Belladonna de la Tristeza (Kanashimi no Beradonna)

Tu útero y tu alma

Por Emiliano Fernández

Mientras que el anime posmoderno, ese que surge a partir de los 80 y se extiende hasta el nuevo milenio, está subdividido de manera férrea en géneros varios como la fantasía, el melodrama, la ciencia ficción, el terror, la comedia costumbrista, el musical y el hentai o anime explícitamente pornográfico, entre otras diversas corrientes, hasta la década del 70 el asunto no era tan taxativo ni mucho menos y todavía permitía anomalías avant-garde de fusión alocada extrema como Belladonna de la Tristeza (Kanashimi no Beradonna, 1973), dirigida por Eiichi Yamamoto y producida por Osamu Tezuka a través de su legendaria Mushi Production, uno de los grandes clásicos del cine de animación internacional y una de las películas más imaginativas y más bizarras que haya surgido del Japón a lo largo de toda su historia. En términos formales perteneciente a una trilogía conocida como Animerama y funcionando como una suerte de cierre simbólico o apoteosis de la creatividad desenfrenada de Mushi, productora que se iría a la quiebra luego del estreno de la propuesta en Oriente a pesar del rol de Tezuka como padre indiscutible del manga y del anime modernos gracias a relatos bien complejos que se prolongaban a través de numerosas viñetas y volúmenes que hacían del dinamismo y de los efectos sonoros su fuerte, Belladonna de la Tristeza supera a escala cualitativa -y por mucho- a los dos eslabones previos de este trío de realizaciones, hablamos de Las Mil y una Noches (Sen’ya Ichiya Monogatari, 1969), basada en la célebre recopilación medieval de cuentos de Medio Oriente, y Cleopatra (Kureopatora, 1970), inspirada en la vida de la famosa monarca del Antiguo Egipto del título aunque con muchos detalles de fantasía futurista de lo más delirante, la primera dirigida también por Yamamoto en soledad y la segunda por el susodicho más Tezuka, ambas más “livianas” en cuanto al tono narrativo que la tercera entrega porque si bien estaban orientadas de lleno a los adultos e incluían una buena dosis de sensualidad, los toques cómicos decían presente a diferencia de la tragedia ampulosa y algo ciclotímica detrás del opus que nos ocupa, esquema retórico que por un lado recupera los latiguillos de las epopeyas de violación y venganza/ rape and revenge, tan populares en los 70, y por el otro lado los condimenta con la ambivalencia prototípica de las mitologías del pasado remoto, como la griega, vía esa tendencia a saltar de una situación a otra completamente diferente en un santiamén, sin mayores preámbulos.

 

Parte del encanto de la obra maestra de Yamamoto y Tezuka reside en la singularidad de su origen literario, nada menos que La Bruja (La Sorcière, 1862), también conocido como Satanismo y Brujería en el mercado anglosajón, libro de resonancias históricas, ficcionales y sociológicas de Jules Michelet, no sólo uno de los padres de la microhistoria o inclinación a centrarse en la vida del pueblo en detrimento de la historiografía habitual de los jerarcas de Estado, sus personeros y las instituciones que éstos crean según criterios absolutistas y casi siempre plutocráticos o más bien cleptocráticos, sino además uno de los pioneros en la modernidad en esto de tomarse muy en serio a los juicios medievales por hechicería sin descartarlos de manera automática y apresurada como parte del oscurantismo religioso que se pretendía superar mediante aquella Ilustración y todos los movimientos subsiguientes de rechazo o ensalzamiento de la razón y de la idea del progreso secular burgués por sobre cualquier otra concepción de la existencia humana y sus particularidades, precisamente por ello Michelet adoraba repetir hasta el cansancio que la brujería de antaño era una forma de rebeldía popular, basada en el paganismo y los cuentos de hadas de tradición oral, contra la autocracia parasitaria del sistema feudal en auge y sobre todo su principal socio, la Iglesia Católica, así es cómo el autor explora el derrotero del culto clandestino diabólico estándar, las curiosas misas negras, las hechiceras y la resistencia cultural -la campesina en general y la femenina en concreto de las líderes sublevadas- para con la opresión del statu quo de la Edad Media, todo a través de un estilo coloquial y algo mucho fabuloso/ quimérico aunque con un afán cuasi etnográfico insólito para mediados del Siglo XIX. Contra todo pronóstico por las diferencias de formatos involucrados, el guión del director y Yoshiyuki Fukuda sigue muy de cerca el trabajo del galo en términos espirituales e ideológicos y se centra en una pareja de aldeanos/ vasallos franceses, Jeanne (Aiko Nagayama) y Jean (Katsuyuki Itô), que se casan pero no viven felices para siempre porque el día de la ofrenda al maldito señor feudal, un conde que además es monseñor (Masaya Takahashi), el dinero ofrecido por la venta de una vaca le parece poco al mandamás y por ello reclama el equivalente a diez animales y ante la imposibilidad de cumplir por parte del agricultor, pasa a ejercer el derecho de pernada violando a la novia y después entregándosela a su comitiva de palacio.

 

A pesar de que la pareja parece superar lo que en aquellos tiempos era privilegio de unos estratos pudientes avalados por la mafia eclesiástica, él convirtiéndose en recaudador de impuestos y ella en usurera, la debacle vuelve a tocar la puerta porque Jean padece la furia del conde por una baja recaudación en tiempos de guerra, por ello manda cortarle la mano izquierda y el hombre luego muta en borrachín patético, y Jeanne por su parte debe soportar los celos dentro del esquema de poder que llegan del lado de la condesa (Shigako Shimegi), quien frente a la popularidad de la protagonista la acusa de bruja y por ello se ve obligada a huir en soledad cuando el cobarde de su marido le niega asilo. La joven se transforma en Belladonna por obra del Diablo (el querido Tatsuya Nakadai), quien en pantalla aparece en un inicio como una entidad de forma fálica que va creciendo a medida que aumentan las ignominias padecidas por la chica y la misma atracción que siente la figura mefistofélica hacia las almas furiosas, desesperadas, locas o llenas de odio y resentimiento. Convirtiendo a una flor venenosa en cura para una peste que asola la región, Jeanne vuelve a ganarse el respeto de la caprichosa multitud, la incita a ritos orgiásticos e incluso se carga a la condesa utilizando un brebaje mágico suministrado a un paje que estaba enamorado de ella, siendo asesinados ambos -esposa y amante- por un monseñor deseoso de comprar los secretos de la etérea Belladonna a través de tierras y cargos nobiliarios. La mujer afirma que anhela el mundo entero y así termina en la hoguera y viendo cómo Jean es asesinado cuando por fin pretende abalanzarse contra el jerarca feudal, situación que exaspera a la plebe y lleva a la resurrección de la furibunda muchacha en todas las hembras que presencian su óbito, luego transformadas en aquella vanguardia de la Revolución Francesa. Si la pensamos a escala estrictamente visual, la película combina los rasgos del anime tradicional, sustentado en la animación china y su homóloga yanqui en línea con Walt Disney, con pinturas panorámicas a lo travellings, diseños deudores de las cartas del Tarot, una fijación con el verde porque es el color de Belcebú, “el rey del mundo”, muchos dibujos fijos con diálogos y/ o soliloquios de fondo e influencias del austríaco Gustav Klimt, ilustraciones ascéticas símil lo hecho por Harry Clarke y Aubrey Beardsley para los cuentos de Edgar Allan Poe y finalmente detalles lisérgicos que citan a Submarino Amarillo (Yellow Submarine, 1968), de George Dunning.

 

Si la comparamos con la producción de otros titanes del rubro de los 70, Belladonna de la Tristeza no tiene nada que ver ni con el surrealismo de René Laloux ni con las sátiras de Ralph Bakshi ni con el naturalismo seco de Martin Rosen, abriéndose camino en todo caso como una especie de cruza hipotética entre un hentai muy moderado y psicodélico y una aventura mitológica iconoclasta de resonancias políticas de izquierda porque el poder aparece como corruptor desorbitado, el pueblo como antojadizo y sumiso y la masculinidad y la feminidad como envases que se vacían y se llenan de contenidos contrastantes de un instante al otro, amén de una erotización de la revancha y la rebeldía y de la presencia de lo alternativo satánico como un simpático pene que viola a todos por igual, a veces de manera tácita y en otras ocasiones de modo explícito, pero fetichiza a la protagonista por su belleza, fuerza de voluntad, ingenuidad primigenia y esa propensión a salvaguardar a un varón que no lo vale y que la termina abandonando para luego redimirse ya demasiado tarde, moraleja camuflada sobre el sustrato farsesco y perecedero del amor y las utopías de la juventud. Más allá de la excelente banda sonora de Masahiko Satô, apuntalada en soft rock, baladas, algo de jazz y hasta chispazos de rock progresivo, y de secuencias magistrales individuales como la del “derretimiento” en blanco y negro de la aldea por el avance impiadoso de la plaga y aquella de la metamorfosis en Belladonna y de la eclosión de su maldad juguetona negada mediante un montaje frenético de latiguillos del hippismo y el Flower Power símil Submarino Amarillo, el convite de Yamamoto, quien en los 60 había trasladado a la gran pantalla mangas clásicos de Tezuka como Astro Boy (Tetsuwan-Atomu) y Kimba, el León Blanco (Janguru Taitei), es un verdadero prodigio en lo referido a las truculencias -las sexuales y las otras- y en lo que atañe al minimalismo de la animación en sí, las canciones de Satô, el diseño de producción de Kuni Fukai, la fotografía de Shigeru Yamazaki y hasta las narraciones en off de Chinatsu Nakayama, todos construyendo una experiencia estética y conceptual fascinante en torno a un pacto faustiano muy adornado y sadomasoquista en pos de la posesión del útero y el alma de una señorita que, como decíamos antes, reencarna en la mujer de La Libertad Guiando al Pueblo (La Liberté Guidant le Peuple, 1830), aquel cuadro de Eugène Delacroix que alude tanto al frenesí del film como a la revuelta soñada…

 

Belladonna de la Tristeza (Kanashimi no Beradonna, Japón, 1973)

Dirección: Eiichi Yamamoto. Guión: Eiichi Yamamoto y Yoshiyuki Fukuda. Elenco: Aiko Nagayama, Katsuyuki Itô, Chinatsu Nakayama, Masaya Takahashi, Masakane Yonekura, Shigako Shimegi, Tatsuya Nakadai, Masaaki Tsukada, Hatsuo Yamaya, Reiko Niimura. Producción: Osamu Tezuka. Duración: 87 minutos.

Puntaje: 10