Mandingo (1975) no es sólo una de las obras cumbres del blaxploitation, aquella vertiente del cine norteamericano más furiosamente comercial de la década del 70 focalizada en la idiosincrasia y la discriminación que sufrían los negros en la muy racista sociedad yanqui, sino también una de las películas más ambiciosas y caras de la vertiente ya que así como el grueso de los films de la época de estas características se movía en un rango bastante modesto que iba de lo indie a lo semi mainstream, la producción que nos ocupa -en cambio- estuvo a cargo de nada menos que Dino De Laurentiis y fue dirigida por Richard Fleischer, uno de los artesanos polirubro más queridos de Hollywood que se paseó por una verdadera infinidad de géneros a través de opus tan recordados y freaks como 20.000 Leguas de Viaje Submarino (20.000 Leagues Under the Sea, 1954), Los Vikingos (The Vikings, 1958), Compulsión (1959), Barrabás (Barabbas, 1961), Viaje Fantástico (Fantastic Voyage, 1966), Doctor Dolittle (1967), El Estrangulador de Boston (The Boston Strangler, 1968), Tora! Tora! Tora! (1970), 10 Rillington Place (1971), Terror Ciego (See No Evil, 1971), Cuando el Destino nos Alcance (Soylent Green, 1973), Mr. Majestyk (1974) y el dúo de Conan, el Destructor (Conan, the Destroyer, 1984) y El Guerrero Rojo (Red Sonja, 1985).
Este tanque revulsivo y polémico, insólitamente financiado dentro de la industria cultural más poderosa del planeta, está basado en la novela homónima de 1957 de Kyle Onstott y en la obra teatral de 1961 de Jack Kirkland, también inspirada en el libro, dos pivotes que son sumamente respetados por el excelente guión de Norman Wexler. La acción se sitúa a mediados del Siglo XIX en una plantación del sur estadounidense repleta de esclavos llamada Falconhurst y dirigida por el avejentado Warren Maxwell (James Mason), un señor con reumatismo que trata de “pasárselo” a un nenito negro de su propiedad usándolo de tapete para sus pies, y su hijo Hammond (Perry King), un muchacho que se dedica a preñar a las “hembras” de la hacienda para a posteriori vender los vástagos dentro del lucrativo mercado de los esclavos recién nacidos. Los dos principales sirvientes de la mansión donde viven los blancos son Lucrezia Borgia (Lillian Hayman), una mujer gigantesca encargada de la cocina que le dio 24 crías a los Maxwell, incluidos dos purretes que sirven -entre otras cosas- para abanicar y de candelabros vivientes, y Agamemnon (Richard Ward), un negro veterano símil mayordomo que se muestra dócil y obediente frente a los amos aunque en realidad los odia por la vida de abusos y humillaciones a la que condenan a todos los suyos.
Mientras Warren pretende que su único hijo “oficial” genere un descendiente blanco al cual cederle la plantación en un futuro, el huérfano de madre Hammond se muestra acomplejado por su cojera producto de un accidente con un poni cuando era niño. Entre actividades rutinarias de Falconhurst como desvirgar a esclavas negras adolescentes como Big Pearl (Reda Wyatt) y castigar a Agamemnon con azotes por osar leer, el Maxwell menor eventualmente decide sucumbir a los deseos de su progenitor y termina aceptando casarse con su bella prima Blanche (Susan George), lo que forma parte de un trato más amplio que incluye un préstamo de Warren al padre -muy necesitado de dinero- de la chica, el cual en esencia entrega a Blanche a sus parientes como garantía. La situación se complejiza cuando Hammond por un lado compra a una esclava como compañera sexual, Ellen (Brenda Sykes), de la que se termina enamorando luego de que se la prestan en otra mansión como “servicio al huésped”, y por otro lado asimismo adquiere un hombre de linaje mandingo llamado Ganimedes alias Mede (Ken Norton) como semental/ “macho reproductor”, con Warren haciéndolo intimar sin saberlo con su hermana Big Pearl con el objetivo de que les dé un chico subastable, y para hacerse de unos cuantos billetes obligándolo a pelear en una versión primitiva del box pero sin reglas y hasta la muerte, otra fuente de ingresos vía apuestas para las clases altas dueñas de plantaciones. En la noche de bodas Hammond termina descubriendo que le vendieron gato por liebre cuando descubre que Blanche no es virgen, ya que la mujer se acostó con su propio hermano Charles (Ben Masters) cuando era una niña, un hombre que a su vez gusta de azotar y torturar a las negras antes de violarlas. A pesar de que la hoy señora obtiene lo que quería, abandonar la casona de su familia, esa lujosa Crowfoot que no se compara a la rústica y algo descuidada Falconhurst, Blanche se convierte en alcohólica por el desprecio de su marido, quien prefiere tener sexo con una Ellen que termina embarazada; y por ello primero se desquita con la esclava, golpeándola y tirándola por las escaleras hasta que pierde el bebé, y después con Mede, a quien chantajea con acusarlo de violación a menos que se deje “asaltar” por Blanche con vistas a quedar preñada ella misma, consumando así la venganza definitiva contra el incauto Hammond.
La obra de Fleischer trabaja desde la honestidad y desde un naturalismo muy valioso cada una de las temáticas que discurren a lo largo del metraje, y uno no puede más que agradecer semejante valentía tratándose de tópicos -tan candentes en el período de realización como hoy en día- como la brutalidad esclavista, los abusos sexuales sistemáticos, el incesto en tanto regla fundamental comunal, la falta de respeto a la vida por parte de los oligarcas capitalistas, la trata de blancas, el aborto, la pobreza, la venganza más despampanante, la sumisión/ complicidad de las propias víctimas, la violencia, la impronta contradictoria de algunos hacendados y sobre todo el tabú del sexo interracial, detalle que incluso en estos tiempos sigue generando resquemores entre los sectores más hipócritas y oscurantistas de las sociedades del globo. Como todo exploitation basado en buena medida en su encanto camp y esas exageraciones nunca del todo conscientes, aquí los que se llevan las palmas son un Mason monumental, forzando un acento sureño antológico que nada tiene que ver con su alcurnia británica, y una George que juega de manera maravillosa con la hipérbole y protagoniza otra de las escenas de cama más sexys y célebres de la historia del cine, ahora con ella violando y dando vuelta el asunto con respecto a la doble violación de la genial Perros de Paja (Straw Dogs, 1971) de Sam Peckinpah y anticipando además la legendaria secuencia sexual de la insólita La Casa Donde Habita el Diablo (The House Where Evil Dwells, 1982) de Kevin Connor. El tono narrativo, de todos modos, jamás se vuelca a la ironía porque esta táctica de extremar los resortes del relato calza perfecto con el trasfondo melodramático exacerbado y su fuerza inconformista, planteo que también incluye la adusta pasividad del Ganimedes de Norton, nada menos que un campeón de box de peso pesado reconvertido en actor, y un muy buen desempeño de King, quien hace honor a las paradojas que atraviesan a un Hammond que por momentos se muestra cariñoso y tierno con Ellen y hasta decide no vender a Mede luego de su primera y salvaje pelea para evitarle un nuevo martirio de esa envergadura, para luego continuar administrando Falconhurst con mano de hierro y hasta sumarse a la cacería de los blancos propietarios contra ocasionales negros amotinados, poniendo a disposición de la turba de turno a su mandingo cual perro faldero.
Precisamente, tres escenas en particular sobresalen por su carácter explosivo tanto en términos del -de por sí- convulsionado y glorioso séptimo arte de la década del 70 como en lo referido a la mediocridad y cobardía paradigmáticas del cine mainstream e indie contemporáneo: hablamos de la cruel lucha entre Ganimedes y Topaz (Duane Allen), propiedad de un oligarca perteneciente a la nobleza francesa (tenemos una gran dosis de gore cortesía de un intento de destrozar los globos oculares del mandingo, algún que otro arañazo en la espalda y también recurrentes mordeduras recíprocas de índole caníbal, con pedazos de carne escupidos de por medio), la famosa secuencia del encuentro íntimo entre Blanche y Mede (el morbo está excelentemente aprovechado por el director vía desnudos, besos y gemidos pasionales desde el instante en que ella le quita la ropa al negro hasta el orgasmo final), y el extraordinario desenlace que apenas si modifica el original de la novela, conservando toda su ferocidad y su falta de condescendencia para con el público estándar idiotizado de siempre (la represalia de Hammond contra Mede por el bebé de color/ mulato, ese que el doctor de la familia decide matar desatando el cordón umbilical para que se desangre y así esquivar la “vergüenza” social, incluye disparos, una olla gigantesca de agua hirviendo y hasta una simpática horca). A diferencia de otras películas claramente influenciadas por Mandingo, como la bobalicona Django sin Cadenas (Django Unchained, 2012) de Quentin Tarantino o la epopeya explícitamente de denuncia 12 Años de Esclavitud (12 Years a Slave, 2013) del astuto Steve McQueen, el opus de Fleischer se limita a sistematizar las atrocidades del sistema de producción esclavista norteamericano y deja que el mismo fluir del relato saque a relucir la triste verdad de que la corrupción moral, social y económica engendra barbaridades sin cesar en tiempos en los que la fuerza laboral excluyente no gozaba de autonomía alguna, sustrato remarcado por la magnífica canción principal, Born in This Time, compuesta por Hitide Harris y Maurice Jarre e interpretada por el eterno Muddy Waters (hoy en día seguimos iguales a nivel esencial aunque con la salvedad de que el trabajo en sí fue reemplazado por la especulación financiera y las doctrinas patéticas -e incluso más hambreadoras- de ese despiadado liberalismo burgués que enarbolan los Estados gobernados por la derecha a lo largo de la homogeneidad planetaria). La eficacia brutal y efervescente de la propuesta, alejada de todo preciosismo o constricción mojigata en pos de redondear un hipotético sex appeal masivo modelo Hollywood Clásico, constituyó de hecho la razón de su éxito en taquilla y de que luego se realizase una secuela, Drum (1976), un film bastante digno aunque no tan interesante como el presente: a años luz de los retratos higiénicos de la esclavitud de la época en línea con Raíces (Roots, 1977), la inolvidable barrabasada de De Laurentiis recupera elementos de los mondos, aquellos documentales de corte exploitation de los 60 y 70, y los combina con una estructura de melodrama rosa en la que el poder absoluto es sinónimo de frenesí, locura, atropellos, estupidez y caprichos, a la vez evitando cualquier romantización retro y anulando a los pastiches lúdicos/ anodinos/ descerebrados actuales en pos de reconstruir la vida cotidiana de opresores y oprimidos sin ningún prisma biempensante de por medio y apelando a una sordidez que llama a las cosas por su nombre porque hombres y mujeres son sin duda la misma basura y los cómplices de todo tipo se reproducen como esos cuerpos empardados a commodities, capaces de brindar tanto placer como ganancias a sus dueños…
Mandingo (Estados Unidos, 1975)
Dirección: Richard Fleischer. Guión: Norman Wexler. Elenco: James Mason, Susan George, Perry King, Richard Ward, Brenda Sykes, Ken Norton, Lillian Hayman, Ben Masters, Duane Allen, Reda Wyatt. Producción: Dino De Laurentiis. Duración: 127 minutos.