Sin ser una maravilla del séptimo arte ni mucho menos, El Cuervo (The Crow, 1994), de todos modos, por un lado fue un producto muy interesante de su época, simpática cruza de drama gótico fatalista y típica faena de acción vinculada al cine de violación y venganza, y por el otro lado constituyó un buen representante de aquella primera fase de la carrera del realizador australiano Alex Proyas, hablamos de los años nihilistas de Espíritus del Aire, Criaturas de las Nubes (Spirits of the Air, Gremlins of the Clouds, 1987) y Ciudad en Tinieblas (Dark City, 1998), trabajos que como El Cuervo recuperaron en mayor o menor medida el lenguaje del videoclip modelo MTV, un esquema sustentado en la cámara lenta, la imagen congelada y los montajes siempre esquizofrénicos. Aquella lectura del personaje creado por James O’Barr y nacido en 1989 a través de la editorial Caliber Comics, Eric, precisamente un ángel de la revancha que se carga a la pandilla que golpeó, violó y luego asesinó a su novia, Shelly, además arrastraba la mística macabra en torno al fallecimiento accidental durante el rodaje a los 28 años de edad del protagonista, Brandon Lee, quien recibió un disparo de parte de su colega actor Michael Massee como consecuencia de la negligencia en general del personal técnico del film y la ausencia de controles cotidianos.
El generoso éxito de taquilla derivaría primero en tres secuelas insulsas, la de 1996 de Tim Pope, esa otra del 2000 de Bharat Nalluri y aquella de 2005 de Lance Mungia, y después en una interminable concepción para la remake innecesaria de turno, un proyecto en el que estuvieron involucrados directores heterogéneos como Stephen Norrington, Juan Carlos Fresnadillo, Corin Hardy y F. Javier Gutiérrez hasta que finalmente todo cayó en manos del británico Rupert Sanders, el mismo de las potables Blancanieves y el Cazador (Snow White and the Huntsman, 2012) y Ghost in the Shell (2017), no obstante el producto resultante, El Cuervo (The Crow, 2024), lamentablemente falla desde todo punto de vista y no posee ni una mísera característica positiva/ loable porque es soporífero a más no poder y no sirve como reinterpretación del opus original de Proyas, licuando todo el barroquismo de antaño, ni como lectura más pegada a la historieta de O’Barr, una vez más alejándose del derrotero del papel, ni como film de acción o faena romántica trágica o producto de terror o siquiera pastiche necio posmoderno símil coctelera de géneros y estilos, en este apartado debido al hilarante automatismo del relato o falta de interés de Sanders y sus guionistas, Zach Baylin y William Josef Schneider, en materia de inyectarle algo de vida al antihéroe de look darky.
Como el opus de 1994 la película no tiene historia alguna -apenas una premisa muy básica- aunque la novedad en esta ocasión pasa por el hecho de que el equipo creativo se esfuerza muchísimo por autoconvencerse de que sí hay un periplo narrativo de fondo con aristas y hasta riqueza conceptual, un delirio que por cierto nos deja con Eric (Bill Skarsgård) ahora sobrellevando una infancia traumática, mami alcohólica y caballo blanco muerto incluidos, y conociendo en una cárcel/ centro de desintoxicación a Shelly (Tahliah Debrett Barnett alias FKA Twigs, una cantante y compositora inglesa enrolada en el avant-pop), señorita que viene huyendo de una especie de Diablo prosaico que gusta de susurrarles cosillas a sus víctimas en los oídos para que se sacrifiquen o asesinen a un tercero, Vincent Roeg (Danny Huston, hijo del querido John), el mafioso todopoderoso en cuestión que desde ya manda a reventar a la señorita y a su novio una vez que huyen del presidio. El romance domina el relato porque ahora la introducción del corazón es mucho más larga, cursi y aburrida, para colmo sin nada que justifique en serio el desquite posterior porque la pasión brilla por su ausencia y el vínculo entre los amantes parece aniñado/ impulsivo/ baladí, en esencia tan de plástico o impostado como el resto de la propuesta en su conjunto y su dejo intercambiable.
Los problemas del film no sólo se limitan a su pulso letárgico, un desarrollo redundante, el poco o nulo entusiasmo de Skarsgård, una duración excesiva, unos CGIs bastante malos y una escena de acción muy trasnochada en un teatro que se acerca a lo que sería John Woo en versión gore caricaturesca, detalle que pone en evidencia que cuando por fin empieza la venganza, de hecho en el último acto, ya es muy tarde porque el desinterés del espectador es casi total y el hastío llegó para quedarse. Sin el soundtrack glorioso del pasado y con un intento patético de reproducir aquella pirotecnia videoclipera noventosa, aquí homologada a cierto preciosismo publicitario hueco o muy poco imaginativo sustentado en ralentís bien olvidables, El Cuervo hace desaparecer los muchos personajes secundarios de los años 90, ese dinamismo visual extraordinario adepto a las tomas subjetivas e incluso la violación en grupo marca registrada de la franquicia, aparentemente en función de la corrección política en retroceso de nuestros días, en los que la epidemia moralista ya entró en una fase de clara autoparodia ante los muchos problemas reales. Si bien se agradece la idea de denunciar la corrupción social del Siglo XXI, la película se diluye por la incapacidad y/ o falta de talento del director y los guionistas, para quienes el gótico hoy parece ser un lenguaje insondable…
El Cuervo (The Crow, Estados Unidos/ Reino Unido/ Francia, 2024)
Dirección: Rupert Sanders. Guión: Zach Baylin y William Josef Schneider. Elenco: Bill Skarsgård, FKA Twigs, Danny Huston, Josette Simon, Laura Birn, Sami Bouajila, Karel Dobrý, Jordan Bolger, Sebastián Orozco, David Bowles. Producción: Edward R. Pressman, John Jencks, Molly Hassell y Victor Hadida. Duración: 111 minutos.