Milagro en Milán (Miracolo a Milano)

Un lugarcito bajo el sol

Por Emiliano Fernández

Así como al cine narrativo tradicional a veces se lo suele denominar “la traición de Georges Méliès” porque el susodicho retomó el enfoque documentalista primigenio de los hermanos Auguste y Louis Lumière, visto en cortos como La Salida de la Fábrica Lumière en Lyon (La Sortie de l’Usine Lumière à Lyon, 1895) y La Llegada de un Tren a la Estación de La Ciotat (L’Arrivée d’un Train en Gare de La Ciotat, 1896), y lo pervirtió para arrimarlo hacia ese relato que todos conocemos de sobra y para colmo en su entonación fantástica/ ilusoria/ hiper ficticia, basta con recordar Viaje a la Luna (Le Voyage dans la Lune, 1902) y Viaje a través de lo Imposible (Le Voyage à travers l’Impossible, 1904), bien se puede decir que el padre de gran parte del cine posterior al neorrealismo, uno híbrido que recuperó la preocupación por la representación naturalista de la vida pero ya ensamblándola dentro de los criterios retóricos industriales, es el Vittorio De Sica de Milagro en Milán (Miracolo a Milano, 1951), una de las películas centrales en esta misma faena de combinar por un lado un enfoque honesto sobre la sociedad de la posguerra y por el otro un arrebato imaginario bastante exacerbado que se mueve en el terreno de los cuentos de hadas. De Sica, un señor contradictorio hasta la médula que supo debatirse entre el catolicismo, la ludopatía y el comunismo, había sido precisamente uno de los artífices fundamentales del neorrealismo italiano de la mano de una retahíla de tres propuestas que complementaron lo hecho por Luchino Visconti y Roberto Rossellini en trabajos fundantes como Obsesión (Ossessione, 1943) y Roma, Ciudad Abierta (Roma, Città Aperta, 1954), hablamos por supuesto de la obra transicional Los Niños nos Miran (I Bambini ci Guardano, 1943) y de los dos clásicos iniciales del De Sica metamorfoseado en pregonero crucial aunque siempre intuitivo de la corriente, Lustrabotas (Sciuscià, 1946) y Ladrones de Bicicletas (Ladri di Biciclette, 1948), todos opus encarados con su guionista preferido y gran socio en decenas de realizaciones correspondientes a las décadas por venir, aquel recordado y ampuloso Cesare Zavattini.

 

De Sica en esencia fue primero actor y después director, afirmación que abarca las facetas tanto histórica como identitaria ya que siempre privilegió su prolífica trayectoria como intérprete en detrimento de los deberes vinculados a encargarse de un film en su conjunto, lo que no quita que asimismo haya entregado una buena cantidad de obras como realizador aunque se nota mucho que su interés se disipaba enormemente en determinados períodos y ello hacía que mute de un artífice de comedias olvidables, léase sus iniciales del primer lustro de los 40, a primero un autor cinematográfico con todas las letras, fase que abarca los quince años posteriores, y segundo un artista muy desparejo volcado en cuerpo y alma al acervo comercial, pensemos en todo lo que dirigió hasta su muerte en 1974 a los 73 años de edad, etapa consagrada a una seguidillas de melodramas y exponentes bien literales de la commedia all’italiana, derivado satírico del neorrealismo rosa que surgió del neorrealismo a secas, éste a su vez inspirado en el realismo poético francés de la década del 30. Dicho de otro modo, luego de los opus mediocres del comienzo Vittorio muta en figura clave de la vanguardia que nos ocupa con los tres trabajos citados pero inmediatamente lo sabotea todo con Milagro en Milán, una fábula neorrealista que en su momento fue vista por sectores del público, la crítica y la intelligentsia de izquierda como pérfida porque aquí la miseria y los atropellos espantosos del capitalismo se resuelven con hechizos de magia, una jugada que eventualmente despierta su carácter paradójico y lo lleva a regresar de repente al patrón neorrealista para las geniales Umberto D. (1952) y Estación Terminal (Stazione Termini, 1953), esta última su única incursión cien por ciento hollywoodense, período ciclotímico y de gracia que se completa con otra trilogía de joyas, El Oro de Nápoles (L’Oro di Napoli, 1954), El Techo (Il Tetto, 1956) y Dos Mujeres (La Ciociara, 1960), la primera y la tercera oficiando de trabajos que cimentarían la sociedad con la actriz Sophia Loren, su principal colaboradora delante de cámaras hasta su flojo canto del cisne, El Viaje (Il Viaggio, 1974).

 

Milagro en Milán, escrita por el director, Zavattini, Suso Cecchi D’Amico, Mario Chiari y Adolfo Franci e inspirada en una novela de Cesare, Totò, el Bueno (Totò, il Buono, 1943), gira alrededor de ese personaje en la piel de Francesco Golisano, un aparente huérfano que es encontrado por una anciana ultra bonachona en su campo de repollos, Lolotta (Emma Gramatica), quien lo cría como un hijo y le enseña las tablas de multiplicar hasta que la versión de once años del personaje (Gianni Branduani) va a parar efectivamente a un orfanato porque la mujer fallece. Siendo un adolescente es expulsado de la institución para que encare su vida aunque jamás pierde su empatía, buen humor y una solidaridad a toda prueba incluso cuando un menesteroso pícaro le roba su maleta mientras aplaudía entre la muchedumbre a la oligarquía milanesa, nos referimos a un tal Alfredo (Arturo Bragaglia) que le ofrece pasar la fría noche en una carpa precaria en un terreno cercano a las vías del tren y ocupado por muchos desesperados. El tiempo pasa y Totò se transforma en una figura importante en la construcción de una villa miseria porque ayuda a distribuir a las personas y familias en las casillas disponibles, así se hace amigo no sólo de Alfredo sino de un par de grandulones que están siempre peleándose, Gaetano (Erminio Spalla) y Giuseppe (Riccardo Bertazzolo), conoce al soberbio infaltable entre los pobres, Rappi (el querido Paolo Stoppa), y a una parejita autoreprimida de un negro (Jerome Johnson) y una blanca (Flora Cambi), y hasta se enamora de una linda chica que llega al lugar, Edvige (Brunella Bovo), sirvienta de una hilarante burguesa caída en desgracia, Marta (Anna Carena). En el contexto de un festival de impronta bien carnavalesca los indigentes clavan un poste en la tierra y accidentalmente descubren petróleo, por ello Rappi le pasa el dato a un oligarca inmobiliario/ empresarial, Mobbi (Guglielmo Barnabò), que compra el terreno y pretende expulsarlos con la ayuda de la policía, no obstante el fantasma de Lolotta se presenta ante Totò y le entrega una paloma blanca que concede deseos, generando un frenesí popular.

 

Desde el “había una vez…” del comienzo y la indistinción entre la figura materna real/ ausente y aquella sustituta/ presente hasta la idiosincrasia inocentona del protagonista y la estructuración narrativa símil sketchs cuasi paródicos, De Sica en ningún momento oculta el hecho de que estamos ante una fábula y ello aplica a toda la primera hora del metraje previo a la introducción del artilugio fantástico a lo deus ex machina, cuando Mobbi y los esbirros de la ley arrojan bombas de humo sobre el frágil asentamiento como prólogo de la represión y cuando la ancianita, siempre escapando de dos ángeles que pretenden regresarla al paraíso símil Escalera al Cielo (A Matter of Life and Death, 1946), de Michael Powell y Emeric Pressburger, le regala esta “fuente de los deseos” emplumada para que defienda a los suyos de los embates del poder capitalista. La esquizofrenia de De Sica hace que la obra se divida en instantes lacrimógenos o humanistas o sentimentales, como el descubrimiento del bebé, el río con la leche derramada, el óbito de Lolotta, los intercambios de Totò con mocosos varios, su identificación con los desfavorecidos, aquello de evitar el suicidio de un menesteroso algo demente o los cánticos de los habitantes de la villa, y momentos irónicos en línea con la frialdad de los médicos, aquel criminal que se suma al cortejo fúnebre, las peleas por un lugarcito bajo un sol que “cura” de la helada, la costumbre del personaje del perfecto Golisano de bautizar a las calles con multiplicaciones, el sketch del agua con Marta y Edvige, la graciosa puja por el precio del terreno, el sorteo del pollo, aquella lira que cobra Marta para ver el crepúsculo, el estafador que pide cien liras para levantarle la autoestima a los pobres, ese petróleo que en un principio confunden con agua, algo mucho más necesario para los menesterosos, el viejito que por poco se va volando con sus globos, el sujeto ese de Chocolate Fano que entrega billetes a quien elogie la marca y desde ya la anarquía en torno a los deseos que concede la paloma, unos que van desde cosas materiales hasta una estatua magullada de una hermosa ninfa romana que cobra vida (Alba Arnova).

 

Si la siempre protectora Lolotta -en vida y en muerte- simboliza un cariño materno que de “necesariamente biológico” no tiene nada y Totò hace las veces de un payaso augusto en sintonía con Charlot alias El Vagabundo de Charles Chaplin, Mobbi constituye un ejemplo no sólo de las elites explotadoras y sus delirios, recordemos para el caso que tiene a un empleado/ esclavo colgado del exterior de una ventana para que le informe sobre el clima, sino también de su principal herramienta a la hora de manipular a los excluidos, esa mentira que anticipa a la coacción, y Rappi funciona como un esquirol conceptual al servicio de la patronal y como un personaje distante y necio a lo burgués que no entiende que su destino está atado al de los estratos populares, algo que Marta comprende porque está representada de manera más afable o caricaturesca a diferencia de la criatura de Stoppa, quien no puede ingresar a su hogar por su rimbombante galera y encima la casucha en sí está construida en un árbol, enfatizando que se siente por encima de sus vecinos. De Sica en Milagro en Milán destruye el neorrealismo a escala simbólica ya que el gesto de solucionar la escasez y el brutal acoso estatal y privado con la magia, al tiempo que se reconoce la angustia de los pobres, es más poderoso que su rutinario vuelco futuro al cine comercial, uno en el que de todos modos supo brillar gracias a El Especulador (Il Boom, 1963), Ayer, Hoy y Mañana (Ieri, Oggi, Domani, 1963), Matrimonio a la Italiana (Matrimonio all’Italiana, 1964), La Persecución del Zorro (Caccia alla Volpe, 1966), Siete Veces Mujer (Woman Times Seven, 1967), Los Girasoles de Rusia (I Girasoli, 1970) y la verdaderamente gloriosa El Jardín de los Finzi Contini (Il Giardino dei Finzi Contini, 1970). El frenético y equidistante film, con uno de los finales más procatólicos de la historia del séptimo arte vía los indigentes volando en escobas hacia el cielo -con la Catedral de Milán de fondo- cual apología de la dialéctica cristiana más humilde y antiplutocrática, sintetiza de maravillas la obsesión del director con la desilusión, el dolor, la dignidad, las injusticias y una fuerza de voluntad inquebrantable…

 

Milagro en Milán (Miracolo a Milano, Italia, 1951)

Dirección: Vittorio De Sica. Guión: Vittorio De Sica, Cesare Zavattini, Suso Cecchi D’Amico, Mario Chiari y Adolfo Franci. Elenco: Francesco Golisano, Emma Gramatica, Paolo Stoppa, Guglielmo Barnabò, Brunella Bovo, Anna Carena, Arturo Bragaglia, Erminio Spalla, Riccardo Bertazzolo, Flora Cambi. Producción: Vittorio De Sica. Duración: 97 minutos.

Puntaje: 10