La Quimera (La Chimera)

Tesoros etruscos

Por Martín Chiavarino

Desde el estreno de su segundo largometraje, Cuerpo Celeste (Corpo Celeste, 2011), la realizadora italiana Alice Rohrwacher viene destacándose por su particular impronta mediterránea que combina la tradición neorrealista y el realismo mágico del cine italiano para lograr una versión personal, de una sensibilidad femenina en función de una amalgama entre Federico Fellini y Pier Paolo Pasolini. A partir de Las Maravillas (Le Meraviglie, 2014), Rohrwacher emprendió una trilogía sobre la relación de los toscanos con su pasado reciente, cuya segunda película es Lázaro Feliz (Lazzaro Felice, 2018) y su culminación, La Quimera (La Chimera, 2023).

 

Al igual que en sus films anteriores, en La Quimera la acción parece transcurrir en algún momento de la década del ochenta, en las afueras de alguna pequeña ciudad costera toscana, espacios semi feudales que remiten a los desechos de la etapa de industrialización de la posguerra, con personajes que emulan los arrabales de Feos, Brutos y Malos (Brutti, Sporchi e Cattivi, 1976), de Ettore Scola. Arthur (Josh O’Connor), un arqueólogo inglés con una conexión especial con la cultura etrusca, regresa a Italia luego de pasar un tiempo en la cárcel, probablemente por alguna cuestión relacionada con el robo de piezas arqueológicas etruscas de las tumbas en la región de La Toscana, en el norte de Italia. A pesar de la insistencia de sus antiguos colegas de regresar a las prácticas que llevaron a Arthur a la cárcel, el inglés intenta evadir las presiones de sus socios visitando a Flora (Isabella Rossellini), la madre de su novia fallecida en circunstancias desconocidas, Beniamina (Yile Yara Vianello). Allí conoce a su pupila, Italia (Carol Duarte), una aspirante a cantante, a la que Flora utiliza como su sirvienta a cambio de clases de canto. La joven Italia, que le esconde a Flora que ha llevado a vivir con ella a sus dos hijos, entabla una conexión con Arthur, que ha regresado a su casa precaria en la montaña montada por él mismo donde guarda algunas reliquias etruscas que atesora. Finalmente, al descubrir que faltan piezas que tenía escondidas, Arthur regresa con sus compañeros saqueadores de tumbas luego de confrontarlos, para luego venderle todo lo que encuentran en sus jornadas de saqueo a Espartaco (Alba Rohrwacher), la líder de una banda de traficantes de arte etrusco que utiliza una veterinaria como fachada para su negocio más rentable.

 

Rohrwacher ofrece un retrato sobre una sociedad que se devora a sí misma, en la que los peces más grandes se comen a los más pequeños. En este sentido, la banda de Arthur no le permite participar del negocio a las personas que descubren o conocen las localizaciones de las tumbas, amedrentándolos, mientras que los saqueadores más organizados, como los que responden directamente a Espartaco, engañan con diversas técnicas más elaboradas a los pequeños saqueadores independientes, como los amigos de Arthur, y luego reclutan al inglés para usarlo.

 

Arthur, por su parte, parece haber ingresado en una espiral de autodestrucción desde la muerte de su novia, algo que su relación con Italia parece no poder cambiar de curso y su sociedad con los saqueadores parece retroalimentar. Desapegado de todo, salvo de las reliquias, y de todos, solo el descubrimiento del santuario sellado de la Diosa etrusca Artume, a la que sus amigos le cortan la cabeza para robarla al huir desesperados pensando que están a punto de ser arrestados por los carabineros, cambia en parte el estado de su comportamiento ausente, perdido en su quimera personal, tomando conciencia brevemente del rol ominoso que juega en este proceso. Tan solo la belleza de la estatua que asocia a la belleza de su novia fallecida, sumada a las críticas de Italia a la actividad ilícita que llevan a cabo el arqueólogo inglés y sus amigos, turban a Arthur en su ensimismamiento melancólico, produciendo un cambio que lo lleva así a replantearse por un instante su accionar quimérico y a romper el círculo vicioso que lo tiene enajenado y alienado, para luego caer aún más duramente en su estado quimérico.

 

Josh O’Connor interpreta con gran parsimonia a este arqueólogo bucólico, que camina con su astroso y deteriorado traje blanco como un fantasma etrusco que se comunica con sus antepasados para reencontrarse con ellos en las tumbas. Rohrwacher ofrece un retrato de una sociedad en franca decadencia, que solo puede ver la belleza como moneda de cambio, un producto de generaciones con necesidades básicas insatisfechas, una pérdida total de la relación con la propia historia y con la herencia cultural y un deterioro de la aquiescencia comunitaria que abre el camino a nuevas formas de habitar el entorno y relacionarse.

 

En esta última obra de su trilogía sobre el pasado, Rohrwacher aborda la relación de los italianos con su historia y su cultura a partir del pillaje. Arthur funciona como el clásico mercenario renegado inglés, un arqueólogo devenido saqueador por su don sobrenatural para descubrir la localización de las tumbas etruscas, que dirige a una tropa de lúmpenes que roban los objetos históricos para obtener una ganancia módica mientras los grandes saqueadores sacan tajadas mejores por parte de la industria museística, cómplice del saqueo y finalmente la verdadera beneficiaria de todo el andamiaje ilícito, dado que es la que obtiene a la postre mejores rendimientos constantes y a perpetuidad.

 

La música de la película utiliza obras clásicas de Verdi, Mozart y Monteverdi y hasta incluye la canción Spacelab del disco The Man-Machine (1978), de la banda alemana Kraftwerk, o las canciones de Franco Battiato, alterando la percepción cinematográfica a partir de composiciones inesperadas para un film realista que busca la esencia de la cultura popular, a su vez ejemplificada de manera extraordinaria en unas tonadas folklóricas que acentúan este carácter popular y la autenticidad de la propuesta y del cine de Rohrwacher. La directora también realiza un homenaje al cine cómico, acelerando un poco algunas escenas, como un recurso para no demorarse tanto en cuestiones irrelevantes, ofreciendo siempre una cuota de humor.

 

El personaje de Isabella Rossellini, brillantemente interpretado, Flora, también cumple un rol fundamental en el film, ya que vive explotando a jóvenes aspirantes a cantantes en un palacio en ruinas repleto de muebles viejos que sus hijas quieren vender para enviarla a un geriátrico. Si por un lado la película aborda de esta manera la relación de los hijos con los padres en la cultura contemporánea, el palacio en ruinas habitado por una persona que ya no puede hacerse cargo de su mantenimiento habla también por sí solo del cambio de época. La toma de la estación de tren abandonada por parte de las mujeres solteras, incluida Italia una vez despedida por Flora, también avizora la disputa de la ciudadanía por el espacio público abandonado por el Estado, cuestiones que marcaron y siguen sellando el pasado reciente y la lucha política italiana en la región de La Toscana y en todo el país.

 

La Quimera (La Chimera, Italia/ Francia/ Suiza/ Turquía, 2023)

Dirección: Alice Rohrwacher. Guión: Alice Rohrwacher, Carmela Covino y Marco Pettenello. Elenco: Josh O’Connor, Carol Duarte, Vincenzo Nemolato, Isabella Rossellini, Alba Rohrwacher, Lou Roy-Lecollinet, Giuliano Mantovani, Gian Piero Capretto, Melchiorre Pala, Ramona Fiorini. Producción: Carlo Cresto-Dina, Paolo Del Brocco y Manuela Melissano. Duración: 130 minutos.

Puntaje: 9