Ni bien terminaste de acomodarte en el asiento se corre el telón rojo. Silencio. No hay banda. No hay orquesta. Como en una pesadilla lyncheana sólo podés divisar algunos árboles y un bosque que parece ir más allá del decorado. De repente una mano femenina que se materializa entre las sombras te señala y te indica que subas. Mirás a tus costados para ver si están llamando a otra persona. En ese momento te percatás de que sos el único espectador. Incrédulo, caminás hasta el escenario y subís de un salto. Cruzás el telón rojo y te internás entre los árboles.
Algo te golpea en la pierna una vez. Dos veces. Zorros. Corren de un lado a otro. Aúllan. Parecen electrificados. Quizá lo estén. En ese momento, mientras pensás que en tres minutos Sleater-Kinney cumplieron con todas las promesas adeudadas por Courtney en más de una década, pegás la vuelta y encarás hacia el telón. Error: no hay telón. No hay representación. Ups. Esto va en serio.
Empezás a observar a lo que te rodea, intentando familiarizarte con el bosque. ¿Escuchaste que alguien dijo “I’ll see you in hell, I don’t mind”? ¿O “Nevermind”? ¿Lo imaginaste? No importa, tenés que seguir caminando, aunque sea para matar el tiempo.
Tomás ritmo, pero el viaje es áspero. Mirás hacia arriba en busca de alguna estrella que pueda orientarte cuando pasa algo inesperado. El cielo se llena de colores. Brillan, parpadean, se retuercen al ritmo de una guitarra que conjura todos los fantasmas ácidos, de Link Wray en adelante (el de Jimi y el de Jeff incluidos). En algún momento, los colores se van y el cielo funde a negro. ¿Sentís olor a vodka? Es presencia del espíritu de John Bonham. Ahí entendés. Retomás cansino tus pasos. Ahora sí: la única sustancia es la niebla.
De repente sale el sol. Aunque no lo podés ver, observás la luz y las partículas de polvo que se cuelan entre las ramas más altas de las sequoias. Los pájaros -ahora sí- cantan. Los escuchás. También te parece escuchar una armónica. “Mi vida se parece a una foto de un día soleado” ¿Pensás? No puede durar.
Y de hecho no dura. Empieza a soplar un viento extraño, como de sábado a la noche. Ese que preanuncia que quizás, con suerte, el mundo pueda ser tuyo. O que al menos algo inesperado está por pasar.
Descubrís entre los árboles un parque de diversiones abandonado. Al acercarte, se encienden de a poco algunas luces hasta que podés divisar una enorme montaña rusa. No lo pensás demasiado: corrés hacia la entrada. Un guardia te hace pasar. Lo conocés: es David Fridmann. El mismo que le puso un envoltorio a los caramelos psicodélicos de Flaming Lips y de Mercury Rev. ¿Pero qué hace acá con una camisa leñadora afilando un hacha? No te hacés mas preguntas y te metés en un coche que arranca a toda velocidad. “Esto sí que es divertido”, te decís mientras estás cabeza abajo.
Pero algo sale mal. El coche sale volando por el aire y vos unos metros por arriba. Rodás por el suelo. Semiconsciente escuchás al bosque, que ahora sí te habla con su verdadera voz. Zorros, osos, búhos, ardillas. Arañas y escarabajos se trepan por tus manos. Encontrás una oreja en el suelo. Preferís dejarla donde está.
Después de más de diez minutos te incorporás con dificultad. Estás sangrando. Y eso que no te podés ver, pero lo sabés. “Llamémoslo amor”, te decís mientras te sacudís la tierra y los insectos. Retomás el camino -un camino, algún camino- siguiendo, al igual que en todo el viaje, a las voces de Corin y Carrie, una luz en la noche.
Ahora sí, encontrás la salida. Divisás el telón y corrés hacia allá. Escuchás aplausos. Más aplausos. Una ovación. Cuando salís a saludar te encontrás con que en el teatro sólo hay tres mujeres sentadas al fondo. “Lo lograste, pibe”, te grita la más linda. Satisfecho, sonreís y bajás la mirada.
Cuando volvés a levantar la vista ya no hay nadie. Estás solo de nuevo. Pero tenés una caja azul entre tus manos. Y tenés una llave.
¿La vas a abrir?
The Woods, de Sleater-Kinney (2005)
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