxy Music, fue la primera colaboración entre el realizador y el compositor Basil Poledouris, aquí ofreciendo un soundtrack portentoso e hipnótico, y siguió la senda desromantizadora del cine del holandés en esta oportunidad en cuanto a una Edad Media que tantas veces fue retratada desde una idealización pueril y maniquea por el mainstream europeo y yanqui, enfoque discursivo hoy ausente porque el equipo de Soeteman y Verhoeven se concentra en la depredación santificada por los soberanos, en el desprecio que los ricos manifiestan por los pobres, en el rol de las furcias y el alcohol como eternos acompañantes de los soldados, en la fisiología más efervescente a la vista de todos, en los cadáveres colgados, eviscerados y pudriéndose que de todos modos sellan el cariño de amantes que comen mandrágora, en alguna que otra muchacha (Monica Lucchetti) que fue violada de niña por una milicia que le cortó la lengua, en suicidios piadosos, ojos perforados a lo El Cuarto Hombre y cuerpos de soldados repletos de lanzas, en sombras chinescas socarronas, tetas pellizcadas en una bañera y brazos amputados por proto dinamita, y finalmente en mujeres y niños que pelean a la par de los hombres porque el festín de la gula futura en el castillo funciona como una utopía que empareja a todos los marginados y desesperados del montón. Una vez más el erotismo y esta virulencia gore dan rienda suelta a secuencias de acción magistrales que encuentran su contrapunto perfecto en una especie de naturalismo de la crudeza que se caga en toda interpretación idílica o sacra del período, en los campeones de damiselas en peligro y en hipotéticas pinceladas fantásticas light porque su horizonte ideológico reside en un punto de vista nihilista o quizás realista sucio para el que la crueldad es ley y el canibalismo oportunista el lenguaje compartido, de allí que el personaje de la jovencísima y estupenda Leigh tome la forma de un nexo paradójico e irresponsable/ acomodaticio/ cobarde entre las clases altas y populares porque el amor aquí se combina con la política, la conflagración y el secuestro de índole criminal prosaica. Así como la brutalidad a veces va de la mano con el ingenio y en otras ocasiones se corta sola, el desenlace, sustentado en la sobrevida de los vértices del triángulo romántico, toda una anomalía tratándose de un tanque destinado al ámbito planetario, en última instancia nos regala un “empate” entre la razón instrumental de Steven, un digno heredero de su nauseabundo padre, y la picardía o sabiduría popular de un Martin que pudo no haber estado a la altura del santo patrono francés pero hizo lo que pudo en eso de comandar a sus pares -tremendo circo de fenómenos y lunáticos adorables- hacia un desquite y una victoria temporaria contra la lacra de la oligarquía pérfida terrateniente.
Conquista Sangrienta (Flesh+Blood, Países Bajos/ España/ Estados Unidos, 1985)
Dirección: Paul Verhoeven. Guión: Gerard Soeteman y Paul Verhoeven. Elenco: Rutger Hauer, Jennifer Jason Leigh, Tom Burlinson, Jack Thompson, Fernando Hilbeck, Susan Tyrrell, Ronald Lacey, Brion James, John Dennis Johnston, Simón Andreu. Producción: Gijs Versluys. Duración: 128 minutos.
Verhoeven, en esta oportunidad ayudado por un guión muy imaginativo y de espíritu Clase B y de fantasía especulativa ultra ácida de Edward Neumeier y Michael Miner, termina de consagrarse en el mainstream norteamericano -y por consiguiente, mundial- con RoboCop (1987), sin duda alguna una de las mejores películas de la década del 80, una de las más revolucionarias y apasionantes de toda la historia del séptimo arte y una obra maestra de la ciencia ficción y el cine de acción que consigue la proeza de reformular -desde el acervo posmoderno del cyborg- el latiguillo de la creación de vida artificial propio de Frankenstein o el Moderno Prometeo (Frankenstein or the Modern Prometheus, 1818), la célebre novela gótica de Mary Shelley. La película es un producto de la reflexión del cineasta holandés acerca del enjambre cultural comercial yanqui, sobre todo luego del fracaso en taquilla de Conquista Sangrienta (Flesh+Blood, 1985), y de su designio de darle exactamente lo que quiere aunque al extremo de la autoparodia, por ello el gore, las putas intercambiables, la figura del campeón de los justos y las frases hechas altaneras constituyen ingredientes que en pantalla son llevados al campo retórico de una hipérbole del desenfreno más ampuloso y freak, por un lado sin jamás descuidar el doble núcleo conceptual del proyecto, en primera instancia una venganza que choca con la justicia y que se ve complicada por una identidad híbrida humana/ máquina y en segundo lugar una insensibilidad externa que se contrapone al trauma psicológico que arrastra el personaje del título, en la anatomía del glorioso Peter Weller, como ex padre y ex esposo que tuvo que renunciar a su vida a pura compulsión al ser acribillado y luego reconvertido en una criatura robotizada símil autómata, y por el otro lado evitando caer en patologías insistentes del mainstream norteamericano como esa tendencia a privilegiar la espectacularización hueca por sobre la dimensión dramática del relato y sus personajes, así la violencia desorbitada, la mugre capitalista cocainómana y el culto al dinero y el sexo casual del reaganismo ochentoso, tan neoliberal como chauvinista fascistoide, nunca resultan gratuitos ya que están homologados a un grotesco que parodia al hedonismo, la avaricia y la locura de la antropofagia social cruzada tanto de aquella época como de nuestros días. La vigencia del film, precisamente, radica en la naturalidad con la que construye un futuro cercano y distópico en el que los errores, accidentes y desastres varios son constantes por la dependencia tecnológica, la inoperancia y la codicia mitómana sin frenos, panorama en el que a su vez los medios de comunicación banalizan la realidad, los políticos especulan con el sufrimiento, las corporaciones mercantilizan la seguridad pública, los policías son carne de cañón sindicalizada y las mafias del narcotráfico, la prostitución, el juego, la piratería del asfalto y los robos a bancos funcionan como el brazo ejecutor del gran capital. En este hervidero convertido en praxis cotidiana, donde oficiales hombres y mujeres son igualados en la calle, la comisaría, los baños y los vestuarios en función de la perspectiva democratizadora real de Verhoeven en cuanto a la ausencia de sermones y de esa discriminación tácita permanente de la corrección política occidental, el surgimiento de RoboCop se da en el contexto del eficientismo empresarial y el reemplazo idílico de la mano de obra humana -una que come, se cansa, duerme, se aburre, piensa, se queja, llora, se muere y hace huelgas- por un ser de metal, muy obediente y sin alma, lo que por supuesto incluye la dialéctica del eufemismo barato en imagen pública porque esta cruzada por una supuesta “pacificación urbana” equivale a la militarización de la represión hacia los civiles de los cordones pobres y marginales de la ciudad en cuestión, Detroit, en el Estado de Míchigan, una que supo ser cuna de la industria automotriz a mediados del Siglo XX para a posteriori caer en una decadencia terminal que corrió de la mano de las fusiones empresariales, el oligopolio, los despidos masivos de empleados, la competencia extranjera, la dispersión urbana y el declive en el tendido y la cobertura del transporte público. Esta privatización del Estado, en la película un proceso representado mediante la entrega de la policía a un conglomerado laberíntico y voraz denominado Omni Consumer Products (OCP), firma que pasa a controlarla como anteriormente hizo con hospitales, prisiones y la exploración espacial, se unifica con la metamorfosis de un bípedo estándar en un producto blindado del aparato coercitivo y con un mega plan inmobiliario de fondo vinculado a la gentrificación vía el derribo de un cordón menesteroso, el Viejo Detroit, y la construcción de la flamante Delta City, de allí que las dos facetas de la OCP, la administrativa y la de bienes raíces, vayan juntas porque para arrasar los barrios marginales es necesario el brazo más fuerte de la ley que el dinero pueda comprar, amén de una pata armamentista siempre proclive a hacer tratos con el imperialismo de Washington D.C. y sus múltiples guerras. Mientras que el oficial Alex Murphy (Weller) da sus primeros pasos en el Departamento de Policía de Detroit junto a su compañera Anne Lewis (Nancy Allen), ambos bajo el mando del Sargento John Reed (Robert DoQui), en la corporación de turno se produce una lucha de egos y de poder entre dos facciones, la primera encabezada por el tremendo Dick Jones (Ronny Cox) y su ED-209, un androide de combate que sustituiría a los uniformados pero termina acribillando en una presentación general a un ejecutivo, Kinney (Kevin Page), y la segunda a cargo de Bob Morton (Miguel Ferrer, hijo del famoso José), otro jerarca aunque de menor edad, y su Programa RoboCop, una amalgama cibernética de vanguardia entre extremidades mecánicas, un abdomen humano y una armadura de titanio recubriéndolo todo más un casco a tono y una cartuchera que viene a ser gran parte de la pierna derecha. Luego del “accidente” Morton se impone sobre Jones, el CEO, en el favor del presidente y jerarca supremo sin nombre de OCP (Dan O’Herlihy) y el candidato a ser robotizado es por supuesto Murphy, quien en su primer día de trabajo tiene la mala suerte de toparse con una pandilla de asaltantes de bancos comandada por el temible Clarence Boddicker (Kurtwood Smith) y conformada por Emil Antonowsky (Paul McCrane), Leon Nash (Ray Wise), Joe Cox (Jesse D. Goins) y Steve Minh (Calvin Jung), loquitos que lo torturan volándole una mano y luego un brazo con una escopeta para después llenarlo de plomo al unísono y pegarle un tiro de gracia en la frente. Con su memoria humana borrada casi por completo, el cyborg sale a la calle en un patrullero como un oficial más y se topa con un robo en un supermercado, un intento de violación a una burguesa y una toma de rehenes por parte de un ex concejal, sin embargo comienza a experimentar pesadillas sobre su cruel fusilamiento e incluso recuerdos de su existencia anterior con su esposa (Angie Bolling) e hijo (Jason Levine), dúo que se marchó de la ciudad al darlo por fallecido. Cuando concurre a un asalto en una estación de servicio a instancias de Antonowsky, el facineroso lo reconoce por una frase, “vivo o muerto, vendrás conmigo”, y sin proponérselo profundiza el trauma del otrora Alex y su necesidad de conocer su pasado y hacer justicia, por ello arresta a Emil e investiga en la base de datos de la fuerza y da con la identidad de la banda de Boddicker, éste un asesino de policías prolífico y eterno fugitivo de la ley que se gana unos monedas de más oficiando de sicario en nombre de Jones contra Morton, su competencia intra OCP, al cual manda a matar con disparos en sus piernas y una granada justo en el momento en que el ejecutivo y nuevo vicepresidente estaba en su mansión esnifando cocaína con dos meretrices descerebradas. RoboCop entra en un gigantesco laboratorio/ fábrica de droga propiedad de un mafioso, Sal (Lee de Broux), con quien Clarence estaba negociando la compra con descuento de un cargamento de cocaína, y en la balacera resultante mata a Minh, el dueño de casa y un sinfín de soldados de los narcos y detiene a un Boddicker que al ser arrojado contra unos ventanales delata a Jones, el cual a su vez le paga unos abogados porque lo ha venido protegiendo ante la policía a cambio de que se encargue de su trabajo sucio. El androide, atrapado en una encrucijada entre lo biológico y lo maquinal que es un dilema entre la sed de revancha y la sumisión a las instituciones y sus testaferros, cuenta con tres directivas principales de comportamiento, la primera servir al bien público, la segunda proteger a los inocentes y la tercera hacer cumplir las leyes, no obstante cuando pretende arrestar al personaje de Cox surge una cuarta que en un principio tenía el rótulo de “clasificada” e implica la prohibición expresa de detener a ejecutivos de OCP cual garantía de impunidad absoluta corporativa/ estatal. Jones, como buen pusilánime soberbio de la alta burguesía, aprovecha el momento de indefensión del robot para lanzarle encima todo lo que tiene en pos de destruirlo y con él las imágenes que el cyborg guarda en su cabecita con las confesiones de Clarence y Dick, así el protagonista debe enfrentarse primero a un ED-209 en las oficinas del conglomerado empresarial, al que evade cuando el monstruo no puede bajar unas simples escaleras, y después a una fuerza de asalto tipo SWAT con órdenes de aniquilarlo, gran tiroteo del que sale con vida gracias a una Lewis que lo rescata y lo lleva a la misma zona industrial desértica donde fue fusilado al inicio por la pandilla de Boddicker, una ex fábrica de acero. El CEO de la compañía que controla a la policía, ahora en medio de una huelga de los uniformados en reclamo de asistencia médica y mejores condiciones laborales y en contra de despidos y recortes cíclicos de presupuesto por parte de OCP, le entrega armamento militar a Clarence y los suyos para que asesinen a RoboCop, a quien identifican mediante un localizador que tiene implantado en su cuerpo, lo que provoca un cruento y mugroso enfrentamiento en el que la mujer y el autómata logran sobrevivir y en el que fallecen Cox, por una ráfaga de balas desde las alturas, Antonowsky, atropellado por Boddicker luego de “derretirse” por desechos tóxicos, Nash, por un disparo fulminante de Anne, y el propio Clarence, apuñalado en el cuello gracias a un periférico informático, con la forma de un pico símil lanza corta pero sin el borde afilado de un cuchillo, que nuestro oficial blindado esconde en su mano derecha. Utilizando el mismo exacto armamento de los criminales contra un ED-209 que custodiaba la sede central de la OCP en Detroit, el oficial se propone nuevamente detener a un Jones que frente a las evidencias en su contra entra en pánico y toma de rehén al presidente de la firma, un veterano consciente de la directiva número cuatro que lo despide para que el señor del cuerpo gris brillante pueda dispararle, cayendo de inmediato hacia el vacío desde el edificio en cuestión. En el opus de Verhoeven la arquitectura posmoderna colosal se ubica al lado de la clásica popular más cercana al suelo, todo el canibalismo de los neo yuppies al lado de la miseria producto de una crisis económica y financiera aguda, los delirios tecnocráticos y de la robótica al lado de policías que caen en las calles como moscas ante el alza del delito por la pobreza, el hacinamiento y el hambre, en lo que respecta a los estratos bajos, y por la corrupción, el nepotismo y las prebendas, en materia de las mafias enquistadas en la metrópoli por esta connivencia entre los magnates y el sicariato, por ello la metáfora de transformar al Viejo Detroit en Delta City trae consigo la idea de denunciar no sólo la matufia inmobiliaria sino la noción cuasi nazi de “limpieza social” de las capas dirigentes del capitalismo en eso de barrer debajo de la alfombra a los desamparados, indigentes, desempleados y miserables que el mismo sistema socioeconómico genera a montones, amén de la demonización de los pobres, una “mano dura” derechosa contra el crimen que siempre termina matando a cualquier tonto y una destrucción de los lazos sociales de solidaridad para imponer relaciones comerciales profundamente ventajistas y desiguales vía el marketing, la publicidad más mentirosa y un canibalismo semejante al de estas empresas que se comen entre sí e incluyen en su interior a bandos maquiavélicos en pugna. La sustitución delirante de la verdad, una Detroit repleta de contradicciones e injusticias, por una ficción arquitectónica y hermética para ricos, esa Delta City que parece ser un espejo de la malograda Brasilia y su triste quimera en pos de resolver los diversos problemas nacionales con el diseño y los ladrillitos sobre el páramo, presagia las estupideces que suelen repetir los magnates del Siglo XXI devenidos políticos aunque también los líderes de los regímenes bipartidistas o tradicionales de todo el planeta, dos gremios sintetizados en pantalla a través del choque entre la dirigencia sindical de la policía y los ejecutivos de OCP y sus planes para reducir maniáticamente al Estado desde la importación de conceptos del ámbito tacaño privado a lo público bajo el fetiche doctrinario de que las cuentas del gobierno deben dar siempre ganancia como si la vida de las personas y del pueblo en general pudiese reducirse a meros números de un balance que reclama superávit, en suma una perspectiva cosificadora y mercantilista de la existencia digna de los lunáticos que hacen de sus privilegios su credo y de la estratificación de la comunidad una panacea naturalizada que resolverá todos los problemas a condición de que la sociedad siga exactamente como está, con una pirámide plutocrática neutralizando cualquier chance de mejora para las mayorías populares. Una vez más echando mano de la gloriosa música de Basil Poledouris, cuyo leitmotiv marchoso se convirtió en un himno del cine de los 80, y del excelente desempeño de Jost Vacano en fotografía, con quien había colaborado en El Soldado de Orange (Soldaat van Oranje, 1977) y Descontrol (Spetters, 1980), el cineasta neerlandés asimismo se rodea de otros socios que serán fundamentales a futuro, como el montajista Frank J. Urioste y el genial encargado de efectos especiales Rob Bottin, con el objetivo de burlarse del consumismo, el militarismo, la burda manipulación mediática, el sexismo, el individualismo prejuicioso, los desvaríos de enriquecimiento a cualquier costo, el oportunismo, la ignorancia popular, el elitismo capitalista, la Guerra Fría, los hobbies intercambiables de la burguesía, el gran desconocimiento entre clases sociales distintas, la aceptación comunicacional de la violencia trivializada, el cinismo como rito y lenguaje común y la propensión a estigmatizar al diferente impidiendo cualquier diálogo o solución negociada que no involucre misiles cruzados entre las partes. En RoboCop cada toma y cada actuación es en verdad inmaculada, destacándose desde ya lo hecho por un Weller que sufrió muchísimo dentro del claustrofóbico traje, y el stop motion -utilizado para el ED-209, un dinosaurio de una publicidad y la muerte de Jones, entre otros usos- complementa a la perfección el contrapunto entre por un lado el androide favorito del CEO, un engendro gigantesco e inútil que mata a cualquiera que se cruza en su camino, no tiene conciencia y ni siquiera puede bajar unas escaleras comunes y corrientes por sus patas similares a garras de ave, y por el otro lado la criatura de Morton, especie de versión corregida del anterior con un sustrato humano que en un principio está castrado/ saboteado/ domesticado, de allí que la eclosión de lo inconformista irreductible, el componente negado por la corporación, tenga que ver con el ansia de una venganza personal que trae al primer plano esa pasión que jamás encontraremos en los aparatejos analógicos o virtuales, basta con pensar cómo el personaje titular vuelca hacia su favor la infantilización hiper obediente que se espera de él, simbolizada primero en la comida para bebé que ingiere y que en el desenlace utiliza como blanco para volver a calibrar su puntería y segundo en la pistola/ ametralladora hiperbólica que le asignan, detalle que podría enfatizar su costado mecánico u homicida gélido pero termina representando el magma residual de su humanidad porque el robot realiza con ella unas maniobras floridas que Murphy hacía para divertir a su hijo, fanático de un policía televisivo cyberpunk bautizado T.J. Lazer. Así como RoboCop resulta un paladín de la independencia en medio del esclavismo del mercado laboral contemporáneo, alguien que pretende autonomía y libertad en vez de sólo seguir órdenes o pensarse a sí mismo como un producto antropomorfizado de una empresa todopoderosa, el reducto fabril que corona la transformación en androide y luego el desquite en las postrimerías de la trama, por su parte, adquiere la apariencia de una “tierra de nadie” de la Revolución Industrial que nos acerca al western, el film nor y/ o el folletín de aventuras, un ámbito en el que la claridad ética se desvanece y prima la ambigüedad de nuestro antihéroe de metal cual coyuntura que lo ve nacer, de hombre a robot, y luego renacer, de muñeco militar tuneado a un híbrido a priori inmortal y ya completo con ser humano, planteo discursivo que se equipara a la asunción de su identidad compuesta bajo el nombre de Murphy, signo de la memoria recuperada y la capacidad de empatía para con el prójimo, y a la denominación pública de RoboCop, faceta profesional como curioso exponente del aparato policial de Detroit. Con una criminalidad desbordada semejante a aquella de La Naranja Mecánica (A Clockwork Orange, 1971), de Stanley Kubrick, corporaciones como Estados totalitarios a lo Un Mundo Feliz (Brave New World, 1931), de Aldous Huxley, 1984 (1949), de George Orwell, y Fahrenheit 451 (1953), de Ray Bradbury, un grupo de forajidos semi anarquistas digno de La Pandilla Salvaje (The Wild Bunch, 1969), de Sam Peckinpah, una tortura espantosa similar a la que sufría Steven (Tom Burlinson) en Conquista Sangrienta, el recurso de liquidar al protagonista al final del primer acto de Psicosis (Psycho, 1960), de Alfred Hitchcock, las referencias a la crucifixión y el catolicismo de El Cuarto Hombre (De Vierde Man, 1983) y por supuesto un sujeto en asquerosa descomposición, el Emil de McCrane, que le debe mucho a su homólogo de una década atrás de El Increíble Hombre que se Derrite (The Incredible Melting Man, 1977), alta bizarreada de William Sachs, por cierto una muerte antológica a más no poder que se sitúa en la misma liga del óbito de Kinney, el fusilamiento de nuestro Alex y la recordada embestida contra el emporio industrial del narcotráfico de Sal y compañía, el realizador aquí además maximiza el recurso de aquellas elipsis con videos de El Soldado de Orange, específicamente la introducción de época, y El Cuarto Hombre, los Súper 8 de Christine Halsslag (Renée Soutendijk), porque lo extiende a toda la narración mediante noticieros, publicidades fraudulentas y un programa cómico putañero y bien grasa que condimentan y contextualizan la historia de base, siendo este último el más hilarante porque el susodicho, intitulado ¡No es mi Problema! (It’s Not My Problem!) y protagonizado por un tal S.D. Nemeth (Bixby Snyder), se mofa del yanqui promedio lobotomizado y funciona como una versión exacerbada y misógina de El Show de Benny Hill (The Benny Hill Show, 1955-1989), gran clásico del slapstick, el vodevil, la sátira social, el erotismo y el humor negro y de doble sentido. Más allá de la inteligencia de personajes secundarios y a la vez centrales como el anteojudo Boddicker de Smith, cuentapropista del delito y “perro faldero” en las sombras de la OCP con el hobby de reventar uniformados, y la Lewis de la eficaz Allen, compañera que rescata al protagonista de su soledad inicial en la comisaría y después hace lo propio cuando los energúmenos al servicio de Jones pretenden asesinarlo, un personaje que no molesta dentro del relato -a contrapelo de tantas otras hembras del cine de acción- porque está masculinizada/ neutralizada con cabello corto en función de la necesidad de potencia discursiva y no de una ninfa bonita insertada por preciosismo o por cuestiones de marketing símil interés romántico, la propuesta incluso se luce en el empleo de flashbacks aplicados a los recuerdos, las pesadillas y las grabaciones de Murphy, en sintonía con una existencia humana familiar que se perdió y que no se puede recuperar ni con toda la bobada caprichosa junta del mainstream hollywoodense, ese que fue sacudido de pies a cabeza por RoboCop debido a que nadie esperaba tamaña sátira polirubro y semejante revolución, algo que abarca desde los vistosos diseños de Bottin hasta recursos más sutiles como los que se dan cita en la secuencia de la metamorfosis en autómata, en línea con esa conjunción de ángulos bajos, primeros planos, tomas cenitales y una primera persona subjetiva con otros bípedos hablando a cámara símil interpelación o falso documental, momentos previos a la génesis de esta redención metropolitana bajo el halo de una tecnología que por una vez no impone su lógica a la psiquis y le deja lugar para que crezca de acuerdo a sus necesidades.
RoboCop (Estados Unidos, 1987)
Dirección: Paul Verhoeven. Guión: Edward Neumeier y Michael Miner. Elenco: Peter Weller, Nancy Allen, Dan O’Herlihy, Ronny Cox, Kurtwood Smith, Miguel Ferrer, Robert DoQui, Ray Wise, Paul McCrane, Jesse D. Goins. Producción: Arne Schmidt. Duración: 103 minutos.
El Vengador del Futuro (Total Recall, 1990):
El desarrollo detrás de la extraordinaria El Vengador del Futuro (Total Recall, 1990) fue uno de los más sinuosos y dilatados de su época porque comienza 16 años antes cuando en 1974 el futuro productor y guionista Ronald Shusett compra por mil dólares los derechos de adaptación cinematográfica de Podemos Recordarlo Todo por Usted (We Can Remember It for You Wholesale, 1966), estupendo relato corto de un todavía desconocido Philip K. Dick, y le encarga el grueso del guión a su amigo y colega habitual Dan O’Bannon, un genio de la ciencia ficción, la fantasía y el terror que fue responsable de dirigir y escribir dos clásicos, El Regreso de los Muertos Vivos (The Return of the Living Dead, 1985) y El Resucitado (The Resurrected, 1991), y de escribir para terceros Estrella Oscura (Dark Star, 1974), del querido John Carpenter, Alien (1979), joya de Ridley Scott, Muerto & Sepultado (Dead & Buried, 1981), de Gary Sherman, Heavy Metal (1981), de Gerald Potterton, Relámpago Azul (Blue Thunder, 1983), de John Badham, Fuerza Siniestra (Lifeforce, 1985), de Tobe Hooper, Invasores de Marte (Invaders from Mars, 1986), también de Hooper, y Screamers: Asesinos al Ras de la Tierra (Screamers, 1995), de Christian Duguay, entre otras faenas memorables de entonces. Debido a que el trabajo original de Dick, como casi siempre en el caso del escritor, privilegiaba el desarrollo de personajes, los diálogos, algún que otro giro argumental bizarro y los conceptos filosóficos de fondo por sobre una historia tradicional que el Hollywood mainstream pudiese considerar filmable, de inmediato surgieron una multitud de desacuerdos sobre el tono y la dirección de la trama que se agravaron con el arribo de Dino De Laurentiis, el productor que a mediados de los años 80 decidió financiar el proyecto, uno de los más caros de su tiempo, por ello fueron considerados realizadores como Lewis Teague, Russell Mulcahy, Richard Rush y Fred Schepisi hasta que fue elegido David Cronenberg, quien a su vez trabajó durante un año en la planificación y escritura de la película en medio de peleas constantes entre él, por un lado, y Shusett y De Laurentiis, por el otro, sobre todo porque el canadiense pretendía un film serio símil otra adaptación de Dick, Blade Runner (1982), de Scott, mientras que los productores deseaban una epopeya de aventuras interplanetarias. En 1987 De Laurentiis contrata a Bruce Beresford como director y a un insólito Patrick Swayze como protagonista aunque una vez más el proyecto se cae a pedazos cuando al año siguiente la empresa del magnate italiano, De Laurentiis Entertainment Group, se declara en quiebra, panorama que le deja todo servido al austríaco Arnold Schwarzenegger, quien estaba interesado desde hacía mucho en el proyecto pero se le había negado la oportunidad de sumarse, para ejercer presión sobre Andrew G. Vajna y Mario Kassar, propietarios de la productora independiente Carolco Pictures, con el objetivo de que comprasen relativamente baratos los derechos de rodaje por tres millones de dólares. Schwarzenegger, conociendo el historial de reescrituras y teniendo presente el voluminoso presupuesto necesario, oficia de productor ejecutivo no acreditado, se reserva el papel protagónico e impone a Verhoeven como realizador basándose en lo hecho por el cineasta en ocasión de RoboCop (1987), así el holandés toma el mando y en muy buenos términos con la mega estrella planetaria trae consigo a sus principales colaboradores del opus previo, el director de fotografía Jost Vacano, el diseñador de producción William Sandell y el encargado de efectos especiales Rob Bottin. El guión final, producto de la friolera de 40 borradores anteriores, está acreditado a Shusett, O’Bannon y Gary Goldman, este último el responsable de pulir unos cuantos detalles en función de su trabajo en Rescate en el Barrio Chino (Big Trouble in Little China, 1986), de Carpenter, pero también incluye ingredientes de la pluma de Cronenberg como los mutantes de Marte y sobre todo el personaje de Kuato, en suma un convite que satisface tanto la testosterona a toda pompa del cine de acción de los 80 y 90 como un inusitado núcleo sociológico, antropológico y político que respeta el costado semi socarrón de todos los cuentos y novelas de Dick, un satirista que en ocasiones se volcaba a la circunspección metafísica. En 2084 Douglas Quaid (un Schwarzenegger con una presencia arrolladora pero aún aprendiendo a hablar inglés y a actuar con convicción) es un obrero de la construcción que sueña con una morocha, Melina (la siempre eficiente Rachel Ticotin), está casado con una rubia, Lori (Sharon Stone en formato femme fatale bajo postulados mercenarios), y tiene de compañero de trabajo a Harry (Robert Costanzo), quien le desaconseja contratar el servicio de una compañía denominada Rekall, la cual le implanta a sus clientes recuerdos de vacaciones falsas que pueden incorporar identidades alternativas que nada tienen que ver con los sujetos anodinos de turno. Cuando el equipo de la empresa, encabezado por Bob McClane (Ray Baker), trata de jugar con la memoria de Quaid el protagonista experimenta un claro episodio psicótico que pone en evidencia que el paquete contratado de remembranzas, uno centrado en ser un agente secreto en Marte, está relacionado con la identidad y el pasado real del proletario, por ello optan por lavarse las manos de lleno, borran en su mente la conexión con Rekall y lo suben a un taxi robotizado cualquiera. Desde el vamos queda de manifiesto que lo están vigilando de cerca porque tanto Harry como la propia Lori pretenden matarlo, una intentona que dispara sus ignotas habilidades homicidas y de combate en general y lo pone bajo el radar de Helm (Michael Champion) y especialmente Richter (Michael Ironside), pareja del personaje de Stone, una agente destinada a controlar a Douglas en su propio hogar. Un ex compañero suyo en la misteriosa agencia marciana le entrega un maletín que contiene dinero, identificaciones falsas, un dispositivo holográfico y un aparato para extraerse por la nariz un localizador que tiene implantado en su cerebro, todo coronado con una grabación de él mismo afirmando responder al nombre de Carl Hauser e instándose a regresar a Marte para vengarse de Vilos Cohaagen (el gran Ronny Cox, en un rol muy similar al que tuvo en RoboCop), dictador corporativo del Planeta Rojo para el que supo trabajar y de quien se alejó cuando cambió de bando al enamorarse de la rebelde Melina, una prostituta que lucha contra Cohaagen a la par de mutantes como Tony (Dean Norris) y George (Marshall Bell), una estirpe que a su vez surgió por las bóvedas baratas que construyó el tirano y por la falta de aire fresco que limpiase la radiación marciana. Quaid, deseoso de saber cuáles serían los secretos que atesora su mente y que llevaron a Vilos a lavarle el cerebro y ocultarlo en la Tierra, viaja a Marte disfrazado de una mujer gorda (Priscilla Allen) y recibe un mensaje tácito de sí mismo orientado a concurrir a un burdel, El Último Recurso (The Last Resort), del distrito prostibulario vernáculo, Villa Venus (Venusville), donde se reencuentra con una Melina que desconfía de sus intenciones y no le cree que no recuerda su pasado ni su identidad como agente de la contrainteligencia de Cohaagen destinado a garantizar los dos principales negocios del mandamás, léase la venta de aire a los colonos y la extracción de un mineral muy valioso, turbinium, que se exporta masivamente a la Tierra. Vilos, que es amigo de Carl y por ello lo quiere vivo, intenta una maniobra engañosa para que la confundida faceta de Douglas se rinda por motu proprio y así le envía a Lori y al Doctor Edgemar (Roy Brocksmith), el cual afirma que su realidad es un delirio y que debe tomar una pastilla roja para despertar en las instalaciones de Rekall, no obstante a último segundo ve bajar por la cabeza del supuesto médico una gota de sudor y eventualmente logra escapar pegándoles sendos tiros en la frente a los dos testaferros de Cohaagen. Melina y los rebeldes marcianos ayudan a Quaid a esconderse de las fuerzas de un Vilos que corta el suministro de aire en Villa Venus y masacra a los amotinados y su líder psíquico, el mentado Kuato, literalmente un apéndice en el abdomen de George que se conecta mentalmente con el agente secreto para revelar el arcano de fondo, un mecanismo construido por una civilización alienígena ancestral que podría generar una atmósfera en Marte mediante un reactor de turbinium con la capacidad de fundir toda la corteza de hielo del planeta, lo que le quitaría al dictador el monopolio tanto del aire como del mineral, posibilitando que todos salgan a buscarlo sin los onerosos recursos de trajes espaciales y vehículos, amén de la posibilidad adicional -el fetiche paranoico del gigante corporativo- de que el turbinium de Marte desaparezca por completo en una fusión atómica generalizada. Traicionado por un taxista negro mutante, Benny (Mel Johnson Jr.), Douglas se entera por boca de Cohaagen y de sí mismo, en un video de antaño como Hauser, que todo fue una movida de contrainteligencia para destruir la resistencia marciana burlando la destreza psíquica de los mutantes, de allí el detallismo maniático en la construcción de la personalidad de Quaid y su idiosincrasia incorruptible. Douglas y Melina huyen de los lavacerebros de Cohaagen, se cargan a un maquiavélico Benny que conducía una máquina excavadora y hacen lo propio con Richter a posteriori de reventar a sus sicarios mediante el juguete holográfico, así el personaje de Schwarzenegger activa el dispositivo alienígena en un momento que coincide con la espantosa muerte de Vilos en la espesura marciana, vía el cuerpo hinchado y sus ojos y lengua hacia afuera, y con la supervivencia de los colonos insurgentes que restaban en Villa Venus, todos a punto de morir por la cruel falta de aire. Entre referencias varias intra carrera del holandés como el localizador y la privatización del aire símil seguridad pública de RoboCop y una realidad trastocada e inestable como aquella de El Cuarto Hombre (De Vierde Man, 1983), aunque ahora sin alusiones hitchcockianas y desde un marco de espionaje con elementos de humor negro y de cine testimonial, y una influencia evidente sobre The Matrix (1999), de los por entonces hermanos Larry y Andy Wachowski, en materia de la identidad convulsionada, la mezcla entre realidad y ficción y la pastillita roja de la supuesta verdad, aquí regresan tres cuestiones muy importantes del opus con Peter Weller, hablamos de la memoria, el quid identitario en ebullición y las mentiras lobotomizadoras del Estado y sus socios centrales, las corporaciones capitalistas amantes de la depredación. Rodada casi completamente en los Estudios Churubusco de México en tanto segundo eslabón de la trilogía paródica de ciencia ficción de Verhoeven, una que había comenzado con RoboCop y finalizaría más adelante con Invasión (Starship Troopers, 1997), en torno al totalitarismo y la brutalidad -sirenas de peligro, edificios en llamas y cuerpos sin vida en las calles- que el neerlandés conoció de niño durante la ocupación nazi, la liberación canadiense y los bombardeos aliados alrededor de instalaciones bélicas y civiles alemanas durante la Segunda Guerra Mundial, la película constituye una oda a la individualidad por sobre un contexto alienante y determinista que quiere indicarnos cómo comportarnos e incluso imponernos una estructura de pensamiento o cómo debería ser nuestra vida. El MacGuffin de turno, el “recuerdo tesoro” en la cabeza de Quaid, se condice con el formato narrativo del secreto mafioso y sórdido oculto en la mediocridad cotidiana de Retorno al Pasado (Out of the Past, 1947), de Jacques Tourneur, tradición que se extendería hacia las recientes Una Historia de Violencia (A History of Violence, 2005), de Cronenberg, y Nadie (Nobody, 2021), de Ilya Naishuller. El frenesí revolucionario se sitúa en primer plano símil odisea de súper acción aunque desde una adorable e hiper entretenida Clase B, por ello tenemos por un lado a unos extraterrestres fuera de pantalla homologados a una civilización milenaria y desconocida que reclama una arqueología específica y que nos legó riquezas por descubrir a lo cultura egipcia, maya o azteca, y por el otro lado a unos recuerdos desromantizados al servicio del mejor postor y de los engranajes de un poder público que entierra en el olvido a quien conviene enterrar, complot enrevesado como el presente de por medio, o simplemente a las personas que osan cuestionarlo, aquellos que rehúyen de la sumisión. El grotesco se hace presente de manera profusa y exuberante en El Vengador del Futuro de la mano de esos ojos y lengua que se salen de sus cavidades al romperse el casco de Douglas en aquella introducción onírica, el asesinato expeditivo de los cuatro sicarios comandados por Harry, el cadáver utilizado de escudo humano en la escalera mientras el personaje de Arnold escapa de Richter y Helm, todos estos tiroteos de impronta ultra gore en la vía pública, la legendaria secuencia de la extracción del localizador a través de la nariz del obrero, esa pantalla chorreando sangre de rata después de que Richter se desquitase con un animalito que llevaba el dispositivo de rastreo de acá para allá dentro de algo de comida, el recordado ingreso a Marte de un Quaid travestido y semi cibernético, la mismísima presencia de los mutantes (sobresalen Kuato, Benny y una mujer de tres tetas en la anatomía de Lycia Naff, Mary), aquellos balazos en la frente de Lori y el Doctor Edgemar, esa masacre en el lupanar circense, El Último Recurso, en la que fallecen clientes, furcias, soldados de Cohaagen y un Helm que termina con un cuchillo clavado en su abdomen gracias a una meretriz liliputiense, Pulgarcita (Debbie Lee Carrington), la cruenta secuencia del intento de Vilos y compañía de volver a borrarle la mente, la muerte del negro con un taladro que penetra en la cabina de su excavadora, el tiroteo sagaz -en línea con el spaghetti western o el film noir- entre las huestes de Richter y los hologramas del protagonista y Melina, el óbito de la criatura del mítico Ironside cuando cae desde las alturas porque un elevador en movimiento le cortó ambos brazos, y desde ya el desenlace con esa bomba de Vilos que hace estallar el domo que protege a los terrestres de las inclemencias marcianas y con nuestro héroe activando el mecanismo dejado por los aliens en otra secuencia con más ojos, lenguas y cuerpos en plena hinchazón inmunda. Más allá de la inmortal frase “considéralo un divorcio”, una de las mejores y más graciosas one liners de toda la carrera de Schwarzenegger, mencionada después de meterle una bala a la arpía de Lori, y de videos e inserts cuasi surrealistas usados como flashbacks o apéndices informativos -una verdadera marca registrada de Verhoeven- en sintonía con los sueños, los noticieros, las publicidades, los registros visuales de Hauser o aquella visión de la memoria recuperada gracias al encuentro con el estrafalario Kuato, aquí con la voz de Bell y el títere del equipo de Bottin, artífice de uno de los últimos y más inspirados ejemplos de un tanque planetario encarado con practical effects antes del arribo del aluvión digital post Jurassic Park (1993), de Steven Spielberg, el costado autosatírico y engañoso del convite supera en sí al final abierto, pudiendo tratarse la trama de sucesos verídicos o una quimera implantada en Rekall, ya que McClane, el encargado de ventas y atención al cliente, en esencia le relata a Douglas toda la faena por venir al aseverar que en el paquete vacacional ilusorio será un agente secreto en una misión crucial -con una chica preciosa y exótica y muchos malos incluidos- que en las postrimerías del relato se quedará con la ninfa, matará a los villanos y salvará al Planeta Rojo en su conjunto. Mientras que el parasitismo capitalista se da cita vía la extracción de turbinium de diversas minas, el pago compulsivo de oxígeno para respirar, la estigmatización mediática y social como “terroristas” de la insurgencia mutante -suerte de Tercer Mundo que busca la libertad económica, sellar su independencia y salir de la pobreza- y la represión cortesía de la agencia en las sombras de Cohaagen y de su milicia entre castrense y parapolicial encabezada por Everett (Marc Alaimo), el Marte colonial se caracteriza, precisamente, por la radiación residual, la falta de aire, el hacinamiento, la miseria, la pérdida de la dignidad y la coerción permanente desde el poder central. El ardid holográfico es otro indicio del desdoblamiento de personalidad de fondo, pero en este caso a favor del amigo Quaid, y eso de hacer habitable al planeta funciona como una utopía de libre albedrío sin explotación ni atropellos, por ello la arquitectura gris y brutalista de la Tierra, sinónimo de comercialismo y una metrópoli imperial y gélida, se contrapone a los colores chillones y los carteles de neón de Villa Venus, ésta símbolo de una claustrofobia paradójicamente afable y fraternal, génesis de la solidaridad que prima entre los mutantes subyugados con la excepción de Benny, infaltable traidor que nos acerca hacia el acervo bélico cinematográfico especializado en la resistencia símil El Soldado de Orange (Soldaat van Oranje, 1977). En este sentido asimismo nos topamos con una oposición entre Kuato, la sabiduría paranormal guerrillera, y el personaje de Cox, un magnate capitalista sarnoso, con el Douglas de Arnold como pelota ideológica de ping pong entre ambos, eventualmente venciendo el diminuto mutante en el cuerpo de George de la mano del argumento de que “se es lo que se hace”, ya que lo fundamental en la existencia del ser humano no son los recuerdos sino la convicción y la conducta diaria, en este caso una inconformista/ sediciosa/ insurrecta. En última instancia nuestro adalid de la revancha y la reparación psicológica, una que termina mutando en sutil metamorfosis a raíz de la asunción plena de la “identidad Quaid” por sobre la nefasta y cómplice “identidad Hauser”, está siempre en lucha consigo mismo cual fragmentación esquizoide llevada al límite del espionaje político internalizado.
El Vengador del Futuro (Total Recall, Estados Unidos/ México, 1990)
Dirección: Paul Verhoeven. Guión: Dan O’Bannon, Ronald Shusett y Gary Goldman. Elenco: Arnold Schwarzenegger, Michael Ironside, Ronny Cox, Rachel Ticotin, Sharon Stone, Marshall Bell, Mel Johnson Jr., Michael Champion, Roy Brocksmith, Ray Baker. Producción: Ronald Shusett y Buzz Feitshans. Duración: 114 minutos.
Bajos Instintos (Basic Instinct, 1992):
Bajos Instintos (Basic Instinct, 1992), además de ser uno de los mejores y más caóticos y ricos thrillers psicológicos de fines del Siglo XX, funciona como la puerta de entrada del lenguaje del porno hardcore en el mainstream norteamericano con vistas a elevar la tensión sin sutilezas castradoras ni eufemismo visual alguno, por un lado ya dejando atrás aquellos coqueteos eróticos de cadencia contracultural de los 60, sus homólogos nihilistas de los 70 y toda esa libido de impronta publicitaria y/ o videoclipera de los años 80 y por el otro lado aprovechando la libertad que ofrecía la masificación del sexo explícito mediante el mercado hogareño audiovisual en una época -léase el segundo lustro de los 80 y los 90 en general- en la que se acumularían unas cuantas faenas intimistas de suspenso con una carga sensual o morbosa hogareña atendible, justo antes del arribo de ese neoconservadurismo patético y oscurantista del Siglo XXI y toda su corrección política, hablamos de Doble de Cuerpo (Body Double, 1984), film de Brian De Palma, Atracción Fatal (Fatal Attraction, 1987), de Adrian Lyne, Terror a Bordo (Dead Calm, 1989), de Phillip Noyce, Se Presume Inocente (Presumed Innocent, 1990), del gran Alan J. Pakula, El Inquilino (Pacific Heights, 1990), de John Schlesinger, Cabo de Miedo (Cape Fear, 1991), de Martin Scorsese, Durmiendo con el Enemigo (Sleeping with the Enemy, 1991), de Joseph Ruben, La Mano que Mece la Cuna (The Hand That Rocks the Cradle, 1992), de Curtis Hanson, Mujer Soltera Busca (Single White Female, 1992), de Barbet Schroeder, Juegos de Adultos (Consenting Adults, 1992), de Pakula, Demente (Raising Cain, 1992), otra de De Palma, Un Paso en Falso (One False Move, 1992), de Carl Franklin, Daños Corporales (Malice, 1993), de Harold Becker, Propuesta Indecente (Indecent Proposal, 1993), asimismo de Lyne, La Última Seducción (The Last Seduction, 1994), una hazaña de John Dahl, Acoso Sexual (Disclosure, 1994), de Barry Levinson, Todo por un Sueño (To Die For, 1995), de Gus Van Sant, Angel y Demonio (Fear, 1996), de James Foley, Un Crimen Perfecto (A Perfect Murder, 1998), de Andrew Davis, y Criaturas Salvajes (Wild Things, 1998), de John McNaughton, entre muchas otras. El opus de Verhoeven no sólo supera a los tibios trabajos previos sino que desencadena prácticamente todos los posteriores gracias a su gigantesco éxito de taquilla a nivel planetario, incluso provocando que el guionista de cabecera, el húngaro Joe Eszterhas, se vuelque en el corto plazo hacia un par de exploitation o auto rip-off de alto perfil, muy inferiores y nada disimulados de Bajos Instintos, Sliver (1993), de Noyce, y Jade (1995), de William Friedkin, señor muy conocido que supo ser el responsable de las historias de base de películas variopintas como FIST (1978), de Norman Jewison, Flashdance (1983), otra de Lyne, Al Filo de la Sospecha (Jagged Edge, 1985), de Richard Marquand, Traicionados (Betrayed, 1988) y Mucho más que un Crimen (Music Box, 1989), ambas de Costa-Gavras, Sin Escape (Nowhere to Run, 1993), de Robert Harmon, Mintiendo en América (Telling Lies in America, 1997), de Guy Ferland, e Hijos de la Gloria (Szabadság, Szerelem, 2006), de Krisztina Goda. El punto de referencia indisimulable es El Cuarto Hombre (De Vierde Man, 1983), propuesta que el neerlandés ha llegado a calificar de “precuela espiritual” de la presente porque comparte muchos ingredientes en común como un dejo preciosista y por momentos ensoñado, una acepción del arte como espacio de la manipulación y la mentira, el fetiche para con la viuda negra que se debate entre matar al macho o mantenerlo con vida para divertirse o quizás seguir exprimiendo su lujuria, un combo retórico bastante macro de “impulso homicida que no pide perdón ni se justifica + concupiscencia + egoísmo social + vicios terrenales clásicos símil adicciones”, el amor y la atracción como cuchillos de doble filo porque permiten acercarse aunque también generan dependencia y pueden llevar a la desprotección, un apego para con la fusión terrorífica entre realidad y ficción -componente que también forma parte del núcleo conceptual de El Vengador del Futuro (Total Recall, 1990), por ejemplo- y finalmente la reformulación posmoderna a lo neo noir convulsionado de otros motivos paradigmáticos del esquema como la fama, el hedonismo, los policías siempre cachondos, la cocaína, la femme fatale de cabellos platinados, la presión política, el alcohol, una seguidilla de crímenes espantosos y enigmáticos, el cinismo aplicado a la investigación de turno, el tabaco omnipresente, los juegos mentales y bien prosaicos del gato y el ratón, la figura hitchcockiana del falso culpable y por supuesto una lascivia, unos desnudos y una visceralidad naturalista que se sumergen en el carácter ultra peligroso de la pulsión de muerte y en el tabú de la hegemonía tambaleante y cruel en el seno de cualquier pareja y en el mismo coito en general, ámbitos en donde un sujeto siempre domina y el otro se somete por más que sea de forma tácita o disimulada. Luego de que una rubia matase durante una sesión de bondage a un empresario nocturno y rockero retirado llamado Johnny Boz (Bill Cable), a quien ata a la cabecera de la cama con una bufanda blanca para después regalarle 31 puñaladas en rostro y abdomen con un picahielos, el caso queda en manos de dos detectives de homicidios de la Policía de San Francisco, Nick Curran (el inefable y pícaro de Michael Douglas) y su compañero y amigo fiel Gus Moran (George Dzundza), quienes se inclinan a considerar a la novia del fallecido, la escritora millonaria Catherine Tramell (una en verdad perfecta Sharon Stone, nacida para el papel en cuestión), como la principal sospechosa del crimen ya que fue la última en verlo con vida cuando se fue con ella de su club nocturno. Desde el principio los policías no tienen mucha independencia en la investigación porque están presionados por su superior directo, el Teniente Phil Walker (Denis Arndt), y un testaferro de la oficina del alcalde, el Capitán Talcott (Chelcie Ross), ya que Boz fue un contribuyente importante en la última campaña política y de hecho tenía un cargo público como presidente del Palacio de Bellas Artes, así interrogan a Tramell y los jefazos pronto la descartan como sospechosa porque pasa el test del polígrafo/ detector de mentiras e incluso escribió una novela detallando un crimen idéntico, El Amor Duele (Love Hurts), libro que oficia de coartada simbólica más que material y desvía la atención hacia un posible imitador que esté obsesionado con Catherine, una señorita fría, putona, irónica y bisexual que parece un imán para la muerte porque sus padres fallecieron en una explosión a bordo de un bote en alta mar cuando ella era muy joven y un profesor y tutor suyo de la Universidad de California en Berkeley también pasó a mejor vida vía puñaladas con otro picahielos; para colmo Tramell tiene de mejor amiga y amante a dos homicidas confesas y sin demasiada explicación para su comportamiento delictivo más allá del frenesí asesino de aquel momento, una veterana que responde al nombre de Hazel Dobkins (Dorothy Malone), quien mató a su marido y tres hijos de la nada con un cuchillo, y la vampiresa lésbica Roxy Hardy (Leilani Sarelle), la cual siendo una púber masacró a sus hermanitos por celos con la navaja de papá. Curran, cuya esposa se suicidó a posteriori de que el hombre matase por accidente en un tiroteo a dos turistas habiendo consumido cocaína en una asignación como policía encubierto entre tenebrosos narcotraficantes, es atosigado con insistencia por un oficial corrupto y ventajista de Asuntos Internos, el Teniente Martin Nilsen (Daniel von Bargen), y protagoniza un affaire entrecortado con la psiquiatra que lleva su caso dentro de la fuerza, la Doctora Beth Garner (una debutante y muy digna Jeanne Tripplehorn), viuda por otro episodio misterioso -en este caso su marido falleció años atrás por un disparo con un revólver calibre 38- y fémina definitivamente más enamorada de él que lo que Nick está enamorado de ella. Catherine ventila frente al oficial que conoce su trágico pasado y éste deduce que su expediente fue filtrado por Garner, la cual reconoce que se lo entregó bajo presión a un Nilsen muy basureador que es confrontado por Curran en el contexto de una acusación de habérselo vendido a Tramell, como decíamos una ricachona caprichosa que vive en una mansión sobre un acantilado desde que heredó el dinerillo de sus progenitores. Suspensión de por medio una vez que Nilsen aparece con un tiro en la frente en su coche, Nick se obsesiona con Catherine mientras que la escritora se muestra con Roxy, lo atrae sistemáticamente y hasta asevera que su nueva novela, Tirador (Shooter), está basada en él, preámbulo para una relación romántica agitada en la que se crea una fuerte dependencia entre ambos que vuelve a detonar los celos de Hardy, ninfa que hasta este instante gustaba de espiar la promiscuidad de Tramell y que de golpe intenta asesinar al detective con su automóvil, muriendo al caer en una zona en construcción en declive. El vínculo crucial entre las dos grandes sospechosas, la escritora y la psiquiatra, llega de nuevo de boca de la primera cuando en la intimidad le confiesa a Nick que durante sus estudios universitarios conoció a una chica con la que tuvo sexo una vez para luego tener que padecerla debido a que la susodicha comenzó a seguirla a todos lados, a tomarle fotografías y a copiarle la ropa y el color del pelo, relato que choca con la versión dada por Garner, la cual reconoce que hicieron el amor pero afirma que la loquita era Catherine y no ella. El detective, cada vez más dispuesto a considerar la inocencia de la millonaria, se sorprende cuando la mujer de repente finiquita la relación diciendo que terminó de escribir su libro y no desea estar más con él, así concurre atontado junto a Moran a un encuentro con una supuesta compañera de Tramell y de la versión estudiantil de Beth, llamada Lisa Hoberman, que promete contar toda la verdad acerca de ambas, episodio que deriva en una cruenta emboscada debido al homicidio de Gus, acuchillado en un ascensor con un picahielos por una mujer de negro, y la muerte de la psiquiatra, que se presenta en el lugar por un mensaje de alguien que se hizo pasar por Moran y así se gana una bala en el pecho de parte de un Nick muy paranoico que confunde una mano en su bolsillo con un arma cuando en realidad la víctima sólo escondía un llavero con un muñeco de Bart Simpson, léase su manojo de llaves del departamento del oficial. En la escalera del edificio en cuestión son hallados el picahielos, una peluca rubia y el piloto negro de la asesina y en el hogar de Garner se descubren recortes de periódicos sobre Tramell, un par de libros de ella y el mentado revólver calibre 38 que mató al marido y a Nilsen, en suma una catarata de evidencia que exonera a Catherine, culpabiliza a Beth y le gana unas felicitaciones a Nick de parte del muy conforme Talcott, ahora con todos los crímenes en apariencia resueltos. La magnate de la literatura regresa sin más con Curran y se disculpa implícitamente por la ruptura aseverando que todos los que la rodean mueren y no quiere eso para el detective, luego de lo cual tienen sexo y vemos un picahielos debajo de la cama que indica que por ahora la femme fatale se contiene y opta por no reventar al varón. En Bajos Instintos desde el mismo título se anuncia el rol central de la libido como un enclave primigenio y anárquico que resulta irresistible a los bípedos por una especie de potencia fisiológica ancestral que abarca a ambos sexos por igual y tiene que ver con el equilibrio entre lo biológico y lo cultural freak, de allí se desprende un trasfondo paradójico permanente caracterizado por el sexo como ejercicio del poder (aquí no entran en juego las romantizaciones destinadas a los consumidores lelos del mainstream), el rol de la belleza, la seducción y el placer como factores disuasivos o desviaciones que confunden (la hembra puede controlar al macho baboso y su fijación erótica mientras que este último hace gala de su soberbia y se cree más inteligente que la arpía repugnante de turno, sin darse cuenta de que cae de a poco en su red como ocurría en El Cuarto Hombre), la presencia de “vicios legitimados” en términos del film noir que exacerban la personalidad de los personajes u ofician de catalizadores de algo preexistente (el alcohol, la cocaína, los muchos cigarrillos y el mismo sexo responden a esta categoría) y el despliegue colateral de la manipulación del prójimo, el oportunismo y un sustrato maquiavélico que se hace más y más enrevesado a medida que avanza el metraje hasta llegar al terreno de la hipérbole (detrás de ello, desde ya, está la idea de experimentar con el que se tiene enfrente como si todo concordase con un planteo lúdico sadomasoquista en el que se prueba la capacidad mutua de resistencia y el grado de brutalidad -concreta y suntuosa- de cada uno en cada situación límite). Dejando de lado esta autorreferencialidad típica del cine del holandés, aquí presente tanto en los libros de Catherine como en esa “relación de espejo” que mantiene con Nick, los dos acusados de asesinatos crudos, con coartadas un tanto extremas y sometidos a interrogatorios colectivos a toda pompa, Verhoeven en primer lugar se luce retomando latiguillos del policial negro como el chivo expiatorio de construcción dedicada, el peligro que excita en demasía, esa verdad que a veces resulta muy evidente, el individualismo como un motor muy poderoso y siempre estimulante y la mujer en tanto victimaria y sin la lamentable mentalidad estándar de la presa o la desvalida, y en segundo término redondea escenas específicas magistrales que a su vez expanden el entramado conceptual del guión de Eszterhas, pensemos para el caso en aquel interrogatorio en el que la acusada le enseña la vulva al fiscal John Correli (Wayne Knight) mediante un legendario descruzamiento de piernas después de la pregunta “¿alguna vez cogiste después de usar cocaína, Nick?” (ella, en los minutos previos, les dice a todos los varones que no tiene nada que ocultar anticipando un chispazo de desnudez que contradice al cine arty y a buena parte del sexploitation porque aquí la anatomía al desnudo no es sinónimo de sinceridad expresiva o siquiera de buenas intenciones), la secuencia en ese club nocturno que fuera de Boz (las miradas, el baile, la droga, el ninguneo efímero, los besos y las manos que recorren los cuerpos en movimiento constituyen ingredientes de una artificialidad -constatada en las luces de neón, el look del local nocturno símil catedral y el house ensordecedor de Rave the Rhythm, de Channel X, y Blue, de LaTour- homologada a un ritual de apareo autocontenido para el que el mundo y todas sus pavadas e intromisiones no existen), aquella secuencia en la que Tramell parece abandonar su máscara gélida y llora por el fallecimiento de Hardy (instante que, al juzgarlo de modo retrospectivo en función de la maldad genial y calculadora de la escritora, se nos aparece como el viejo truco femenino de la autovictimización mostrándose sensible/ tierna con el objetivo de despertar compasión automática en el otro, en esta oportunidad para segundos después lanzarle la bomba a Nick sobre el affaire lésbico con la pobre psiquiatra) y el desenlace a lo giallo de Mario Bava, Dario Argento, Lucio Fulci o Sergio Martino con una fémina encapuchada desparramando gore mediante un arma blanca (el remate narrativo homicida, junto con la sesión posterior de sexo con Tramell, enfatizan la ingenuidad de Curran y su grotesca degradación porque esta obsesión con resolver nuestro enigma conduce al óbito a su mejor amigo y su amante/ novia oficial previa a la escritora). Apoyándose en un maravilloso trabajo de parte de Jan de Bont en fotografía, Jerry Goldsmith en música, Rob Bottin en truculencias varias y unos Michael Douglas y Sharon Stone exquisitos, intérpretes que se transformarían de inmediato en exponentes con patas del thriller libidinoso, el director logra combinar vía una energía abrumadora el sadomasoquismo con el asesinato y el voyeurismo con los celos de la mano de una hostilidad animalizada que pide a gritos salir hacia la superficie social y sobre todo durante la cópula, en este sentido no es casual la presencia en un televisor de una mínima secuencia de Hellraiser II: Camino al Infierno (Hellbound: Hellraiser II, 1988), de Tony Randel, única secuela del clásico de 1987 de Clive Barker en la que el maestro del dolor fetichizado tuvo una participación importante en su doble rol como productor y guionista.
Bajos Instintos (Basic Instinct, Estados Unidos/ Francia/ Reino Unido, 1992)
Dirección: Paul Verhoeven. Guión: Joe Eszterhas. Elenco: Michael Douglas, Sharon Stone, George Dzundza, Jeanne Tripplehorn, Denis Arndt, Leilani Sarelle, Chelcie Ross, Dorothy Malone, Wayne Knight, Daniel von Bargen. Producción: Alan Marshall. Duración: 128 minutos.
Así como Elizabeth Berkley, una bailarina, modelo y actriz por entonces veterana que no tenía ningún problema con desnudarse, fue elegida para protagonizar Showgirls (1995) como una suerte de respuesta frente al fariseísmo y la histeria pública mostrada por Sharon Stone después del estreno de Bajos Instintos (Basic Instinct, 1992), nos referimos a eso de andar diciendo que no sabía que en la famosa escena del interrogatorio se vería su vulva al descruzar las piernas frente a John Correli (Wayne Knight) y compañía, como si la actriz fuese una “carmelita descalza” hiper ingenua y virginal, Verhoeven en la película que nos ocupa decidió dejar de balancear con cuidado los elementos satíricos y de cine de género duro, algo que había hecho en Bajos Instintos, El Vengador del Futuro (Total Recall, 1990), RoboCop (1987) y Conquista Sangrienta (Flesh+Blood, 1985), todas sus películas norteamericanas hasta la fecha, para mandar bien a la mierda -ya de manera definitiva- al conservadurismo formal del sistema estadounidense de estudios y aprovechar el poder que le había ganado tres mega éxitos seguidos de taquilla con el objetivo de recuperar aquella algarabía grotesca desproporcionada de su primera etapa profesional en los Países Bajos, movida que no fue comprendida por buena parte del público y de la crítica norteamericana y mundial -retrasados mentales que sólo conocían los blockbusters del director y jamás habían visto ni por asomo una película holandesa- al extremo de que la malinterpretación más grosera y obtusa estuvo a la orden del día, de allí que tantas veces se repitiese que Showgirls era un complemento de Bajos Instintos cuando en realidad, como decíamos con anterioridad, constituía una vuelta muy evidente a los días de Delicias Holandesas (Wat Zien Ik!?, 1971), Delicias Turcas (Turks Fruit, 1973), Sudor Caliente (Keetje Tippel, 1975) y Descontrol (Spetters, 1980), esta última una propuesta que ya había despertado condenas agresivas 15 años atrás y por ello el realizador ni se inmutó ante los ataques en ocasión de Showgirls, resultándole hasta graciosos por su sustrato descerebrado y mojigato, típico del tontito que se ríe cuando algo lo hace sentir incómodo por lo crudo, altisonante o visceral. La propuesta de por sí, como otras del pasado de Verhoeven, resulta algo difícil de definir porque incluye chispazos de musical contracultural, cine trash, sexploitation, pornografía softcore, bildungsroman u odisea de aprendizaje, melodrama, humor negro, convite coral anti sueño americano y parodia de la cultura de masas desde el sarcasmo, el realismo árido e incluso una apología de la prostitución aunque sin idealismos ni moralinas feminazis ni sermones de burguesas taradas, aburridas y concha seca, por un lado ofreciendo un retrato de los grandes componentes del mundo del espectáculo, en sintonía con la envidia, las revanchas, las traiciones, las drogas, las peleas cíclicas, los secretos sucios, el masoquismo, los atropellos, la cosificación, la demencia y el ventajismo recíproco constante, y por el otro lado analizando esta dialéctica de la excitación fingida propia del modelaje, la danza y la actuación en el rubro erótico en general, por ello una y otra vez nos topamos con la pompa del maquillaje sobrecargado, los peinados y pelucas a tono, la lencería lujuriosa y truquillos variopintos como el hielo para “encender” los pezones, logrando que se paren de inmediato. Nomi Malone (una Berkley arrolladora y mucho más hermosa que Stone, por cierto) es una veinteañera misteriosa que hace autostop en una ruta y es llevada por un tal Jeff (Dewey Weber), sujeto con look de Elvis Presley en dirección hacia Las Vegas que le roba su única pertenencia, una valija, cuando promete conseguirle un trabajo hablando con su tío en un casino y luego se marcha de golpe. En el estacionamiento del lugar conoce a Molly Abrams (Gina Ravera), una diseñadora de vestuario que trabaja en el show principal del gigantesco Casino Stardust, Diosa (Goddess), una revista de baile en topless construida alrededor de ese “lujo” de cartón pintado y muchas lucecitas paradigmático de Estados Unidos. Molly invita a Nomi a vivir con ella en su precaria casa rodante y seis semanas después la lleva al backstage del espectáculo, donde conoce a la estrella de Diosa, Cristal Connors (muy buen desempeño de Gina Gershon), una arpía monumental que se burla de Malone acusándola implícitamente de prostituta cuando la chica le dice que baila en el Cheetah, local nocturno de topless de formato revisteril más clásico y putañero en el que las bailarinas hacen lap dance en privado para diversos clientes. En un boliche, el Club Crave, Nomi provoca una pelea que involucra a un custodio negro del lugar, James Smith (Glenn Plummer), además un coreógrafo que paga su fianza cuando es arrestada porque pretende transformarla en una bailarina independiente con un número que lleva su firma, sin embargo el amor incipiente entre ambos se viene abajo cuando encuentra al morocho con otra hembra, Penny (Rena Riffel), a la que el varón le da el rol de Malone en una actuación fallida en el Crave y deja embarazada, finiquitando sus aspiraciones en el show business. Como Nomi le hizo un desplante cuando la atacó, la bisexual Cristal se siente atraída y pretende humillarla, para ello primero le paga 500 dólares para que le haga un lap dance a su novio, el director de espectáculos del casino Zack Carey (Kyle MacLachlan), y luego le consigue una audición para nuevas bailarinas en el Stardust, donde el dictatorial productor de Diosa, Tony Moss (Alan Rachins), le exige que sí o sí tenga sus pezones parados durante toda la coreografía. Eventualmente la veinteañera consigue el trabajo en cuestión como corista/ secundaria en el espectáculo y deja el Cheetah, antro en el que estaba en buenos términos con el propietario, Al Torres (Robert Davi), y con la gorda capocómica de turno, Henrietta “Mama” Bazoom (Lin Tucci), y si bien Connors intenta hacer las paces con la muchacha ésta aún se resiste a homologar la danza con el lenocinio y se muestra agresiva, así Cristal la recomienda para actuar de anfitriona en una convención de barcos en representación del Stardust que es una tapadera para un servicio de escorts de alto perfil por mil dólares la noche, echando más leña al fuego porque Malone se niega de lleno a participar en el asunto una vez que sabe lo que implica. Nomi pronto descubre cómo se arreglan los “desacuerdos” entre las bailarinas, léase dejándose mutuamente incapacitadas mediante accidentes que no lo son, e inicia un romance con el macho titular de la competencia, Carey, el cual le consigue una audición como suplente de una Connors que se indigna cuando la corista recibe el trabajo y por ello amenaza con renunciar y meter a sus abogados en el embrollo, situación que llega al punto de ebullición cuando durante un show de temática sadomasoquista Cristal sabotea y hace caer a su compañera, la cual a posteriori -bajando una escalera en el backstage- le devuelve la gentileza empujándola y fracturándole la cadera, jugada de la que sale impune porque otra bailarina, Julie (Melissa Williams), afirma que la vio y que estaba lejos de la víctima ya que Malone tiempo atrás permaneció en silencio cuando presenció cómo la susodicha arrojaba varias bolitas de cristal sobre el escenario para que otra hembra se rompa la rodilla durante una enrevesada danza erótica, Annie (Ungela Brockman), mujer que se quejaba por la presencia tras bambalinas de los hijos de Julie. Nomi se convierte en el raudo reemplazo de Cristal cuando Zack convence al dueño del casino, el Señor Karlman (Al Ruscio), para que apueste por nuevo talento, no obstante el asunto termina muy empañado cuando en una fiesta, con motivo del lanzamiento de Malone como la nueva vedette, Abrams es seducida por su músico favorito, Andrew Carver (William Shockley), y violada salvajemente por sus guardaespaldas con el beneplácito del ídolo femenino. Carey pretende impunidad intra gremio artístico y se propone comprar el mutismo de Molly e incluso de la propia Nomi, a quien hizo investigar para descubrir que en verdad se llama Polly Ann Costello, que su padre mató a su madre y luego se suicidó y que tiene un largo prontuario de arrestos por prostitución, posesión de crack y asalto a mano armada. A continuación el personaje de la querida Berkley entra en el hotel de Carver y lo agarra desprevenido para darle una paliza de antología vía patadas y tacos altos y después se despide tanto de Abrams, a la cual le comunica sobre la venganza, como de Connors, señorita a la que le estampa un beso porque la perdona por el jugoso dinero que le consiguieron sus abogados y a sabiendas de que ese, el atentado en la pista de baile y regiones aledañas, es el mecanismo estándar para trepar en el mundo del espectáculo. Nuevamente haciendo autostop, la protagonista abandona Las Vegas en dirección a Hollywood y se reencuentra con el Jeff del inicio, paparulo pancista al que le ordena -navaja de por medio- que le devuelva su valija robada. A Showgirls hay que leerla como una fábula sobre la corrupción ética y humana, cortesía del dinero, la fama, el ascenso profesional y las drogas con la cocaína como símbolo máximo de la oligarquía en el poder, y sobre el arte de sobrevivir en un mundo de chupasangres e imbéciles, lo que por supuesto trae consigo la proeza de no derrapar hacia el suicidio después de venderse en el inmundo mercado laboral del capitalismo y su triste bancarrota moral, por ello mismo el rubro prostibulario es homologado en pantalla a una rama más del show business, marginal sólo por esta patética hipocresía en materia de la sensualidad y el coito, el cuerpo se nos aparece como un producto más entre los muchísimos que ofrece el mercado, con los jefazos siempre buscando que el carácter e ideología de la persona en cuestión no interfiera con la llegada al cliente, y Las Vegas y yanquilandia en general toman la forma de un circo de la explotación entrecruzada -de allí la presencia de algunos chimpancés y de los latiguillos de humor verde de “Henrietta, la Reina de los Melones”- en el que lo banal promedia siempre hacia abajo cuando alguien osa subir el listón de la calidad, amén de una desnudez danzante que forma parte de la escenografía, en consonancia con las luces, la música, el vestuario, los efectos especiales y todas las rutinas cronometradas al unísono, y del emparejamiento conceptual permanente entre los artistas por un lado y las furcias y los mercenarios al mejor postor por el otro, así Malone arrastra la convicción insistente de conservar su dignidad recuperada ante todo mientras que Connors ya no se entrega a esa clase de quimeras por un cinismo que abarca a muchos profesionales del rubro que nos ocupa y de prácticamente cualquier otro del capitalismo prosaico. La riqueza del film, precisamente, se condensa en la construcción de Nomi/ Polly Ann, un personaje contradictorio en el que encontramos lascivia, hostilidad, sabiduría callejera e impetuosidad aunque también un costado puritano esquizofrénico que surgió por los traumas de antaño y que le impide terminar de aceptar la dimensión prostibularia de su labor, complejidad discursiva insólita para un tanque de un Hollywood que adora el formato narrativo reduccionista de la “meretriz con un corazón de oro” que hace de la ingenuidad su marca registrada para ganarse a los machos, a los que sinceramente les importa un comino la personalidad de la puta reglamentaria, y las hembras cuasi mongólicas del público, casi siempre buscando utopías de príncipes y princesas hasta en medio del yugo sexualizado menos susceptible a estos menesteres. Este alejamiento de la autosuperación identitaria facilista y siempre bobalicona del mainstream, sostenido en su condición de semi analfabeta con un instinto de supervivencia bastante paranoico que no acepta abuso alguno de nadie, asimismo está conectado en primera instancia con la fantasía de Malone sobre un “nuevo comienzo”, lo que deriva en una serie de desastres que niegan la mitología naif alrededor del descubrimiento/ eclosión de las estrellas o ídolos populares, y en segundo lugar con ese pasado que ella niega cual sutil representación de los múltiples migrantes internos que desde el campo o los suburbios llegan a las grandes metrópolis con la idea de triunfar o alcanzar una mínima autonomía económica, conociendo en cambio la explotación y el ninguneo sistemático en materia de su cultura de origen, reemplazada por el oportunismo maquiavélico de ciudad. Con referencias satíricas a Pollyanna (1960), de David Swift, una historia muy deudora de La Malvada (All About Eve, 1950) de Joseph L. Mankiewicz, y aquel nihilismo fascinante y extasiado del Bob Fosse de sus cinco joyas como realizador, Sweet Charity (1969), Cabaret (1972), Lenny (1974), All That Jazz (1979) y Star 80 (1983), Verhoeven y su socio reincidente, el guionista Joe Eszterhas, entregan una reinterpretación posmoderna del ciclo de los años 50 acerca de la mugre y brutalidad del ambiente artístico, recordemos en este sentido El Ocaso de una Vida (Sunset Boulevard, 1950), de Billy Wilder, En un Lugar Solitario (In a Lonely Place, 1950), de Nicholas Ray, Nace una Estrella (A Star Is Born, 1954), de George Cukor, La Angustia de Vivir (The Country Girl, 1954), de George Seaton, Intimidad de una Estrella (The Big Knife, 1955), de Robert Aldrich, Un Rostro en la Multitud (A Face in the Crowd, 1957), de Elia Kazan, El Dulce Aroma del Éxito (Sweet Smell of Success, 1957), opus de Alexander Mackendrick, e Imitación de la Vida (Imitation of Life, 1959), de Douglas Sirk. Enmarcado en un triángulo intenso de amor y odio entre las dos ninfas centrales en pugna y el invaluable MacLachlan, las dos escenas magistrales de sexo entre Malone y Carey -el lap dance y la de la piscina en la mansión del jerarca del casino- y la presencia de un villano caníbal en la piel de William Shockley, Carver, síntesis de los anhelos destrozados de Molly como el embarazo de Penny lo fue para el coreógrafo James, el relato recupera la violación en manada de Descontrol, aunque ahora en formato heterosexual, y traza una diferencia entre el striptease honesto del Cheetah y la parafernalia hipócrita y presumida concentrada en el Stardust, señalando que aquí nada es lo que parece porque en un principio Smith traiciona por puro hedonismo a la protagonista pero luego se arrepiente y pide perdón mientras que Carey al inicio se muestra comprensivo y protector cual fachada falaz para llevarla a la cama y después optar por no defenderla ante el más mínimo contratiempo que aparezca en el horizonte, a lo que se suma una partición simbólica adicional entre la burguesía despreciable de Zack y el proletariado grasiento aunque en última instancia cariñoso y afable de ese Al Torres del genial Davi. Showgirls funciona como una de las grandes rarezas de un acervo estadounidense que ya jamás volvería a entregar un blockbuster de cadencia exploitation como el presente porque rápidamente se sumergiría de nuevo en el conservadurismo, la retromanía y las franquicias lelas sin fin, faena exquisita de un Verhoeven que sabe pasar con comodidad de instantes dolorosos de ferocidad entre iguales, como la secuencia de las canicas de vidrio o esa del “atentado” recíproco entre las bailarinas arriba y debajo del escenario, a una infinidad de momentos supremos musicalizados con canciones maravillosas de David Bowie, Prince, Siouxsie and the Banshees, The Sisters of Mercy, U2, Dave Stewart y My Life with the Thrill Kill Kult, entre otros solistas y grupos que apuntalaron un soundtrack inmaculado.
Showgirls (Estados Unidos/ Francia, 1995)
Dirección: Paul Verhoeven. Guión: Joe Eszterhas. Elenco: Elizabeth Berkley, Kyle MacLachlan, Gina Gershon, Glenn Plummer, Robert Davi, Alan Rachins, Gina Ravera, Lin Tucci, Al Ruscio, William Shockley. Producción: Alan Marshall y Charles Evans. Duración: 131 minutos.
Invasión (Starship Troopers, 1997):
A contrapelo de las redundancias retóricas del Hollywood contemporáneo y su tendencia a sermonearnos sobre lo que está bien y lo que está mal como si el espectador fuese un niño chiquito que todavía no puede sacar sus propias conclusiones en función de todo lo visto en pantalla, Verhoeven en Invasión (Starship Troopers, 1997) destiló su odio hiper camuflado -basado en recuerdos propios de la Segunda Guerra Mundial a lo La Esperanza y la Gloria (Hope and Glory, 1987), joya de John Boorman, tanto sobre la ocupación nazi de los Países Bajos como acerca de los constantes bombardeos de los aliados y la también lamentable y cruenta liberación del final del conflicto- hacia el sistema fascista de gobierno ideado por Robert A. Heinlein en ocasión de su novela más célebre, Tropas del Espacio (Starship Troopers, 1959), una suerte de estudiantina militarista y jingoísta en la que una sociedad futura, dentro de 700 años, cubre todo el planeta bajo el nombre de Federación Terrana, sólo le otorga la ciudadanía -capacidad de voto y de ejercer cargos públicos- a los veteranos de guerra del Servicio Federal y está en constante conflicto con una raza de alienígenas de apariencia arácnida y de múltiples tamaños, capacidades y rangos como las hormigas, los denominados “bichos”, a los que combate con tecnología de avanzada, un arsenal poderoso y naves espaciales que pueden viajar a la velocidad de la luz. Dejando de lado dos ítems centrales del libro original, léase unas armaduras símil exoesqueleto mecánico y otra raza de extraterrestres aunque ahora relativamente humanoides, esos “flacuchos” que al inicio luchan contra los humanos y luego cambian de bando, el guión de Edward Neumeier, aquel de RoboCop (1987), condensa o resume diversos personajes de las páginas del delirante de Heinlein, incluye un triángulo amoroso que se expande hacia un cuarto vértice, echa mano de las bombas nucleares como principal recurso para destruir a los bichos de mayor tamaño -detalle sarcástico porque el autor de la novela la escribió, precisamente, por la decisión de Dwight D. Eisenhower de 1958/ 1959 de suspender los ensayos atómicos- y recupera unos cuantos postulados ideológicos del libro en sintonía con una seguridad fetichizada por la Federación Terrana, una violencia o fuerza bruta considerada como el origen del poder y de esa responsabilidad pública que los civiles comunes y corrientes desconocen, y la misma concepción paradójica del arácnido como un modelo abnegado de la sociedad perfecta o idealizada ya que se reproduce en cantidades enormes, puede colonizar planetas lanzando sus esporas al espacio y no posee ego ni miedo a la muerte ni vocación alguna de rendirse, de allí que las mutilaciones corporales sean señal y consecuencia de una vida castrense ejemplar a ojos de los diletantes y difusores del credo de la Federación. Entre la epopeya bélica, la faena de aventuras, el bildungsroman o relato de iniciación, el western descocado, la sátira antimilitar y a favor de la fraternidad sincera, un gore símil aquel terror ochentoso promedio, la odisea de monstruos más hiperbólica y una ciencia ficción irónica apuntalada en un imperialismo expansionista y chauvinista que justifica sus guerras caprichosas con arengas cada día más ridículas a lo darwinismo social que deriva en interplanetario, planteo discursivo que incluye el hecho de que los humanos provocaron la conflagración porque en pantalla se da a entender por un mínimo diálogo al paso de un corresponsal televisivo (Greg Travis) que fue la intromisión espacial hostil de los terrestres en el ambiente natural de los aliens la que desencadenó el asuntillo desde el vamos, el opus del neerlandés se hace un festín con la manía de la Federación de una “limpieza por especie”, en vez de una posible tolerancia o convivencia con las curiosas criaturas, y desnuda la ideología derechosa de Heinlein dejándola fluir sola de acuerdo a sus desvaríos y equívocos varios para que cada uno juzgue los pros y contras de vivir en un régimen absolutista/ tiránico/ dictatorial de este tipo, por ello el maximalismo antibelicista de Verhoeven trabaja siempre apoyándose en el grotesco y en la denuncia de fondo en torno a la construcción oportunista de enemigos que mantienen en funcionamiento a la industria de la guerra en sociedades de corte fascista como la norteamericana de los Siglos XX y XXI, lo que asimismo invierte las intenciones reclutadoras en relación a la milicia del autor del libro porque en el film pronto quedan en primer plano la xenofobia, la patriotería y el culto a las armas. La desromantización de esta utopía autoritaria por parte de Invasión además incorpora diversas paradojas colaterales como la diferenciación por clases sociales dentro del Servicio Federal (la Infantería sería la carne de cañón proletaria y luego vienen la Flota Estelar o fuerza aérea y Juegos y Teoría o espionaje militar, rubros más de elite soberbia burguesa), la utilización de eufemismos y tácticas publicitarias patéticas arrastradas de unas democracias occidentales que colapsaron por la influencia nociva de los científicos sociales y una supuesta contienda entre China y una alianza entre yanquilandia, Rusia y el Reino Unido que derivó en un Golpe de Estado por parte de los veteranos (el “castigo administrativo” son diez latigazos en público y en los noticieros de propaganda dominan la crueldad e insensibilidad y una presencia permanente de purretes indicando la reproducción de la ideología fascista en nuevas generaciones), el choque entre las imperfecciones humanas y el aspecto más automatizado o quizás robótico biológico de los bichos (los terrícolas militarizados sueñan con una mentalidad de panal que siempre será artificial por sus individualidades mientras que los alienígenas sí cuentan con una conciencia colectiva real que los guía en perfecta sincronía, suerte de pugna entre un imperialismo humano inteligente y su homólogo extraterrestre animalizado y de dejo defensivo, no ofensivo ultra psicopático como el de los bípedos) y el aprovechamiento contradictorio de las inseguridades de la adolescencia para manipularla y modelarla al gusto de los jerarcas de la Federación (son las dudas de los reclutas o conscriptos, precisamente, las que derivan en la actitud de “a todo o nada” de la adultez castrense a medida que la ideología chauvinista y gregaria acumula sinsabores, dolor y muerte de compañeros por la naturalización de las masacres y del arsenal atómico símil Guerra Fría, por ello en general la realización critica la ferocidad militar aunque también alaba la solidaridad grupal que la susodicha genera, junto con lazos de auténtica amistad). La trama es muy sencilla y apenas si sigue la trayectoria dentro del Servicio Federal de Johnny Rico (el algo inexpresivo pero eficaz Casper Van Dien), un muchacho de Buenos Aires, Argentina, que en el año 2197 finiquita la formación secundaria con notas bajas y se alista para transformarse en soldado raso y a posteriori trepar hacia los rangos de cabo, sargento y teniente, colorido derrotero que empieza con la idea de seguirle los pasos a su amor estudiantil, la modelito y mucho más intelectual Carmen Ibáñez (Denise Richards y su sonrisa eterna), por más que otra señorita parece estar mucho más interesada en él, Dizzy Flores (Dina Meyer), compañera de colegio junto a su mejor amigo, Carl Jenkins (Neil Patrick Harris), dentro de la clase del profesor Jean Rasczak (Michael Ironside), un manco que defiende con fervor los ideales de la Federación Terrana aunque suele dejar en los chicos la decisión final en eso de sumarse al Servicio Federal o no, confiando en el criterio de los púberes. Los padres ricachones del jovenzuelo (Christopher Curry y Lenore Kasdorf) rechazan su alistamiento y se horrorizan cuando va a parar a la Infantería detrás de una Ibáñez que se suma a la Flota Estelar en calidad de piloto, amén de un Jenkins con una destreza psíquica que termina en Juegos y Teoría investigando a los bichos y planificando incursiones en su árido planeta de origen, Klendathu, y los sistemas adyacentes. El instructor que le toca en gracia es el Sargento Zim (el querido Clancy Brown), un sujeto desalmado al que no le tiembla el pulso a la hora de romper extremidades, asfixiar o clavar cuchillos sobre los conscriptos para que conozcan rápido la brutalidad de los combates por venir, así Johnny se hace amigo de Ace Levy (Jake Busey) y debe soportar a una Flores muy masculinizada que también cae en la Infantería en pos de eventualmente ganarse su amor. Carmen, que se lleva muy bien con un muchacho que ya había conocido antes y que en la Flota se convierte en su tutor, Zander Barcalow (Patrick Muldoon), rompe el vínculo romántico con su novio debido a la enorme distancia entre ambos y porque pretende permanecer en la fuerza aérea más allá de los dos años mínimos del servicio militar de la Federación, decisión que provoca una crisis en Rico que se agrava cuando en el campo de entrenamiento lo ascienden a líder de pelotón y sella el fallecimiento accidental de un subordinado un tanto tontuelo que se saca su casco protector, Breckinridge (Eric Bruskotter), durante un ejercicio con munición verdadera. Después del castigo administrativo de turno, el protagonista pretende renunciar aunque justo en ese momento los arácnidos lanzan un ataque masivo con un meteorito a Buenos Aires que destruye la ciudad por completo, matando a millones de personas entre las que están las familias de Johnny, Carmen, Carl y Dizzy. La guerra se extiende de manera inmediata y la Federación concibe una invasión a gran escala sobre Klendathu que deriva en desastre con miles y miles de bajas, siendo el propio Rico alcanzado en combate en su pierna izquierda por uno de los tenebrosos apéndices de los bichos. Reglamentaria reconstrucción de tejidos de por medio cortesía de técnicas médicas de avanzada, Johnny es reasignado junto con sus compañeros a un pelotón comandado por su antiguo docente de escuela, el hoy Teniente Rasczak, de hecho un grupo de temer conocido como los “Matones de Rasczak” al que se le encarga barrer los sistemas adyacentes al planeta de los arácnidos una vez que las naves de la Flota bombardearon los bichos visibles, lo que provoca escaramuzas varias con el enemigo y una relación amorosa tardía con Flores que se desvanece cuando la muchacha muere en una operación de rescate de las tropas del General Owen (Marshall Bell) en el Planeta P., en esencia una trampa atroz tendida por los bichos que además desemboca en el fallecimiento de Rasczak -asesinato piadoso de por medio- y la puesta en evidencia de la capacidad de los arácnidos para controlar a los seres humanos mediante una especie de aguijón/ probóscide que se clava en el cráneo de los bípedos para succionar su cerebro. Transformado en teniente y con un pelotón compuesto por niñatos, Rico regresa al Planeta P. a posteriori de un reencuentro con Ibáñez, quien lo creía muerto porque así había sido caratulado en ocasión de la invasión fallida a Klendathu, y con Jenkins, el cual le confirma que aquella carnicería socorriendo a Owen, un cobarde que fallece en las escaramuzas, fue un mal necesario para ya ratificar la existencia de un “bicho cerebro” con la inteligencia suficiente para controlar a las demás criaturas y desplegar tácticas militares en función de lo aprendido de los seres humanos y sus flaquezas. La búsqueda del arácnido perspicaz se unifica con una nueva misión de rescate con motivo de la destrucción de la nave de la ex del protagonista, la Rodger Young, con plasma arácnido lanzado al espacio símil cañones, así Carmen y Zander logran escapar de la debacle en una cápsula que termina estrellándose en una red de túneles de los bichos del Planeta P., donde una criatura bizarra, a mitad de camino entre una sesera y una babosa con sobrepeso, succiona la materia gris de Barcalow, la competencia amorosa tácita del antihéroe, y se propone a hacer lo propio con Ibáñez hasta que Johnny y sus fieles lugartenientes, Ace y un tal Sugar Watkins (Seth Gilliam), la ayudan a huir con una contribución crucial de este último, quien se detona con una granada atómica cuando el generoso volumen de arácnidos resulta inmanejable. En la superficie Rico descubre que un soldado raso, el otrora Sargento Zim, capturó a la criatura alienígena consciente y Carl desencadena una celebración generalizada entre la tropa cuando lee la mente del monstruo y confirma que siente miedo, preámbulo a investigaciones brutales de laboratorio sobre el bicho cerebro para comprender cómo funciona la sociedad y las fuerzas extraterrestres con vistas a eventualmente derrotarlas. Amén del cuchillo que Zim le arroja en la mano derecha a Levy, semejante a los padecimientos de Steven (Tom Burlinson) en Conquista Sangrienta (Flesh+Blood, 1985), y de la constante presencia de noticieros y publicidades proselitistas que introducen, complementan y/ o ilustran facetas del relato, en la tradición de RoboCop, El Vengador del Futuro (Total Recall, 1990) y El Soldado de Orange (Soldaat van Oranje, 1977), hoy Verhoeven retoma ingredientes muy específicos de otras películas como por ejemplo el salvajismo y la estructura estándar -primera mitad de entrenamiento, segunda parte de batallas episódicas- de Nacido para Matar (Full Metal Jacket, 1987), de Stanley Kubrick, las diatribas del reclutamiento y todo el arco narrativo agridulce coral de Sin Novedad en el Frente (All Quiet on the Western Front, 1930), de Lewis Milestone, la iconografía nazi fastuosa y esa propaganda burda de El Triunfo de la Voluntad (Triumph des Willens, 1935), de Leni Riefenstahl, y la serie de sietes films de Por qué Luchamos (Why We Fight, 1942-1945), de Frank Capra, Anatole Litvak y Anthony Veiller, aquel fetiche para con el jingoísmo bien desértico de Duna (Dune, 1984), de David Lynch, y desde ya el gigantismo de clásicos de los años 50 del cine de monstruos como El Mundo en Peligro (Them!, 1954), de Gordon Douglas, Tarántula (1955), de Jack Arnold, y dos recordadas obras de Nathan Juran, El Monstruo Alado (The Deadly Mantis, 1957) y La Bestia de Otro Planeta (20 Million Miles to Earth, 1957). Con el aporte de Basil Poledouris en música incidental ampulosa y de Jost Vacano en una fotografía siempre imaginativa y fascinante que incluye interpelaciones a cámara, a través de las misivas en video de Johnny a Carmen, y la mentada cobertura bélica del malogrado personaje de Travis, otro caído en combate -literalmente partido al medio- mientras su camarógrafo registra lo ocurrido como buen testaferro del canibalismo comunicacional o massmediático, además de un diseño de producción de colores chillones del gran Allan Cameron que cierra el recorrido estético que empezó con los grises de RoboCop y continuó con las luces de neón de la segunda mitad de El Vengador del Futuro, el director por un lado combina practical effects para las tomas cortas y CGI ostentoso y kitsch para los planos más amplios y por el otro lado exprime el sustrato algo anodino del dúo de Van Dien y Richards en maravillosa contraposición con respecto al look intelectual de Harris, la faceta pasional/ putona de Meyer, la dimensión cómica de Busey y la locura tácita de las dos principales figuras de autoridad de clase obrera, el Zim de Brown y ese inefable Rasczak de Ironside, un genio que desde el villano de El Vengador del Futuro, Richter, aquí salta a un energúmeno tan fascista como paternal y bienintencionado que se hace cargo del periplo militar de Rico cual versión corregida del profesor cobarde que reclutaba a los muchachos en Sin Novedad en el Frente, Kantorek (Arnold Lucy), ahora con Rasczak optando por privilegiar el pensamiento crítico de los alumnos y sumándose él mismo a la cruzada asesina para incluso no privar de diversión a su tropa de la mano de cervezas, sexo y deportes. La pusilanimidad e hipocresía de los altos mandos, representados en el General Owen, escondido en un armario durante el asedio de los bichos, y en la improvisación muy evidente de los jerarcas de la Federación Terrana, el Mariscal Estelar Dienes (Bruce Gray) y su sucesora la Mariscal Meru (Denise Dowse), incluye ecos del Capitán Stransky (Maximilian Schell), el Coronel Brandt (James Mason) y el Capitán Kiesel (David Warner) de La Cruz de Hierro (Cross of Iron, 1977), de Sam Peckinpah, otra colección de cobardes. La neutralidad de género sexual de Invasión, algo que abarca la escuela secundaria, las actividades recreativas, la academia castrense y el propio frente de batalla, remite a aquella del futuro craneado para RoboCop, marca autoral de un Verhoeven que en el segundo lustro de los 90 todavía se sorprendía del puritanismo absurdo de los norteamericanos -y de buena parte del mundo, por cierto- en materia de una desnudez que debía incluirse en pantalla con cuentagotas para contentar a la censura de la Asociación Cinematográfica de Estados Unidos (Motion Picture Association of America), en contraposición a las masacres de una violencia siempre bien vista y hasta festejada, de allí se explica la abundancia de gore autoparódico + muchas entrañas de bichos + cerebros pegajosos + algún que otro vómito en las vertiginosas secuencias de acción editadas con maestría por Mark Goldblatt y Caroline Ross. Los chispazos cáusticos, condensados en el castigo administrativo, los niños de los noticieros, el presentador que muta en noticia al morir o la misma capital/ metrópoli de la Federación, Ginebra, sede en nuestra realidad de la Cruz Roja y una multitud de organismos de las Naciones Unidas, están complementados con un análisis inolvidable de la gloria del sacrificio bélico -y todo su caos- que corre a la par de la exacerbación de la mugre de las refriegas y el sinsentido cíclico de fondo como si la automartirización banal fuese una zanahoria colgada delante de la cabeza de todos estos burros que trabajan y trabajan en nombre de sus amos hasta fallecer y ser reemplazados por otros necios fanatizados, en pleno éxtasis homicida y con hambre de vísceras del enemigo.
Invasión (Starship Troopers, Estados Unidos, 1997)
Dirección: Paul Verhoeven. Guión: Edward Neumeier. Elenco: Casper Van Dien, Dina Meyer, Denise Richards, Jake Busey, Neil Patrick Harris, Clancy Brown, Seth Gilliam, Patrick Muldoon, Michael Ironside, Marshall Bell. Producción: Alan Marshall y Jon Davison. Duración: 130 minutos.
El Hombre sin Sombra (Hollow Man, 2000):
A pesar de que sin duda se trata de la propuesta más floja de la etapa norteamericana de la carrera de Verhoeven, El Hombre sin Sombra (Hollow Man, 2000) de todas formas es una pequeña gran película que coquetea con sabiduría con el thriller erótico, la ciencia ficción de especulación biológica, la fantasía digna de un cuento de hadas para adultos y el terror modelo slasher de acoso y psicopatía, un combo deliciosamente ampuloso y trash que está orientado a retratar la degradación ética y humana del protagonista del título, Sebastian Caine (Kevin Bacon), cual descenso hacia la locura bien lujuriosa por parte de un supuesto genio científico devenido en sátiro y déspota de la intimidad como si fuese una acepción mucho más explícita -y masculina, desde ya- de la femme fatale propia del film noir, en la tradición de Christine Halsslag (Renée Soutendijk) de El Cuarto Hombre (De Vierde Man, 1983) y aquella Catherine Tramell (Sharon Stone) de Bajos Instintos (Basic Instinct, 1992). Analizando con sumo detalle el sustrato soberbio y brutal de los engreídos de la tecnocracia -en este caso la médica, gubernamental y de vanguardia en general- que son adictos al poder y se creen Dios, la epopeya del holandés asimismo humaniza al poco probable don de la invisibilidad al convertirlo en sinónimo de una claustrofobia que implica secretismo para no sembrar el pánico aunque lleva a la falta total de inhibiciones psicológicas gracias a una libido evidentemente inflada por la capacidad de ver y no ser visto, un esquema sustentado en el doble hecho de que la culpa llega al mirarnos al espejo y si ello desaparece todo es posible para el bípedo cachondo inmaterializado a ojos del prójimo, una especie de garantía de impunidad semejante a la del espectador que del otro lado de la pantalla atestigua el devenir de los personajes sin consecuencias más allá de la influencia cultural, simbólica y/ o artística. Jugando con el costado biológico visceral del asunto, pensemos que volverse invisible y revertir el proceso resultan tan dolorosos y tan precarios como nacer, y con su contraparte laboral prosaica, en especial en términos de la inestabilidad psicológica en una coyuntura de trabajo con celos, dardos cruzados, desconfianza, prejuicios y mucha egolatría de por medio, El Hombre sin Sombra en primer lugar esquiva por completo la mojigatería del Hollywood castrado actual porque la cámara muchas veces adopta el punto de vista del loquito como perspectiva seductora subjetiva, por supuesto vía un voyeurismo impúdico más cerca de Doble de Cuerpo (Body Double, 1984), opus de Brian De Palma, que de La Ventana Indiscreta (Rear Window, 1954), de Alfred Hitchcock, y en segunda instancia retoma el motivo principal de El Hombre Invisible (The Invisible Man, 1897), la célebre novela de H.G. Wells que fue adaptada en muchas ocasiones en un espectro retórico que va desde el drama de horror de las versiones de James Whale de 1933 y Leigh Whannell del 2020 hasta la comedia tontuela de las interpretaciones de Charles Lamont de 1951 y John Carpenter de 1992, nos referimos al infaltable latiguillo del “matasanos que descubre un procedimiento para hacerse invisible pero a posteriori le resulta imposible regresar del umbral imperceptible/ etéreo y ello atenta seriamente contra su salud mental, al punto de llevarlo hacia el crimen y los muchos desvaríos”, amén de componentes adicionales como el dejo monstruoso de Frankenstein o el Moderno Prometeo (Frankenstein or the Modern Prometheus, 1818), de Mary Shelley, aunque ahora con el creador y su criatura unificados en la misma anatomía, una metamorfosis traumática digna de La Mosca (The Fly, 1986), de David Cronenberg, nuevamente con el intelecto sufriendo las consecuencias a la par de lo acontecido en un cuerpo en parte autónomo, una violación cuasi espiritual que recuerda a la seguidilla de ataques de El Ente (The Entity, 1982), de Sidney J. Furie, en esta oportunidad más de influjo hitchcockiano clásico que fantasmal, y hasta un segmento final que implica una cacería en un ambiente cerrado que le debe mucho al de Alien (1979), de Ridley Scott, incluso incorporando sensores de movimiento y un grupo de víctimas que van cayendo una a una cortesía del asesino imparable en cuestión. El guión de Andrew W. Marlowe está basado en una historia del susodicho y Gary Scott Thompson, en esencia dos especialistas en películas de acción y semejantes, y se mueve en torno a Caine, un biólogo molecular de renombre al servicio de la milicia estadounidense, específicamente de su mentor el Doctor Kramer (William Devane), que descubrió un suero capaz de garantizar la invisibilidad pero aún está luchando con su complemento, una fórmula que permita retrotraer el proceso a una normalidad que oficia de arcano científico por demás elusivo. Encabezando un equipo de investigación de elite en una instalación secreta y de máxima seguridad, compuesto por Linda McKay (Elisabeth Shue), Matthew Kensington (Josh Brolin), Sarah Kennedy (Kim Dickens), Carter Abbey (Greg Grunberg), Frank Chase (Joey Slotnick) y Janice Walton (Mary Randle), estos dos últimos los únicos no vinculados a la profesión médica porque trabajan de técnicos recopiladores de datos, Sebastian logra revertir la invisibilidad en una gorila gigantesca llamada Isabelle y conduce experimentos similares en otros primates que le generan la confianza necesaria para no informar al comité estatal/ castrense presidido por Kramer sobre el éxito de la investigación, temiendo que le quiten el mando del proyecto de inmediato, y para pasar a la siguiente fase de pruebas, la correspondiente a los humanos, por ello decide inyectarse el suero sin autorización alguna de sus superiores y con apenas dos cómplices internos, sus manos derechas y socios fundamentales McKay y Kensington, la primera una ex pareja de Caine que ahora está saliendo a escondidas con Matthew para no despertar la furia del individualista y siempre presuntuoso Sebastian. Si bien el período planeado de ensayo abarcaba apenas tres días el tema se alarga mucho más porque el suero del mentado regreso a lo visible no funciona en seres humanos y necesita de ajustes que quedan en manos del personaje de Brolin, otro biólogo molecular aunque no tan brillante como el de Bacon al extremo de que el protagonista comienza a hartarse de la situación de tener que estar encerrado en cuarentena todo el tiempo en el laboratorio para que nadie lo descubra mientras su equipo de trabajo busca una rauda solución. El pícaro de Caine pasa de manosearle una teta a la veterinaria Sarah, espiar en el baño a Janice y abalanzarse sin anestesia contra Linda a escaparse del laboratorio, disfrazado de “sujeto normal” con una máscara de látex, anteojos negros y ropa común y corriente, con el objetivo de pasar por su departamento, donde se excita espiando a una vecina del edificio de enfrente que suele pasearse desnuda delante de las ventanas (Rhona Mitra), a la que viola con total impunidad sin que la fémina comprenda quién fue el responsable. Controlado las 24 horas del día mediante una cámara termográfica, Sebastian impone un bucle de repetición infinita sobre las imágenes con una placa de video adicional para salir y entrar a gusto de las instalaciones sin ser percibido, movida que le permite descubrir la relación romántica entre McKay y Kensington, quien considera que siente envidia y hasta pretende matarlo para quedarse con su investigación, y que lo lleva a romper la ventana del “nidito de amor” de la pareja y a asesinar a pura furia impetuosa a un perro del laboratorio que ladraba sin parar, Franklin 3. Linda eventualmente se da cuenta de que la está siguiendo de manera permanente y Frank halla la tarjeta de video escondida dentro de la cámara, así las cosas ella y Matthew optan por decirle la verdad al Doctor Kramer, el cual pronto muere ahogado en su piscina por obra de Caine sin que la esposa de la víctima (Margot Rose) pueda hacer algo al respecto. Acostumbrado a la impunidad, el poder y la libertad de la invisibilidad y decidido a que nadie revele jamás su secreto, el biólogo molecular encierra a todos sus subordinados en el laboratorio subterráneo eliminando la comunicación con el exterior y los códigos de acceso de cada uno de ellos para la entrada/ salida vía el único ascensor del lugar, preámbulo a una cacería con pistolas tranquilizantes y anteojos de visión termográfica símil Depredador (Predator, 1987), de John McTiernan, y al asesinato de Janice, estrangulada con un cable, de Carter, ahorcado y con una hemorragia en su arteria carótida por un golpe, de Sarah, cuello roto de por medio, y de Frank, atravesado en su abdomen con un fierro cualquiera cual lanza. Nuestro lúgubre hombre invisible encierra en una cámara frigorífica a su ex y a Kensington, herido a la altura de su estómago con el mismo fierro, y se propone volarlo todo con una buena tanda de nitroglicerina, sin embargo McKay logra escapar abriendo la puerta de turno con un imán improvisado con un desfibrilador y construye un lanzallamas casero con el que incinera al homicida justo cuando pretendía fugarse por el elevador, lo que deriva en una pelea en la que Sebastian recibe una fuerte descarga eléctrica que lo hace identificable a los ojos. Los explosivos no tardan en estallar y la refriega final se produce en el hueco del ascensor mientras que ella y Matthew huyen por una escalera de emergencia, suerte de pozo en llamas en donde cae el otrora jefe del proyecto después de un beso de despedida de parte de Linda, la cual alcanza la superficie junto a Kensington en medio de policías, bomberos y paramédicos. Verhoeven por un lado definitivamente lee el desarrollo dramático como una fábula acerca de la cobardía oportunista de quien acecha a la presa en una condición de enorme ventaja, aquí la invisibilidad, detalle que queda reflejado en la introducción con un ratón siendo devorado por Isabelle a instancias de un Caine muy sádico y fuera de campo, y por el otro lado aprovecha el morbo detrás de la propuesta no sólo en términos de la fantasía masculina del sátiro impune sino también en materia de la empatía del espectador, adoptando sobre todo la perspectiva de Sebastian para jugar con el límite de la tolerancia anímica y moral del público en lo que atañe al comportamiento cada vez más despiadado y demente de nuestra estrella, un Bacon que está perfecto como un carilindo veterano y tenebroso obsesionado con la estupenda Shue, ninfa en peligro que se vale por sí misma y que junto a sus dos pretendientes conforman uno de los mejores y más inspirados triángulos amorosos de la trayectoria de Verhoeven. Entre la denuncia del armamentismo yanqui y de la cruel experimentación con animales por parte de la lacra de los laboratorios y las administraciones públicas de todo el globo y el quid posmoderno de fondo en lo referido a esas constantes simulaciones virtuales que anticipan los resultados de los sueros en la praxis mundana corporal, El Hombre sin Sombra nos regala otra gran partitura de Jerry Goldsmith, claramente una de las más exageradas de su cosecha, y una catarata de CGIs imaginativos y profundamente revolucionarios para su época, incluso superando en su minimalismo a lo hecho en ocasión de Invasión (Starship Troopers, 1997), en este sentido vale recordar el cúmulo de transformaciones por etapas de la gorila y del protagonista a nivel de la piel, los músculos, los órganos y el esqueleto. Así como la muerte de Caine nos remite a su homóloga de Dick Jones (Ronny Cox) del desenlace de RoboCop (1987) y el recurso de la lascivia descontrolada y la secuencia del homicidio de Kennedy -con mucha sangre empaquetada de por medio- constituyen marcas autorales de siempre del holandés, la película piensa a la pérdida de identidad que acarrea la invisibilidad como un factor que afecta a la cordura porque lo oculto en la dimensión óptica nos desdibuja como personas soportadas por cuerpos que sienten y tocan, del mismo modo aquel anhelo de reversión a un estado previo del individuo, quizás como un hipotético viaje temporal, demuestra ser una utopía contraproducente que enajena, hoy por hoy llegando a la megalomanía porque desde antes de dichas ilusiones el narcisismo y la paranoia ya marcaban la idiosincrasia del sujeto.
El Hombre sin Sombra (Hollow Man, Estados Unidos/ Alemania, 2000)
Dirección: Paul Verhoeven. Guión: Andrew W. Marlowe. Elenco: Kevin Bacon, Elisabeth Shue, Josh Brolin, Kim Dickens, Greg Grunberg, Joey Slotnick, Mary Randle, William Devane, Rhona Mitra, Pablo Espinosa. Producción: Alan Marshall y Douglas Wick. Duración: 119 minutos.
El Libro Negro (Zwartboek, 2006):
El Libro Negro (Zwartboek, 2006), dentro del derrotero profesional de Verhoeven, fue la gran película del regreso porque en un mismo movimiento significó su vuelta a Holanda luego del prolongado periplo norteamericano, aquel que había comenzado con Conquista Sangrienta (Flesh+Blood, 1985), una nueva colaboración con su guionista de cabecera de los años mozos, ese Gerard Soeteman con el que había dejado de trabajar también luego de la epopeya medieval con Rutger Hauer y Jennifer Jason Leigh, y un doble reencuentro con la resistencia de Holanda durante la Segunda Guerra Mundial, temática ya explorada en ocasión de El Soldado de Orange (Soldaat van Oranje, 1977), y con su propio pasado cuando niño, tiempo en el que conoció de primera mano la crueldad del conflicto a través de las muchas bombas arrojadas por los aliados sobre La Haya durante la ocupación nazi, explosivos que destruyeron casas vecinas y casi mataron a sus padres cuando cruzaban una calle. La película, sin lugar a dudas una de las mejores del Siglo XXI y catalizadora de una serie de films y reinterpretaciones historiográficas sobre tópicos o facetas -hasta entonces tabú o muy poco tratados por el séptimo arte- del conflicto paradigmático de mediados de la centuria pasada, en línea con los refugiados étnicos no judíos, la resistencia alemana a los nacionalsocialistas, las paradojas del colaboracionismo, el dolor y múltiples injusticias de la liberación y la avanzada armada sobre países alternativos con respecto a los más quemados/ trabajados por Hollywood, el cine europeo y los mismos análisis históricos, en primer lugar sigue la estela de las obras previas del holandés en cuanto a la combinación de géneros, en este sentido ahora estamos ante una amalgama entre odisea bélica, film de supervivencia, faena testimonial, relato de venganza, melodrama más bien clásico, thriller erótico, convite de impronta carcelaria y por supuesto espionaje especializado en esa resistencia agridulce símil El Ejército de las Sombras (L’Armée des Ombres, 1969), de Jean-Pierre Melville, y en segundo término ratifica la certeza de que es posible encarar epopeyas fastuosas de época por fuera del aparato productivo de los grandes estudios yanquis, en suma aquí retomando la iconografía aventurera trágica de ocupación de El Soldado de Orange para unificarla con la supervivencia a cualquier precio de Conquista Sangrienta y ese prototípico acervo de Verhoeven en materia del motivo del martirio femenino, aquel que dijo presente a toda pompa en Delicias Holandesas (Wat Zien Ik!?, 1971), Delicias Turcas (Turks Fruit, 1973), Sudor Caliente (Keetje Tippel, 1975) e incluso Showgirls (1995) y El Hombre sin Sombra (Hollow Man, 2000), amén de la bella tradición cinematográfica de la infiltración bélica femenina a lo Mata Hari (1931), opus de George Fitzmaurice con Greta Garbo, y Tuyo es mi Corazón (Notorious, 1946), de Alfred Hitchcock y con Ingrid Bergman, y su homóloga de las cantantes cabareteras y semejantes de la primera mitad del Siglo XX de El Ángel Azul (Der Blaue Engel, 1930), gran joya de Josef von Sternberg con Marlene Dietrich, y la querida Lili Marleen (1981), de Rainer Werner Fassbinder y con Hanna Schygulla. Desde un relativismo moral antihollywoodense, deudor a lo lejos del nazisploitation de influjo arty sadomasoquista de La Caída de los Dioses (La Caduta degli Dei, 1969), film de Luchino Visconti, El Portero de Noche (Il Portiere di Notte, 1974), de Liliana Cavani, y Pascualino Siete Bellezas (Pasqualino Settebellezze, 1975), de Lina Wertmüller, entre otras tantas, El Libro Negro por un lado funciona como un retrato colateral del sufrimiento que generó la fundación de Israel en 1947 y 1948, antes de que la basura sionista mutara en los nazis de Medio Oriente, y por el otro lado indaga con maestría y esmero en las diferentes posturas e “intereses en pugna” dentro de la resistencia holandesa y en aquella estrategia pragmática oportunista -y a veces sincera, a escala ideológica- del cambio de bando dentro del absurdo de la guerra y la contienda política, dos dimensiones enmarcadas en la paranoia, las puras revanchas ciegas y unas hegemonías siempre efímeras que duran lo que un suspiro por más que los protagonistas de turno las crean perennes, de allí que los terroristas de hoy sean los libertadores de mañana y viceversa. El excelente guión de Soeteman y Verhoeven incluye un trabajo de compaginación muy cuidado y está inspirado en un proceso histórico, dos fusilamientos y una figura polémica, a saber: primero tenemos los intentos verídicos de 1944 de judíos holandeses ricos de viajar a través del Parque Nacional Biesbosch a Bélgica o al sur de los Países Bajos, luego de la liberación parcial producto de la Batalla de la Línea Sigfrido y la Batalla del Estuario del Escalda, lo que derivó en arrestos masivos a cargo de la policía neerlandesa y el servicio de inteligencia de las SS, la Sicherheitsdienst o SD, en segundo lugar vienen dos asesinatos de 1945 acaecidos luego de la capitulación alemana del 7 de mayo, el homicidio sin resolver en La Haya del abogado H. de Boer, se supone a instancias de los esbirros en desaparición de la resistencia porque el chupasangre legal era espía evidente de la SD, y el fusilamiento ilegal en Ámsterdam de un dúo de desertores de la Kriegsmarine o Marina de Guerra del Tercer Reich, léase Bruno Dorfer y Rainer Beck, sentencia ordenada por los altos mandos nazis y amparada en el visto bueno/ complicidad de unas autoridades militares canadienses que “dejaron hacer” a los alemanes porque los necesitaban para el desarme, la concentración y la rauda evacuación de las fuerzas armadas nacionalsocialistas en Holanda, y finalmente está el colorido devenir de una ninfa llamada Esmée van Eeghen (1918-1944), señorita controvertida en la historiografía neerlandesa que pasó de ayudar a la resistencia autóctona durante la ocupación, por ejemplo ocultando a judíos y oficiando de mensajera, correo de armas y guía de tropas aliadas, a acostarse con un oficial alemán, Hans Schmälzlein, y a enamorarse del varón sin proponérselo, todo a instancias de la propia resistencia holandesa y sus órdenes expresas de espiar al ejército de ocupación y eventualmente conducir a determinados nazis a una trampa asesina, panorama que eventualmente selló su fin cuando fue fusilada a la temprana edad de 26 años por una SD que la tenía en la mira desde hacía rato al igual que la cúpula de la resistencia, enclave que le quitó su protección porque desconfiaba después de un misterioso allanamiento en su cuartel general. En pantalla Van Eeghen responde al nombre de Rachel Stein (Carice van Houten), en 1956 una docente de escuela primaria y máxima figura dirigente del Kibutz Stein, mujer casada y con dos hijos pequeños que se reencuentra con una otrora amiga de la Segunda Guerra Mundial, Ronnie (Halina Reijn), quien está haciendo turismo religioso en Israel junto a su esposo canadiense, el ex soldado George (Skip Goeree). Los recuerdos dejan paso a un flashback que nos remonta a 1944 cuando Rachel, una cantante de cabaret y vodevil que tuvo que dejar de actuar por la invasión germana, está oculta en casa de unos cristianos fanáticos que la hacen memorizar fragmentos de la Biblia para darle de comer, refugio que desaparece por una bomba de los aliados que la deja en una situación de claro desamparo. Decidida a cruzar hacia las zonas liberadas del sur del país, la muchacha le pide dinero y joyas al abogado y guardián del patrimonio familiar, un Smaal (Dolf de Vries) que hace las veces de H. de Boer pero sin la perfidia, y se sube a un barco nocturno ayudada por un supuesto miembro de la resistencia que anda ofreciendo socorro, Van Gein (Peter Blok), el cual en realidad trabaja junto a un cruel carnicero de la SD, Günther Franken (Waldemar Kobus), para robarles las pertenencias a los judíos de buen pasar económico que pretenden huir de los estertores del conflicto bélico. Stein, que de improviso se reencuentra con todo su clan durante el periplo de escape a través de Biesbosch, recibe un balazo en la frente en la reglamentaria emboscada de la SD aunque logra sobrevivir porque se arroja al agua, no obstante su parentela fallece por completo -padres y hermano menor- y por ello opta por unirse a la resistencia en territorio ocupado bajo el nombre neutral/ no hebreo de Ellis de Vries. Trabajando en una célula comandada por el experimentado Gerben Kuipers (Derek de Lint), empresario alimenticio que a su vez recibe ayuda de Smaal y un lugarteniente militar improvisado, el médico Hans Akkermans (Thom Hoffman), Rachel/ Ellis colabora en la distribución de armas y suministros varios que los aliados envían por avión y acepta el encargo de infiltrarse en la SD después del arresto del hijo de Kuipers, Timotheus alias Tim (Ronald Armbrust), y de conocer casualmente en un viaje en tren a uno de los máximos jerarcas del servicio de contrainteligencia, un afable Ludwig Müntze (Sebastian Koch) que resume a Schmälzlein más Dorfer y Beck en un solo personaje, quien precisamente tiene de mano derecha al sádico de Franken. La mujer utiliza de excusa para acercarse el interés de Müntze en la filatelia y así se transforma en su amante y se hace amiga de la pareja putona de Günther, una Ronnie que como Ellis consigue trabajo de secretaria en la sede de la SD en La Haya para redactar confesiones y órdenes de arresto extraídas con promesas, torturas o amenazas de castigos, de este modo planta un micrófono en la oficina de Franken que posibilita el descubrimiento de que Günther no sólo trabaja con Van Gein, un captor al por menor de hebreos ricachones con ganas de fugarse, sino con otro cómplice más que resulta enigmático y sí provee un buen número de víctimas para la trampa y el robo post mortem. Kuipers ordena no ajusticiar a Van Gein temiendo represalias de Franken pero Akkermans forma un pelotón con la supuesta intención de capturar a Van Gein para interrogarlo acerca de sus conjeturas alrededor del posible cómplice del oficial nazi, sin embargo la operación resulta un desastre y terminan matando al candidato al rapto, lo que rápidamente provoca una orden de Günther de asesinar a 40 prisioneros holandeses de la resistencia que después es anulada por el más piadoso y perspicaz de Müntze, el cual sabe que la cruzada armada está perdida y comienza a negociar una tregua con Smaal. No pasa mucho tiempo hasta que Ludwig, viudo porque una bomba inglesa destruyó su casa familiar -hijos incluidos- en Hamburgo, descubre a nuestra espía políglota aunque decide no denunciarla a condición de que le cuente toda la verdad, así el hombre se entera de las maniobras de su subordinado, Franken, y resuelve señalarlas ante el General Käutner (Christian Berkel), quien hace abrir la caja fuerte de Günther sin encontrar ese tesoro de los judíos que se quedó para él solito, por ello el oficial contraataca a Müntze afirmando frente a Käutner que el susodicho ha estado manteniendo conversaciones de paz con la resistencia, jugada que le gana el presidio y una sentencia de muerte por derrotismo y alta traición. Kuipers ordena el rescate de Tim y el resto de los rehenes en manos de la SD, en esta ocasión con ayuda de una Ellis que exige que Ludwig también sea liberado, pero una vez más la operación deriva en debacle porque soldados nazis los esperan en celdas contiguas a las de los detenidos y torturados y sólo sobreviven Hans y Theo (Johnny de Mol), un cristiano fervoroso miembro de la resistencia. Franken, que sabe del micrófono plantado por su colega en las sombras, arresta a De Vries y crea una pantomima para designarla como la agente de la deslealtad a oídos de Kuipers y compañía, señor que jura matarla al hacerla responsable de la muerte de su vástago. Es Ronnie quien eventualmente ayuda a Ellis y Ludwig a escapar de los calabozos de la SD y viven un tiempo ocultos en un pequeño bote hasta que deciden confrontar a quien creen que es el traidor que trabajaba con Günther, Smaal, veterano que resulta ser inocente y asevera conocer la identidad del verdadero cómplice del oficial nazi gracias a los datos minuciosos de las actividades de la resistencia y de las diversas víctimas de los robos que guarda en su agenda, un pequeño libro negro que termina en manos de De Vries cuando el abogado y su esposa (Diana Dobbelman) son asesinados de repente por un individuo que está cubriendo sus pasos de antaño desde la derrota de las Potencias del Eje en suelo neerlandés. Müntze es identificado y detenido por una turba patriotera cuando perseguía al homicida, siendo fusilado sin más tiempo después por el capricho de un Käutner que impone sus argumentos -las fuerzas armadas del bando perdedor retienen el derecho de castigar a sus miembros- ante un coronel canadiense bastante timorato (Timothy Deenihan), y De Vries asimismo es arrestada por milicias civiles autodesignadas y sometida a vejámenes y a una denigración sistemática junto a otros prisioneros acusados de colaborar con los alemanes, infierno del que es rescatada por un Akkermans que reventó a Franken cuando pretendía huir para quedarse con el botín del saqueo. Hans, ahora un héroe de la liberación y comandante del ejército holandés, le muestra el tesoro a la mujer y se ofrece a ayudarla cuando experimenta un colapso psicológico al enterarse del fallecimiento de Ludwig, aunque demuestra ser el misterioso traidor porque el doctor, sabiendo que es diabética, le inyecta una sobredosis de insulina -diciendo que es un tranquilizante- de la que sobrevive comiendo mucho chocolate y saltando desde un balcón. Ellis convence a las autoridades canadienses y a Kuipers sobre la culpabilidad de Akkermans, basándose en los registros del libro negro y un documento en el que consta el arresto del médico en 1944 cual pacto entre él, Franken y Van Gein, y parte junto a Gerben en busca del doctor fugado, quien sumó a la familia de la fémina en la matanza porque había operado de apendicitis a su hermano justo antes de ser acribillado en aquel barco por la SD. Ambos encuentran a Akkermans tratando de huir de Holanda hacia Bélgica con toda su fortuna malhabida dentro de un ataúd, donde lo dejan encerrado hasta que se asfixia, así la trama nos devuelve a 1956 y a la nueva parentela de la mujer para mediante un cartel aclararnos que el dinero judío fue a parar a la construcción del kibutz, por cierto en constante peligro por las escaramuzas eternas con los vecinos árabes. Más allá de actuaciones brillantes, como las de Koch, Hoffman, Reijn, Berkel, De Lint y Kobus, y de personajes concretos que simbolizan procesos y agentes históricos, como por ejemplo Ronnie, una señorita simpática, pancista y algo ingenua que representa al grueso del pueblo neerlandés que en un primer momento convivió sin demasiados conflictos con los invasores y después celebró el arribo de los libertadores, o ese Käutner hiper ortodoxo y ciego que se obsesiona con llevar adelante la sentencia de muerte dictada y que es el último en enterarse de lo que ocurre en el cuartel general de la SD en La Haya, desconociendo tanto los robos para cosecha personal de Günther como las tratativas en pos de una tregua de Ludwig, a decir verdad el corazón del relato es la Rachel Stein/ Ellis de Vries de la esplendorosa Carice van Houten, una actriz fenomenal que en ningún momento teme desnudarse -a nivel literal y anímico conceptual- para un Verhoeven que en un único movimiento confirma y niega el cliché social internacional sobre los hebreos, pensemos para el caso en el contraste entre las primeras secuencias del metraje, por un lado, en las que los judíos aparecen como avaros y cobardes escapando con sus dólares, joyas y lingotes y monedas de oro pegados a sus cuerpos, y el desarrollo subsiguiente con nuestra antiheroína como foco principal, por el otro lado, aquí mediante la metáfora permanente de la cantante que en un inicio debe callar para sobrevivir en un contexto de ocupación y dictadura y después se ve obligada a volver a utilizar su melodiosa voz en público para contentar a las repugnantes elites del nazismo asentado en los Países Bajos, para colmo en una fiesta privada con Franken, el verdugo de su clan, tocando el piano y en una hilarante celebración por el cumpleaños de Adolf Hitler con el carnicero silbando y haciéndole el coro. Mientras que ella mantiene una relación de espejo con Müntze, ambos habiendo perdido a sus familias a manos del enemigo de turno, y se nos aparece como una especie de prostituta martirizada por la guerra, la política, el espionaje y la supuestamente gloriosa resistencia contra un régimen absolutista, esta última en pantalla se subdivide entre un bando chauvinista mayoritario que le rinde pleitesía a la Reina Guillermina en su pusilánime exilio londinense, devenida en estandarte de combate o estampita nacional unificadora para buena parte del vulgo, y facciones menores que quedan sintetizadas en Theo, un cristiano protestante fanático, y el mismo Tim, el hijo del oligarca bonachón de Kuipers, un muchacho de ideología comunista que se rehúsa a brindar por la monarca parasitaria en el extranjero. Amén de latiguillos varios de las películas sobre la resistencia, en sintonía con el temor a los delatores, las patrullas, los tormentos, la perfidia intuitiva y el óbito del ser querido o el compañero de lucha, la propuesta también incluye marcas autorales del director como ella tiñéndose el vello púbico de rubio para su misión como espía, su vómito al descubrir al verdugo de sus padres sentado al piano en la primera fiesta nazi, aquella parodia de Hitler a cargo de Hans después del secuestro fallido de Van Gein, el detalle de ella limpiándose los zapatos de taco alto en el inodoro luego de bajar al sótano de la sede de la SD para abrir una escotilla con motivo del intento de rescate de los rehenes, la recordada escena de la golpiza contra De Vries y los litros de mierda cayéndole encima en la prisión de los colaboracionistas, el desenlace vía el féretro con el matasanos dentro y todos sus billetes y joyas, la impronta ultra gore de las muchísimas masacres y por supuesto las dos “frutillas de la torta” que vuelven a homologar al arte y la cultura con el horror, las paradojas identitarias y la manipulación maquiavélica más cruda, nos referimos al gustito filatélico de Ludwig y la “segunda vocación” de Günther como pianista. Entre el heroísmo de cartón pintado de Akkermans por colaboracionismo subrepticio, típico ídolo popular que se ubica en las antípodas de aquello por lo que es festejado por los idiotas mayoritarios en cuestión, y la idea de explicitar la dificultad a la hora de matar a alguien símil Cortina Rasgada (Torn Curtain, 1966), clásico de Hitchcock, al respecto recordemos el balazo en la cabeza de ella y esa colección de tiros que le pegan a Van Gein hasta que finalmente cae sin vida en las aguas de uno de los cientos de canales que recorren Holanda, El Libro Negro se burla por lo bajo de la farsa de los bandos en pugna ya que ninguno de los dos son homogéneos -por lo menos no al extremo del reduccionismo hollywoodense- e incluso terminan siendo igual de despiadados, demenciales y en última instancia ridículos.
El Libro Negro (Zwartboek, Países Bajos/ Alemania/ Reino Unido/ Bélgica, 2006)
Dirección: Paul Verhoeven. Guión: Gerard Soeteman. Elenco: Carice van Houten, Sebastian Koch, Thom Hoffman, Halina Reijn, Waldemar Kobus, Derek de Lint, Christian Berkel, Dolf de Vries, Peter Blok, Ronald Armbrust. Producción: Jeroen Beker, Teun Hilte, San Fu Maltha, Jens Meurer, Jos van der Linden y Frans van Gestel. Duración: 146 minutos.
Solamente en los Países Bajos se podría haber dado un experimento creativo tan inusual como Entertainment Experience, programa de televisión que se emitió entre 2011 y 2012 a través de la señal abierta y comercial Verónica y que estaba orientado a una cruza entre show competitivo de búsqueda de talento a lo reality TV y registro documental sobre la creación de dos películas, una generada por los participantes del programa y el público en general y otra por el jurado principal de Entertainment Experience, Verhoeven, todo en función de un esquema productivo que arrancó con un mínimo guión primigenio de Kim van Kooten, conocida en Holanda por comedias como Todo es Amor (Alles is Liefde, 2007) y su secuela Todo es Familia (Alles is Familie, 2012), ambas dirigidas por Joram Lürsen, y dramas como Con Gran Alegría (Met Grote Blijdschap, 2001), de Lodewijk Crijns, y Cita a Ciegas (Blind Date, 1996), de Theo van Gogh, esta última un exitoso convite que tendría su remake hollywoodense en 2007 a cargo de un Stanley Tucci en una triple modalidad de actor, guionista y director. A aquel inicio de Van Kooten le siguieron otras siete partes que fueron generadas de manera colectiva por el público y los participantes bajo la curaduría del amigo Paul símil garantía de coherencia y un muy necesario equilibrio dramático, quien junto a un guionista de raigambre televisiva, Robert Alberdingk Thijm, redondeó y pulió cada segmento antes de pasar al siguiente, desembocando en última instancia en Engañado (Steekspel, 2012), la lectura de Verhoeven de la experiencia, una película que fue filmada con actores profesionales a pesar de que en un primer momento se coqueteó con la idea de utilizar intérpretes amateurs, y en la versión realizada por los cinco equipos de rodaje de Entertainment Experience, hablamos de IO Filmproducties del cineasta veterano Stephan Brenninkmeijer, Nightwork Films de Henriëtte Drost, Vicie Films de Maarten van Vliet, Van Goch Producties de Carel van Goch y Marantzfilms de la dupla de Joris van Blerck y Max Huisman, cada uno encargado de rodar una parte del proyecto -y con su propio elenco para los mismos personajes- salvo en el caso de IO Filmproducties que acumuló cuatro segmentos, por ello eventualmente rodó el resto del guión y lo convirtió en otra película, la pobretona y extremadamente inferior Contraparte (Lotgenoten, 2013), también a cargo de Brenninkmeijer. Engañado, mediometraje de 55 minutos, representó una experiencia un poco agridulce para un Verhoeven que a priori se había entusiasmado con la posibilidad de la participación popular hasta que comenzó a chequear a los actores amateurs y a los miles de guiones e ideas varias ofrecidas por los espectadores, la enorme mayoría de los cuales de una redundancia, mediocridad y estupidez abrumadoras, por ello con el tiempo se decidió por profesionales y -ante la falta de un libreto cien por ciento eficaz o siquiera atractivo- no le quedó otra opción que escribir el guión él mismo con Thijm mediante la técnica del collage a partir de conceptos propuestos por el público. Como el film resultante no llegaba a la duración estándar de un largometraje, la hora y media, no podía estrenarse desde el vamos en salas comerciales tradicionales aunque el impedimento se superó incorporando un documental de backstage de 34 minutos a modo de introducción y apelando para la exhibición, además de la premiere simbólica reglamentaria y la participación en festivales, a una estructura de “film on demand” llamada We Want Cinema en la que la gente compra por anticipado entradas y cuando se llega a determinado número de tickets vendidos se accede a la anhelada sala oscura como medio de consumo cinematográfico ideal, lo que finalmente aconteció en ese mismo 2012. El protagonista fundamental es Remco Albrecht (Peter Blok), dueño de un estudio de arquitectura que tuvo dos vástagos adolescentes, los paparulos de Lieke (Carolien Spoor) y Tobias (Robert de Hoog), con una esposa que le viene tolerando infidelidades desde hace mucho tiempo, Ineke (Ricky Koole), como la que encaró meses atrás con una compañera de trabajo de menor edad, la hoy embarazada Nadja (Sallie Harmsen), o la que lleva adelante con una amiga de Lieke, la púber Merel (Gaite Jansen), no obstante sus problemas autobuscados no terminan allí porque la compañía en cuestión, Albrecht Construct, está al borde de la quiebra debido a la idea de Remco de expandirse hacia Dubái, en los Emiratos Árabes, y por ello sus dos socios, el enérgico Wim (Jochum ten Haaf) y el más sosegado Fred (Pieter Tiddens), negociaron a escondidas con una empresa china, Akyan Capital Investments, la venta de la firma por la friolera de 24 millones de euros para que les queden 6 millones a cada uno de los cuatro socios, léase los tres varones y la ama de casa Ineke, propuesta que no convence a Remco pero frente a la cual se ve obligado a sucumbir porque Wim lo chantajea con decirle a su esposa que el hijo que espera Nadja es de hecho de él, lo que generaría la ruptura inmediata de la pareja como Ineke le supo advertir al protagonista con anterioridad. Luego de que la amante laboral se apareciese con el bombo en el cumpleaños de Remco, visita inesperada porque se suponía que Nadja estaba trabajando en una asignación en Japón, descubrimos que Lieke es una borracha y cocainómana bastante banal, que su mejor amiga Merel recibió del arquitecto un scooter celeste de regalo y que Tobias está obsesionado sexualmente con el personaje de la bella Jansen al punto de retocar imágenes suyas con Photoshop para combinar su rostro con fotos pornográficas, olla en ebullición que explota cuando Lieke se entera del affaire de su padre con Merel viendo el celular de la chica y cuando ésta comienza a investigar a Nadja con la ayuda de Tobias para ver si realmente está embarazada como afirma, sospecha a su vez comunicada por Lieke a raíz de una serie de sucesos durante la fiesta del cumpleaños, como el triple hecho/ pista de que le tocó la panza a Nadja y no sintió nada, ésta dijo que el purrete quizás esté muerto y la llamativa presencia de un tampón usado en el inodoro que fue arrojado por la supuesta preñada. Los dos adolescentes se suben a la azotea del edificio de Nadja y la ven sacándose una prótesis del abdomen a través de un ojo de buey que da al baño de la susodicha, así Merel le traslada el dato a Ineke y ésta hace lo propio con Remco en una escena muy graciosa y terrorífica en la que la cornuda le clava unas tijeras en la panza falsa a la amante en medio de una reunión laboral para ratificar la venta de Albrecht Construct, desencadenando el despido de Wim y un trato de distinta envergadura con los chinos, no una toma de control completa sino una fusión entre las empresas. Nadja regresa a Japón, Tobias y Merel comienzan una relación romántica, este dúo más Lieke encaran un viaje relámpago hacia Berlín para asistir a un recital de su banda favorita, Rammstein, y finalmente Remco e Ineke cenan en un restaurant elegante en el que la fémina le comunica que está embarazada aunque dando a entender que el padre es otro macho. Ubicada a mitad de camino entre el melodrama heterodoxo y la comedia negra sobre las miserias de la alta burguesía hipócrita, ventajista y aburrida de siempre, la película contra todo pronóstico supera con una naturalidad envidiable su condición de proyecto craneado en medio de un caos creativo y se abre camino como una propuesta disfrutable y entretenida que incluso llega a sorprender por su inteligencia de influjo minimalista y sarcástico, siempre jugando con una hipotética amalgama entre la fábula ochentosa del yuppie cínico y egoísta y el retrato de nuestro Siglo XXI del CEO trepador adepto al abuso sexual y/ o la impunidad misma del poder y esa promiscuidad tontuela y hedonista del capricho eterno. La dialéctica de la perfidia, sustentada en la costumbre contemporánea de todas las clases sociales de mentir y mentir en función de una libido de deseos cruzados y frustrados, en pantalla se unifica con los “deslices” privados, como el embarazo y las infidelidades o traiciones, y sus homólogos ya públicos, hoy la bancarrota de la empresa por exceso de ambición o simple descuido tonto, el primero un rubro en el que por un lado se recupera el viejo estereotipo en materia del comportamiento de los varones, representado en un Remco que traiciona a las dos hembras del clan, a su esposa con su compañera de trabajo y a su hija con la amiga, y por el otro lado se introduce una novedad porque Verhoeven optó por mandar bien a la mierda a la reacción social estándar de la esposa ante el descubrimiento de los affaires del marido, la hipotética condena automática, algo que estaba incluido en prácticamente todos los guiones hiper conservadores presentados por el público, así el realizador decidió que la cornuda crónica se quedase callada para en el final abierto dejar flotando la duda dolorosa en la mente del esposo -y en la de nosotros, los espectadores- sobre la paternidad del nene por venir, planteo retórico revanchista mucho más sorpresivo, interesante y sardónico que la alternativa melodramática clásica de la indignación y la partida del hogar familiar. Más allá de sus típicas pinceladas viscerales o irónicas como los vómitos de la hija cocainómana y alcohólica, aquel embarazo falso de ocho meses de Nadja, las tetas al aire de Merel en la imagen que capta el fotógrafo incipiente de Tobias durante el cumpleaños, las mismas fotos trucadas con Photoshop, el motivo del desquite subrepticio femenino y esas geniales tijeras del desenlace sobre el abdomen de la amante, lo mejor de Engañado se resume primero en el maravilloso trabajo del elenco, destacándose en especial lo hecho por Peter Blok, Gaite Jansen, Robert de Hoog, Ricky Koole y Carolien Spoor, y segundo en el relativismo moral marca registrada del realizador holandés, llegando a construir una situación en la que el oligarca mitómano y esperpéntico termina siendo mejor a escala ética que esa competencia interna de la compañía -simbolizada en el Wim del también perfecto e histérico Jochum ten Haaf- que cae en el fraude y en la extorsión con vistas a liquidar cuanto antes el estudio de arquitectura ante capitales especulativos chinos, destino paradigmático al que parecen estar condenadas todas las empresas de tamaño medio y grande como sugiere el remate del relato, especie de solución negociada entre la fagocitación del canibalismo capitalista y el salvataje mediante dinerillo externo que aún permite conservar un margen de autonomía.
Engañado (Steekspel, Países Bajos, 2012)
Dirección: Paul Verhoeven. Guión: Paul Verhoeven, Robert Alberdingk Thijm y Kim van Kooten. Elenco: Peter Blok, Robert de Hoog, Sallie Harmsen, Gaite Jansen, Ricky Koole, Carolien Spoor, Jochum ten Haaf, Pieter Tiddens, Ronald van Elderen, Duy Huynh. Producción: Justus Verkerk y René Mioch. Duración: 55 minutos.
Si bien en el momento del estreno de Ella (Elle, 2016) Verhoeven afirmó que durante la producción y el rodaje se encaminó hacia terreno desconocido porque de hecho estaba filmando su primera película en Francia y lo que podría haber sido un thriller erótico o psicológico semi tradicional, en sintonía con El Cuarto Hombre (De Vierde Man, 1983) y Bajos Instintos (Basic Instinct, 1992), mutó en una mixtura de comedia negra, melodrama de capitalismo empresario, fábula familiar mordaz, suspenso modelo whodunit, relato de desquite burgués de perfil bajo e incluso epopeya sexploitation de influjo sadomasoquista, cuyo núcleo es una veterana que no puede ser encuadrada a priori del todo ni en el grupo de las mujeres anodinas del vulgo ni entre las arpías ricachonas con el ego inflado y muchos delirios de poder ciego, a decir verdad el desenlace del opus previo del holandés, Engañado (Steekspel, 2012), ya dejaba picando de modo sutil el tópico de la venganza femenina como reacción ante una injusticia y/ o un atropello, algo que Ella sin duda expande y complejiza considerablemente al nivel de la tragedia de la también cercana El Libro Negro (Zwartboek, 2006) más los otros clásicos del martirio rosa del querido acervo de Verhoeven, un adepto al feminismo sexualizado y antiidealista al extremo del éxtasis, nos referimos a propuestas esplendorosamente pirotécnicas como Delicias Holandesas (Wat Zien Ik!?, 1971), Delicias Turcas (Turks Fruit, 1973), Sudor Caliente (Keetje Tippel, 1975), Showgirls (1995) y El Hombre sin Sombra (Hollow Man, 2000). La película, una odisea provocadora para adultos pensantes como ya casi no existen en el ámbito cinematográfico infantilizado y conservador de nuestros días, se acerca al lenguaje expresivo de directores como Claude Chabrol, Brian De Palma, Dario Argento, Henri-Georges Clouzot y Alfred Hitchcock con el objetivo de recuperar al grotesco y el patetismo peligroso/ aventurero como horizontes o añoranzas involuntarias de la vida cotidiana y al sexo como lenguaje que acorta la distancia entre los personajes aunque también aleja a los individuos cuando desemboca en despecho, genera frustraciones y perfidias o involucra violencia en el fluir más prosaico de la existencia, por ello en gran medida el film puede leerse como una reinterpretación del cine de antaño de violación y venganza/ rape and revenge, aquel de Perros de Paja (Straw Dogs, 1971), de Sam Peckinpah, La Última Casa a la Izquierda (The Last House on the Left, 1972), de Wes Craven, Violación (Lipstick, 1976), de Lamont Johnson, Escupiré sobre tu Tumba (I Spit on Your Grave, 1978), de Meir Zarchi, Señorita .45 (Ms .45, 1981), gran joya de Abel Ferrara, Acorralada (Extremities, 1986), de Robert M. Young, y Acusados (The Accused, 1988), de Jonathan Kaplan, entre muchas otras, pero desdramatizando el asunto para sorprender al espectador y situarlo en un naturalismo entre pragmático y cínico que se condice con la decisión de muchas mujeres de esconder el ataque o de tratar de “comprenderlo” desde la intimidad por fuera del canibalismo comunal y cultural, este último un rubro sobre el que no pueden hacer mucho, debido a ello el repliegue solipsista suele resultar una alternativa mucho más pacificadora y atractiva que la opción de ventilar el abuso en las instituciones públicas inoperantes de siempre, hablamos del poder judicial y de la policía. Precisamente nuestra protagonista, Michèle Leblanc (Isabelle Huppert), arranca el metraje padeciendo una violación en su casona de París en pleno día por parte de un hombre todo vestido de negro y con un pasamontañas, situación de la que sólo es testigo su simpático gato de pelaje gris y que decide no reportar a las autoridades tanto para sacarse de encima el estereotipo femenino de la desvalida y la víctima eterna, en pos de valerse por sí misma y no maquillar lo ocurrido con ficciones new age o placebos de la psicología barata contemporánea, como para evitar reencontrarse con la prensa, los uniformados y el circo popular, gremios con los que tuvo que lidiar cuando su padre, Georges Leblanc, hoy un anciano lastimoso de 76 años en prisión, tres décadas atrás asesinó durante una sola noche a 27 personas -más seis perros y un par de felinos- con una escopeta, una maza de carnicero y un par de cuchillos de cocina porque los vecinos del barrio le habían pedido que deje de hacer la señal de la cruz sobre la frente de todos los purretes que veía, una masacre que terminó cuando regresó a su hogar y decidió quemar todas sus pertenencias con la ayuda de la pequeña Michèle antes de ser arrestado por la policía mientras la madre/ esposa, por entonces una enfermera, estaba trabajando. El guión de David Birke, un especialista en horror y dramas criminales como lo demuestran Dahmer (2002), de David Jacobson, Asesino de la Autopista (Freeway Killer, 2010), de John Murlowski, y 13 Pecados (13 Sins, 2014), de Daniel Stamm, está basado en la novela “Oh…” (2012), de Philippe Djian, autor que inspiró obras variopintas en línea con Betty Blue (37°2 le Matin, 1986), del tremendo Jean-Jacques Beineix, Imperdonable (Impardonnables, 2011), de André Téchiné, y El Amor es un Crimen Perfecto (L’Amour est un Crime Parfait, 2013), de los hermanos Arnaud y Jean-Marie Larrieu, y se concentra más en el desarrollo de personajes que en una hipotética trama de cadencia estándar, así de a poco descubrimos las coloridas características del entorno cercano de la protagonista, dueña y directora junto a su mejor amiga, socia comercial y antiguo flirteo lésbico, Anna (Anne Consigny), de una exitosa compañía que se dedica a la creación de videojuegos: su único hijo, Vincent (Jonas Bloquet), es un veinteañero bobalicón que pasó de vender marihuana y meterse en peleas a trabajar en un local de venta de comida chatarra símil McDonald’s para mantener a su novia embarazada, Josie (Alice Isaaz), una desquiciada que lo maltrata sin parar y que para colmo da a luz a un bebé de tez oscura que parece ser producto de una relación con un tal Eric, eje de un tatuaje de la ninfa, o quizás con un amigo de ascendencia africana de Vincent, Omar (Stéphane Bak), por el otro lado tenemos a un empleado adusto y algo misógino de Leblanc, Kurt (Lucas Prisor), que la detesta porque considera que no cuenta con la experiencia suficiente para evaluar la jugabilidad de los productos que lanzan al mercado porque arrastra un pasado en la literatura y la industria editorial, justo donde conoció a su ex marido, el escritor y profesor universitario Richard Casamayou (Charles Berling), un hombre que una vez la golpeó en una discusión, lo que motivó la separación de la pareja, y que ahora está obsesionado con la puesta a punto de una idea suya para un videojuego, desvarío de ciencia ficción sobre la rebeldía y el alzamiento de una estirpe de perros robots del futuro a lo Espartaco, concepto que es ninguneado por Michèle mientras siente celos ante la nueva novia de Richard, la instructora de yoga de menor edad Hélène (Vimala Pons), y se acuesta con el marido de Anna, el calentón y necio Robert (Christian Berkel), panorama que se completa con la presencia de la progenitora del personaje de la genial Huppert, Irène (Judith Magre), a la que condena constantemente por narcisista, por inyectarse bótox y por tener sexo con gigolós como el oportunista Ralf (Raphaël Lenglet), y de un vecino muy misterioso llamado Patrick (excelente desempeño de Laurent Lafitte), un agente de bolsa que trabaja en un banco y despierta la libido de Michèle a pesar de estar casado con una fanática cristiana, la rubia Rebecca (Virginie Efira). La veterana se protege con un martillo, gas pimienta y una pequeña hacha pero ello no le sirve cuando comienza a recibir mensajes anónimos y sugerentes que indican que su violador la está vigilando e incluso sospecha de Kurt cuando todos en su empresa reciben por email una animación en CGI de un ogro monstruoso teniendo sexo violento con una fémina con el rostro de la jefa burdamente incorporado en la secuencia, faena que resulta ser producto de su empleado de mayor confianza, Kevin (Arthur Mazet), un joven enamorado a quien otro programador le robó la animación y con quien ella aprendió a disparar armas de fuego, amén de haberle encargado espiar a todos los subalternos -en un principio varones- a cambio de diez mil euros con la meta de identificar al culpable del chascarrillo grosero. Durante una fiesta de Navidad su madre sufre un derrame cerebral, fruto de la acusación de “grotesca” por parte de su hija cuando anuncia su casamiento con Ralf, y eventualmente muere solicitándole que vuelva a hablar con su padre después de tantos años, algo que Leblanc se propone hacer como una forma de exorcizar su traumático vínculo con Georges aunque la movida termina provocando un suicidio porque el progenitor se ahorca con unas sábanas después de ser notificado de la visita de su hija. En medio de este vendaval de sucesos el acosador entra en su residencia como si nada para masturbarse sobre la cama, a pesar de haber cambiado las cerraduras de las puertas, y una noche se aparece para volver a violarla, arremetida que la fémina detiene clavándole unas tijeras en su mano derecha y quitándole el pasamontañas, gesto que revela que el loquito no es otro que Patrick, con el que ella se había masturbado a la distancia con unos binoculares y a quien le había masajeado el pene con sus pies debajo de la mesa durante la cena familiar navideña. De camino a casa desde la prisión Leblanc protagoniza un accidente automovilístico cuando se le cruza un enorme alce, por ello llama en busca de socorro a Anna y a Richard pero como no los encuentra disponibles decide contactar al vecino sátiro, ese Patrick que la rescata del auto varado y le cura una pierna malherida que a su vez la obliga a utilizar una muleta de allí en más. Michèle finiquita el affaire con Robert porque desea dejar de mentirle a su amiga, pone en venta la casa de su madre para expulsar a Ralf y encarrila definitivamente la vida de su vástago, que renunció a su trabajo porque se le rompió el choche y no desea comerse una hora diaria de viaje en el metro, encargándole la organización de una celebración por el lanzamiento al mercado de un flamante videojuego, no obstante la empresaria se siente cada vez más frustrada porque no puede redondear una relación de pareja tradicional con el agente de bolsa ya que éste necesita golpearla y crear un escenario de peligro y crueldad para tener una erección, algo que se le escapa de las manos a una Leblanc que accede al juego de roles ambiguo, ubicado entre el consentimiento y la coacción, hasta que se cansa y le dice a Patrick que dejará de negar lo evidente, que la relación entre ambos es enfermiza/ patológica, y lo denunciará ante los esbirros de la ley, desencadenando un nuevo ataque que finaliza cuando Vincent le parte el cráneo al vecino con un leño de la chimenea y éste cae muerto. Richard se separa de Hélène cuando descubre que lo confundió con otro escritor y Anna hace lo propio con Robert, un futuro borrachín autoindulgente, luego de que Michèle le confesase la traición, esquema que deja paso a una paz -o reconciliación cruzada- que involucra al veinteañero y su novia, ambos en buenos términos y llevándose bien con la protagonista, a la esposa del violador, una Rebecca que sabía de las perversiones de su marido y su interés en Leblanc, al mismísimo Casamayou, aparentemente encarando el mentado videojuego perruno de ciencia ficción con Kurt, y a Anna, una mujer que perdona a Michèle y se muda a su casona después de visitar unas lápidas simbólicas en un cementerio a nombre de Irène y Georges. Entre la elegante estampa del gato gris, testigo natural y neutral de todo lo que ocurre, y el inusitado regreso del fetiche para con las simulaciones por computadora que anticipan o complementan a la praxis mundana de El Hombre sin Sombra, en esta ocasión mediante la presencia permanente de los gráficos en 3D de los videojuegos, la película nos propone a una diletante del orden y el control que fetichiza un poco demasiado a la sinceridad en su círculo de allegados como una herramienta -incluso un arma, por su grado de vehemencia- para que no hablen a sus espaldas con la idea de embestirlos de frente y disfrutar viendo sus caras de perplejidad al hallarse fuera de lugar, con la guardia baja y a veces sin un arsenal retórico o intelectual de la misma envergadura, planteo que incluye sus paradojas ya que Leblanc condena la extravagancia y el ridículo de su hijo en relación a Josie y de su madre con respecto a Ralf aunque en simultáneo se abalanza sexualmente sobre el psicópata del vecino y no tiene mayor problema en eso de elegir de amante al marido de Anna, amén del detalle de eventualmente quedarse huérfana -a instancias de la vida y de las sorpresas del relato- en una edad en la que ya no puede seguir culpabilizando de todo lo horrible de su devenir a sus padres debido a que urge mirarse al espejo y hacerse cargo de sus errores, decisiones y vínculos tragicómicos con madurez y sin demonizar de manera automática a los que la rodean. En tanto retrato muy sarcástico del entramado de relaciones de poder entre las criaturas en pantalla y sus múltiples secretos, nuevamente con lo público y lo privado confundiéndose por el prontuario de la parentela Leblanc, la dinámica de amor/ odio de la oficina, el conventillo del corazón en general y por supuesto el enigma efímero de fondo en materia del acosador, Ella explora astutamente el tabú social de la atracción que repele a pura contradicción porque la pulsión de muerte siempre está presente como espada de Damocles y la violencia excita al cuerpo y a la psiquis símil catalizador de un impulso lujurioso, irrefrenable y animalizado, por ello mismo el empleado más lambiscón y meloso, Kevin, es el desencadenante de la denigración pública en la compañía, el vecino eje de las fantasías, Patrick, se asoma en términos narrativos como un violador con el cual resulta imposible construir una ligazón romántica afable, y finalmente ese hijo que tanto se pretende modelar hacia una utópica perfección o rescatar de su propia idiotez, Vincent, es sinónimo de un enlace materno mucho más cordial/ afectuoso con Anna, fémina que lo amamantó al nacer aún antes que la progenitora real. Verhoeven logra una de las mejores y más desfachatadas actuaciones de la carrera de Huppert, actriz completísima de vieja cepa y con unos ovarios enormes, y exprime desde el vamos las estupendas fotografía de Stéphane Fontaine y música incidental de Anne Dudley, regalándonos una vez más pinceladas de inconformismo terrorista como aquel triángulo de sangre púbica en la bañera del inicio, las ilusiones homicidas retrospectivas post violación sobre el atacante a lo Delicias Turcas, la sesión onanista a la distancia con el vecino mientras baja de su automóvil unas figuras para el colosal pesebre de Rebecca, el gracioso y sádico escarbadiente en un copetín destinado a la amante de su ex esposo, el masaje libidinoso debajo de la mesa colectiva navideña, aquel semen en las sábanas de la cama de Leblanc, la secuencia en la que la oligarca le exige a Kevin que le muestre su pene para no despedirlo, todas las violaciones que derivan en coito cuasi consentido, y el gore del accidente de coche en la carretera inhóspita y de esa cabeza abierta de Patrick del desenlace. Mediante la jugada doble y magistral de denunciar por lo bajo la antropofagia de la ortodoxia religiosa, ésta simbolizada no sólo en la masacre de Georges o las rutinas sacras de Rebecca sino en el hinduismo grasiento y destilado de la asimismo burguesa Hélène, y de explicitar la complicidad generalizada de hoy en día de multitudes que viven en burbujas discursivas y reclaman el regreso de la inquisición cuando alguien osa criticarlos o contradecirlos, detalle representado mediante las incesantes peleas y mentiras absurdas entre todos los personajes y el quiebre fulminante de la rutina de la individualista fanática de Michèle, la película empareja en insensibilidad a la víctima y el victimario, Leblanc y su honestidad brutal a la intemperie y ese vecino y sus compulsiones psicopáticas subrepticias, la primera literalmente llevando a la muerte a sus padres con su lengua y su mera presencia y el segundo atrapado en un matrimonio que definitivamente no “satisfacía” sus necesidades, de allí que en las postrimerías del relato ella se acepte como mezquina y traidora frente a la amiga y llegue a un entendimiento con su igual y consigo misma, solución que resulta inviable para ese varón exacerbado y ya claramente imparable.
Ella (Elle, Francia/ Alemania/ Bélgica, 2016)
Dirección: Paul Verhoeven. Guión: David Birke. Elenco: Isabelle Huppert, Laurent Lafitte, Anne Consigny, Charles Berling, Virginie Efira, Judith Magre, Christian Berkel, Jonas Bloquet, Alice Isaaz, Vimala Pons. Producción: Saïd Ben Saïd y Michel Merkt. Duración: 131 minutos.
Un género y/ o formato narrativo en el que Verhoeven le faltaba incursionar, en una carrera que se ha paseado por prácticamente todas las modalidades concebibles del relato, era el nunsploitation o cine de explotación consagrado a la existencia monástica y sus miserias y vaivenes retorcidos, esperpénticos o simplemente trágicos, un esquema que experimentaría un boom a nivel comercial durante la década del 70 y que está mayormente inspirado en propuestas como Los Ángeles del Pecado (Les Anges du Péché, 1943), de Robert Bresson, Narciso Negro (Black Narcissus, 1947), del dúo de Michael Powell y Emeric Pressburger, Anna (1951), de Alberto Lattuada, Historia de una Monja (The Nun’s Story, 1959), de Fred Zinnemann, Madre Juana de los Ángeles (Matka Joanna od Aniolów, 1961), del gran Jerzy Kawalerowicz, Viridiana (1961), de Luis Buñuel, La Religiosa (La Religieuse, 1966), de Jacques Rivette, La Monja de Monza (La Monaca di Monza, 1969), de Eriprando Visconti, y Los Demonios (The Devils, 1971), obra maestra de Ken Russell, todas a su vez oficiando de preámbulo para una infinidad de films posteriores de diversa calidad e idiosincrasia a cargo de gente tan diversa -y hasta antagónica- como Domenico Paolella, Adonis Kyrou, Norifumi Suzuki, Gianfranco Mingozzi, Guy Casaril, Gilberto Martínez Solares, Masaru Konuma, Jesús Franco, Juan López Moctezuma, Peter Sykes, Giuliano Montaldo, Walerian Borowczyk, Giulio Berruti, Joe D’Amato, Giuseppe Vari, Bruno Mattei, Pedro Almodóvar, Maggie Betts, Guillaume Nicloux, Pawel Pawlikowski, Peter Mullan, Anne Fontaine y Norman Jewison, entre muchos otros realizadores que retomaron alguno de los ingredientes paradigmáticos de este nunsploitation tendiente a los conflictos identitarios y sexuales de monjas y sacerdotes, las múltiples tentaciones de la carne, los pormenores políticos de cada momento histórico, los procesos judiciales contra herejes o figuras sacrílegas en general y sobre todo la presencia de hembras que ensalzan la fe para elevar su voz y cuerpo por sobre el manto castrador de tiempos oscurantistas. Benedetta (2021), la maravillosa lectura del cineasta holandés en lo que atañe al formato, por un lado recupera la interpretación irónica y procaz de la religiosidad de Russell y Buñuel, además de otros elementos foráneos como la efervescencia del Peter Greenaway en modalidad de epopeya de época símil El Contrato del Pintor (The Draughtsman’s Contract, 1982) y El Bebé de Mâcon (The Baby of Mâcon, 1993), aquellas visiones místicas altisonantes de La Canción de Bernadette (The Song of Bernadette, 1943), de Henry King, y Marcelino Pan y Vino (1955), de Ladislao Vajda, y desde ya la martirización católica de La Pasión de Juana de Arco (La Passion de Jeanne d’Arc, 1928), opus inmortal de Carl Theodor Dreyer, y La Última Tentación de Cristo (The Last Temptation of Christ, 1988), de Martin Scorsese, y por el otro lado abreva en la propia carrera de un Verhoeven que ya había analizado las dos temáticas cruciales de Benedetta, nos referimos a la fe y a la homosexualidad femenina, la primera apareciendo bajo distintas intensidad y entonación retórica en El Cuarto Hombre (De Vierde Man, 1983), Conquista Sangrienta (Flesh+Blood, 1985), El Libro Negro (Zwartboek, 2006) y Ella (Elle, 2016), esta última una película en la que nuestra actriz protagónica, la belga Virginie Efira, tuvo un rol secundario como Rebecca, la esposa fanática cristiana del vecino que violaba y luego acosaba maniáticamente a aquella Michèle Leblanc de Isabelle Huppert, y en materia de las lesbianas del acervo artístico previo del neerlandés resulta imposible no tener presentes a las imponderables Catherine Tramell (Sharon Stone) y Roxy Hardy (Leilani Sarelle) de Bajos Instintos (Basic Instinct, 1992) y a las competidoras y “amantes platónicas” Nomi Malone (Elizabeth Berkley) y Cristal Connors (Gina Gershon) de Showgirls (1995), amén de una fuerte presencia de la homosexualidad masculina en Descontrol (Spetters, 1980) y la citada El Cuarto Hombre. Basado en Actos Inmodestos: La Vida de una Monja Lesbiana en la Italia del Renacimiento (Immodest Acts: The Life of a Lesbian Nun in Renaissance Italy, 1986), una investigación de la historiadora norteamericana Judith C. Brown, el guión del realizador y David Birke, el mismo de Ella, está inspirado en historias previas de nada menos que Jean-Claude Carrière, colaborador habitual de Buñuel, y Gerard Soeteman, el socio de la primera etapa del devenir profesional de Verhoeven, y se centra en Benedetta Carlini (1590-1661), una italiana de clase media cuyo padre, Giuliano, la promete ante Dios a la vida sacra a cambio de que ella y su madre, Midea, sobrevivan a un parto muy difícil, algo que ocurre y por ello a los nueve años la entrega a un grupo de religiosas de Pescia, en la región de Toscana, que eventualmente se transforma en un convento reconocido por la Iglesia Católica y económicamente autosustentable gracias a la agricultura y trabajos con seda, sin embargo a sus 23 años el “perfil bajo” de Benedetta desaparece porque comienza a experimentar los estigmas cristianos y unas visiones entre líricas y violentas sobre Jesús, figuras malévolas y su curioso ángel guardián, Splenditello, que la llevan a convulsiones, supuestos dolores crónicos, un casamiento solemne con Cristo e incluso a morir y volver a la vida, así con el tiempo muta en abadesa del cenobio y desencadena dos investigaciones institucionales, la primera a cargo del preboste de Pescia, Stefano Cecchi, y la segunda del nuncio papal de Florencia, Alfonso Giglioli, en tiempos de la Contrarreforma o respuesta de la Iglesia Católica a la Reforma Protestante de Martín Lutero, período en el que no eran tolerados los místicos con comportamiento herético y unas mínimas ansias de autonomía o búsqueda de poder personal como en este caso, por ello Giglioli utiliza el testimonio de una novicia que convivió con ella en su aposento, Bartolomea Crivelli, señorita que afirmó que protagonizó un tórrido affaire lésbico con Carlini, para perdonarle la vida, porque según él Benedetta era una loca que actuaba bajo influjo del Diablo, y al mismo tiempo destituirla como abadesa y encarcelarla durante las últimas tres décadas de su existencia, falleciendo a la avanzada edad de 71 años sin haber sido olvidada del todo por el pueblo de Pescia, el cual la tenía en alta estima por su santidad y una valentía ostentosa sustentada en epifanías. En pantalla Carlini (Elena Plonka cuando niña, Efira de adulta), en la Italia que va del Siglo XVI al Siglo XVII, es una niña que salva a su madre, Midea (Clotilde Courau), del robo de un valioso collar diciéndole a los ladrones a caballo que habla con la Virgen María y que un pajarito defecando en el ojo de un bandolero tuerto es un signo de que dice la verdad y de su influencia en la madre de Jesús, quien nunca tolerará injusticia alguna. La purreta, quien efectivamente sobrevivió por poco al parto y generó una promesa de servicio religioso, es entregada a un convento dirigido por la abadesa Felicita (Charlotte Rampling), veterana que acepta a la joven a cambio de 100 escudos y la garantía del padre, Giuliano (David Clavel), de enviar durante 25 años un buen cargamento de naranjas, manzanas y vino, así durante su primera noche en el lugar una estatua de María se le cae encima y de improviso succiona un pecho desnudo de la figura en plan de aceptación maternal/ filial. Los años pasan -18, para ser más precisos- y la joven Benedetta oficia de actriz amateur en una obra teatral sacra y comienza a experimentar visiones con Cristo mientras conoce a la tentadora Bartolomea Crivelli (la hipnótica y sensual Daphne Patakia), una campesina analfabeta que pide refugio en el convento porque su padre y hermanos la golpean, la violan y la tienen de trabajadora esclava cuidando un rebaño de ovejas, por ello el matrimonio Carlini, de visita por la puesta artística, se apiada de la muchacha bajo insistencia de Benedetta y le paga la generosa dote de entrada al convento y al progenitor unos 20 dinares más un perro para reemplazar a la chica, su meretriz personal desde que falleció la madre por la peste. En un principio la protagonista se resiste a la atracción que siente por Bartolomea, llegando incluso a obligarla a buscar en agua hirviendo unas bobinas de hilo de seda que se cayeron por accidente, pero de a poco cede al impulso lésbico compartido a medida que las apariciones se hacen más intensas y cae en una enfermedad con dolores crónicos y convulsiones símil epilepsia, lo que lleva a que una médica (Vinciane Millereau) le recete jugo de amapola para calmarla y Felicita le encomiende a Crivelli la tarea de cuidarla las 24 horas, misión que profundiza el deseo entre besos y caricias esporádicas. Mientras Bartolomea aprende los números y a leer y escribir, Benedetta sorprende a todos con estigmas en manos, pies y abdomen/ cadera que terminan de ganarle el favor de las dos figuras varoniles de autoridad eclesiástica, hablamos del sacerdote del recinto, Paolo Ricordati (Hervé Pierre), y el preboste de Pescia, Alfonso Cecchi (Olivier Rabourdin), cuando con un trozo de vidrio se corta la cabeza simulando las heridas de la corona de espinas de Jesús y comienza a hablar con una voz masculinizada y grave para profetizar -cual títere del hijo del Todopoderoso- que cuando llegue la peste la ciudad será perdonada a condición de que respeten a la “esposa de Cristo”, quien de todos modos aparentemente será acosada, atormentada y perseguida a pesar de ser la protectora del pueblo. La hija de la madre superiora, la también monja Christina (Louise Chevillotte), comienza una guerra apenas maquillada contra Carlini, pronto transformada en flamante abadesa a instancias de Cecchi, porque deduce que todo se trata de una lucha de poder, en función de ello primero recurre a Felicita, la cual desoye sus ruegos de que no convalide la opinión generalizada sobre la santidad de Benedetta, y después al bobo de Ricordati, al cual le miente diciéndole que vio a la protagonista cortándose la frente con el vidrio, por ello el cura la insta a decir su verdad en la previa a un almuerzo colectivo y allí su propia madre la contradice, ahora con Carlini obligándola a autoflagelarse con una fusta adelante de todas las religiosas a modo de castigo y exorcismo antimefistofélico. Una noche pasa un cometa sobre la abadía que ilumina un cielo rojizo y en ese instante Christina se suicida saltando desde lo alto de un edificio del convento, lo que exacerba el odio de Felicita hacia la nueva madre superiora y genera su fuga hacia Florencia para entrevistarse con el nuncio papal, Alfonso Giglioli (Lambert Wilson), a quien le relata las deliciosas indiscreciones sexuales de Benedetta y Bartolomea que pudo atestiguar a través de un pequeño agujero en la pared de la recámara de la abadesa, en especial lo concerniente a un consolador que la púber talló a partir de una estatua de madera de la Virgen María que Carlini trajo consigo cuando niña, otrora un regalo de su madre. Con la plaga asediando zonas vecinas, Benedetta pretende impedir el arribo de la comitiva inquisitorial prometiéndole al pueblo que la muerte masiva no tocará Pescia siempre y cuando se mantengan las puertas de la metrópoli cerradas, algo que el lambiscón de Cecchi no cumple cuando comprueba que el mandamás de la comisión investigadora es nada menos que el nuncio de Florencia, quien logra ingresar a la ciudad sin saber que tanto él como Sor Felicita llevan consigo la peste bubónica. Carlini recurre a un nuevo truco simulando su fallecimiento y una vuelta a la vida frente a Giglioli, afirmando que todos sobrevivirán si ella continúa respirando, no obstante el visitante la acusa de blasfemia, herejía y bestialidad y la hace detener junto a Bartolomea, la cual eventualmente termina confesando dónde está el bendito consolador de María -dentro de un voluminoso libro de registros contables- cuando un verdugo vestido de rojo (Erwan Ribard) le inserta en la vagina un aparatejo espantoso de tortura que se va abriendo con una rosca. La todavía madre superiora le lava los pies a su enemigo de Florencia y descubre que está enfermo sin decírselo, por una pulga de rata, pero Crivelli es expulsada de inmediato de Pescia con un atuendo de puros andrajos, panorama que se completa con una Felicita que en sus estertores finalmente reconoce la santidad de Benedetta y con un Giglioli que condena a la acusada a morir en la hoguera en contra de la opinión de Ricordati y Cecchi. Antes de las llamas Carlini engaña al nuncio diciéndole que confesará en público, exhibe sin más los estigmas sangrantes de sus manos y con la voz del “Jesús del averno” proclama que Pescia no será perdonada de la plaga porque traicionaron su amor divino y no supieron protegerla de sus enemigos, situación que deriva en una revuelta popular para rescatarla del fuego luego de que la antigua abadesa mostrase las tenebrosas marcas negruzcas en su cuerpo. Felicita se suicida en la hoguera y la muchedumbre se sorprende al comprobar que Giglioli también está enfermo aunque no le perdona la vida porque lo golpean sin piedad y una fémina lo acuchilla en repetidas ocasiones, paso previo a un intento de extremaunción de parte de Carlini y a su huida hacia las afueras de la metrópoli con Bartolomea, la cual la insta a que asuma que aquellos que hoy la defienden por considerarla una santa mañana la incinerarán, si falla en alguna de sus predicciones o no cumple con su papel autoasumido de “amuleto social”, y en esencia a reconocer que siempre mintió, habiendo encontrado la adolescente un fragmento de cerámica con el que su amante se cortó las manos, sin lograr mucho al respecto y quedándose sola porque Benedetta, acostumbrada al poder y a sabiendas de que el convento es el único hogar verdadero que conoció, se encamina una vez más hacia una Pescia que no sufrirá mayores fallecimientos por la peste y que la mantendrá enclaustrada y marginada hasta el día de su muerte. La realización explora de manera brillante y certera muchos latiguillos del cine religioso más inconformista en sintonía con un convento en tanto mercado en el que se venden y compran hembras bajo el eufemismo de ser “esposas de Jesucristo”, el cuerpo femenino como enemigo cíclico por pecaminoso, la pérdida de la propiedad privada para las monjas de bajo orden, la férrea estructura jerárquica dentro de los recintos de la Iglesia Católica, esa representación ficticia/ adornada/ etérea de la fe a través de las obras del teatro piadoso de la época, la omnipresencia de un ascetismo y de una multitud de privaciones mezcladas con lo místico que se homologa con conversaciones o visiones con la Virgen María, Cristo, los ángeles o los santos, la influencia -precisamente- de la idolatría para con tótems que alivian la soledad y confirman la sumisión, el fervor y la voluntad insistente del devoto, la convivencia femenina como un nido de víboras y espías en pos de una imprudencia o excusa oportunista para crucificar a la compañera de encierro, el paradigmático sufrimiento como una autopista hacia el paraíso y el encuentro con Dios, la exigencia permanente del “deber mostrar” lo que se es o lo que se piensa cual maldición del claustro religioso de turno y de la sociedad represiva en general, una venganza y una pugna hegemónica intra gremio femenino que se aúnan con ese placer culposo católico que siempre acarrea peligro en un contexto autoritario de desconfianza y/ o oscurantismo semi medieval, y desde ya el motivo de la peste bubónica apocalíptica que en el desenlace toma la forma de un “Dios del castigo” mientras los profetas aún se creen intocables y la clase alta colapsa por su soberbia y debido al detalle de haber sido responsable de la importación de la enfermedad y el raudo contagio desde el vamos. Mientras que Felicita representa a un statu quo conservador que no desea ir en contra de la dirigencia masculina, Christina exuda mucha torpeza política proletaria y demuestra ser una rebelde como la protagonista -aunque invertida, obsesionada con negar los estigmas y su santidad- y Bartolomea hace las veces de una femme fatale que trae consigo la perdición porque es el equivalente a un animalito salvaje que en realidad no conoce las normas consuetudinarias y hace lo que desea, sin olvidarnos de la libido frustrada y enjaulada del convento, Benedetta en sí, por su parte, se abre camino como una suerte de sociópata que simboliza a un nuevo establishment burgués heterodoxo que anhela mayor libertad y resulta igual de ventajista que el anterior en eso de volcar todos sus benditos esfuerzos hacia el afán de perpetuarse en el poder todo lo que sea posible, planteo que conlleva la paradoja de la tolerancia entre la ficción y la realidad -o la creencia y el cinismo- porque Carlini sabe muy bien que falsifica estigmas/ pruebas para el vulgo y los popes institucionales aunque considera de corazón que lo hace en nombre de Dios, mandato místico cortesía de décadas de ostracismo y una cosmovisión basada en dos ideas principales, primero la noción de que el amor del creyente es sinónimo de compañía y de no sentirse solo, por ello el desvarío cristiano la aleja contradictoriamente de la locura acechante del cenobio ya que siempre está al resguardo del Todopoderoso, y segundo el concepto del cariño universal católico alcanzado a través del “puente” del afecto particular, lo que explica la idea de empardar a Bartolomea con un placer de resonancias divinas que la acerca a Dios, amén por supuesto de ese Jesucristo lésbico de una de las visiones que no tiene pene ni testículos y pretende que ella comparta su sacrificio y sus tormentos en la cruz. Verhoeven aquí vuelca sus clásicas explosiones sexuales, frenéticas y virulentas hacia un análisis meticuloso de los puntos en común entre el poder sacro, el secular comunal y el institucional nauseabundo promedio, pensemos en detalles ilustrativos como los pedos con fuego de los actores ambulantes del comienzo, el dedo amputado de la Hermana Jacopa (Guilaine Londez), ella mamando el pecho de la estatua de la Virgen María, la escena en las letrinas entre las futuras amantes, esa teta rebanada en una de las muchas alucinaciones de Carlini, la mano de Bartolomea en el culo de Benedetta durante un coro piadoso que luego termina quemada en agua hirviendo, el gore del intento onírico de violación en grupo símil Descontrol y Conquista Sangrienta, aquel pezón acariciado en la noche, las compulsiones y los gritos de la protagonista que sus pares calman con jugo de amapola, las cucarachas en el cajón de la cómoda de Benedetta cual vida pasada dejada en el olvido, el instante en el que la púber le muerde la boca al besarla para después lamer su sangre, la primera secuencia de sexo entre ambas, el sustrato crudo de la autoflagelación de Christina en el almuerzo, ese consolador ultra blasfemo a partir de una imagen de María, las procesiones del espanto con motivo de la plaga, el vómito de la ex madre superiora ya contagiada, la secuencia de la tortura vaginal de Crivelli y el óbito a cuchillazos símil linchamiento implícito del nuncio papal. El film evita todo discurso feminazi contemporáneo y apenas si subraya a través de Christina que las monjas deberían elegir ellas mismas a su abadesa, planteo discursivo que se complementa con el hecho de que los jerarcas máximos masculinos del convento, Cecchi y Ricordati, son fácilmente manipulados por Benedetta del mismo modo que su contraparte, la figura inquisitoria externa en la piel del eficaz Wilson, es controlado por la ex abadesa/ Hermana Felicita en una batalla directa e indirecta entre las dos mujeres por el predominio bajo las máscaras varoniles de cada caso. En vez de las víctimas desvalidas o las heroínas irreales o caricaturescas del feminismo marketinero de nuestros días, el opus del neerlandés construye mujeres complejas, contradictorias y tan repugnantes a escala moral como los hombres ya que la protagonista, como aseverábamos con anterioridad, en ocasiones parece consciente de sus maniobras en pos de escalar posiciones y en otros instantes se asemeja a una chiflada verídica que se cree instrumento y portavoz irrenunciable de Jesús, asimismo la abadesa de la siempre gloriosa Rampling es otra víbora suprema que se ve insólitamente desplazada de su cargo para más adelante someterse a la intervención divina de Benedetta, apelando a su gracia y sabiduría cristiana de primera mano. La exégesis de Verhoeven del nunsploitation resulta fascinante porque quiebra la preponderancia masculina de antaño, con los machos siendo antes verdugos previsibles y hoy mutando en portavoces camuflados de las hembras, y debido a que evita el calvario femenino estándar con un remate en el que en lugar de ver cómo se consume en las llamas la protagonista por ser una ninfa lujuriosa imparable, latiguillo repetido del formato y de su primo hermano, el horror gótico, aquí nos topamos con el escape del fuego de Benedetta y con el asesinato a manos del pueblo del inquisidor designado, el nuncio del Vaticano, además del regreso posterior de Carlini a la ciudad fortificada de Pescia, sede de su martirio. Entre visiones símil fantasías eróticas paranoicas producto de la claustrofobia y la ortodoxia cristiana, protagonizadas por Jesús, serpientes acechantes y unos caballeros que desean ultrajarla, y las mentadas estrategias de supervivencia de Carlini, como cortarse la cabeza con vidrio o sus manos con cerámica, cerrar la ciudad para que no entre el emisario papal, tratar de seducirlo lavándole los pies, el episodio sardónico de la resurrección o el empleo de una voz masculina imponente y cuasi satánica, en la película el rostro paradójico de la tiranía y del sometimiento cotidiano, esta imposición que se perpetúa en una víctima que tiene fe en el marco conceptual que hace posible la hegemonía al punto de extraer regocijo de la humillación y la docilidad pero sin descuidar la sedición potencial que esconden detrás, queda en primer plano gracias a un Verhoeven muy astuto que deja de lado todo preciosismo cinematográfico y apuesta a una fotografía, a cargo de Jeanne Lapoirie, y una música incidental, en manos de Anne Dudley, que se mueven dentro del naturalismo invisible del mejor cine de género ya que lo crucial es la trama y el desempeño parejo y excelente de un elenco en el que se destaca lo hecho por la perfecta Efira. Benedetta es un atentado sacrílego contra los sentidos adormecidos del espectador castrado, abúlico, conservador y retrasado mental del nuevo milenio desde el mejor nihilismo, ese que apela al sexo clandestino, a la sátira del catolicismo y al retrato de la mitomanía de las figuras de autoridad -y de los candidatos a serlo- para denunciar a las mafias plutocráticas y sus testaferros, sin que importe el género sexual de cada uno de ellos.
Benedetta (Francia/ Bélgica/ Países Bajos, 2021)
Dirección: Paul Verhoeven. Guión: Paul Verhoeven y David Birke. Elenco: Virginie Efira, Charlotte Rampling, Daphne Patakia, Lambert Wilson, Olivier Rabourdin, Louise Chevillotte, Hervé Pierre, Clotilde Courau, David Clavel, Guilaine Londez. Producción: Saïd Ben Saïd, Michel Merkt y Jérôme Seydoux. Duración: 131 minutos.