BUE Día 1

Tiempo de héroes

Por Emiliano Fernández

Desde hace años la asepsia de la cultural mainstream en general se trasladó al rock mediante el formato de los festivales, esos “tenedores libres” de la música en los que todos los asistentes pueden encontrar algún artista que se amolde a su paladar. Los shows cortos y cronometrados reemplazaron en buena medida a los espectáculos de antaño de una sola banda, así como la imprevisibilidad y las sorpresas fueron dejando paso a rituales cada vez más estandarizados del consumo cultural (por ejemplo, el público ya ni pide bises porque sabe que en segundos nomás estará comenzando el set de otra agrupación en un escenario cercano… o paralelo, en el peor de los casos de la bendita diagramación espacial del evento). La oferta culinaria, el favor de los burócratas del poder político y el atolladero visual de los sponsors también ayudaron en esta reconversión hacia un caretaje sumamente inofensivo y pueril que en casos como el argentino incluye además el típico berretismo y la falta de escrúpulos del empresariado nacional; todos ítems que a su vez se traslucen en los precios exorbitantes de los comestibles y las bebidas, un sistema de sonido de baja calidad, salidas de emergencia mal señaladas u obstruidas, servicios médicos inadecuados, la inexistencia o precariedad de los puntos de hidratación y la ausencia de una capacitación adecuada/ tolerante por parte del personal de seguridad para con un público que pagó sumas muy abultadas por las entradas (y mejor ni hablar de los burgueses descerebrados que se dejan estafar con el sector VIP, ese duplicado intra festival del delirio capitalista y la estratificación social).

 

Quizás el rasgo positivo más importante que trajo aparejado este tipo de eventos es la posibilidad de ver a bandas y solistas que no gozan del favor masivo y por lo tanto no dejarían el margen de ganancia esperado por los cabecillas de las productoras en el caso de una hipotética visita en solitario, a lo que se suma la consabida ampliación del “margen de respeto” del público local en relación a propuestas de orígenes y/ o géneros diferentes. En este sentido, ya conocemos de sobra la intransigencia y el fundamentalismo bobalicón de los argentinos hacia todo aquello que no se ajuste a sus caprichos del momento, no obstante por suerte el panorama comienza a cambiar progresivamente gracias a una apertura parcial del imaginario cultural, incorporando un cierto espectro de diversidad, mesura y paciencia dentro de la ecuación.

 

El regreso del BUE, un festival que llevaba muchos años sin realizarse y que en su momento nos trajo una serie muy interesante de luminarias del rock, nos coloca en la paradoja de tener que agradecerle a Daniel Grinbank la presencia de unos headliners que nos reenvían hacia lo mejor de -por lo menos- una década atrás, cuando el line up de los primeros festivales masivos del país no estaba tan saturado de artistas quemados hasta el hartazgo, nombres comunes de la escena local, ídolos de cotillón para adolescentes y un montón de seudo artistas de relleno (una anomalía relativamente reciente fue la primera edición del Lollapalooza de Argentina, el del 2014, aquel que nos trajo un combo en verdad insuperable: Arcade Fire, Nine Inch Nails, Soundgarden, Red Hot Chili Peppers, Pixies, Vampire Weekend, Johnny Marr, Lorde, New Order, Julian Casablancas, etc.). El evento estuvo emplazado en el predio estatal de Tecnópolis y nos propuso una experiencia que se dividió en tres escenarios que abarcaban el rango de convocatoria de cada banda o solista, a saber: el Outdoor Stage, como su nombre lo indica, era el único al aire libre y el más voluminoso; luego venían el Arena, un escenario grande y bajo techo, y el Music Box, el más pequeño y también cubierto, destinado a algunos de los “grupos insignia” del under vernáculo.

 

La primera jornada fue maravillosa por la presencia de dos monstruos sagrados de la furia, The Libertines e Iggy Pop, los británicos arribando al país por primera vez y el estadounidense concentrándose en su carrera solista, en un show que en esencia complementó lo ofrecido en aquella extraordinaria visita con The Stooges de unos cuantos años atrás. Pero antes de pasar a los “platos fuertes” conviene detenerse en la mediocridad de los entremeses, empezando por los lamentables Él Mató a un Policía Motorizado, una agrupación totalmente sobrevalorada por cierto sector snob de la prensa argentina que no puede aceptar el hecho de que los músicos vienen reproduciendo exactamente el mismo formato de canción desde hace ya demasiado tiempo, sin ningún progreso a la vista (todos los temas respetan la misma cansadora estructura que pretende fagocitar las bases macro de Sonic Youth, The Velvet Underground, My Bloody Valentine, Yo la Tengo y The Jesus and Mary Chain… o algo así: frasecita estándar repetida 10 veces, estribillo, otra frasecita seudo indie, estribillo, puente y estribillo final con guitarras tracción a eco). Otro recital para el olvido de una banda que no aporta nada valioso desde hace una década, para colmo tocando insólitamente en el escenario principal.

 

En una sintonía similar estuvieron los shows de Lo Pibitos y Bomba Estéreo, dos bandas aún más intrascendentes -ambas en el Arena- que funcionan como ejemplos de esa fauna indefinida y camaleónica de los artistas de relleno (en eventos de esta índole son como trapecistas que no están a la altura del desafío y eventualmente terminan besando el piso): los primeros son argentinos y enarbolan un combo pasatista de funk y hip hop, y los segundos provienen de Colombia y se especializan en la amalgama del reggae, la música electrónica, el rap y la cumbia. La española Mala Rodríguez ofreció su espectáculo entre ambos shows y por suerte levantó el termómetro del escenario con un hip hop mucho menos fusión de lo que uno podría llegar a esperar (dicho de otro modo, en vivo la artista no recurrió al estereotipo de combinar el rap con el reggae y un sinfín de ritmos latinos, algo así como la “marca registrada” de todo ese segmento industrial embanderado en el pop modelo world music… una jugada de la que Bomba Estéreo podría aprender mucho, por cierto). Más allá de que su solvencia como MC es incuestionable y que apabulló con su destreza vocal a lo largo de muchas canciones que se unificaban entre sí, la verdad de fondo es que su talento como compositora es un tanto escaso y que en ningún momento sus diatribas escaparon a los motivos paradigmáticos del “feminist power” típico del género, esa especie de contracara de la soberbia, estupidez y misoginia de buena parte de los raperos varones de todo el globo.

 

Ahora bien, todos los que amamos la música de The Libertines nos podemos poner de acuerdo en eso de que la espera valió la pena porque lo que intuíamos finalmente se hizo realidad: la “vibra” general del recital de la banda encabezada por Pete Doherty y Carl Barât estuvo en la frontera entre el ambiente descontracturado/ drogón, la profesionalidad de tantos años arriba de los escenarios y un impulso punk que convierte en imprevisibles las actuaciones de los señores. A nivel general hablamos de la misma sensación que provoca el genial Anthems for Doomed Youth (2015), un disco de regreso muy pulido y eficaz que encorsetó la impronta pop del anterior, The Libertines (2004), para trabajarla y perfeccionarla al extremo, aunque -por suerte- sin olvidar los mazazos de adrenalina del debut, el ya mítico Up the Bracket (2002). Fue precisamente la tapa de este disco, con una imagen que retrata el estallido popular argentino de diciembre de 2001, la que decoró el fondo del escenario durante el show. En el primer día, lamentablemente, fueron constantes los problemas de sonido al comienzo de las presentaciones en el Outdoor Stage (por ejemplo, el inicio del set de Él Mató a un Policía Motorizado estuvo marcado por varios minutos de un micrófono desconectado que impidió que Santiago Ariel Barrionuevo empezara a cantar), y con The Libertines fuimos testigos de un volumen bajo y con poco espesor, debido a un sonido sin cuerpo y muy apagado. El inconveniente fue corregido rápidamente y así el show alcanzó el estándar técnico que las canciones reclamaban. Sinceramente no tuvo precio poder escuchar en vivo obras maestras de los tres discos de estudio como Barbarians, Heart of the Matter, Fame and Fortune, Boys in the Band, What Katie Did, You’re My Waterloo, Gunga Din, Can’t Stand Me Now, Tell the King, Death on the Stairs, Time for Heroes, The Good Old Days, Music When the Lights Go Out, Up the Bracket y Horrorshow (las otras dos canciones que formaron parte de la selección de temas para el recital fueron The Delaney, lado B del simple de Up the Bracket de 2002, y Don’t Look Back Into the Sun, un simple de 2003 que no formó parte de ningún álbum de estudio). El acento cerrado del slang obrero de la banda impedía un poco que se le entendiese a la perfección lo que decían Doherty y Barât entre canciones, a lo que se sumó ese típico humor negro británico (los comentarios, de todas formas, estaban más dirigidos al resto de la banda que al público en sí, en consonancia con lo que podríamos definir como una “planificación” semi improvisada del show). La dinámica arriba del escenario entre los dos cantantes fue exquisita y tuvo un acompañamiento maravilloso por parte de una base compuesta por John Hassall en bajo y Gary Powell en batería, éste último un verdadero gigante en cuanto a la meticulosidad y la energía dedicadas a los parches. En el final los muchachos terminaron lanzando uno de los soportes del micrófono y luego un micrófono propiamente dicho -y conectado- hacia el público, en un gesto de descontrol antipulcritud como no veíamos desde hace tiempo en Argentina. En medio de tantas poses de cotillón en el ámbito del rock y del conservadurismo de la escena local, resulta muy refrescante ver a The Libertines, una banda que sube y baja en intensidad en cada canción con una comodidad prodigiosa, adoptando una estructura de base punk (deudora de Sex Pistols y The Clash) y trayendo a la mezcla al pop sesentoso y ciertos detalles del indie (la pócima le debe tanto a The Beatles y The Kinks como a Nirvana y The Smiths). En suma, el recital de los ingleses fue magnífico y sólo resta esperar que constituya la base para la apertura de un nuevo público conocedor de su música dentro de nuestro país, más allá del círculo de siempre de adeptos al inconformismo político en materia de las letras y la efervescencia/ ciclotimia de los riffs de guitarra.

 

El show que brindó Iggy Pop, por su parte, fue toda una sorpresa porque considerando que el norteamericano tiene 69 años, arriba del escenario se movió con una soltura increíble para su edad y entregó una potencia de enormes proporciones. Tenemos que remarcar en primera instancia la amalgama perfecta entre la Iguana y la banda que lo acompañó, y en segundo término la lista de canciones que decidió tocar en esta oportunidad, un ejemplo extraordinario de cómo acoplar los hits con joyas un poco más oscuras de su generosa carrera solista. En el setlist encontramos clásicos de The Stooges como I Wanna Be Your Dog, 1969, Search and Destroy, Down on the Street, Loose, Raw Power y No Fun; canciones de sus dos obras maestras solistas, The Idiot (1977) y Lust for Life (1977), craneadas junto a David Bowie, como las sublimes The Passenger, Lust for Life, Sixteen, Sister Midnight, Nightclubbing, Some Weird Sin y Mass Production; perlitas de distintas etapas de su carrera en la línea de Five Foot One, Real Wild Child, Repo Man y Candy; y finalmente un par de canciones más recientes, Skull Ring y Gardenia, la segunda perteneciente a su último e interesante disco de estudio, Post Pop Depression (2016), producido Josh Homme, el genio detrás de Queens of the Stone Age. Fue curiosa la división general del recital, con una primera tanda de 12 canciones, una salida del escenario que asomaba como el desenlace y a posteriori un bis “extra large” de 8 temas más. Uno, como cronista y melómano de corazoncito post punk, no puede dejar de agradecer a la providencia el haber tenido la oportunidad de escuchar en vivo creaciones antipopulistas/ antiobsecuencia demagógica barata en la línea de Nightclubbing y Mass Production, dentro de un estado de cosas que también se puede leer como un homenaje póstumo -y en función del público local- a Bowie, viejo compinche de Pop y su punto de apoyo a lo largo de instantes complicados de su vida y su trayectoria. En el final el señor nos regaló la inmortal frase “security, estoy solito”, a lo que siguió el pedido de que suban dos personas al escenario… lo que fue captado de manera un tanto desproporcionada por los encargados delante del vallado, ya que de inmediato se abalanzaron sobre Iggy alrededor de 20 personas que no se calmaban con el “easy, tranquilos, easy” del músico y que eventualmente tuvieron que ser desalojadas para el comienzo del último tema, una versión excelente de Candy que Pop interpretó solo, sin nadie que reemplace a Kate Pierson de The B-52’s. La vigencia y el poderío del artista fueron ratificados de una forma inesperada, a través de una combinación sublime entre un registro vocal único, un carisma todo terreno, esa destreza física infatigable y un acervo artístico a la altura de semejante leyenda del rock, esa misma que supuso el broche de oro para la primera y memorable jornada del BUE.

 

BUE Día 1 en Tecnópolis. 14-10-16.

Él Mató a un Policía Motorizado

Lo Pibitos

Bomba Estéreo

Mala Rodríguez

The Libertines

Iggy Pop